Me desperté de repente. Estaba mareado y la cabeza me daba vueltas. Recordé dónde estaba mientras trataba turbiamente de identificar el sonido. Sí. Había caído rendido en el sillón de la habitación y ahora estaba semidesnudo, a oscuras, manchado por todos lados por mi propio semen. Otra vez: Ceci. Me subí los pantalones y me levanté con esfuerzo, apoyándome en la pared. Tambaleando avancé hacia una luz tras la puerta entreabierta y me encontré en el baño. Otro gemido casi ahogado. Ceci de nuevo. Di unos pasos torpes hacia el sonido. Ceci seguro. Casi tropiezo con una de sus sandalias cuando avancé por el pasillo, lentamente, hacia el living.
Definitivamente era ella: “¡Sí, amor, sí!, ¡sí!” gemía sordamente, conteniéndose. Me asomé por la puerta: mi esposa estaba montada encima de Paul, que resoplaba en el sofá mientras ella cabalgaba como una poseída sobre su torso imponente. “Mové ese culo, bebé”, decía él en voz baja, mientras ella tiraba la cabeza hacia atrás y movía el culo en eses para empalarse mejor: “¡sí, sí, sí!”. Me dio algo de rabia que siguieran cogiendo por su cuenta, dejándome de lado, y también algo de celos, porque comprendí que ella contenía los gemidos para no despertarme y disfrutar mejor a su amante. Pero a la vez me di cuenta de que era comprensible: yo no estaba a la altura de un macho como Paul.
Fuera de sí, casi diría sacada al montar esos pectorales de hierro y moviendo su culo con maestría sentir la dureza de esa verga y satisfacer a su macho, Ceci estaba hermosa. La excitación fue desplazando al mareo y, al avanzar un paso más, pateé sin querer una botella vacía y el ruido nos distrajo por un instante. Ella me fulminó con la mirada por mi falta de tacto, pero Paul sonrió y dijo amablemente “Vení”. Y se levantó alzándola como a un bebé. Me senté en el sofá, tratando de acostumbrarme a la luz. Ella le besaba cada milímetro de la cara y el cuello mientras él la llevaba contra la pared y la empezabaa coger parado: yo me moría de calentura y a la vez de celos, porque jamás había tenido fuerza para hacerlo pese a haberlo intentado varias veces. Sudadas, fibrosas, relucientes, la espalda, el culo y los músculos de las piernas de Paul eran una especie de escultura mecánica que bombeaba rítmicamente dentro de mi esposa hasta que Ceci no se pudo contener más y pasó de los gemidos a los gritos: le rodeaba la cintura negra con las piernas y le arañaba la espalda desesperada, como queriendo agarrarse de algo para soportar la empalada bestial. “¿Quién te coge así, bebé?”, murmuraba él, y Ceci apenas lograba responder en una oleada de placer: “¡Nadie, nadie!”. Implacable, robótico, él aceleraba su ritmo perfecto, sosteniéndola de la cintura con una mano y con la otra agarrándola del cuello contra la pared para que mi mujer lo mirara a los ojos mientras la hacía suya. Empecé a masturbarme mientras él aceleraba los embates y, sonriéndome, decía “¿Tu marido coge así?”, y Ceci trataba de responder pero casi no podía respirar, y él pujaba un poco más y repetía juguetonamente la pregunta dándole más duro hasta que en un hilo de voz entrecortado escuché “no, no, no puede…” y ese animal aceleró y ella gritaba mientras él decía “Quiero que te mojes encima mío”, y ella lo abrazó y explotó aullando como una perra mientras él la colgaba de su miembro dándole los últimos pijazos y la llenaba de leche con un bramido ronco.
Creo que acabé casi al mismo tiempo que ellos. Paul la bajó con cuidado, delicadamente, y mientras Ceci recuperaba al aire y se desplomaba, deshaciéndose contra la pared, él se sentó a descansar en el sofá. Me pidió unas cervezas y preguntó si podía limpiar todo. Torpemente, sin entender, comencé a levantar las copas y Paul sonrió: “Eso tenés que limpiar”. Y señaló a mi esposa tirada en el suelo, con el pelo en la cara y los ojos todavía cerrados, gimiendo hecha un trapo y con un hilo de leche espesa que le caía por la pierna.
Definitivamente era ella: “¡Sí, amor, sí!, ¡sí!” gemía sordamente, conteniéndose. Me asomé por la puerta: mi esposa estaba montada encima de Paul, que resoplaba en el sofá mientras ella cabalgaba como una poseída sobre su torso imponente. “Mové ese culo, bebé”, decía él en voz baja, mientras ella tiraba la cabeza hacia atrás y movía el culo en eses para empalarse mejor: “¡sí, sí, sí!”. Me dio algo de rabia que siguieran cogiendo por su cuenta, dejándome de lado, y también algo de celos, porque comprendí que ella contenía los gemidos para no despertarme y disfrutar mejor a su amante. Pero a la vez me di cuenta de que era comprensible: yo no estaba a la altura de un macho como Paul.
Fuera de sí, casi diría sacada al montar esos pectorales de hierro y moviendo su culo con maestría sentir la dureza de esa verga y satisfacer a su macho, Ceci estaba hermosa. La excitación fue desplazando al mareo y, al avanzar un paso más, pateé sin querer una botella vacía y el ruido nos distrajo por un instante. Ella me fulminó con la mirada por mi falta de tacto, pero Paul sonrió y dijo amablemente “Vení”. Y se levantó alzándola como a un bebé. Me senté en el sofá, tratando de acostumbrarme a la luz. Ella le besaba cada milímetro de la cara y el cuello mientras él la llevaba contra la pared y la empezabaa coger parado: yo me moría de calentura y a la vez de celos, porque jamás había tenido fuerza para hacerlo pese a haberlo intentado varias veces. Sudadas, fibrosas, relucientes, la espalda, el culo y los músculos de las piernas de Paul eran una especie de escultura mecánica que bombeaba rítmicamente dentro de mi esposa hasta que Ceci no se pudo contener más y pasó de los gemidos a los gritos: le rodeaba la cintura negra con las piernas y le arañaba la espalda desesperada, como queriendo agarrarse de algo para soportar la empalada bestial. “¿Quién te coge así, bebé?”, murmuraba él, y Ceci apenas lograba responder en una oleada de placer: “¡Nadie, nadie!”. Implacable, robótico, él aceleraba su ritmo perfecto, sosteniéndola de la cintura con una mano y con la otra agarrándola del cuello contra la pared para que mi mujer lo mirara a los ojos mientras la hacía suya. Empecé a masturbarme mientras él aceleraba los embates y, sonriéndome, decía “¿Tu marido coge así?”, y Ceci trataba de responder pero casi no podía respirar, y él pujaba un poco más y repetía juguetonamente la pregunta dándole más duro hasta que en un hilo de voz entrecortado escuché “no, no, no puede…” y ese animal aceleró y ella gritaba mientras él decía “Quiero que te mojes encima mío”, y ella lo abrazó y explotó aullando como una perra mientras él la colgaba de su miembro dándole los últimos pijazos y la llenaba de leche con un bramido ronco.
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