Instituto «Ramiro de Maeztu» de Madrid, principios de otoño de 2006. Hacía varios días que el bachillerato había comenzado en horario que prefiero adjetivar de nocturno que de golfo, y sin embargo mis ojos continuaban ciegos a la belleza de la canela de tus facciones en el marco del ébano de tus cabellos. Suerte que un accidente del destino iba a poner remedio a tan deplorable condición durante el intervalo de descanso que se nos concedía a media jornada: con la idea de echar un cigarro aprovechando las todavía suaves temperaturas, bajaba las escaleras que tú ascendías cuando, en el según la perspectiva primer o último rellano, un bolígrafo que llevabas junto a la carpeta se te deslizó de las manos; la casi inmediata reacción de mis piernas flexionándose a fin de recoger el instrumento impidió la de las tuyas, y dado que así lo permitiera la agresiva modestia de los pantalones que vestías, me hizo testigo de excepción de su infinita vertical; el espectáculo, además de perturbarme violentamente el sosiego del pecho, se quedó grabado en un privilegiado lugar de mi memoria para seguir inspirándome incluso ahora un inconfesable número de fantasías, pero no tan a fuego como a continuación el de tus verdes luceros teñidos de curiosa jovialidad al contemplarme, mientras de tu boca escapaba un sol en forma de sonrisa cual creía exclusiva posesión de las alturas; del suspenso que semejantes maravillas me causaron, hubo de pasárseme completamente inadvertido el ritmo caribeño de las palabras que agradeciendo la caballerosidad me dirigiste, e ignoro haber llegado a articular siquiera una que las replicase, pero tengo bien presente que ninguna resistencia pude ofrecer al impulso de girar la cabeza en cuanto reemprendiste la marcha al aula para confirmar, a cada bamboneo de tus caderas más rotundamente, la impresión de que acababa de compartir la eternidad de un instante con la criatura más hermosa de la Tierra.
Te reirás —y mucho— de mi pobre romántico interior, mas te garantizo que la anterior afirmación contiene la misma nimia cantidad de exageración que la de que en adelante esclavizaste la totalidad de mi atención. Con la cual, y tus frecuentes y siempre penetrativas intervenciones en clase, necesité bastante menos tiempo y esfuerzo para saber que unías al físico un atractivo intelectual igual de apetecible, que para llevar a cabo —¡maldita timidez!— un acercamiento que satisficiese mínimamente mis enormes ganas de explorar el paraíso que te me antojabas. Imagínate a qué nevada cumbre no se alzaría mi querer y no poder en aquellos andares iniciales del curso, que la oportunidad de ganar tu orilla me la frustraba por costumbre el temor a que me notaras la voz afectada de nerviosismo o inseguridad al hablarte, o las mejillas de rubor al intentar sostenerte la mirada tras fracasar con estrépito en evitar que la mía se deslizara fugitivamente a tu soberbio par de… ejem… Contingencia esta última que, he de notar en mi defensa, estaba de todo punto justificada después de que la sufriera (y encima por partida doble) la única vez que dejamos de intercambiar el típico saludo de cortesía, por obra de un escote que invitaba a alternar suspiros y babas y viceversa; ¡y qué dificultades para atrapar el sueño al caer a la noche en la cama, la Virgen, circunnavegando compulsivamente el pensamiento de que me habrías tomado por un salidillo adolescente digno de repulsa!
Pero el grueso del hielo se derritió con el cambio de año; o, más en concreto, con el endemoniado examen sorpresa que, añadiendo insulto a la herida, nos puso a realizar codo con codo aquel profesor de informática de aspecto no se sabía bien —¡no me lo irás a negar!— si de filósofo presocrático o leñador desquiciado. Cómo de seria sería la broma, que un puñado de compañeros se quedaron en el proceso de descifrar el sentido de los enunciados… ¿Te acuerdas de la perplejidad con que trasladábamos la vista del papel a la pantalla del ordenador, y al fin a nuestra cara convertida en la viva representación de un poema cómico? ¿Y de lo que pudimos desternillarnos (a ti se te saltaban las lágrimas; a mí directamente me chorreaban) hasta que logramos vencer la tozudez del viejo barbas y convencerle de abortar tamaño atraco a nuestros expedientes por la aplastante obviedad de que no habíamos dado una sombra de lo que nos exigía?
Apuesto que con mucha mayor nitidez que de mis carnes de fideo vibrando de puro alborozo, sanos y salvos de la maraña de cables y enchufes, al observar que decidías trasladar la majestad de tus nalgas al asiento situado junto al mío en el extremo opuesto del encerado. ¿Por qué tan cerca y lejos en lo sucesivo, sin otra triste explicación que el miedo a incomodarte u ofenderte de transmitirte los sentimientos que me devoraban?... Ni una mañana hay que despierte libre del deseo de volver a pisar los patios y pasillos en que me provocabas a perseguirte, y revivir las breves pero veloces carreras que siempre terminaban haciéndote presa de mis brazos en un trance de intimidad que me brindaba la ocasión de tocarte y besarte como me atrevía apenas en los dominios de Morfeo. Doy por momentos en pensar, pecando a buen seguro de retorcer la realidad a mi antojo, que ansiabas tanto como yo la delicada aspereza de mis manos y labios sobre cada vericueto de tus curvas, y el peso del remordimiento de haberme sido imposible comprenderlo me hunde en la peor de las miserias.
