Comienzo a marcar su número y no me animo a apretar el botón de llamada. Yo que siempre me creí valiente. Lo nuestro ya fue, pero no puedo evitar el deseo de escuchar su voz en el teléfono. Quiero que me diga, como lo hacía cada vez que se iba de viaje por meses, todo lo que me haría al regresar. Me gustaba tener la seguridad de que volvía con la energía acumulada y que lo primero que haría al llegar sería besarme en la boca, morderme los labios y acariciar sobre mi ropa las tetas que tanto decía extrañar.
Ahora sólo puedo recordarlo mientras toco mi cuerpo. Él llegaba, cansado, y yo lo esperaba en pijama. No importaba la hora, siempre el secreto era ese pijama de seda que él me compró para verlo un instante sobre mi cuerpo y sacarlo enseguida.
A él le gustaba lamer mi oreja mientras, con sus uñas, hacía crecer mis pezones que se ponían cada vez más rojos, deseantes de su cuerpo, y que yo le desabroche uno a uno los botones de la camisa gimiendo en su oído. Nos excitaba estar parados frente a la ventana y saber que cualquier persona podría espiarnos sensuales. Lo nuestro era pura insinuación, jamás dejábamos que se vean nuestros genitales. Nos gustaba imaginar que la gente que pasaba apurada para ir a trabajar iba a tener un poco de placer al pasar por nuestra calle. Nos hacía sentir menos egoístas pero sabíamos que, al final, lo que quería cada uno de nosotros era sentir placer sobre su propio cuerpo. Como yo ahora, que toco mi clítoris recordando esto y me mojo los dedos con mi propio líquido.
Mis dedos entran en mí como alguna vez entró ese pene que él tenía y que parecía hecho a medida para mí cuerpo. Ya con la persiana baja y sin ropa, metía la punta y la sacaba. Otra vez la punta y la sacaba. Hasta que ponía su pecho en mi espalda, su mano en mi teta, su boca en mi cuello y su otra mano abierta tocando mi zona púbica y ayudando a su pene a entrar hasta el fondo. El orgamos llegaba pleno a mi cuerpo y los dos queríamos seguir. Entonces yo me agachaba y le chupaba su pene como a él le gustaba. Hasta el fondo. Pasando mi lengua húmeda por la punta cada vez que podía. Y él acababa en mi boca. Eso le excitaba. Derramar su líquido blanco por mis labios y secarse con mis tetas. Y yo no podía parar porque cuando rozaba mis pezones necesitaba que me toque más y más fuerte.
Entonces íbamos a la cama. Él se acostaba boca arriba, yo me sentaba dándole la espalda y movía mi pelvis para adelante y para atrás suave, pero asegurándome de que su pene quede absolutamente cubierto por mi cuerpo.
Y ahora ya no puedo, pero igual tengo deseo. Paso mi lengua por mis pezones. No es lo mismo. Necesito otra cosa que me estimule. Hielo. Les paso hielo y quedan duros y oscuros. Cualquier contacto me excita. Me froto contra la pared mientras hago movimientos circulares con dos dedos en mi clítoris. Necesito comprarme juguetes. No tengo. No importa. Quiero acabar. Me gusta. Yo sé lo que me gusta. Esto es diferente y me gusta. Pero necesito más.
Me siento sobre el bidet. Busco una temperatura acorde y abro la canilla lo más que puedo. Quiero que ese chorro golpee fuerte sobre mi. Que el agua penetre mi cuerpo. Lo siento. Acabo. Vuelvo a la realidad.
La excitación se fue, también las ganas de estar con él. Me doy pena. Él murió. Lo tengo que entender.
Ahora sólo puedo recordarlo mientras toco mi cuerpo. Él llegaba, cansado, y yo lo esperaba en pijama. No importaba la hora, siempre el secreto era ese pijama de seda que él me compró para verlo un instante sobre mi cuerpo y sacarlo enseguida.
A él le gustaba lamer mi oreja mientras, con sus uñas, hacía crecer mis pezones que se ponían cada vez más rojos, deseantes de su cuerpo, y que yo le desabroche uno a uno los botones de la camisa gimiendo en su oído. Nos excitaba estar parados frente a la ventana y saber que cualquier persona podría espiarnos sensuales. Lo nuestro era pura insinuación, jamás dejábamos que se vean nuestros genitales. Nos gustaba imaginar que la gente que pasaba apurada para ir a trabajar iba a tener un poco de placer al pasar por nuestra calle. Nos hacía sentir menos egoístas pero sabíamos que, al final, lo que quería cada uno de nosotros era sentir placer sobre su propio cuerpo. Como yo ahora, que toco mi clítoris recordando esto y me mojo los dedos con mi propio líquido.
Mis dedos entran en mí como alguna vez entró ese pene que él tenía y que parecía hecho a medida para mí cuerpo. Ya con la persiana baja y sin ropa, metía la punta y la sacaba. Otra vez la punta y la sacaba. Hasta que ponía su pecho en mi espalda, su mano en mi teta, su boca en mi cuello y su otra mano abierta tocando mi zona púbica y ayudando a su pene a entrar hasta el fondo. El orgamos llegaba pleno a mi cuerpo y los dos queríamos seguir. Entonces yo me agachaba y le chupaba su pene como a él le gustaba. Hasta el fondo. Pasando mi lengua húmeda por la punta cada vez que podía. Y él acababa en mi boca. Eso le excitaba. Derramar su líquido blanco por mis labios y secarse con mis tetas. Y yo no podía parar porque cuando rozaba mis pezones necesitaba que me toque más y más fuerte.
Entonces íbamos a la cama. Él se acostaba boca arriba, yo me sentaba dándole la espalda y movía mi pelvis para adelante y para atrás suave, pero asegurándome de que su pene quede absolutamente cubierto por mi cuerpo.
Y ahora ya no puedo, pero igual tengo deseo. Paso mi lengua por mis pezones. No es lo mismo. Necesito otra cosa que me estimule. Hielo. Les paso hielo y quedan duros y oscuros. Cualquier contacto me excita. Me froto contra la pared mientras hago movimientos circulares con dos dedos en mi clítoris. Necesito comprarme juguetes. No tengo. No importa. Quiero acabar. Me gusta. Yo sé lo que me gusta. Esto es diferente y me gusta. Pero necesito más.
Me siento sobre el bidet. Busco una temperatura acorde y abro la canilla lo más que puedo. Quiero que ese chorro golpee fuerte sobre mi. Que el agua penetre mi cuerpo. Lo siento. Acabo. Vuelvo a la realidad.
La excitación se fue, también las ganas de estar con él. Me doy pena. Él murió. Lo tengo que entender.
1 comentarios - Si pudiera llamarlo de nuevo