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valija vacia y esposa llena

Le van a preguntar a Isabela si alguna vez fue infiel, ¿y qué les va a contestar? Que no. Encima con gesto serio, convencida. Pero si le preguntan a sus mejores amigas, ya es otra cosa. Lo mismo si le preguntan al hermano de su marido, al más chico, que este año se la cogió como treinta veces porque está viviendo con el matrimonio desde Abril. O a algunos compañeros de trabajo de Isabela, que le dan cada tanto, si hay oportunidad.
No es que lo sabe todo el mundo, ella se maneja muy bien en eso de esconder. Lo saben quienes lo tienen que saber. Y el cornudo, por supuesto, no cabe en esa lista.
El cornudo se llama Isaías, por cierto, y es cornudo desde siempre. Prácticamente desde los inicios de su noviazgo con Isabela. Nada bestial, nada de veinte cuernos por semana o hacerlo a un metro del infeliz mientras éste mira la tele. Isabela siempre fue muy discreta, y nunca arriesgaría su relación con el hombre al que ama.
Pero bueno, tampoco iba a dejar de disfrutar de pijas más grandes que las de su hombre, que por una cuestión estadística son casi todas. Así que, como cualquier mujer normal de estos días, picotea aquí y allá cuando puede, sin arriesgar el matrimonio.
Y fue así hasta el día que llegó a la casa Pablo, el hermano menor de Isaías, con la idea de instalarse momentáneamente hasta encontrar algo donde vivir, pues había comenzado la facultad. Premeditado o no, Pablo terminó acomodándose en la casa, como un gato al que se le rasca la panza. Cuando Isaías le fue a preguntar a Isabela si en vez de un par de semanas no le molestaba que su hermano se quedara todo el año hasta terminar ese primer ciclo, el pobre cornudo no sabía que esos quince días de convivencia ya su buen hermanito se la había garchado tres veces. Y mucho menos que también se la había cogido algunos años atrás en una fiesta familiar.
Isabela le dijo que no había problemas, si apenas lo veían un rato a la noche porque ellos salían a trabajar mucho antes de que Pablo siquiera se levantara.
Por eso y porque ella siempre hizo buena letra, Isaías no sospechó nada cuando, al mes, Isabela dijo que la inmobiliaria le cambió el horario por treinta días y que debía ir dos horas más tarde. Fue un mes cogiendo como árabes todos los días, gritando, puteando, acabando en las tetas, estirando el cuerito del culo, dedicándole la leche al cuerno… En ese lapso se sacaron las ganas fuertes, las primeras, y cuando ella retornó a su horario habitual pasaron a coger dos veces por semana. En ocasiones ella volvía al mediodía, o llegaba del trabajo más temprano que su marido, si Pablo estaba en la casa. Siempre jugando sobre seguro. Sin riesgos de que nadie sospeche nada.
Entonces un día Pablo vino con esa idea rara.
Fue una tarde de lluvia en la que el pendejo la había puesto culo pa’ arriba, cabeza bajo la almohada, y la estuvo bombeando como un enajenado. Primero por la concha pero enseguida por el orto, con pasión desmedida, con angurria y cierta violencia. Al punto que a Isabela le arrancó dos polvos y a la vez le hizo pensar qué carajos le pasaba a ese chico.
Lo entendió en el descanso, cuando recuperaban el aliento.
—Tengo unos amigos…—empezó Pablo—. Bah, un amigo… Quiere conocerte…
—¿Amigos…? Dejate de joder…
—Es uno. Bueno, son varios, pero creo que podrías conocer a uno.
—¿Andás contando por ahí que me cogés? ¡Sos un boludo!
—No, Isabela, tranquila. Son mis compañeros de facultad. Nadie que conozca Isaías, ni que se vaya a cruzar jamás
—Te dije muy claramente que no quería que…
—Es que no pude evitarlo, Isa. Estaban todos alardeando. Todos tienen minas, filos, amantes… y el único boludo que nunca cuenta nada soy yo. Yo, que soy el que se coge a la mejor mujer de todas.
El halago apaciguó la furia de Isabela.
—No me voy a coger a tus amigos para que te anden felicitando. Me decepcionás, Pablo, la verdad que…
—No, no mis amigos. Es solamente uno. Y te va a gustar. Lo investigué, tiene una tranca así.