Llegada la opresión de la canícula de junio, me dijiste que las circunstancias obligaban a tu familia, y consiguientemente a ti con ella, a regresar a La Habana para acaso jamás abandonar de nuevo su humedad tropical, y me abriste la vía de comunicación de la dirección de correo en que, con la cruel distancia de más de doce años, te pido perdón por haberte amado en las profundidades del silencio desde que hincara las rodillas a tus pies. Regalarme los sentidos contigo sigue presidiendo la lista de las mejores experiencias de mi existencia, y aunque pueda sonar patético expresarlo, no me adivino sino un futuro marcado por la mendicidad de un milagro que me devuelva el vértigo de tu compañía.
Allí donde respires, que goces de plena salud y seas muy feliz, y… si pudieras y quisieras escribirme y contarme cualquier cosa por insignificante que te pareciera, me colmarías de una emoción de incomparables proporciones.
Esperanzado al respecto, me despido, querida Lily.
Te reirás —y mucho— de mi pobre romántico interior, mas te garantizo que la anterior afirmación contiene la misma nimia cantidad de exageración que la de que en adelante esclavizaste la totalidad de mi atención. Con la cual, y tus frecuentes y siempre penetrativas intervenciones en clase, necesité bastante menos tiempo y esfuerzo para saber que unías al físico un atractivo intelectual igual de apetecible, que para llevar a cabo —¡maldita timidez!— un acercamiento que satisficiese mínimamente mis enormes ganas de explorar el paraíso que te me antojabas. Imagínate a qué nevada cumbre no se alzaría mi querer y no poder en aquellos andares iniciales del curso, que la oportunidad de ganar tu orilla me la frustraba por costumbre el temor a que me notaras la voz afectada de nerviosismo o inseguridad al hablarte, o las mejillas de rubor al intentar sostenerte la mirada tras fracasar con estrépito en evitar que la mía se deslizara fugitivamente a tu soberbio par de… ejem… Contingencia esta última que, he de notar en mi defensa, estaba de todo punto justificada después de que la sufriera (y encima por partida doble) la única vez que dejamos de intercambiar el típico saludo de cortesía, por obra de un escote que invitaba a alternar suspiros y babas y viceversa; ¡y qué dificultades para atrapar el sueño al caer a la noche en la cama, la Virgen, circunnavegando compulsivamente el pensamiento de que me habrías tomado por un salidillo adolescente digno de repulsa!
Pero el grueso del hielo se derritió con el cambio de año; o, más en concreto, con el endemoniado examen sorpresa que, añadiendo insulto a la herida, nos puso a realizar codo con codo aquel profesor de informática de aspecto no se sabía bien —¡no me lo irás a negar!— si de filósofo presocrático o leñador desquiciado. Cómo de seria sería la broma, que un puñado de compañeros se quedaron en el proceso de descifrar el sentido de los enunciados… ¿Te acuerdas de la perplejidad con que trasladábamos la vista del papel a la pantalla del ordenador, y al fin a nuestra cara convertida en la viva representación de un poema cómico? ¿Y de lo que pudimos desternillarnos (a ti se te saltaban las lágrimas; a mí directamente me chorreaban) hasta que logramos vencer la tozudez del viejo barbas y convencerle de abortar tamaño atraco a nuestros expedientes por la aplastante obviedad de que no habíamos dado una sombra de lo que nos exigía?
Apuesto que con mucha mayor nitidez que de mis carnes de fideo vibrando de puro alborozo, sanos y salvos de la maraña de cables y enchufes, al observar que decidías trasladar la majestad de tus nalgas al asiento situado junto al mío en el extremo opuesto del encerado. ¿Por qué tan cerca y lejos en lo sucesivo, sin otra triste explicación que el miedo a incomodarte u ofenderte de transmitirte los sentimientos que me devoraban?... Ni una mañana hay que despierte libre del deseo de volver a pisar los patios y pasillos en que me provocabas a perseguirte, y revivir las breves pero veloces carreras que siempre terminaban haciéndote presa de mis brazos en un trance de intimidad que me brindaba la ocasión de tocarte y besarte como me atrevía apenas en los dominios de Morfeo. Doy por momentos en pensar, pecando a buen seguro de retorcer la realidad a mi antojo, que ansiabas tanto como yo la delicada aspereza de mis manos y labios sobre cada vericueto de tus curvas, y el peso del remordimiento de haberme sido imposible comprenderlo me hunde en la peor de las miserias.
Llegada la opresión de la canícula de junio, me dijiste que las circunstancias obligaban a tu familia, y consiguientemente a ti con ella, a regresar a La Habana para acaso jamás abandonar de nuevo su humedad tropical, y me abriste la vía de comunicación de la dirección de correo en que, con la cruel distancia de más de doce años, te pido perdón por haberte amado en las profundidades del silencio desde que hincara las rodillas a tus pies. Regalarme los sentidos contigo sigue presidiendo la lista de las mejores experiencias de mi existencia, y aunque pueda sonar patético expresarlo, no me adivino sino un futuro marcado por la mendicidad de un milagro que me devuelva el vértigo de tu compañía.
Allí donde respires, que goces de plena salud y seas muy feliz, y… si pudieras y quisieras escribirme y contarme cualquier cosa por insignificante que te pareciera, me colmarías de una emoción de incomparables proporciones.
Esperanzado al respecto, me despido, querida Lily.
0 comentarios - Cartas a Lily (I)