Me encontraba en Río Negro, Argentina, cuando ocurrió este suceso que voy a contarles y que me cambió la vida definitivamente. Para empezar, debo presentarme advirtiendo que en el momento en el que conocí a esta mujer de la que voy a hablarles, como casi siempre (ustedes mismos lo descubrirán), estaba borrachísimo y no sabía lo que hacía; por lo que es un gran contexto para empezar.
Nací en La Plata y viví ahí hasta los 18 años, cuando dejé la casa de mis padres. Perdí el rastro de ellos desde entonces. Tengo 22. Llevo estos cuatro años viviendo como un vagabundo, durmiendo en diferentes hosteles e intentando ganarme la vida vendiendo cuadros en la calle. Modestamente soy un excelente pintor, todo un artista, y elijo la vida bohemia porque llegué a agarrarle el gusto. Sinceramente ya no me imagino viviendo en una casa de familia, trabajando en oficina y tal.
Había viajado a diferentes provincias pintando y vendiendo en las peatonales y bulevares, manteniendo fugaces relaciones con mujeres superficiales, cojiendo con mujeres divorciadas, esposas infieles y todo tipo de hermosas conchas que buscaban, al igual que yo, tapar vacíos con el placer de la carne. De momento funcionaba, además no tenía otra cosa. Vivía al día.
Cuestión que por un suceso de acontecimientos había terminado en Bariloche, donde tenía que ir a ver a una doctora que me había descubierto en Misiones, donde me compró un cuadro y me dijo encantada que iba a colgarlo en su casa. Esa tarde hablamos bastante, haciéndome el simpático y chamuyándonos el uno al otro; todo esto mientras su marido entraba a preguntar algo a una tienda de recuerdos. Si era de noche la besaba ahí nomás, frente a mi puestito y le manoseaba todo el culo. Tenía ganas de hecho. Pero en realidad no podía dominarla. Fue ella quien empezó a hablar y me contó rápidamente quién era y qué hacía. Le dije que yo viajaba por todo el país y vivía con lo que tenía. Todas mis pertenencias cabían en un bolso. Entonces me pasó su número. La muy zorra… Dijo que si por alguna razón iba a Bariloche, que le hable que había visto “algo” en mí y que quería empezar a vender mis cuadros, porque tenía “mucho futuro”.
Su marido volvió y vio el cuadro que la puta de su esposa me había comprado. Nos mirábamos, ella y yo, cómplices. Entendí absolutamente todo nada más ver al marido… Ella me había dicho que trabajaba en empresas, probablemente un pez muy gordo. Él era un anciano muy maltratado por el tiempo, como de 60 años, toda la pinta de millonario pero impotente: era viejo, gordo, calvo. Entendí a la perfección el “talento” y su interés en mi “futuro”
¡Una mierda! Ese talento del que hablaba era mi cuerpo joven y atlético, mi cabeza no-calva y probablemente me haya imaginado con un pene que aguante una buena erección, a diferencia del que ella tenía en casa; por otra parte, esa invitación a que si casualmente iba a su ciudad le hablase para vender mis cuadros… Estaba claro que me estaba invitando a seguirla, al menos yo así interpreté. Y créanme, conozco a ese tipo de mujeres: adultas, maduras, inteligentes, económicamente independientes, con complejos sobre su físico que las hacen buscar chicos jóvenes y las implacables ganas de dominar una relación. Quería devorarme, yo era su presa.
Quería serlo. Sobre ella va esta historia, pero sin embargo debo contar todas las experiencias previas a mi encuentro con ella. Corresponde atarme a la sinceridad y no omitir, por ejemplo, mi encuentro con otra mujer antes de encontrarme con la doctora, a quien debía ver esa noche.
Bariloche iba a ser la ciudad en la que yo pensé que iba a encontrar a la más puta de las putas decentes: las peores. Las esposas con buena sonrisa, con un buen trabajo y aparentemente “aburridas”. Aquellas que estudiaron medicina, abogacía, ingeniería y se olvidaron de divertirse durante el proceso, concentradas en la academia; aquellas que en sus treintas descubren el placer sin compromiso, al revés de todo el mundo, con las etapas invertidas.
Llegué a Bariloche en colectivo. Eran las 7.30 de la tarde y hasta las 22 no tenía nada que hacer. Salí a tomar un trago a un bar oscuro de zona peligrosa. Llevaba dinero en la suela del zapato y un bolso en la mano con mi ropa y una valija con mi equipo. Ese era todo mi capital. El celular no valía nada pero me mantenía en contacto con mis agujeritos.
Entré al bar y estuve allí unas cuantas horas. Me había puesto a hablar con un camionero que se fascinó con las historias que le conté. Estábamos los dos borrachísimos y él me hablaba de que su mujer era cornuda, porque él tenía que satisfacerse y viajaba mucho entonces el matrimonio fiel era imposible y que yo tenía que aprovechar la edad y que hasta los 35 no debía ni enamorarme ni nada y un montón de cosas más que no recuerdo muy bien porque yo también estaba borracho. Me seguía hablando de su vida, como una hora estuvo así, y cada vez me molestaba menos y cada vez vaciaba mis pintas más rápido. Terminó de hablar, todo deprimido, y les juro que se quedó dormido en la barra.
