Ya les hablé de Claudia, la señora que me enseñó todo. Hoy les voy a contar todo, desde el inicio, para ir soltándoles de a poco, punto por punto.
Me llamó por teléfono, y después de cerciorarse de que estaba desocupado me pidió que vaya a su oficina con cualquier excusa.
- ¿Te venís a la oficina? Tengo para un rato, pero necesito corroborar algunas cosas y quería tu opinión.
- En media hora estoy ahí-
Me tomé el 92 rumbo a su oficina de Recoleta, y llegué unos minutos pasada la media hora. Me equivoqué. Ese colectivo es muy vueltero, debí tomarme un taxi. No lo pensé. El viaje fue demasiado largo, y pensé en bajarme y volver. ¿A qué iba? ¿Qué me esperaba? Lo que sea. La curiosidad pudo más. Lejos estaba de imaginar que mi vida iba a cambiar para siempre desde ese momento.
Llegué a la puerta de un edificio señorial y antiguo. Una puerta de madera inmensa, de por lo menos tres metros de altura. Llamé por el portero eléctrico e inmediatamente me atendieron. Atravesando el hall de entrada el encargado me preguntó a dónde iba y me indicó cuál era el ascensor correcto que debía llamar.
Me abrieron la puerta, y vi a muchos oficinistas que me clavaron la vista cuando entré. La secretaria me indicó cuál era la puerta que debía abrir, golpeó, se asomó, y anunció mi presencia. Cuando ingresé a la oficina, cerraron la puerta a mi espaldas.
- Hola, nene. Te estaba esperando desde hace veinte minutos.
- ¿Y para qué me esperabas?
Ella me hablaba como si fuera su empleado. Yo no lo iba a permitir. Podría haberle dado una excusa, pero no quise. ¿Qué se creía esa mujer? Mi respuesta fue seca. Dura. Sería una mujer poderosa, bella y acostumbrada a mandar. Pero yo no era su empleado. Quería dejar las cosas claras desde el principio.
Entonces su mirada en endulzó. Si por entonces hubiera intuido algo, hubiera sabido que esos cambios repentinos en su mirada venían acompañados de una corriente sexual incontenible que atravesaba su cuerpo. Pero todavía estaba lejos incluso de imaginar lo que pasaba por el cuerpo de esa mujer, ni de entender qué era lo que estaba sucediendo, qué era lo que le pasaba conmigo, o qué se pretendía en realidad de mí.
Entonces me explicó que tenía problemas con un vecino, que no dejaba de tirar cosas desde su ventana que caían en el patio interno de la oficina, y que ella no lo podía tolerar, que ya lo había planteado en la reunión de consorcio, pero que no le habían dado ninguna solución. Me preguntó entonces si se me ocurría algo como para avanzar sobre el tema.
Aunque me pareció una pavada, ensayé una respuesta, que incluía la redacción de una carta documento y la convocatoria a una audiencia de mediación, a la que citaran no sólo al vecino, sino también al presidente del consorcio, a modo de presión, y le ofrecí una explicación de las razones por las que yo no podía representarla, ya que por mi condición de empleado judicial, tenía mi matrícula inhabilitada. Le ofrecí los servicios de un abogado de mi confianza que podía tranquilamente ocuparse del asunto.
Se ve que no era la respuesta que esperaba, pero dijo que le parecía bien. Agarró su agenda, una lapicera y dejó el trono de su escritorio. Se levantó y se acercó hasta mí, y me pidió que anotara el teléfono de su amigo.
No llegué a completar el nombre de mi colega. Su mano ya estaba bajándome el cierre del pantalón, y ella, de rodillas.
No había tenido tiempo siquiera para preguntarme cómo mis manos llegaron a entrelazarse en la nuca de Claudia, enredándose en su pelo. Tampoco había muchos interrogantes por resolver. No en lo inmediato.
Ella ya no me miraba a los ojos, y se encontraba muy concentrada en hundir en su boca toda mi virilidad, que reaccionó inmediatamente casi sin tomar nota de la existencia del asalto por sorpresa.
Algo pude haber intuido de antemano, y fue ese pequeño misterio el que me llevó a vencer todos los obstáculos que me presentaba la tarde para llamar por teléfono, y trasladarme hasta Recoleta, siguiendo la orden de una señora que me había intrigado, pero a quien no conocía, más que por sus datos personales, y un hecho que la había damnificado.
