You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

los embaucadores 3

Pocas cosas me maravillaron tanto de ese pueblito como la velocidad a la que corrían las noticias secretas. El procedimiento de encargar un menú “especial” como clave para pedir a mi novia una cogida rápida, creció veloz y exponencialmente entre los hombres de Ensanche, en lo que Nati y yo llamamos Primera Oleada.
Tanto los muchachos del almacén, como también Ángel y Pergamino, les contaron a sus amigos cercanos y solteros (que vivían solos, en realidad) de las bondades de la porteñita, de lo fácil que se dejaba, de lo estrechita que era, y de que lo quería rápido para que el cornudo no sospeche. También les informaron que la cosa era así: había que hacer un pedido de empanadas, cualquier gusto, cualquier cantidad, y agregar la palabra “especial” en medio del mensaje. Con eso la porteñita sabía que el que pedía quería joda, y si a ella le gustaba, seguro que se dejaba. Aclaraban de inmediato que no era muy pretenciosa y que iba a los bifes enseguida.
Fue divertido, extraño, excitante y finalmente problemático ver cómo desde la noche siguiente en el que se la cogieran Ángel y Pergamino, Nati comenzó a recibir cada día más y más pedidos especiales, al punto de duplicar cada dos días. Antes de las dos semanas Nati me mostraba orgullosa el wasap con dieciséis pedidos de dieciséis nuevos machos. Me encantaba que las cosas se dieran así, me hacía sentir orgulloso de mi novia. Pero semejante cantidad, sumado a los que ya se la estaban cogiendo regularmente, representó un problema. Nati simplemente no podía cumplir con dieciséis pedidos especiales sin descubrir que yo estaba al tanto de todo.
—Mi amor, ¿qué hacemos? —pregunté.
—No sé, Marce. Eso es tarea tuya, para algo sos el cuerno, ¿no? —Me lo decía en la cama, semidesnuda y pintándose las uñas de los pies.—Yo lo único que tengo que hacer es cogérmelos a todos en forma regular hasta convertirte en El Cornudo del Pueblo.
Era un comentario malintencionado para calentarme y que pensara más rápido.
—Está bien, está bien… Dejame ver… ¿Cuántos te podrías coger en una noche sin que afecte nuestra fachada…? De verdad, no delires…
—No sé… ¿Ocho? —Ni me miró. Se secaba las uñas haciéndose vientito con el sobre de la cuenta de luz.
—Ocho me parece demasiado…
—Nadie va a saber cuánto me demoro en total. Todos van a tener su propio parcial de diez o quince minutos.
—Pero cualquiera que ande dando vueltas va a ver la camioneta estacionada por todos lados y siempre quedándose de más.
—No sé, cuerni. Me voy a duchar y ponerme ropita linda.
—Hace dos noches te cogiste a siete y apenas si lo pudimos manejar.
—Sí, y quiero que me pases a Pereyra a la hora de la siesta. Ese pedazo de verga se merece más de diez minutos…
—Amor, esto se nos está yendo de las manos, también está el tema de la camioneta…
—Son todos problemas tuyo, cornudo. Yo lo único que sé es que esta noche te hago dieciséis cuernitos más.
Me lo dijo moviendo el culo perfecto y desnudo, cortado por la mitad con una remera larga. Se me paró la pija más de lo que ya la tenía parada.
Esa noche me la cogieron doce. Tuve que rechazar cuatro pedidos y pasarlos para el día siguiente. Mientras Nati se duchaba yo iba respondiendo los wasaps simulando ser ella. Y agregaba varios corazoncitos y caritas con besitos, para no dejar dudas sobre lo puta que era. Y mientras mi novia estuvo repartiendo empanadas que no tenía (se nos acabaron y terminó entregando una por persona) y garchando toda la noche, yo trabajé arreglando el siguiente sistema:
1. Debíamos comprar una bicicleta de modo que nadie viera la camioneta en ninguna casa por más de cinco minutos. Con la bici guardada en la casa de cada macho, se podrían garchar a mi novia por más que diez minutos y garantizando una discreción total.
2. Nati atendería ocho pedidos por noche, todas las noches. Cada macho podría repetir el encuentro a la semana siguiente, el mismo día. De ese modo, en cuanto se fuera llenando la agenda, me la terminarían cogiendo regularmente cincuenta y seis tipos por semana, todas las semanas. Estos encuentros debían ser los que a Nati menos le gustaran, sea por pijita chica, baja performance (de esto había mucho, no se crean que todo era color de rosa) o poca química.
3. Siestas: de lunes a lunes había que armar hasta dos encuentros con machos que se la cogieran bien. Eran los momentos de mayor impunidad, y de sesiones más largas (una o dos horas). Los miércoles, la siesta era para don Rogelio y don Ignacio, a los que enseguida sumaron otro viejo, amigo de ellos, y luego otro más. Para el segundo mes, cuando Nati llegaba a la casa de don Rogelio, la esperaban doce viejos, que se la garchaban en fila en pequeños polvos de diez minutos.
Este mínimo esquema mejoró y ordenó mi cornamenta. Nati se cogía entre nueve y diez tipos por día (y los miércoles veinte tipos aunque, como decía ella, ninguno que realmente valiera la pena).