Yo no dije nada. Pedí una botella de vino blanco, pagué y me fui con la botella en la mano. Me había enfurecido ese pequeño hombre. Yo iba a emborracharme en silencio. Agradecí no haberme peleado. Ese tipo hablaba hasta con las paredes.
Salí nada más que a caminar, no sabía no por dónde. Visité parques y peatonales tomando como un endemoniado y de casualidad vi a un grupo de chicas jóvenes y alegres en la puerta de un bar. Un bar con el aspecto completamente diferente del que venía: los clientes estaban bien vestidos, todos educados y ningún borracho que generase disturbios. Yo quería entrar, más que nada por ese grupo de chicas.
Eran muy jóvenes. Yo tenía 22, nada mal, pero eran más chicas que yo, eran adolescentes. Entonces caí en cuenta de que estábamos en época de fin de curso y habían salido a festejar. Todas mujercitas jóvenes, con los 18 años recién cumplidos y con las hormonas de querer sentarse arriba de un pene en cualquier momento del día.
Tenía ganas de ir a hablar con ellas, pero iban en un grupo de 5 o 6 y yo caminaba muy lento por todo el alcohol que había tomado y por cargar con el peso de mi equipaje. Entraron al bar por fin y yo las seguí. Era una cervecería muy tranquila en realidad. De ser una discoteca me hubiese quedado afuera pero incluso en ese lugar pasaban música electrónica pero de ambiente. Era bastante agradable y yo apenas tenía dinero.
Las chicas estaban sentadas con las piernas cruzadas, todas con minifaldas y escotazos, como esperando a que alguien se les acerque. También hay que decir que absolutamente todas tenían una pinta de chetas terrible. Seguramente sus padres pensaban que estaban en la biblioteca o algo así, porque la cara de “chicas buenas” era impresionante. De hecho seguramente lo eran y de en serio, porque parecía la primera vez que visitaban un pub sin sus padres; ninguna sabía qué hacer. Había una que intentaba hablar, que no tenía su celular encendido y lo miraba todo el tiempo. Me llamó la atención, porque si bien todas eran bellísimas (de esas que son tan lindas que se me hacen imposibles, feas, delicadas), esa destacaba entre todas por ser diferente.
Decidí que no podía seguir ahí sin hacer nada, y me bajé de la banqueta alejada en la que me encontraba y fui hacia su mesa.
—Buenas, chicas… Quiero ir a la pista a bailar y necesito un lugar donde dejar los bolsos, ¿molesta?
Obviamente no le quité los ojos de encima a la que me parecía más inteligente. Era pálida, pelo negro oscuro y unos ojos verdes todo delineado. Todas estaban muy maquilladas, pero esa en especial era muy guapa y tenía un culo exquisito que había visto desde la banqueta, pequeño pero con forma de manzana.
—No hay problema, dejalo ahí si querés. ¿Estás solo? ¿Te querés sentar con nosotras? —dijo. Era ella, la del culo exquisito. Simpatiquísima.
—Guau, gracias. De en serio, te agradezco. —Una de las flacas se apretó para uno de los lados para hacerme un lugar y me senté. Un caradura total. Después, mirando a ella, le pregunté—: ¿Cómo te llamás? Contame que no soy acá.
Entonces empezamos a hablar. Sara se llamaba. Las amigas miraban, y solo en un momento ella me dijo “y ellas son mis amigas de la escuela…” y me las presentó, pero por el resto solo miraban y observaban. Cuando llevábamos como dos minutos hablando, una propuso ir a buscar algo para tomar y se levantaron hacia el mostrador, todas menos ella. Ella seguía conmigo. Sara me contó que habían terminado el quinto año de secundaria y que era una salida a comer y a tomar algo porque en unos meses ingresaban a la universidad y probablemente ya no se verían nunca. Para ser sincero, me importaba todo una mierda. Me preguntó qué hacía yo y le dije que era artista y que estaba haciendo turismo; le conté lo más superficial de mi vida, omitiendo la parte de que había elegido Bariloche para viajar porque quería tener sexo con una veterana.
Ella me miraba a los ojos y sonreía a cualquier palabra que decía, muy simpática e intentando caerme bien. A veces me miraba a la boca y me hacía sentir incómodo, pues tenía ojos muy lindos y daba la impresión de que solo estaba buscando enamorarse. Que buscaba un novio, no un polvo rápido.
Sus amigas se habían quedado en la barra hablando entre ellas, de espaldas a nosotros, y estábamos mucho más sueltos para conversar. En un momento le convidé de mi vaso y me invitó a bailar.
—No, no bailo. Perdón pero no.
Ella sonreía y me tiraba de la mano. En una ocasión o dos se bajó la falda de cuero porque cuando caminaba se le subía muy arriba. Ese gesto me encantaba.
—Daaaaale, no seas malo. Vení por favor. —Una dulce petición. Hablaba con una voz tan sensual que en mi cabeza sonaba igual a que me esté rogando “¡acabame la cara!”.