Las manos marcaron un tamaño casi inverosímil. Sin embargo, lo que a Isabela la hizo dudar fue el gesto serio —muy serio— de Pablo.
—No me interesa.
—La tiene más gruesa que yo. Y más grande. Y anda siempre con veinte minas, es bien machito como te gustan a vos.
—No me interesa —repitió Isabela, pero los ojos no pudieron mantener la vista de Pablo, y los labios le temblequearon un poquito.
—Dale, Isabela, careteásela al cuerno pero a mí no. Yo sé lo que te gusta la pija. Además va a ser divertido. Yo lo entretengo a Isaías, no va a sospechar nada.
—Ni lo nombres a tu hermano. ¿Te creés que me hace gracia hacerlo cornudo?
Pablo sonrió y se le acercó hasta que los dos rostros estuvieron casi pegados. Tomó la mano de ella y la llevó a su verga. Ella lo tomó, lo notó duro de nuevo y comenzó a masajearlo.
—Te va a gustar, mi amor… Te lo vas a coger con el cuerno en la casa…
—¡Estás loco!
—Si te re gusta la pija, putita…
—Con Isaías en la casa, no.
—Bueno, con el cuerno afuera, en la vereda. Yo me encargo…
—Sos un hijo de puta…
 
 
Isabela siempre se vistió sexy pero tranquila. Elegante. Solo se zafaba si iba a bailar con Isaías, que era casi nunca; o se vestía más puta para él, para seducirlo en la intimidad del hogar, sea para un aniversario o simplemente por ganas. Desde que Pablito se instaló y pasó a convivir con ellos, dejó de vestirse así en la casa (la lencería que usaba con su cuñado cuando cogían, no cuenta). Así que, una semana después, Isabela se sorprendió cuando Pablito le vino con todo armado:
—Vas a vestirte bien putita como a vos te gusta. Un súper escote, una buena minifalda de esas que dan ganas de arrancártela. Y así te va a ver Isaías: vestida re puta y con mi amigo al lado tuyo. Vos bien atorranta y mi hermano bien cornudo.
—No le puedo hacer eso a Isaías.
Pero Isabela no logró evitar sonreír y en sus ojos ardió todo el emputecimiento que se venía aguantando el último año.
—El plan es este: yo voy a irme a la costa un fin de semana con mis compañeros de facultad. Salgo el viernes a la noche y regreso el domingo. Sabiendo esto, vos le decís a mi hermano que querés aprovechar la casa sola para tener una velada romántica y de sexo salvaje, que salga antes del trabajo y esté en la casa a las siete, y que lo vas a esperar vestida bien gatita.
—¿Es en serio?
—Pero a las siete va a caer Miguel, mi compañero, que tiene un matafuego por pija. Yo voy a ir diciendo durante toda la semana que en cualquier momento pasa Miguel a devolverme la valija de viaje que vos me diste el mes pasado, ¿te acordás? Y voy a dejarle claro a Isaías que Miguel es gay.
Estaban en la cocina preparando la cena. De fondo se escuchaba la ducha donde Isaías estaba dejando ir el trajín diario. Pablo le estrujó los pechos por sobre la remera y le manoseó el culazo metido en los leggins de lycra.
—¡Pablo, no!, que está tu hermano en el baño…
—Eso me calienta más —cerró el chico, y le mordisqueó suavemente los pezones, siempre por sobre la ropa.
El viernes Isabela estaba nerviosa al borde de la histeria. Iba vestida de puta en blanco, con una camisola súper escotada de mangas largas y una minifalda café con leche que le partía los muslos cerca del bulto de la tanguita
—Vos estás loco y yo estoy más loca por seguirte la corriente —le dijo a Pablo, que se la comía con los ojos desde el sillón del living—. ¡Estoy demasiado trola!
—Demasiado hermosa. Y no es nada con lo que no hayas ido a bailar alguna vez con tu marido.
—Es mucho. Isaías va a sospechar.
—Vos dejámelo a mí. Y mandame el mensaje cuando ya estén vestidos después de la cogida.
De afuera de la casa vino el sonido del auto de Isaías.