Para el final del segundo mes, en el pueblo se sabía, se comentaba entre los hombres, se palpitaba en el aire, que yo era el cornudo del pueblo. Me la cogían a mi novia poco más de sesenta tipos por semana de forma regular. Pero como bien me decía Nati, aún no era, técnicamente —verdaderamente—, el cornudo del pueblo. Faltaban los hombres de las Cuadrillas y la plana mayor del astillero, entre otros. A eso le llamamos la Segunda Oleada.






11.


Durante esos dos primeros meses sucedieron, además, otros hechos que engrosaron primero mi cornamenta y luego la agenda de machos regulares, como el carnicero y algunos otros vecinos. No voy a explayarme demasiado en estos cuernos porque son muy parecidos a los anteriores. El caso de Caracú, el carnicero, fue prácticamente calcado de lo del Tune. Íbamos a comprar los dos, más que nada porque a Nati le encanta dejarme parado como a un cornudo. En esas compras mi novia se mantenía decente hasta que yo me distraía o salía a atender un llamado al celular. En ese momento ella miraba al carnicero más intensamente, o le sonreía mirándolo a los ojos. Esto sucedió dos o tres veces en los primeros quince días en el pueblo. Para la tercera semana, Nati me dijo:
—Cuerni, hoy voy a la carnicería sola.
Y supe que otro hijo de puta suertudo me la iba a coger.
Nati fue al mediodía, sobre la hora del cierre. Hizo lo mismo que con el Tune, y todo funcionó de igual manera. En el medio de la cogida me mandó un par de wasaps, y luego me terminaría de explicar en casa.
Mientras compraba carne “para mi novio”, Nati se hacía la linda y le daba charla a Caracú (Nati cree que el tipo ya sabía que a ella se la venían garchando varios, posiblemente el Tune o alguno de los otros vagos le habría ido con el chisme, porque el carnicero se mostró muy simpático y lanzado apenas la vio sola). En un momento Caracú le pidió permiso y fue y cerró la carnicería, con Nati adentro, mientras seguían charlando, y en el ir y venir le rozó la cola como de casualidad. Mi novia no solo no retiró el culo sino que lo paró más.
—¿La carne es para su novio? —le preguntó Caracú, señalando las bolsitas de las milanesas y bifes—. Si quiere se la guardo en la heladera para que no pierda frío.
Eso le dijo, en vez de hacerle la cuenta y cobrarle.
—Yo la guardo —dijo Nati—. Usted siga cerrando, que ya es la hora de la siesta…
—Claro, yo siempre me tiro un rato acá atrás, a esta hora…
Caracú dio media vuelta a la llave y mi novia guardó la carne en la heladera, en un anaquel de abajo, al solo efecto de exhibir su culo paradito.
—¿No va a acostarse a su casa? —se hizo la inocente, ella.
—No, en eso soy como el Tune —dijo, y se le acercó a mi novia por detrás y la tomó de la cintura. Imagino le habrá mirado y admirado el culo perfecto y trabajado de gimnasio, y no habrá podido creer el pedazo de pendeja que se iba a coger—. Tengo un catrecito atrás…
Nati se incorporó, y Caracú no retiró sus manos de la cintura, así que quedaron pegados él detrás de ella, apoyándole el bulto en la cola.
—Muéstreme el catrecito ese —pidió Nati—. No quiero estar cerca de la puerta y que me vean, se van a pensar cualquier cosa…
Y se la llevó nomás para atrás, a un cuarto que era un lavadero, un depósito junta porquerías y un especie de dormitorio, todo en uno. Había bastante mugre y poca luz, al revés que en lo del Tune. Pero apenas llegaron y quedaron frente a frente, Caracú se abrió el pantalón y sacó una pija ya totalmente empalmada.
Nati me la describió como de tamaño normal pero inusualmente curva. No curva como una sonrisa o una banana, sino curva para el costado. Torcida, bah. Me la cogió toda la tarde, y me la cogió muy bien. La cabeza de la pija era inflada y de cuello apretado, y eso sumado a la curva y a la destreza del carnicero hizo que mi Nati se la pasara acabando a cada rato durante toda la siesta. Entre lechazo y lechazo (el carnicero me la llenó tres veces, ese primer encuentro), Nati me hacía comentarios por wasap.
“Otro que me está llenando el culo de leche, Cuerni.”
“Ya te llevo dos leches pero parece que me va a echar otra.”
Así que Caracú pasó a integrar la plantilla de los siesteros. Tres encuentros después, el carnicero le confirmaría que también se cogía a Elizabeth, la chica de la parejita con el crío, y a doña Sofía, una vieja de como sesenta años, vecina bonachona, gorda y nada sexy, de quien jamás se podría sospechar que hacía cornudo a su marido. De Elizabeth también contó otras cosas, que pude escuchar porque Nati grababa en audio las encamadas.
—Y… no sé si es muy putita, pero le gusta la pija —dijo una vez Caracú— Se la coge el Tune, se la coge Gardelito… Y creo que el Chicho también… ¿Lo conocés al Chicho? Tiene una fama, ése…
Nada más que saber que el Tune y Chicho se cogían a la otra única mujer potable del pueblo los puso automáticamente en el lugar de “machos del pueblo”, y eso me excitó. Igual que a Nati.