Yo ya sabía qué era lo que iba a hacer, porque en poco tiempo tenía que ir a visitar a la doctora y si quería hacer algo en ese bar debía apurarme. Sabía que no iba a bailar pero tenía que complacerla. Odiaba bailar y los lugares adonde se bailan, pero me encantaba tomar y los lugares donde se toma; ese bar era una mezcla equilibrada de ambos. Yo en realidad iba por esa vagina juvenil, rosada.
—Bueno, está bien. Pero vos me enseñás —dije, mirándole la boca yo también. Cada vez más cerca.
Cuando no se espantó al verme de cerca, supe que ya la tenía. Yo no era nada apuesto de rostro, era bastante feo y tenía una cicatriz en el cuello que me había quedado de un corte cuando era un chico. Lo que sí, y a Sara le encantaba porque me estaba manoseando la espalda y el pecho, tenía un buen cuerpo porque por las noches me ponía a hacer flexiones, abdominales y sentadillas y después me daba una ducha antes de dormir.
Me dijo que me suelte y que baile. Yo lo intentaba. Ella tampoco se movía demasiado bien, pero me encantaba la cara que ponía y cómo me miraba. Terminamos de “bailar” y a la mitad de la segunda canción, ella ya se había tirado a mis brazos porque la estaba divirtiendo mucho. Nos abrazamos y hablamos ahí, lo que era mucho mejor que bailar.
Ella se restregaba en mi pecho hablándome, abrazados, cuando en realidad todos a nuestro alrededor bailaban a los saltos y se alborotaban. Se acomodaba tras mi cuello y me hablaba al oído. Yo hacía lo mismo.
—Teneme el vaso —le grité al oído, para que me escuche entre el quilombo—. Voy al baño.
Y ella me miró durante unos segundos y me dio un besito en la mejilla, como si no se animase a tirarme la boca, ni siquiera un pico.
—Bueno, anda. —Me encantaba su tono de voz, en serio.
Y yo, que quería ir al baño de verdad, miré hacia atrás sobre mi hombro y la vi: me seguía.
Fue todo muy rápido. Venía caminando hacia mí muy decidida. Me volteé, ella se asustó pensando que tal vez no le iba a seguir el juego, pero sonreí y me giré otra vez sobre mis talones. Entré al baño. Vacío.
No pude cerrar la puerta detrás de mí porque tenía a una chica colgada del cuello diciéndome que me quería comer la boca. Le di un giro en el aire y empezamos a besarnos y yo por fin pude manosear el ojete que tanto deseaba. Cerré la puerta del baño con un talonazo y la acerqué bien contra mi cuerpo y nos besamos ahí, apasionados, sobre el lavamanos. Le besaba el cuello y toda la cara por igual. Ella gemía de placer, porque sabía que le estaba empezando a meter mano. Ella apenas se apoyaba los antebrazos en mi espalda, abrazándome, y yo ya había aventurado una mano por debajo de su falda. Toqué su ropa interior. El algodón empezaba a pedir a gritos que lo quite. A todo esto seguía besándola, excitándola, y ella que se frotaba contra mi pierna.
Los momentos en los que quería cambiar la cabeza de lado para besarla mejor, ella me ponía las manos en la nuca, firme, y me miraba con ojos enfurecidos y suplicantes. Quería que lo dé todo.
Ella me empezó a levantar la camiseta. A tocar cada parte de mi torso, besándome y arrodillándose poquito a poco, mientras yo sobaba su culo… su espalda baja… su cabello. La tenía arrodillada, de espaldas al espejo. Y empezó a desabrocharme el jean.
—No hice esto nunca —me dijo.
La tomé por el cuello suavemente y empecé a acariciarla, haciéndola sentir cómoda y excitándola. Me quitó la ropa interior, y dejó todo a la vista. No se inhibió en lo más mínimo, y mientras yo sujetaba su mejilla como para antes de besarla, ella solita se ensalivó los labios carnosos y abrió la boca grande para esconder dentro de su cuerpo mi poronga, que se endurecía dentro de ella y agrandaba su tamaño.
Empezó a subir la intensidad. Ella agarró confianza.
Hacía ruidos guturales y me daba piquitos en el glande. Me insultaba, me decía que le encantaba lo que le hacía y yo hubiese seguido así durante 1 año si era necesario, porque esa putita hubiese aguantado un año entero chupándome la pija de tan excitada que estaba, pero era consciente de que estábamos en un lugar público y que en cualquier momento podía entrar cualquiera. La idea me excitó aún más.
—¿Qué pasa si entra una de tus amigas y te ve así, eh?
—Se suma… Mirá lo que es esta pija, ¡por Dios! —Siguió peteándome, devorando mi carne con odio y amor. No lo hacía muy bien, pero sí que le ponía todo el cariño y la voluntad que tenía. Era bruta y tosca, y esas dos palabras son cumplidos.
La levanté. El asunto, al menos en esa primera vez, tenía que ser rápido.
La seguí besando como antes, rápido y feroz, pero ahora tenía los pantalones en los tobillos y en el medio de sus muslos encajaba mi pene, erecto y explotando de ganas de entrar en ella.
—Date vuelta, por favor —le susurré al oído, mientras le besaba en la mejilla, las orejas y el hombro.