—Ay, la puta madre, estoy nerviosa como cuando tenía quince.
—Relajate, Isabela, solo pensá que vas a estar taladrada por el pijón de mi amigo mientras tu marido está afuera, a diez metros tuyo.
—No digas eso, boludo, me ponés peor.
Pablo se rió fuerte mientras tipeaba en su celular.
—Le estoy avisando a Miguel.
Se escuchó la puerta del auto cerrarse. Isabela comenzó a caminar en círculos, como los perros. Con cada movimiento Pablo podía ver como la cortísima minifalda, pegada a sus curvas se levantaba de a un milímetro por paso. Las llaves hicieron su tintineo sobre la cerradura.
—Dale, Isabela, bien puta, mi amor.
—Sí…
En ese segundo la puerta comenzó a abrirse. Isabela soltó la mano de Pablo y sacó pecho. El corazón lo tenía acelerado. Vio el brazo de su marido. Vio un imposible ramo de rosas, enorme ramo y, detrás de él, su marido, entrando como un marido romántico, cerrando la puerta a su paso y girando para verla.
Y viéndola.
—¡A la mierda, Isa!
Isabela sonrió y los nervios comenzaron a disiparse. Juntó brazos como una nena buena y los pechos casi se le sueltan del escote.
—¿Te gusta? —dijo, como si dudara.
Isaías se quedó un segundo sin aliento. Literalmente. Luego reaccionó y vio a su hermano junto a ella.
—Ya me voy —anticipó Pablo—. De hecho, ya debería haberme ido, pero el puto de Miguel todavía no me trajo la valija. —Isaías se desconcertó un poco. La imagen de su mujer con esa ropa no lo dejaba pensar—. Y hablando de putos… Hermano, tengo que hablar con vos, estoy en problemas y me tenés que aconsejar.
Isaías miró a su mujer, que seguía quieta y de pie como una muñeca. Pablo se le acercó y lo tomó de un brazo.
—Esperá —intentó Isaías—, quiero darle esto a mi mujer.
—No, tenemos que hablar antes de que caiga Miguel.
Pero Isaías se quitó el amarre de encima y fue hacia Isabela.
—Mi amor, estás… estás… —le ofreció el ramo de rosas, que ella tomó con una sonrisa que le llenó la cara de felicidad—. …impactante.
Ella lo besó y en eso sonó el timbre.
—Uy, boludo, es Miguel —interrumpió Pablo—, te dije que habláramos antes.
—Ni que viniera a matarte.
—Peor que matarme.
Pablo fue a abrir la puerta y saludó a Miguel. Lo hizo pasar.
Isabela vio por primera vez al extraño. Era un tipo diez años mayor que su cuñado, de cabello algo claro y cara y gesto de multiperverso, de esos que uno ve en las películas con un camión blanco de helados. Estaba vestido así nomás, con un jogging deportivo, por lo que Isabela se dio cuenta que era para bajarse y subirse los pantalones de manera fácil e instantánea. El solo pensar en eso le hizo subir la temperatura en la entrepierna.
—Hola, Miguel. Llegás una hora tarde.
—Es que no encontraba tu valija.
—No es mía, es de Isabela —aclaró Pablo. El tipo parecía acobardado, tal vez tímido en exceso, como si estuviera en penitencia—. Miguel, ellos son Isabela y su marido Isaías.
Isabela se acercó y le dio un beso.
—Es mía pero es la que va a llevar Pablo este fin de semana.
—Sí, yo voy a ir también. En cuanto me enteré que iba él…
Pablo cruzó rápido delante de Miguel y tomó a su hermano de un hombro.
—Vení que te termino de contar ese asunto familiar tan serio…
—¿Qué asun…?
Pablo llevó a Isaías hacia la puerta.
—¿Llegué en mal momento? —se disculpó Miguel—. Pido perdón por llegar tarde y…
—No, no —cortó Pablo—. Es que con mi hermano tenemos que resolver un tema de la familia… Es un minuto, ya regresamos.
Pablo sacó casi a los empujones a Isaías de la casa.
—¿Qué onda? Pareciera que le tenés miedo a ese tipo…
—No, no, es que… Vení, vamos al auto. No quiero que ese puto de mierda nos escuche. Dicen que tiene el oído de un tísico.