—Debe tener el mismo problema que yo, que a mi novio no se le para…
—No, no… Al marido le funciona, y es un buen tipo. Pero bueno, también le gustamos el Tune, yo y otros muchachos…
Y se ve que eso los calentó porque enseguida se escucharon besos, jadeos y luego el concierto inequívoco de mi Nati penetrada hasta los huevos.






12.


Con lo que no supimos qué hacer fue con “los foráneos”. Ni los habíamos contemplado, porque además de los residentes había toda una fauna de hombres que venían regularmente al pueblo pero no eran de allí: el cartero, los proveedores del almacén (más que nada los dos morochos que traían las bebidas alcohólicas), el matarife que le llevaba la media res al Caracú, el controlador de la empresa de electricidad, el que venía a levantar quiniela y algunos otros.
—¿Qué hacemos con éstos, bebucha? —le pregunté un día que vimos al de la quiniela levantando apuestas en lo del Tune.
—A los dos morochos del camión de Brahama me los voy a garchar.
Fue rotunda. Tan rotunda que se me paró la pija.
—¿Y los otros? No sé si valen la pena…
—Los que vengan seguido al pueblo, me los bajo —propuso— El de la luz, que viene cada dos mes, no tiene sentido.
—Y que además es un viejo feo sin dientes. Si fuera un negro musculoso también te lo cogerías.
Nati me pegó en el brazo.
—¿Qué te pensás, que soy una puta? —y se echó a reír— Lo que tienen de bueno es que me pueden coger en casa, bien cerquita tuyo…
En el almacén le dijo al quinielero que pasara después por casa, que quería jugar a unos numeritos pero que no tenía ahí mismo la plata. De paso le pidió al Tune, delante mío, el teléfono del repartidor de cerveza.
—Quiero hablar con los chicos para ver si ellos me pueden proveer —explicó, y vi que el Tune estaba entendiendo más de lo que decían las palabras—. A Marce se le ocurrió que con las empanadas podía ofrecer latitas de cerveza…
Sonreí. Traté de poner mi mejor cara de boludo. El Tune le dio los teléfonos, que mi novia guardó entre las tetas.
Una hora más tarde cayó el quinielero a casa. Nati, en calzas y remerita ajustada que le marcaba los pechitos, le dijo que quería jugar dos veces por semana, pero que no quería ir al almacén, que si él podía pasar por allí. Como le sonreía y le ponía vocecita mimosa, el quinielero aceptó con gusto.
A la segunda semana que vino, Nati lo recibió en musculosa bien cortita y lo hizo pasar para buscar la plata. Le comentó que yo no estaba en casa, y que me había llevado el dinero, pero que deudas eran deudas.
Me la cogió en el sillón del living durante una hora, mientras yo esperaba encerrado en la otra piecita con la pija en la mano, entreabriendo la puerta para escuchar mejor, y tratando de asomarme, pero sin demasiado éxito. Me gustaría decir que el quinielero fue un súper macho que la dio vuelta, pero la verdad es que fue mi novia la que le puso onda al encuentro. Con el tiempo mejoraría un poco, pero un poco nada más, y Nati achicaría las cogidas a tan solo media hora. A ella igual le alcanzaba. El morbo de tenerme a cinco metros, encerrado y escuchando, sabiendo que me estaba pajeando con sus gemidos sobre otra verga le levantaba la calentura a límites increíbles.
Nati le dijo que pasara los viernes a las 17:30, que el cornudo nunca estaba, y el quinielero pasó a cogérmela los viernes a esa hora.
Con los morochos del camión de cerveza fue parecido pero distinto. Parecido porque arreglamos que pasaran por casa una vez por semana, y porque enseguida armamos la misma pantomima de que yo no estaba y ella los recibía sola. Pero distinto porque ni el Oruga ni Cardozo eran como el quinielero.
Ya en la primera reunión en casa, en la que se suponía era para ver si nos vendían packs de latas, se mostraron con mucha seguridad y suficiencia, sin que les importara realmente el negocio. Me di cuenta por qué estaban allí en un momento en que Nati se alejó dos pasos y giró para tomar su celular. Las calzas de mi novia no estaban como cuando salíamos por el pueblo. Las tenía tan metidas en el orto, le marcaban las curvas tan apretadas que era como si estuviera desnuda y forrada. La remerita era ajustada, le marcaba la figurita, pero las calzas eran una invitación a cogérsela. A los dos morochos se les fueron los ojos hacia el culo de mi novia, sin importarles realmente demasiado que yo estuviera hablando y mirándolos.
—Me comentaron en el pueblo que el negocio de ustedes anda muy bien —dijo el Oruga, tirado en el sillón. Fue tan evidente que ese extraño sabía que ya varios se estaban cogiendo a mi novia, que tuve que hacer un esfuerzo enorme para no bajarle la mirada.
Puse mi mejor cara de cornudo, tomé la mano de Nati y contesté:
—El negocio es suyo. Esto lo maneja solo ella y lo hace para que no se desgane, pobre… Vino acá por mí, a este pueblo donde no pasa nada y se aburre todo el día sola, sin amigas ni amigos…
Nati también sonrió y me dio un besito en la frente.
—No me aburro, mi amor, siempre estoy haciendo algo.