Le mordí el lóbulo de la oreja suavemente, mientras seguía haciéndola gemir, con una mano amasaba los cachetes de su cola por detrás de su falda y con la otra me metía por entre medio, humedeciéndola y frotando con mis dedos su vagina. La tela de su ropa interior ya estaba empapada cuando ella reaccionó a mi petición y se volteó, no sin antes mirarme una vez más a los ojos y besarme, sabiendo que lo que se venía iba a ser un delirio total. Dentro de ella había fuego.
Me agaché y me coloqué detrás suya. Le bajé la falda y empecé a comer la cena. Era un río de fluidos. Esa colegiala tenía más agua que un arroyo, y movía las piernas contra mi cara y mi lengua, gimiendo, insultando a mi mamá.
Empecé a tocarle el clítoris, lo frotaba como si mi vida dependiese de eso y disfrutaba de la reacción que generaba. A esa mujer la podría haber torturado así, mediante placer sexual, porque estaba super sensible a mis manos, las cuales bailaban en su cuerpo, estaba siendo algo increíble. Le desfilaba mi dedo húmedo por su vagina y lo insertaba contra ella, y después paraba y usaba la lengua y después usaba el pulgar para rasparle el botón y después combinaba dos o combinaba los tres y… después paraba. Y la hacía frenar, bajarle el fuego; durante unos segundos. Ella suspiraba.
—Ay… Seguí, flaco. Seguí… —Les juro que cada vez que recuerdo esto, puedo escuchar la voz con la que me dijo. La estaba haciendo enloquecer.
Después volvía. Y ella gemía, y paraba y ella seguía gimiendo porque quería que reanudase.
Estuve así como quince minutos, y no tardó en agarrarme de los pelos contra su culo, aguantando el grito, un alarido que habría dejado salir tan solo de estar en un hotel y no en el baño de un bar. Me inundó el alivio de saber que al menos una vez le había hecho vencer las rodillas, la había hecho temblar. Se quedó relajada. Había tenido su primer orgasmo con otro hombre.
—Dios… ¿Qué me estas ha…? —preguntó complacida, imaginándose en el cielo del placer.
La había agarrado por la cintura. Fueron 5 segundos en la que miré su expresión de mujer feliz, de mujer sexualmente satisfecha por el espejo: el cabello despeinado, el labial todo corrido y el rimel caído por pequeñas lágrimas de placer. Exhalaba… Inspiraba… Después bajé la vista. La miré con la cintura hacia atrás, mis manos sobre ella y mi pene palpitando. Hoyuelos en sus lumbares. Un culo blanco y caliente, con unos pocos granitos juveniles en las nalgas; una forma de manzana sinceramente impresionante. Sara era asombrosa.
Le caían fluidos sobre sus prendas, en sus tobillos tal cual yo las tenía. El pubis recortado con tijera, la concha chorreando y un movimiento de subida-bajada que acompañaba su agitada respiración y reflejaba lo agotados que habíamos quedado ambos.
Tenía todo para penetrarla. Pude haberla desvirgado porque seguramente no se hubiese molestado en pedirme que pare. De hecho todo apuntaba a que ella quería que yo continuase, porque mantenía la cola erguida e impaciente.
—Ugh…. No tengo condones —le dije.
Ella se reincorporó, dejándose de apoyar en el lavamanos. Se volteó y me miró, sujetándome la cara.
—Eso no me importa —dijo en tono dulce—. Hugo, me hiciste la mujer más feliz del mundo.
Me besó la comisura del labio. Un tierno piquito de una mujer a la que vería más veces, seguramente. De todos modos no me quedé con la duda.
—Tengo que irme… Nos vamos a volver a ver, ¿no?
Ella sonrió. Había agarrado un trozo de papel higiénico y se limpiaba los fluidos de la vagina.
—Obvio que sí, hermoso. Mirá lo que me hiciste —Giró el papel. Estaba todo mojado y viscoso—. Además te debo algo todavía.
Me dio una bofetada en el pene, que me quedó rebotando arriba y abajo y hacia los lados. Me dolió, pero sumado a que no había eyaculado, me hizo calentar de una manera inexplicable.
Se agachó como en un estiramiento, se buscó los tobillos y se levantó la bombacha y la pollera. Se volteó a mirarse un poco en el espejo. Se peinó un poco con las manos y dijo:
—Estoy bien.
—Estás preciosa —le confirmé—. Como para cojerte toda.
—Dame tu celular, boludo. —Estiró la mano.
Se lo di. Agendó su número pulsando la pantalla con dedos delgados. Llevaba las uñas pintadas de negro.
—Y no me tocaste las tetitas.
—Me estoy guardando para la próxima.
Me devolvió el celular y salió rápido del baño. Yo me quedé mirándome al espejo. El pene hinchado, morado, y la cara con manchas de lápiz labial.
Salí al minuto más o menos del baño. Me encontré a las amigas de Sara mirándome, desde la barra. Todas tristes, lindas y prolijas, pero ninguna tan linda y desprolija como Sara, a la que observé en la pista, con un gin tonic en la mano. Disimulé como si no hubiese pasado nada (sin preocuparme en la credibilidad. Total, ya había conseguido estar con Sara) y tomé mis bolsos, saludé con un gesto a sus amigas en la barra y abandoné el lugar.