Jamás hubiera imaginado encontrarme encerrado en la oficina de la dueña de una empresa, con “la dueña” de la oficina y de la empresa chupándome la pija con tanto esmero, con un mundo de gente afuera que ni siquiera se imaginaba lo que pasaba dentro de la oficina de la Jefa. Obvio que no era la primera vez que alguien me sobaba con la boca. Pero nunca, y en esto debo ser lo suficientemente enfático, nunca, jamás, nadie, lo había hecho así.
Ni brutal, ni tímidamente. No eran besitos en la punta, o chupeteadas inconexas. Me envolvió la cabeza del miembro con sus labios, y apretó, como si fuera su mano. Su boca era un guante, que bajaba y subía, rítmicamente, sin prisas, sin detenerse, sin morder, con la presión justa. Como si me conociera de otra vida, como si supiera exactamente cómo comerme.
Se me escapó un gemido, y entrecortadamente, con una voz gutural, gruesa, de otra persona, pude balbucear, en un intento por detener lo que ya casi era incontenible.
-Si no parás ahora, te acabo en la boca…
No me contestó. Al menos no con palabras, porque su respuesta fue unívoca. Sus dos manos enormes se aferraron a mis nalgas, y lo que al principio fue sutil, y luego más vigoroso, ahora era intenso. Su boca hacía su recorrido a un ritmo enloquecido. Y yo, hasta entonces inmóvil, sólo tuve que hacer un movimiento de caderas para empezar a descargarme en su boca.
Claudia emitió un ronroneo de agradecimiento, pero no se detuvo. Se tomó hasta la última gota, y empezó a bajar el ritmo, hasta hacerlo lento, imperceptible, y en el momento exacto en el que mi respiración volvía a su ritmo natural, recién ahí dejó de besarme. Metió mi herramienta en el calzoncillo, subió el cierre y apretándome los huevos con una mano emitió su sentencia.
-Me gusta, mucho, sabroso y potente. Te llamo en estos días, pero haceme un favor: emprolijate un poco los pendejos, pendejo.
No llegué a contestarle, y no sé cómo ni cuando, a mi lado estaba la secretaria de Claudia acompañándome hasta la puerta, y ya estaba otra vez en el ascensor, envuelto en un mar de sensaciones, interrogantes, dudas. Pero ardiendo de deseo.
Me llamó por teléfono, y después de cerciorarse de que estaba desocupado me pidió que vaya a su oficina con cualquier excusa.
- ¿Te venís a la oficina? Tengo para un rato, pero necesito corroborar algunas cosas y quería tu opinión.
- En media hora estoy ahí-
Me tomé el 92 rumbo a su oficina de Recoleta, y llegué unos minutos pasada la media hora. Me equivoqué. Ese colectivo es muy vueltero, debí tomarme un taxi. No lo pensé. El viaje fue demasiado largo, y pensé en bajarme y volver. ¿A qué iba? ¿Qué me esperaba? Lo que sea. La curiosidad pudo más. Lejos estaba de imaginar que mi vida iba a cambiar para siempre desde ese momento.
Llegué a la puerta de un edificio señorial y antiguo. Una puerta de madera inmensa, de por lo menos tres metros de altura. Llamé por el portero eléctrico e inmediatamente me atendieron. Atravesando el hall de entrada el encargado me preguntó a dónde iba y me indicó cuál era el ascensor correcto que debía llamar.
Me abrieron la puerta, y vi a muchos oficinistas que me clavaron la vista cuando entré. La secretaria me indicó cuál era la puerta que debía abrir, golpeó, se asomó, y anunció mi presencia. Cuando ingresé a la oficina, cerraron la puerta a mi espaldas.
- Hola, nene. Te estaba esperando desde hace veinte minutos.
- ¿Y para qué me esperabas?
Ella me hablaba como si fuera su empleado. Yo no lo iba a permitir. Podría haberle dado una excusa, pero no quise. ¿Qué se creía esa mujer? Mi respuesta fue seca. Dura. Sería una mujer poderosa, bella y acostumbrada a mandar. Pero yo no era su empleado. Quería dejar las cosas claras desde el principio.
Entonces su mirada en endulzó. Si por entonces hubiera intuido algo, hubiera sabido que esos cambios repentinos en su mirada venían acompañados de una corriente sexual incontenible que atravesaba su cuerpo. Pero todavía estaba lejos incluso de imaginar lo que pasaba por el cuerpo de esa mujer, ni de entender qué era lo que estaba sucediendo, qué era lo que le pasaba conmigo, o qué se pretendía en realidad de mí.