El Oruga asintió.
—¿Y cuántas latitas vas a necesitar?
Se dirigió a ella y desde ahí el Oruga no me pasó mucha más bola.
—Entrego ocho veces por día —respondió Nati, y comencé a transpirar. No me gustaba cuando ponía el juego en evidencia—. Pero no todos quieren cerveza.
—Pensamos en un pedido chico, quizá ni quieran hacerlo —secundé como para volver a la onda profesional.
—Sí, sí queremos hacerlo —dijo el Oruga y me dio la sensación que en ese momento miró a Nati a los ojos tratando de transmitir algo.
Ella aprovechó y tiró lo suyo:
—Marce prefiere que me den la cerveza acá en casa, no en lo del Tune —El Oruga nos miró sin entender—. El tonto cree que el Tune me mira mucho.
Yo le seguí la corriente de inmediato, no de morboso sino para ocultar mi vergüenza.
—No es eso —Nati se rió a mis cosas, como bromeando—. Es que no me gusta que pase tanto tiempo en el almacén.
Cerramos el trato y comenzaron a pasar una vez por semana. Ya a la segunda vez Nati les pidó ayuda para que lleven las dos cajas hasta la casa, porque yo no estaba (lo que no era cierto). Ese día la muy turra se había puesto más que sexy, casi puta, y los morochos se la comieron con los ojos.
—Disculpen que encima les haga traer las cajas hasta acá —decía mi novia, y acomodaba las latas en la heladera, abajo, buscando pararles el culo. La mini se le subía y la mostraba al límite.
—No hay problemas, Nati. Para servirla. Cuando tu marido no esté, nos avisás y te la bajamos nosotros.
—Mi marido no está en casa los martes de 17 a 19. Nunca. Si ustedes cambian el reparto para ese día tendrían que entrar siempre a darme una mano.
Se lo dijo mirándolo a los ojos al Oruga, con un dedo en el labio y una mano empujando su minifalda para meterla entre los muslos, como una bimbo tonta de los 60. El Oruga se le fue encima y le metió un beso allí mismo y llevó una mano a los pechos y otra bajo la falda, al culito perfecto. Cardozo —rápido pa’ los mandados— fue a la puerta y le dio media llave.
—¡Paren! ¡Paren! —los frenó mi novia— El camión en la puerta es un farol. Si queda ahí media hora todo el pueblo va a decir que mi novio es un cornudo.
El Oruga sonrió y le apretó una nalga con una de sus manazas.
—Todo el pueblo ya lo está diciendo, mi amor…
La carita de Nati se iluminó por un micro segundo, y enseguida se dio cuenta y la cambió el gesto por algo mínimamente compungido.
—Igual son rumores. El cornudo no sabe nada y no quiero que le vengan con ningún cuento. Mejor lo hacemos el martes que viene. Dejan el camión en lo del Tune y…
El Oruga dejó de manosearla y bufó fastidioso, pero no con ella. Era su manera de lidiar con un problema y pensar. Se alejó dos metros y le habló a Cardozo, con la autoridad que evidenciaba que, de los dos, él era el jefe.
—Te llevás el camión a lo del Tune ahora mientras yo me la cojo —no hablaba en voz baja, Nati lo escuchaba perfectamente. Que ese tipo rudo hablara de ella como una cosa para usar sin que le importara su presencia la empapó—. Te venís caminando y después yo me voy para que te la cojas vos.
Se me paró la pija como nunca al escuchar esto. Porque yo estaba en la casa, en el cuartito de atrás, como corresponde. No estaba en el placar, no estaba planeado que se la cogieran ese día. Escuché las llaves, la puerta y unos pasos yendo al dormitorio principal. ¡Me la iban a coger ahora mismo! Escuché el arranque del camión, el irse por el camino de piedra molida, y en cuanto el camión se alejó, el gemir de la cama matrimonial.
Me fui acercando a la habitación. Mientras estuvieran cogiendo, yo podía moverme con impunidad. Llegué hasta la puerta, que estaba apenitas entreabierta. Esto era algo que ya teníamos claro con mi novia, por experiencia anterior. Si la hubiera cerrado, me habría imposibilitado de escuchar y ver todos los detalles, las respiraciones, los murmullos dichos al oído y los jadeos más sutiles, o ver una mano de Nati estrujando una sábana; y si la hubiese dejado un poquito más abierta no habría podido asomarme por riesgo a quedar demasiado expuesto.
Los jadeítos quedos de mi Nati siempre me enamoraron. Luego vendrían los gemidos, las puteadas, los gritos, los reclamos de más pija, de más fuerte, las explosiones… pero estos jadeítos eran igual de excitantes. Me asomé despacio, rogando que el Oruga estuviera de espaldas a la puerta. Lo estaba, parcialmente. Se clavaba a mi novia en perrito a lo largo de la cama. Ustedes no tienen idea del buenísimo y perfecto culo que tiene Nati, y ver ese culo así, desnudo y en punta, clavado por un hijo de puta que apenas vio dos veces en su vida por no más de cinco minutos, cuando a mí solo me deja manosearlo para mis pajas…
De pronto Nati dijo bien alto, como para mí:
—¡Ay, si me viera el cornudo…! ¡Ahhhhh…!