El aire fresco de la calle incrementó mi buen humor. Ahora tenía que ir a ver a la doctora. Tenía los testículos cargados para darle de lo lindo.
Nací en La Plata y viví ahí hasta los 18 años, cuando dejé la casa de mis padres. Perdí el rastro de ellos desde entonces. Tengo 22. Llevo estos cuatro años viviendo como un vagabundo, durmiendo en diferentes hosteles e intentando ganarme la vida vendiendo cuadros en la calle. Modestamente soy un excelente pintor, todo un artista, y elijo la vida bohemia porque llegué a agarrarle el gusto. Sinceramente ya no me imagino viviendo en una casa de familia, trabajando en oficina y tal.
Había viajado a diferentes provincias pintando y vendiendo en las peatonales y bulevares, manteniendo fugaces relaciones con mujeres superficiales, cojiendo con mujeres divorciadas, esposas infieles y todo tipo de hermosas conchas que buscaban, al igual que yo, tapar vacíos con el placer de la carne. De momento funcionaba, además no tenía otra cosa. Vivía al día.
Cuestión que por un suceso de acontecimientos había terminado en Bariloche, donde tenía que ir a ver a una doctora que me había descubierto en Misiones, donde me compró un cuadro y me dijo encantada que iba a colgarlo en su casa. Esa tarde hablamos bastante, haciéndome el simpático y chamuyándonos el uno al otro; todo esto mientras su marido entraba a preguntar algo a una tienda de recuerdos. Si era de noche la besaba ahí nomás, frente a mi puestito y le manoseaba todo el culo. Tenía ganas de hecho. Pero en realidad no podía dominarla. Fue ella quien empezó a hablar y me contó rápidamente quién era y qué hacía. Le dije que yo viajaba por todo el país y vivía con lo que tenía. Todas mis pertenencias cabían en un bolso. Entonces me pasó su número. La muy zorra… Dijo que si por alguna razón iba a Bariloche, que le hable que había visto “algo” en mí y que quería empezar a vender mis cuadros, porque tenía “mucho futuro”.
Su marido volvió y vio el cuadro que la puta de su esposa me había comprado. Nos mirábamos, ella y yo, cómplices. Entendí absolutamente todo nada más ver al marido… Ella me había dicho que trabajaba en empresas, probablemente un pez muy gordo. Él era un anciano muy maltratado por el tiempo, como de 60 años, toda la pinta de millonario pero impotente: era viejo, gordo, calvo. Entendí a la perfección el “talento” y su interés en mi “futuro”
¡Una mierda! Ese talento del que hablaba era mi cuerpo joven y atlético, mi cabeza no-calva y probablemente me haya imaginado con un pene que aguante una buena erección, a diferencia del que ella tenía en casa; por otra parte, esa invitación a que si casualmente iba a su ciudad le hablase para vender mis cuadros… Estaba claro que me estaba invitando a seguirla, al menos yo así interpreté. Y créanme, conozco a ese tipo de mujeres: adultas, maduras, inteligentes, económicamente independientes, con complejos sobre su físico que las hacen buscar chicos jóvenes y las implacables ganas de dominar una relación. Quería devorarme, yo era su presa.
Quería serlo. Sobre ella va esta historia, pero sin embargo debo contar todas las experiencias previas a mi encuentro con ella. Corresponde atarme a la sinceridad y no omitir, por ejemplo, mi encuentro con otra mujer antes de encontrarme con la doctora, a quien debía ver esa noche.
Bariloche iba a ser la ciudad en la que yo pensé que iba a encontrar a la más puta de las putas decentes: las peores. Las esposas con buena sonrisa, con un buen trabajo y aparentemente “aburridas”. Aquellas que estudiaron medicina, abogacía, ingeniería y se olvidaron de divertirse durante el proceso, concentradas en la academia; aquellas que en sus treintas descubren el placer sin compromiso, al revés de todo el mundo, con las etapas invertidas.
Llegué a Bariloche en colectivo. Eran las 7.30 de la tarde y hasta las 22 no tenía nada que hacer. Salí a tomar un trago a un bar oscuro de zona peligrosa. Llevaba dinero en la suela del zapato y un bolso en la mano con mi ropa y una valija con mi equipo. Ese era todo mi capital. El celular no valía nada pero me mantenía en contacto con mis agujeritos.
Entré al bar y estuve allí unas cuantas horas. Me había puesto a hablar con un camionero que se fascinó con las historias que le conté. Estábamos los dos borrachísimos y él me hablaba de que su mujer era cornuda, porque él tenía que satisfacerse y viajaba mucho entonces el matrimonio fiel era imposible y que yo tenía que aprovechar la edad y que hasta los 35 no debía ni enamorarme ni nada y un montón de cosas más que no recuerdo muy bien porque yo también estaba borracho. Me seguía hablando de su vida, como una hora estuvo así, y cada vez me molestaba menos y cada vez vaciaba mis pintas más rápido. Terminó de hablar, todo deprimido, y les juro que se quedó dormido en la barra.