 
Al mismo tiempo, dentro de la casa, apenas se cerró la puerta, la expresión timorata de Miguel cambió en un chasquido al gesto retorcido de un demonio.
—¡Qué buena que estás, hija de puta! ¡No puede ser lo que se está comiendo Pablito todos los días…
Lejos de ofenderse, Isabela sonrió, aunque miró en dirección de la puerta, algo nerviosa.
Miguel se le vino encima y comenzó a manosearla como un pajero en un colectivo. Le toqueteó los mulos, subió por debajo de la minifalda, se llenó las manos con el culazo de Isabela, y rozó varias veces la tanguita que protegía su concha.
—¿Cómo sé que no va a entrar Isaías? —preguntó ella, sin ofrecer resistencia al manoseo pero sin mostrarse tampoco activa.
En ese momento se escucharon las dos puertas del auto y ella entendió y se tranquilizó. Lo tenía a Miguel prendido desde atrás, tocándola por debajo de la minifalda y respirándole en el cuello, desesperado. Giró un poco, sonrió y se alejó un paso. Abrió sus manos que todavía tenían el enorme ramo de rosas, para que el cerdo la mirara completa, con sus tetotas apenas cubiertas por un escote insuficiente.
—¡Putón, qué polvo te voy a echar!
De nuevo se le vino encima pero esta vez hundió su rostro en los pechos y comenzó a chupárselos con hambre.
—Por Dios, no puedo creer que esté haciendo esto… —murmuró, y llevó sus dedos de uñas pintadas hacia el bulto de Miguel—. Ay, sí… ay, sí… qué duro se te siente…
—Está así duro por lo buena que estás, putón.
Isabela lo separó un poco de sus tetas y se adecentó apenas la minifalda, que ya la tenía a mitad del culazo, dejándolo semi desnudo. Arrojó el ramo de rosas sobre el sillón que daba a la ventana.
—Quiero verte la pija —dijo desesperada. El desconocido estiró el elástico del pantalón hacia adelante e hizo espacio para que viera. No llevaba calzoncillos, era todo verga—. Oh, sí… Era cierto… Ay, Dios, qué gordo… qué buen pijón… qué buen pijón…
Miguel miró hacia la puerta y llevó su mano izquierda al techo de la cabeza de Isabela, y la fue bajando hasta ponerla de rodillas frente a él.
—No hay tiempo, putón… No sé Pablito cuánto puede aguantar al cornudo adentro del auto…
—No le digas cornudo, pobre… —lo corrigió Isabela, con la mirada hipnotizada sobre el vergón ancho como su propia muñeca, y gordo y largo como una morcilla de campo. Lo tenía tomado con una mano, cerca de la base, pero fue inevitable ayudarse con la otra para sopesarlo en toda su dimensión. Quería agarrar todo eso. Quería apretarlo con ambas manos.
Sin darse cuenta fue abriendo la boca; y la mano de Miguel, guiándole la cabeza hacia el glande, lo hizo todo inevitable.
Tuvo que abrir mucho más de lo que pensó en un inicio para engullir la cabeza de la pija. Lo sintió duro y liso como un manguerón de caucho.
—Ahhhhh… Sí, putón, así… Qué rica boquita…
—Mmmfff… Mmmmffff…
 
—Bueno, dale, ¿qué pasa? ¿Para qué me trajiste al auto? La dejé sola en la casa a Isabela.
—No pasa nada, Miguel es puto.
—Ya sé que no pasa nada, ¿pero no la viste vestida? Quiero entrar y llevarla a la habitación ya mismo.
—Antes decime qué hago. Miguel se enteró que voy con los chicos a pescar todo el finde y decidió sumarse.
—¿Y?
—¿Cómo “y”? Me quiere coger. Viene porque estoy yo. Me va a tener dos días en el medio de la nada y va a estar hinchándome las pelotas y tirándome onda porque le gusto…
Isaías miró a su hermano y sonrió, sobrador. Hizo un movimiento como para arrancar a irse.
—Le decís que no sos puto y chau. Y si se pone denso, lo cagás a trompadas. ¿De verdad te lo tengo que explicar?
—Esperá, ¿a dónde vas?
—A coger con mi esposa.