El Oruga echó una carcajada y nalgueó a mi novia.
—Si nos viera el cornudo se daría cuenta que sos una flor de puta…
Eso encendió a Nati, que gimió más fuerte.
—Si nos viera el cornudo se pondría a llorar al ver que sos un flor de macho… —y volvió a jadear casi en un grito—. ¡Ahhhhh…! ¡Qué buena pija, por favor…!
Quizá por estas palabras el Oruga ya imprimía fuerza y velocidad al bombeo. Tenía las manazas clavadas en las nalgas de mi novia, con los dedos hundidos en la carne delicada y blanca. Y la verga —el vergón, porque era muy grueso— lo enterraba hasta ocultarlo todo y lo sacaba casi íntegro, para volverlo a enterrar.
Esto era mejor que escucharlo en el audio de los videos que apuntaban al techo. Si este tipo me la cogía en casa todas las semanas, íbamos a tener grandes martes de calentura, Nati y yo: ella bien cogida por un macho y yo a pura paja sobre su cola.
Los estuve espiando con la pija que me reventaba en el pantalón hasta que cambiaron de posición. Antes del movimiento me oculté y luego me volví a asomar. El corazón casi se me sale por la boca cuando vi que el Oruga estaba muy de frente, pero la hendija era bien estrecha, ideal para ver con el ojo pegado, pero lo suficientemente breve para que de lejos no se me viera.
El turro había puesto a mi novia en diagonal a la cama, boca abajo, y él se la cogía al revés, sobre ella y también boca abajo, pero en la dirección contraria. Era una posición rara, y la penetración resultaba novedosa. Y Nati, que siempre aprovechaba cualquier excusa para nombrarme:
—¡Ahhhhh…! Sí, Oruga, sí… El cuerno nunca me cogió de esta manera… Sí…
El hijo de puta abusador seguiría bombeando lindo porque los gemidos no aflojaban.
—El cuerno… —jadeó él— no sé cómo pasa por la puerta… dicen que te cogés a medio pueblo…
Ese comentario revolucionó a mi novia, que redobló sus gemidos y bufó sonoramente.
—¡Síííí…! ¡A medio pueblo me cojo!! ¡Ahhhh…!! ¿Cómo…? ¿Cómo sabés, hijo de puta…? ¿Quién te dijo? ¿Quién sabe…?
—Lo saben todos, putita… Ahhhhh… En el pueblo no se habla de otra cosa... Ahhh… ¡¡por Dios, no podés ser tan estrecha, mi amor!!
—¿Qué más…? Ahhhh… ¿Qué más te dicen…?
El bombeo infame seguía vigente. El tipo hacia flexiones de brazo y la verga le entraba y salía a mi novia como una aguja.
—Que sos un putón… Ahhhhh… Que te hacés la decente pero te perdés por la pija… Ahhh… ¡Que te dejás por cualquiera!
—Y del cuerno…Ohhhhh… Hablame del cuerno…
Hubo un segundo de ruido de cama, de jadeos solamente.
—Del cuerno, que es un imbécil… Que no se da cuenta de nada…
—¡¡Sííííí…!! —gritó mi angelito.
Ahora estaba sentada sobre el Oruga, montada frente a él, cabalgándoselo y tapándole el rostro con sus pechos y cabeza.
—¿Y qué más…? Ahhhhh… ¿Qué más dicen del cuerno…? Hablame… Hablame del cornudo…
Deberían conocer el sonido blando y dulce del colchón cuando me la cogen… por Dios, qué sonido.
—Que es el cornudo del pueblo… Ahhh… Que le cogen a la mujer en la cara y que no se da cuenta…
—¡Más! ¡Más! ¡¡Hablame del cuerno! ¡Hablame más!
—Que le van a hacer un hijo… y se lo vas a encajar a é!
—¡¡¡AHHHHHHHHH…! —comenzó a acabar mi novia—¡¡Ahhhhhhhhhhh…!!
Como cada vez que acababa cabalgando arriba de un macho, mi novia lo tomaba con los brazos y lo hundía entre sus pechos, usándolo de soporte para clavarse la verga más y más profundo.
—¡¡¡Ahhhhhhhhhhhh…!!!
Del Oruga lo único que se veía eran sus piernas y sus manos tomando el culo de Nati para sostenerla y acompañarla en la clavada. Vi su pelvis elevarse en estocadas cortas y fuertes, que le estiraban la acabada a mi amorcito.
—¡Puta, qué buena que estás! —le gritaba entre las tetas— ¡Qué suerte tiene el cornudo!
Y ya Nati se aflojaba, pero no le aflojaba al morbo.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Qué suerte tiene el cornudo de tener una mujercita tan linda!
—Sí, putón, sí… ¡Tan linda que se la garchan todos!
—¡Cogeme, Oruga! ¡Cogeme y llename de leche! ¡Hacé lo que el cuerno no me hace desde el año pasado!
Me pregunté si tanto morbo de parte de ella no sería sospechoso. Se ve que no porque:
—¡Te lleno, mi amor! ¡Me viene!
Eso calentó más a Nati.
—¡Sí, sí, llename de leche, hijo de puta!
—¡Te lleno, mi amor, te lleno, te lleno, te lleno!!
—¡Dámela, dámela, dámela…!
