Por una cuestión de tiempo y presupuesto debíamos elegir dónde sería nuestra salida semanal: bar o telo. Elegimos la primera, aunque sabíamos que al final de la noche quedaríamos incendiados. O eso pensamos.
Vivimos a unos pocos kilómetros de distancia el uno del otro, con sólo un río separándonos. Tenemos por regla que una semana él se cruza, y la siguiente yo. Ya nos podríamos sacar las ganas una semana después cuando le tocara a él jugar de local. O eso creímos.
La velada transcurrió normal, entre cerveza artesanal y unas papas para atrasar el efecto del alcohol, entre miradas cómplices y manos juguetonas, entre risas y buena charla, entre provocaciones y deseos.
Decidimos caminar un par de cuadras hasta donde él tenía que tomar el colectivo para volver. Pero algo en el camino nos detuvo. Una vereda. Una vereda más oscura que las demás, un rinconcito para comernos a besos y apagar ese fuego que sentíamos. O intentar apagarlo.
Una vereda por la cual paso y sonrío con el recuerdo.
En esa vereda nos fundimos en un profundo beso, nuestras lenguas jugaron entre ellas, bailaron, se enredaron. Nuestros brazos tomaron la cintura del otro. Nuestros cuerpos se pegaron y sentimos el calor mutuo. Éramos fuego, pero recién empezaba a arder.
Las manos se pasearon, recorrieron el cuerpo ajeno. Levantaron remeras y desabrocharon pantalones. El fuego ardía más intensamente. La mano de él se coló debajo de mi remera a medio levantar, buscó liberar mis tetas del corpiño que las contenía.
Mis manos en sus nalgas, lo apreté contra mí para sentir mejor la dureza de su excitación. Mis labios recorrieron su cuello, mi oído fue testigo de ardientes gemidos. Mordí su cuello, dejé mi marca. Dejé la huella de aquel momento.
Me agarró suavemente de un lado de la cara con una mano, mientras la otra se escurría dentro de mi pantalón. La más audaz buscaba a oscuras la humedad que salía de mí. La encontró y la esparció hasta mi clítoris. Me miró fijo unos segundos antes de besar mi cuello.
Sus oídos fueron testigos de mis ardientes gemidos.
Le pedí, no muy convencida, que parara. No me hizo caso. ¡Y que bien que no lo hizo! Hundió dos de sus dedos dentro mío. Danzaron, rotaron, salieron y entraron. Provocándome un torrente húmedo difícil de controlar.
Rápidamente llegué al clímax. Nivel máximo de exaltación, respiración agitada, pulso acelerado, la electricidad, los espasmos. Y un gemido ahogado, el último marcando el final. Me recosté por la pared y sonreí agradecida por las placenteras sensaciones.
- Mi turno- dije justo antes de arrodillarme.
Vivimos a unos pocos kilómetros de distancia el uno del otro, con sólo un río separándonos. Tenemos por regla que una semana él se cruza, y la siguiente yo. Ya nos podríamos sacar las ganas una semana después cuando le tocara a él jugar de local. O eso creímos.
La velada transcurrió normal, entre cerveza artesanal y unas papas para atrasar el efecto del alcohol, entre miradas cómplices y manos juguetonas, entre risas y buena charla, entre provocaciones y deseos.
Decidimos caminar un par de cuadras hasta donde él tenía que tomar el colectivo para volver. Pero algo en el camino nos detuvo. Una vereda. Una vereda más oscura que las demás, un rinconcito para comernos a besos y apagar ese fuego que sentíamos. O intentar apagarlo.
Una vereda por la cual paso y sonrío con el recuerdo.
En esa vereda nos fundimos en un profundo beso, nuestras lenguas jugaron entre ellas, bailaron, se enredaron. Nuestros brazos tomaron la cintura del otro. Nuestros cuerpos se pegaron y sentimos el calor mutuo. Éramos fuego, pero recién empezaba a arder.
Las manos se pasearon, recorrieron el cuerpo ajeno. Levantaron remeras y desabrocharon pantalones. El fuego ardía más intensamente. La mano de él se coló debajo de mi remera a medio levantar, buscó liberar mis tetas del corpiño que las contenía.
Mis manos en sus nalgas, lo apreté contra mí para sentir mejor la dureza de su excitación. Mis labios recorrieron su cuello, mi oído fue testigo de ardientes gemidos. Mordí su cuello, dejé mi marca. Dejé la huella de aquel momento.
Me agarró suavemente de un lado de la cara con una mano, mientras la otra se escurría dentro de mi pantalón. La más audaz buscaba a oscuras la humedad que salía de mí. La encontró y la esparció hasta mi clítoris. Me miró fijo unos segundos antes de besar mi cuello.
Sus oídos fueron testigos de mis ardientes gemidos.
Le pedí, no muy convencida, que parara. No me hizo caso. ¡Y que bien que no lo hizo! Hundió dos de sus dedos dentro mío. Danzaron, rotaron, salieron y entraron. Provocándome un torrente húmedo difícil de controlar.
Rápidamente llegué al clímax. Nivel máximo de exaltación, respiración agitada, pulso acelerado, la electricidad, los espasmos. Y un gemido ahogado, el último marcando el final. Me recosté por la pared y sonreí agradecida por las placenteras sensaciones.
- Mi turno- dije justo antes de arrodillarme.
12 comentarios - El oscurito
A ver cuano te animas a hacer lo mismo de dia atras de un arbol 😏