—Pará, escuchame, no puedo hacer eso. Ni siquiera puedo rechazarlo de mala manera. Si se enoja conmigo puede hacerme mierda con otro asunto que estoy armando…
—¿De qué carajo hablás…?
—Es lo que te quiero explicar… Pero va a llevar tiempo.
 
—Ahhhh… Asííííí… Así, putón, así… qué bien que la mamás…
Isabela pajeaba el vergón mientras lo tragaba y lo volvía a tragar. No había manera de llegar siquiera a la mitad de la pija. Miguel vio el intento de ella, como si fuera un desafío personal. O eso intuyó. Ninguna mujer nunca se la había tragado completa, no había manera. Y tenía poco tiempo para que ese mujerón increíble lo intentara seriamente. Pero igual empujó la nunca para forzarla lo más posible.
—¡Tragá, puta! ¡Tragá!
—Mmmmfffgghhhh… Gggghhhhgggg…
Miguel siguió empujando por detrás y con la otra mano tapó la nariz de Isabela.
—Tragá todo lo que puedas, quiero ver hasta dónde llegás…
Isabela seguía esforzándose pero no pasaba de la mitad. Comenzaron a salirle lágrimas.
—Mmmfffgghhhh… Ggggoooggghhh…
—Pensá en el cornudo adentro del auto ahí afuera y tratá de tragar… ¡Hacelo por él!
Sin pensarlo, Isabela engulló un centímetro más, lo que a esa altura era muchísimo, y ya la garganta le avisó con un reflejo que —por hoy— no iba a dar más sin estropear el momento.
Aflojó la boca y se retiró.
—Muy bien, putón, te la tragaste más que la mayoría de las putitas que me la maman.
Miguel tomó de la mano a Isabela y la puso de pie. La hizo girar para él, así babeada y con ojos llorosos como estaba, y la minifalda por la mitad del culo.
—Vamos a hacerle honor al cuerno y a llenarte esa conchita de pija…
La llevó al sillón colocado sobre la ventana, de la que colgaban cortinas blancas de esas que permiten ver hacia fuera pero no hacia adentro. El respaldo daba sobre las cortinas y la hizo arrodillar junto al ramo de rosas, de modo que ella quedó mirando hacia fuera, hacia donde estaba el auto de Isaías.
—Separá las piernas, putón… —Obediente,  Isabela separó las rodillas.
La minifalda se le estiró al máximo y, por la tensión, se le subió unos centímetros más sobre el ecuador de la enorme cola. El cuenco que hacía la bombachita blanca sobre la concha era una invitación a clavarla de inmediato y a lo bestia.
Isabela, así arrodillada como iba y tomándose del borde del respaldo, giró hacia su sátiro:
—Quiero ver otra vez esa verga antes de que me la metas toda…
Con orgullo, Miguel sonrió y balanceó su manguerón ridículamente grande, para que ella tomara dimensión de lo que se iba a tragar. Porque iba a ir a hasta la base, eso no era negociable.
—Te va a entrar toda, putón…
Isabela suspiró sonoramente.
—Ay, pobre mi marido, los cuernos que le van a salir…
La mujer volvió a su posición y Miguel se pegó a ella. Con una mano le corrió la tanguita blanca unos centímetros hacia la izquierda, y con la otra se tomó el vergón.
Apoyó. Pegó el glande sobre la concha y la pintó de pija. Y empujó suave como para que la cabeza se le acomode en el hueco.
—Oh por Dios… —jadeó Isabela, por la premonición de lo que venía.
Miguel dejó el glande puerteando esa conchita carnosa y ya totalmente empapada y tomó las dos nalgas para empujar.
—Ahí va, putón…
Y enterró media cabeza.
—Síííhhh… —jadeó Isabela.
Miguel no dejó de empujar suavemente. El resto de la cabeza entró como si nada y recién el cuello de la verga hizo de primer tope.
—Virgen Santa…—jadeó otra vez Isabela—. Me entró casi nada y ya me siento más llena de pija que cuando me coge mi marido…
—El cornudo…
—¡Sí, sí! El cornudo…
—Falta el noventa por ciento de pija, putón…
La idea de que le iban a meter nueve veces más lo que ya tenía adentro la motorizó. Miró hacia fuera, más precisamente al auto donde estaba Isaías hablando con su hermano y gimió hecha una puta salvaje.