—¡Te lleno! ¡Te lle…! ¡¡¡Ahhhhhhhhhhhhhh…!!!
—¡Ahhhhhhhhhh…!! ¡¡¡Ssssíííííí…!!!
—¡¡¡Putaaaaahhh…!!!
—¡¡¡Cornudoooohhh…!!! —me dedicó mi novia, a la distancia.
El Oruga le empezó a acabar adentro y pude ver cómo la cintura y la pelvis bombeaban hacia arriba para llenármela de leche. Siguieron acabando, también Nati, otra vez, y luego poco a poco se fueron aflojando. Por las dudas que el Oruga quisiera ir al baño, me alejé del pasillito al que comunicaba la puerta y regresé al cuartito del fondo, con la erección más grande de los últimos años.
Dos minutos después se escuchó la puerta de casa: ¡toc! ¡toc! Nati, así en bolas como estaba, fue a abrir y se trajo a Cardozo de la mano. Entró con él a la habitación pero el Oruga no salió. Casi no pude ver esta cogida, por más que me asomé cuando ya estaban surtiéndosela entre los dos. Pero ella me contó que lo que el nuevo tenía de callado, lo tenía de fogoso. Se bajó los calzoncillos apenas cruzaron la puerta y me la llenó de besos y manos. Nati no estaba para romances: le agarró la pija, una pija interesante, en palabras de ella, y se arrodilló a chuparla. El Oruga se le paró detrás y le acarició los cabellos, mientras le apoyaba la poronga sobre la espalda.
En cinco minutos la tenían en cuatro sobre la cama, con Cardozo bombeándomela desde atrás y con el Oruga tomándola de la cabeza para guiar la mamada de verga. Pude escuchar a tres metros toda la cogida, en la que Cardozo parecía incansable. Pude ver poco porque, aunque la puerta seguía estratégicamente entreabierta, cuando dos machos se cogen a tu mujer, uno de los dos siempre queda mirando para tu lado. Igual, pude ver bastante bien un buen rato en la que me la cogieron los dos a la vez, el Oruga por adelante y Cardozo llenándole de verga el culito redondo y perfecto.
Le estuvieron dando un tiempo largo, y le dieron ése y todos los martes que estuvimos en el pueblo. A veces conmigo al otro lado de la puerta, a veces dentro del placar. La cantidad de orgasmos que le provocaron estos dos turros a Nati fue incontable, el Oruga se prendía en el morbo que le proponía mi novia. Encuentro tras encuentro se soltaban y hablaban más, al punto que ya al entrar saludaban a viva voz:
—Hola, putita, ¿hoy tampoco está el cuerno?
Y luego, ya envergada por uno o por los dos a la vez, la volcada de leche siempre me la dedicaban a mí, lo mismo que en medio de la cogida alguna frase:
—¡Te estoy estirando el cuerito, pedazo de puta! ¡Pedile al cornudo que te lo mida y decile que me perdone! —y le enterraban verga hasta que los huevos chocaban contra la cola de ella.
Los martes eran el mejor día de la semana para mí. Para Nati, en cambio, los mejores días de la semana eran todos.






13.


Hacia el final del segundo mes ya se la cogían a mi novia más de la mitad del pueblo. Era un secreto a voces que Nati se dejaba por cualquiera. Así lo decían, “por cualquiera”, con esas palabras. Que yo era un cornudo de campeonato, uno de esos típicos maridos confiados hasta la imbecilidad que hay en todo pueblo. Fue en ese tiempo que nació —todavía incipiente— mi cambio de apodo, que hasta entonces era “el escritor”, porque seguían creyendo que estaba escribiendo una novela. Comenzaron a nombrarme, cuando alguien quería hacer referencia a mí, como “el cornudo”. En esos días nació el apodo y poco a poco la costumbre hizo que se transformara en mi apodo natural. Siempre a mis espaldas, claro.
Todos sabían que mi amorcito era la mujer más puta del mundo pero nadie tenía exacta dimensión de cuánto, de a qué cantidad de tipos se cogía. Sí se sabía que pidiendo un “especial” mi novia se abría fácil de piernas, pero de ninguna manera alguien sospechaba del cuadro completo. Por ejemplo, el Tune, uno de los más informados, sabía que se la cogían él, sus cuatro amigos y Caracú. Quizá el carnicero podría haberle comentado que también se la habían cogido los muchachos del reparto de cerveza, y quizá Ángel y Pergamino se habrían ido de boca en algún momento. Pongamos que el Tune sabía seguro que a mi novia se la cogían diez. Pongamos que imaginaba que hubiera un par más del que él no supiera. Doce. Seamos generosos y digamos ¿quince? Aun así, la persona más informada estaba lejos de los sesenta que me la cogían por semana. Sí, todo el mundo sabía todo. Pero nadie sabía nada.
Lo bueno, lo divertido, era que aunque el pueblo entero conocía que yo era un tremendo pedazo de cornudo, nadie —absolutamente nadie— jamás me advirtió de nada. Ni siquiera las mujeres.