Yo no dije nada. Pedí una botella de vino blanco, pagué y me fui con la botella en la mano. Me había enfurecido ese pequeño hombre. Yo iba a emborracharme en silencio. Agradecí no haberme peleado. Ese tipo hablaba hasta con las paredes.
Salí nada más que a caminar, no sabía no por dónde. Visité parques y peatonales tomando como un endemoniado y de casualidad vi a un grupo de chicas jóvenes y alegres en la puerta de un bar. Un bar con el aspecto completamente diferente del que venía: los clientes estaban bien vestidos, todos educados y ningún borracho que generase disturbios. Yo quería entrar, más que nada por ese grupo de chicas.
Eran muy jóvenes. Yo tenía 22, nada mal, pero eran más chicas que yo, eran adolescentes. Entonces caí en cuenta de que estábamos en época de fin de curso y habían salido a festejar. Todas mujercitas jóvenes, con los 18 años recién cumplidos y con las hormonas de querer sentarse arriba de un pene en cualquier momento del día.
Tenía ganas de ir a hablar con ellas, pero iban en un grupo de 5 o 6 y yo caminaba muy lento por todo el alcohol que había tomado y por cargar con el peso de mi equipaje. Entraron al bar por fin y yo las seguí. Era una cervecería muy tranquila en realidad. De ser una discoteca me hubiese quedado afuera pero incluso en ese lugar pasaban música electrónica pero de ambiente. Era bastante agradable y yo apenas tenía dinero.
Las chicas estaban sentadas con las piernas cruzadas, todas con minifaldas y escotazos, como esperando a que alguien se les acerque. También hay que decir que absolutamente todas tenían una pinta de chetas terrible. Seguramente sus padres pensaban que estaban en la biblioteca o algo así, porque la cara de “chicas buenas” era impresionante. De hecho seguramente lo eran y de en serio, porque parecía la primera vez que visitaban un pub sin sus padres; ninguna sabía qué hacer. Había una que intentaba hablar, que no tenía su celular encendido y lo miraba todo el tiempo. Me llamó la atención, porque si bien todas eran bellísimas (de esas que son tan lindas que se me hacen imposibles, feas, delicadas), esa destacaba entre todas por ser diferente.
Decidí que no podía seguir ahí sin hacer nada, y me bajé de la banqueta alejada en la que me encontraba y fui hacia su mesa.
—Buenas, chicas… Quiero ir a la pista a bailar y necesito un lugar donde dejar los bolsos, ¿molesta?
Obviamente no le quité los ojos de encima a la que me parecía más inteligente. Era pálida, pelo negro oscuro y unos ojos verdes todo delineado. Todas estaban muy maquilladas, pero esa en especial era muy guapa y tenía un culo exquisito que había visto desde la banqueta, pequeño pero con forma de manzana.
—No hay problema, dejalo ahí si querés. ¿Estás solo? ¿Te querés sentar con nosotras? —dijo. Era ella, la del culo exquisito. Simpatiquísima.
—Guau, gracias. De en serio, te agradezco. —Una de las flacas se apretó para uno de los lados para hacerme un lugar y me senté. Un caradura total. Después, mirando a ella, le pregunté—: ¿Cómo te llamás? Contame que no soy acá.
Entonces empezamos a hablar. Sara se llamaba. Las amigas miraban, y solo en un momento ella me dijo “y ellas son mis amigas de la escuela…” y me las presentó, pero por el resto solo miraban y observaban. Cuando llevábamos como dos minutos hablando, una propuso ir a buscar algo para tomar y se levantaron hacia el mostrador, todas menos ella. Ella seguía conmigo. Sara me contó que habían terminado el quinto año de secundaria y que era una salida a comer y a tomar algo porque en unos meses ingresaban a la universidad y probablemente ya no se verían nunca. Para ser sincero, me importaba todo una mierda. Me preguntó qué hacía yo y le dije que era artista y que estaba haciendo turismo; le conté lo más superficial de mi vida, omitiendo la parte de que había elegido Bariloche para viajar porque quería tener sexo con una veterana.
Ella me miraba a los ojos y sonreía a cualquier palabra que decía, muy simpática e intentando caerme bien. A veces me miraba a la boca y me hacía sentir incómodo, pues tenía ojos muy lindos y daba la impresión de que solo estaba buscando enamorarse. Que buscaba un novio, no un polvo rápido.
Sus amigas se habían quedado en la barra hablando entre ellas, de espaldas a nosotros, y estábamos mucho más sueltos para conversar. En un momento le convidé de mi vaso y me invitó a bailar.
—No, no bailo. Perdón pero no.
Ella sonreía y me tiraba de la mano. En una ocasión o dos se bajó la falda de cuero porque cuando caminaba se le subía muy arriba. Ese gesto me encantaba.
—Daaaaale, no seas malo. Vení por favor. —Una dulce petición. Hablaba con una voz tan sensual que en mi cabeza sonaba igual a que me esté rogando “¡acabame la cara!”.
Yo ya sabía qué era lo que iba a hacer, porque en poco tiempo tenía que ir a visitar a la doctora y si quería hacer algo en ese bar debía apurarme. Sabía que no iba a bailar pero tenía que complacerla. Odiaba bailar y los lugares adonde se bailan, pero me encantaba tomar y los lugares donde se toma; ese bar era una mezcla equilibrada de ambos. Yo en realidad iba por esa vagina juvenil, rosada.