Entonces me explicó que tenía problemas con un vecino, que no dejaba de tirar cosas desde su ventana que caían en el patio interno de la oficina, y que ella no lo podía tolerar, que ya lo había planteado en la reunión de consorcio, pero que no le habían dado ninguna solución. Me preguntó entonces si se me ocurría algo como para avanzar sobre el tema.
Aunque me pareció una pavada, ensayé una respuesta, que incluía la redacción de una carta documento y la convocatoria a una audiencia de mediación, a la que citaran no sólo al vecino, sino también al presidente del consorcio, a modo de presión, y le ofrecí una explicación de las razones por las que yo no podía representarla, ya que por mi condición de empleado judicial, tenía mi matrícula inhabilitada. Le ofrecí los servicios de un abogado de mi confianza que podía tranquilamente ocuparse del asunto.
Se ve que no era la respuesta que esperaba, pero dijo que le parecía bien. Agarró su agenda, una lapicera y dejó el trono de su escritorio. Se levantó y se acercó hasta mí, y me pidió que anotara el teléfono de su amigo.
No llegué a completar el nombre de mi colega. Su mano ya estaba bajándome el cierre del pantalón, y ella, de rodillas.
No había tenido tiempo siquiera para preguntarme cómo mis manos llegaron a entrelazarse en la nuca de Claudia, enredándose en su pelo. Tampoco había muchos interrogantes por resolver. No en lo inmediato.
Ella ya no me miraba a los ojos, y se encontraba muy concentrada en hundir en su boca toda mi virilidad, que reaccionó inmediatamente casi sin tomar nota de la existencia del asalto por sorpresa.
Algo pude haber intuido de antemano, y fue ese pequeño misterio el que me llevó a vencer todos los obstáculos que me presentaba la tarde para llamar por teléfono, y trasladarme hasta Recoleta, siguiendo la orden de una señora que me había intrigado, pero a quien no conocía, más que por sus datos personales, y un hecho que la había damnificado.
Jamás hubiera imaginado encontrarme encerrado en la oficina de la dueña de una empresa, con “la dueña” de la oficina y de la empresa chupándome la pija con tanto esmero, con un mundo de gente afuera que ni siquiera se imaginaba lo que pasaba dentro de la oficina de la Jefa. Obvio que no era la primera vez que alguien me sobaba con la boca. Pero nunca, y en esto debo ser lo suficientemente enfático, nunca, jamás, nadie, lo había hecho así.
Ni brutal, ni tímidamente. No eran besitos en la punta, o chupeteadas inconexas. Me envolvió la cabeza del miembro con sus labios, y apretó, como si fuera su mano. Su boca era un guante, que bajaba y subía, rítmicamente, sin prisas, sin detenerse, sin morder, con la presión justa. Como si me conociera de otra vida, como si supiera exactamente cómo comerme.
Se me escapó un gemido, y entrecortadamente, con una voz gutural, gruesa, de otra persona, pude balbucear, en un intento por detener lo que ya casi era incontenible.
-Si no parás ahora, te acabo en la boca…
No me contestó. Al menos no con palabras, porque su respuesta fue unívoca. Sus dos manos enormes se aferraron a mis nalgas, y lo que al principio fue sutil, y luego más vigoroso, ahora era intenso. Su boca hacía su recorrido a un ritmo enloquecido. Y yo, hasta entonces inmóvil, sólo tuve que hacer un movimiento de caderas para empezar a descargarme en su boca.
Claudia emitió un ronroneo de agradecimiento, pero no se detuvo. Se tomó hasta la última gota, y empezó a bajar el ritmo, hasta hacerlo lento, imperceptible, y en el momento exacto en el que mi respiración volvía a su ritmo natural, recién ahí dejó de besarme. Metió mi herramienta en el calzoncillo, subió el cierre y apretándome los huevos con una mano emitió su sentencia.
-Me gusta, mucho, sabroso y potente. Te llamo en estos días, pero haceme un favor: emprolijate un poco los pendejos, pendejo.
No llegué a contestarle, y no sé cómo ni cuando, a mi lado estaba la secretaria de Claudia acompañándome hasta la puerta, y ya estaba otra vez en el ascensor, envuelto en un mar de sensaciones, interrogantes, dudas. Pero ardiendo de deseo.
1 comentarios - La Señora que se dispuso a enseñarme