Tampoco me dijeron ni media palabra cuando me ausenté del pueblo un par de días y nuestra imagen se desmadró. Por supuesto fue calculado, provocado para que Nati tuviera aún más libertad y yo pudiera tener más presencias. Sucedía que lo que más nos calentaba eran los encuentros en casa. Los del Oruga y Cardozo. Y que necesitábamos más empanadas hechas para seguir con la farsa del delivery (aunque más de una vez Nati fue a la casa de sus cogedores con las manos vacías). Así que un día dije:
—Tenemos que ir a la ciudad a comprar más empanadas, amor.
Y Nati, recién duchada, corriendo de un lado a otro en ropa interior para arreglarse, maquillarse un poco y ponerse ropita linda, me respondió toda dulzura y empatía:
—Ay, cuerni, no puedo… me cogen en un ratito y después a las seis tengo otro encuentro con dos machos más. Y a las ocho empiezo con los pedidos… ¡no me alcanza el tiempo para hacerte más cornudo, mi amor!
Su manera de hacerme el reporte me calentó, pero darme cuenta de lo que esto significaba, me encendió aún más.
—¡Si te quedás vos sola en este pueblo un día entero esto va a ser un descontrol!
Eso nos dio la idea.
—Cornudín, tenemos que inventarte un viaje a Buenos Aires por varios días. Quiero ver qué hacen los hombres del pueblo en tu ausencia.
—Van a venir a hacer cola para cogerte —me quejé—. ¡Esto va a parecer un burdel!
Y Nati, como siempre, pragmática:
—¿Qué te importa, cuerni? Vinimos a convertirte en el cornudo del pueblo; al final de todo, lo va a saber el ciento por ciento de la gente. Decimos que te vas por tres o cuatro días y te escondés acá en casa. Vas a poder ver todos y cada uno de las vergas que me entren.
Dijimos en el almacén del Tune que me iba por cuatro días. Nati, por su lado, hizo correr la misma información por wasap a sus contactos. En casa hicimos unos cambios. Preparamos una camita en el cuarto de atrás, porque seguro algún macho se iba a quedar a dormir en la matrimonial, y desarmamos unos listones de la persiana de la habitación principal, de modo que yo pudiera espiar por allí, si se me complicaba por la puerta. Pusimos la filmadora oculta en un rincón, aunque la mayoría de las veces Nati no la encendió, y metimos en el placar alimentos blandos envueltos en tela y agua y un recipiente para orinar. Sí, sé que no es muy glamoroso pero les recomiendo a los cornudos que leen esto que si alguna vez piensan espiar en un placar a su mujer con un macho potente, lleven sí o sí un par de snacks blandos y —más importante aún— algo para orinar. Me lo van a agradecer.
Hicimos la pantomima completa. Subí a la camioneta con un bolso, asegurándome que don Rogelio me viera. Nati condujo hasta la ruta, algún otro vecinos nos saludó en el camino. Esperamos a que pasara el autobús, me oculté en la camioneta y regresamos a casa.
Ese día y hasta la noche, el cronograma sexual de mi novia se mantuvo sin alteraciones: cogió a la hora de la siesta, luego a la tarde, y a la noche se fue a hacer los pedidos especiales. La diferencia fue que se tomó otros tiempos para los encuentros y volvió a casa como a las 4 de la mañana.
Vino exultante, no sólo porque se la habían cogido más, sino porque ya le habían avisado un par de machos que pasarían por casa, “a darte, ahora que el cuerno no está”.
Y fue entonces, a partir del segundo día, que la población masculina del pueblo se revolucionó.
Empezaron a caer hombres por casa desde la mañana. Primero, los vecinos más viejos, uno que le daba los lunes a la noche cayó ese viernes, y Nati se lo montó en los sillones del living. Espié desde la puerta del cuartito, se veía bastante bien. A partir del mediodía comenzaron a caer viejos que no se la habían cogido nunca: tipos casados a quienes otros amigos le habían contado de Nati pero que sus esposas los tenían bien marcados, y que por esa misma razón no podían hacer el pedido “especial”.
A estos viejos Nati se los cogió con ganas. No solo porque eran cuernos nuevos, sino porque con el paso de las semanas comenzaban a ser cabos sueltos, misiones (cuernos) imposibles, y la idea siempre era que TODOS los hombres del pueblo se la cogieran. Así que aceptó lo que se le presentara, incluidos los sin dientes, gordos y uno sin un ojo (¿ustedes creían que cogerse a todo un pueblo siempre era excitante y perfecto? Piénsenlo bien antes de hacerlo). Los hacía pasar y se los cogía en el living, me decía que si se los llevaba al dormitorio se iban a quedar más tiempo y ella quería bajárselos y pasar rápido al siguiente, para convertirme en el cornudo del pueblo de verdad. Llegaban con el dato. Ya la habían visto por ahí, como se veía todo el mundo, así que ya sabían que era hermosa. Llegaban con el dato pero nunca se la habían cogido, de modo que no tenían muy claro cómo encarar, especialmente porque la situación era de lo más extraña. Entonces golpeaban a la puerta y se daban aproximaciones como ésta:
—Señorita Nati… No está su marido, ¿no? Yo querría… querría… (tartamudeando y mirando a izquierda y derecha) …querría un menú especial…
Otro:
—Señorita Nati, me dijeron que usted vendía unas empanadas especiales donde aceptaba que le hicieran íntimamente lo que yo quisiera…
Y otro más:
—Señorita Nati… quería una de esas empanadas para hacer cornudo a su marido.