—Bueno, está bien. Pero vos me enseñás —dije, mirándole la boca yo también. Cada vez más cerca.
Cuando no se espantó al verme de cerca, supe que ya la tenía. Yo no era nada apuesto de rostro, era bastante feo y tenía una cicatriz en el cuello que me había quedado de un corte cuando era un chico. Lo que sí, y a Sara le encantaba porque me estaba manoseando la espalda y el pecho, tenía un buen cuerpo porque por las noches me ponía a hacer flexiones, abdominales y sentadillas y después me daba una ducha antes de dormir.
Me dijo que me suelte y que baile. Yo lo intentaba. Ella tampoco se movía demasiado bien, pero me encantaba la cara que ponía y cómo me miraba. Terminamos de “bailar” y a la mitad de la segunda canción, ella ya se había tirado a mis brazos porque la estaba divirtiendo mucho. Nos abrazamos y hablamos ahí, lo que era mucho mejor que bailar.
Ella se restregaba en mi pecho hablándome, abrazados, cuando en realidad todos a nuestro alrededor bailaban a los saltos y se alborotaban. Se acomodaba tras mi cuello y me hablaba al oído. Yo hacía lo mismo.
—Teneme el vaso —le grité al oído, para que me escuche entre el quilombo—. Voy al baño.
Y ella me miró durante unos segundos y me dio un besito en la mejilla, como si no se animase a tirarme la boca, ni siquiera un pico.
—Bueno, anda. —Me encantaba su tono de voz, en serio.
Y yo, que quería ir al baño de verdad, miré hacia atrás sobre mi hombro y la vi: me seguía.
Fue todo muy rápido. Venía caminando hacia mí muy decidida. Me volteé, ella se asustó pensando que tal vez no le iba a seguir el juego, pero sonreí y me giré otra vez sobre mis talones. Entré al baño. Vacío.
No pude cerrar la puerta detrás de mí porque tenía a una chica colgada del cuello diciéndome que me quería comer la boca. Le di un giro en el aire y empezamos a besarnos y yo por fin pude manosear el ojete que tanto deseaba. Cerré la puerta del baño con un talonazo y la acerqué bien contra mi cuerpo y nos besamos ahí, apasionados, sobre el lavamanos. Le besaba el cuello y toda la cara por igual. Ella gemía de placer, porque sabía que le estaba empezando a meter mano. Ella apenas se apoyaba los antebrazos en mi espalda, abrazándome, y yo ya había aventurado una mano por debajo de su falda. Toqué su ropa interior. El algodón empezaba a pedir a gritos que lo quite. A todo esto seguía besándola, excitándola, y ella que se frotaba contra mi pierna.
Los momentos en los que quería cambiar la cabeza de lado para besarla mejor, ella me ponía las manos en la nuca, firme, y me miraba con ojos enfurecidos y suplicantes. Quería que lo dé todo.
Ella me empezó a levantar la camiseta. A tocar cada parte de mi torso, besándome y arrodillándose poquito a poco, mientras yo sobaba su culo… su espalda baja… su cabello. La tenía arrodillada, de espaldas al espejo. Y empezó a desabrocharme el jean.
—No hice esto nunca —me dijo.
La tomé por el cuello suavemente y empecé a acariciarla, haciéndola sentir cómoda y excitándola. Me quitó la ropa interior, y dejó todo a la vista. No se inhibió en lo más mínimo, y mientras yo sujetaba su mejilla como para antes de besarla, ella solita se ensalivó los labios carnosos y abrió la boca grande para esconder dentro de su cuerpo mi poronga, que se endurecía dentro de ella y agrandaba su tamaño.
Empezó a subir la intensidad. Ella agarró confianza.
Hacía ruidos guturales y me daba piquitos en el glande. Me insultaba, me decía que le encantaba lo que le hacía y yo hubiese seguido así durante 1 año si era necesario, porque esa putita hubiese aguantado un año entero chupándome la pija de tan excitada que estaba, pero era consciente de que estábamos en un lugar público y que en cualquier momento podía entrar cualquiera. La idea me excitó aún más.
—¿Qué pasa si entra una de tus amigas y te ve así, eh?
—Se suma… Mirá lo que es esta pija, ¡por Dios! —Siguió peteándome, devorando mi carne con odio y amor. No lo hacía muy bien, pero sí que le ponía todo el cariño y la voluntad que tenía. Era bruta y tosca, y esas dos palabras son cumplidos.
La levanté. El asunto, al menos en esa primera vez, tenía que ser rápido.
La seguí besando como antes, rápido y feroz, pero ahora tenía los pantalones en los tobillos y en el medio de sus muslos encajaba mi pene, erecto y explotando de ganas de entrar en ella.
—Date vuelta, por favor —le susurré al oído, mientras le besaba en la mejilla, las orejas y el hombro.
Le mordí el lóbulo de la oreja suavemente, mientras seguía haciéndola gemir, con una mano amasaba los cachetes de su cola por detrás de su falda y con la otra me metía por entre medio, humedeciéndola y frotando con mis dedos su vagina. La tela de su ropa interior ya estaba empapada cuando ella reaccionó a mi petición y se volteó, no sin antes mirarme una vez más a los ojos y besarme, sabiendo que lo que se venía iba a ser un delirio total. Dentro de ella había fuego.