—¡Entrámela toda! No le des vuelta y mandala con todo que quiero sentirla toda antes que el cuerno salga del auto.
—Lo que digas, putón… —Miguel sonrió, tomó distancia y empujó sin vacilación.
—Ahhhhhhh… ¡qué pedazo de pija, hijo de puta…!
—No llegué al tercio, putón.
—Mandale. Mandale pija que por algo el hermano de tu amigo es flor de cornudo. ¡¡Ahhhhh…!!
—Un tercio —anunció Miguel, y frenó, retiró un poco las caderas y volvió a empujar fuerte.
—Ahhhhhhhhh…!! Sííííí, hijo de puta, sííííí…!!!
—Media pija, putón…
Miguel se detuvo y se retiró y volvió a atacar, y así comenzó un bombeo consistente, fuerte, penetrando a Isabela uno o dos centímetros más con cada estocada.
 
Dentro del auto, Pablo recibió un mensaje. Cuando terminó de escuchar el audio, se dirigió a Isaías, que lo miraba con curiosidad:
—Parece que Miguel le está llenando la valija a tu mujer.
—¡¿Qué!?
—La valija que trajo, la que es de Isabela. Le dije a Miguel que vaya a mi habitación y la llenara con mis cosas así nos vamos más rápido y te dejamos con tu mujer a solas.
—Ah, sí, sí.
—En fin. Como te dije, Miguel es el mejor amigo de Vero, que es la chica de quien estoy enamorado. Si me lo pongo a él en contra, entonces…
 
—¡Ahhhhhh…! Nunca me sentí tan llena de verga…
Isabela ayudaba a su violador llevando su cola hacia atrás, oponiendo fuerza para que cada pijazo del bombeo la clavara más a fondo. No sacaba los ojos del auto, y quería sentirla haciendo tope, con los huevos del macho chocándole abajo antes de que su marido regresara.
Miguel estaba sorprendido. En tres minutos ese hembrón tenía más de tres cuartos de pija adentro.
—Hija de puta, a ninguna otra mujer le entró tanta pija tan rápido…
Isabela volvió a girar un segundo, mientras Miguel no paraba de bombearla.
—Yo no soy “ninguna mujer”. Yo soy la mujer más puta con la que te vas a cruzar en tu vida. Y con un par de amigos así pijudos como vos te lo puedo demostrar…
Miguel tenía hundidos los dedos en las nalgas del putón, y podía sentir los pies de ella enroscados en sus piernas, desde atrás y bajo sus rodillas, para que el cuerpazo le quedara más fijo y así las clavadas resultaran más profundas.
—Si me das una semana te puedo traer veinte tipos con pijas como la mía…
Isabela regresó hacia el respaldo, tomó el ramote rosas y hundió el  rostro entre sus brazos.
—Ay, pobre Isaías qué mala suerte le tocó en el matrimonio…
El bombeo incesante y ya violento le zarandeaba la cabeza y hombros.
—¡Cómo te la aguantás, putón…!
—¡Mandala a fondo! Quiero tenerla toda adentro y sentir cómo me lecheás.
El fap fap sobre la cola parecía un corazón frenético. Los muslos de Isabela iban y venían, la minifalda ya estaba enrollada en la cintura y la verga seguía avanzando un centímetro con cada sacudida. Ya muy cerca de los huevos.
—Vos no acabaste…
—No importa... Ahhhh… Voy a acabar en un rato… ahhh… con el cuerno… uhhh… cuando me empiece a coger y no me sienta de lo estirada que me dejes… —Y de pronto, por fin el pijón hizo tope—. ¡¡¡Ahhhhhhsssíííí…!!!
Miguel se la estaba garchando tomándola de las tetas, estirado para cogerla y no perder se de gozar esos pechos formidables. Pero cuando por fin la clavó a fondo, volvió atrás, la tomó fuerte de la cintura y empujó de nuevo para dejarle el vergón de burro unos segundos en el interior, como para que la mujer tomara cabal medida de lo que tenía enterrado.
Y luego recomenzó el bombeo, ya siempre hasta la base.