Mientras me la cogía uno solo, yo siempre podía espiar. Pero a veces llamaban tan seguido a la puerta que mi novia tenía que hacer pasar a un viejo (para que no quedara en la puerta, a la vista de las viejas chismosas) mientras todavía se estaba garchando al anterior. Se dio también en esos días de mi presunta ausencia, que me la cogieron de a dos y de a tres, cuando ellos se animaban (no todos, más bien pocos, eran tan turros y desinhibidos como el Tune, el Oruga y ese tipo de machos). Por supuesto, si yo no estaba en el placar, entre cogida y cogida Nati me venía a visitar al cuartito:
—Tu turno, mi amor… ¡limpiá! —me ordenaba, y se abría de piernas bajándose la bombachita hasta las rodillas y me hacía chuparla. Si no había acabado en la cogida, de seguro lo hacía allí. Siempre que viene de coger, la como con una voracidad solo comparable con la voracidad de ella por la pija de un buen macho.
Otro efecto inesperado de mi ausencia fue el comportamiento del pueblo cuando mi Nati andaba por las calles. Los que ya se la habían cogido y estaban solos la trataban con mucha más confianza. La zalameaban, la toqueteaban todo el tiempo, como inocentemente, y siempre que podían le hacían bromas y le hablaban con doble sentido, tratándola y haciéndola quedar como una puta. A Nati le encantaba, especialmente si eran dos o más machos y sabían del otro, como cuando entraba al almacén. Lo raro —o no tanto— era que estaban más zafados que de costumbre, como si el hecho de que yo estuviera en Buenos Aires los envalentonara más. Y era raro porque cuando ella había ido sola al almacén en otras oportunidades y yo me quedaba en casa no pasaban de insinuaciones leves y alguna tontería con doble sentido. Pero ahora que ellos creían que yo me había ido, se daban diálogos como este:
—Hola, Nati… ¿Así que te dejaron solita?
—Sí, cuatro días sin mi amorcito…
—¿El Marce se fue a Buenos Aires a hacerse una rectificación de cuernos?
Jajaja. Mucha risa. Nati festejando y sacando tetitas. Otro se sumó:
—¡Menos mal que en el pueblo está prohibida la caza de venados porque sino te quedabas viuda al primer día!
Jajaja. Cagones, ¿por qué no me lo decían en la cara?
También sucedió una cosa curiosa que nos desconcertó un poco y que nos obligó a tomar una decisión que nunca imaginamos. A casa vino a golpear la puerta Pedro, el marido de Elizabeth, el padre de esa familia de tres con la que nos cruzamos el primer día. Elizabeth era la otra putita del pueblo, como dije alguna vez, ni muy bonita ni de gran cuerpo pero sí muy cogible, que se la garchaban a espaldas de su marido al menos el Tune, Caracú y uno o dos chicos del almacén. Pedro golpeó a la puerta como habían hecho los otros viejos que tenían una esposa: con el dato y dispuesto a coger. Nati fue a abrir y se sorprendió. El hombre invocó la palabra mágica, “especial” —aunque a esta altura ya no hacía falta— y Nati no supo qué hacer. Como ella se quedó muda, el pobre Pedro repitió su petición.
—Esperame un minuto —resolvió Nati, y le cerró la puerta en la cara, dejándolo afuera.
Vino corriendo al cuartito, con sus calzas metidísimas en el orto, que la desnudaban vestida.
—¡Cuerni, está Pedro! —Yo la miré sin entender—. ¡Quiere coger!
—¿Y qué?
—Es el cornudo de Elizabeth…
—¿No te lo vas a coger…? —me sorprendí.
—No sé qué hacer, ¡es un cornudo como vos!
—No creo que tan cornudo como yo.
—En serio, tonto, ¿qué hago?
—Para vos es un macho.
—No, no. No es un tipo al que alguna engañaron. ¡Es un cornudo! No creo que deba cogérmelo.
—¿Querés ser solidaria con tu “colega”?
—No, tontín… ¡es que no corresponde que los cornudos cojan fuera del matrimonio! ¿Estamos todos locos?
—Vos querías que todo el pueblo me guampeara, ¿no?
—Sí… todos los hombres… ¡pero éste no es un hombre, es un cornudo!
Gran definición de una verdadera mujer de cornudo.
—¿Lo vas a rechazar?
—Tengo que hacerlo, amor, aunque no quiera. Los cornudos no debieran ni siquiera coquetear con otras… Que agradezcan que pueden coger una vez cada tanto…
Se alejó en silencio, cabizbaja y arrastrando los pies, con sus convicciones y su sorpresa por tener que rechazar un asta para mi frente. Pobre Pedro, se habrá sentido terrible, vacío, quizá idiota. Iba a ser el único imbécil en todo el pueblo que no iba a cogerse a la porteñita fácil. Lo entendí a la distancia, y comprendí su humillación, que de seguro sentía como una segunda piel.
Lo de Nati no era solidaridad entre putitas, o entre mujeres. Era —y esto me emocionó y enamoró aún más— solidaridad hacia mí, hacia su propio cornudo.Es por estas cosas que está conmigo.

2 comentarios - los embaucadores 3

Epico
esta serie me viene calentando mal, gracias y van diez puntos