Me agaché y me coloqué detrás suya. Le bajé la falda y empecé a comer la cena. Era un río de fluidos. Esa colegiala tenía más agua que un arroyo, y movía las piernas contra mi cara y mi lengua, gimiendo, insultando a mi mamá.
Empecé a tocarle el clítoris, lo frotaba como si mi vida dependiese de eso y disfrutaba de la reacción que generaba. A esa mujer la podría haber torturado así, mediante placer sexual, porque estaba super sensible a mis manos, las cuales bailaban en su cuerpo, estaba siendo algo increíble. Le desfilaba mi dedo húmedo por su vagina y lo insertaba contra ella, y después paraba y usaba la lengua y después usaba el pulgar para rasparle el botón y después combinaba dos o combinaba los tres y… después paraba. Y la hacía frenar, bajarle el fuego; durante unos segundos. Ella suspiraba.
—Ay… Seguí, flaco. Seguí… —Les juro que cada vez que recuerdo esto, puedo escuchar la voz con la que me dijo. La estaba haciendo enloquecer.
Después volvía. Y ella gemía, y paraba y ella seguía gimiendo porque quería que reanudase.
Estuve así como quince minutos, y no tardó en agarrarme de los pelos contra su culo, aguantando el grito, un alarido que habría dejado salir tan solo de estar en un hotel y no en el baño de un bar. Me inundó el alivio de saber que al menos una vez le había hecho vencer las rodillas, la había hecho temblar. Se quedó relajada. Había tenido su primer orgasmo con otro hombre.
—Dios… ¿Qué me estas ha…? —preguntó complacida, imaginándose en el cielo del placer.
La había agarrado por la cintura. Fueron 5 segundos en la que miré su expresión de mujer feliz, de mujer sexualmente satisfecha por el espejo: el cabello despeinado, el labial todo corrido y el rimel caído por pequeñas lágrimas de placer. Exhalaba… Inspiraba… Después bajé la vista. La miré con la cintura hacia atrás, mis manos sobre ella y mi pene palpitando. Hoyuelos en sus lumbares. Un culo blanco y caliente, con unos pocos granitos juveniles en las nalgas; una forma de manzana sinceramente impresionante. Sara era asombrosa.
Le caían fluidos sobre sus prendas, en sus tobillos tal cual yo las tenía. El pubis recortado con tijera, la concha chorreando y un movimiento de subida-bajada que acompañaba su agitada respiración y reflejaba lo agotados que habíamos quedado ambos.
Tenía todo para penetrarla. Pude haberla desvirgado porque seguramente no se hubiese molestado en pedirme que pare. De hecho todo apuntaba a que ella quería que yo continuase, porque mantenía la cola erguida e impaciente.
—Ugh…. No tengo condones —le dije.
Ella se reincorporó, dejándose de apoyar en el lavamanos. Se volteó y me miró, sujetándome la cara.
—Eso no me importa —dijo en tono dulce—. Hugo, me hiciste la mujer más feliz del mundo.
Me besó la comisura del labio. Un tierno piquito de una mujer a la que vería más veces, seguramente. De todos modos no me quedé con la duda.
—Tengo que irme… Nos vamos a volver a ver, ¿no?
Ella sonrió. Había agarrado un trozo de papel higiénico y se limpiaba los fluidos de la vagina.
—Obvio que sí, hermoso. Mirá lo que me hiciste —Giró el papel. Estaba todo mojado y viscoso—. Además te debo algo todavía.
Me dio una bofetada en el pene, que me quedó rebotando arriba y abajo y hacia los lados. Me dolió, pero sumado a que no había eyaculado, me hizo calentar de una manera inexplicable.
Se agachó como en un estiramiento, se buscó los tobillos y se levantó la bombacha y la pollera. Se volteó a mirarse un poco en el espejo. Se peinó un poco con las manos y dijo:
—Estoy bien.
—Estás preciosa —le confirmé—. Como para cojerte toda.
—Dame tu celular, boludo. —Estiró la mano.
Se lo di. Agendó su número pulsando la pantalla con dedos delgados. Llevaba las uñas pintadas de negro.
—Y no me tocaste las tetitas.
—Me estoy guardando para la próxima.
Me devolvió el celular y salió rápido del baño. Yo me quedé mirándome al espejo. El pene hinchado, morado, y la cara con manchas de lápiz labial.
Salí al minuto más o menos del baño. Me encontré a las amigas de Sara mirándome, desde la barra. Todas tristes, lindas y prolijas, pero ninguna tan linda y desprolija como Sara, a la que observé en la pista, con un gin tonic en la mano. Disimulé como si no hubiese pasado nada (sin preocuparme en la credibilidad. Total, ya había conseguido estar con Sara) y tomé mis bolsos, saludé con un gesto a sus amigas en la barra y abandoné el lugar.
El aire fresco de la calle incrementó mi buen humor. Ahora tenía que ir a ver a la doctora. Tenía los testículos cargados para darle de lo lindo.
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