—¡Tomá, puta! ¡Tomá, puta! ¡Tomá…!
—Sí, sí, Miguel, soy una puta… Soltala. Soltame la leche adentro…
No se hizo rogar, Miguel.
—Ahí va, putón! ¡¡Ahhhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Síííí, hijo de puta, sííí…!
Le empezó a acabar a latigazos de leche, y con cada latigazo, mandaba el vergón a fondo, tan a fondo que fue corriendo el sillón con Isabel arriba.
—¡Ahhhhhhhh… por Dios qué pedazo de hembra…! ¡Qué pedazo de putón tiene el cuerno!
—Te siento la leche, Miguel. ¡Te siento el chorro caliente!
El ramo de rosas volvió al sillón, el bombeo fue aflojando de a poco, aunque no parecía terminar nunca. Las perinas de la mujer temblequeaban un poco.
—Ahí te va el último chorro… Ahí te va el último chorro… —prometía, pero seguía escurriéndose adentro de ella, sin tener fin.
—Llenámela todo lo que quieras… Si fuera por mí dejala ahí adentro toda la vida…
Entonces se escuchó una puerta cerrarse.
—¡El cuerno! —se alarmó Isabela, que vio a su marido ya fuera del auto.
Pablo bajó y se hizo evidente que le hablaba para retenerlo lo más posible.
—¡Ahhhhhhh… ahí fue la última gotita…!
Miguel terminó de escurrirse y le dio un cacheteo sonoro sobre la nalga derecha de Isabela, todavía en punta.
—Salite que ya vienen.
—Tranquila… —Miguel comenzó a meterse el manguerón dentro del jogging, con parsimonia.
Se escuchó la segunda puerta del auto cerrándose. Isaías ya apuntaba para la casa, con Pablo detrás, nervioso.
Adentro, Isabela se adecentó la minifalda y se limpió rápido el rimel corrido por las lágrimas de haber chupado verga hasta la mitad.
—Sentate en el sillón mirando tu celular. Yo ya vengo.
Miguel simplemente tomó la valija y se fue hacia las habitaciones.
La puerta se abrió y entraron Isaías y Pablito. Isabela levantó la vista de su celular y los miró.
—¿Todo bien? —preguntó como si estuviera curiosa o preocupada por el secreteo entre los dos hermanos.
—Sí, sí… —la tranquilizó Isaías—. Problemas de amores… y de amigos gays… Hablando de eso, ¿dónde está Miguel?
Como si lo hubieran llamado, por el pasillo apareció Miguel, arrastrando la valija supuestamente llena. Aunque a Isabela le apreció que se notaba que iba vacía.
—¿Pudiste llenar la valija de Isabela? —primereó Pablito.
—Hasta rebalsar.
—Bueno, vamos. Ya estamos tarde, los chicos nos van a matar.
—Tenías razón —dijo Miguel mientras ya rumbeaban para la puerta—. Dijiste que le iba a entrar todo y le entró todo, nomás.
Isabela se levantó para saludar al dúo de amigos que se iba, y todos se cruzaron besos amistosos.
—Hasta el domingo, chicos —se despidió Pablo. Y se fue con Miguel.
Por fin quedaron Isaías y su esposa, solos.
—¿Sabías que Miguel es gay?
—Sí, mi amor. Lo mencionó Pablo en la semana. Igual, si no lo hubiera dicho, se le nota.
—¿Sí? Si no me lo contaba mi hermano hubiera dicho que era uno de esos tipos mujeriegos que se la pasan cogiendo cuanta mujer se le pone a tiro.
—Nah. En el ratito que estuvimos solos, ni me miró. Y mirá cómo estoy vestida. ¿Podés creerlo?
Isaías se comió a su mujer con los ojos.
—¿Vamos a la habitación?
Isabela cruzó sobre el sillón y vio el gotón grueso y gordo de semen que habría caído cuando Miguel retiró su pija de adentro suyo. Aprovechó que su marido miró para otro lado y lo limpió con la manga de la camisola escotada.
—Vamos, querido. Que hace mucho que no hago el amor.
 
 FIN


fuente: rebelde buey


1 comentarios - valija vacia y esposa llena

Guiyote07
Tremendo...felicitaciones!