Hace tiempo, recién regresados de un viaje de vacaciones en el Caribe, fuimos invitados por otra pareja que conocemos desde hace mucho, para una cena con parrillada, en una quinta que habían alquilado fuera de la ciudad.
Cuando estaba terminando de “producirme” para el encuentro, en la mesada debajo del espejo del baño, advertí, en un vaso (supuesta reliquia histórica indígena que pagamos una pequeña fortuna, con mi marido Miguel, en un viaje precedente) nuestros dos cepillos de dientes, levemente inclinados, enfrentados y unidos con las cerdas, parcialmente entrelazadas. La imagen me conmocionó el ánimo, me causó emoción. Eran la viva representación del cariño, del amor mutuo que seguimos teniendo, después de años de convivencia, con altibajos y paréntesis deshonestos.
Esa agradable alteración del ánimo intensa y pasajera, acompañada de genuina conmoción, no impidió lo que, esa misma noche, imprevistamente, sucedió.
Todo salió muy bien, nos divertimos mucho conversando y haciendo bromas, inclusive de lo sexual, veladas por la presencia de los chicos.
Me extrañaron un poco ciertas zalamerías y demostraciones algo empalagosas, de Roberto, Beto, hacia mí, pero mucho más otras de Marcela para mi marido. Como: “¡Migueeel, que bien te sentaron las vacaciones!!! ¡Estás bárbaro!!!” o aprovechar cualquier oportunidad para tener contacto físico con él, como colocar su mano en su brazo, o en su pierna, mientras reíamos por algo divertido.
Yo llevaba un vestido suelto, que me quedaba arriba de las rodillas y sentada se me subía bastante Roberto, contrariamente a su esposa con Miguel, no me tocaba pero me franeleaba con los ojos.
Hasta ese día, nuestra relación había sido correcta, divertida, bulliciosa pero irreprochable, por eso mi intriga y extrañeza.
A eso de las 22:00, los chicos estaban acostados y profundamente dormidos, se nos acabó la bebida en la mesa y en la heladera.
-Beto, andá a la heladera del fondo. Laura acompañalo así entre los dos traen varias botellas de vino y cerveza. Nosotros, con Miguel, preparamos otra ronda de café- dispuso Marcela
Lo seguí a Roberto expectante de que me iría a “tirar la red de pescar”. ¡Nada que ver! Pero igual nos demoramos para regresar a la casa porque, en el quincho, a él se le cayó una botella y le llevó varios minutos recoger vidrios, hacerse de un estropajo y secar el vino derramado en el piso.
Nuestra tardanza les bastó a Marcela y Miguel.
Al acercarnos, botellas en mano, vimos, por el ventanal que bailaban pegaditos, ella con los brazos alrededor del cuello de él, las manos de él en la cintura de ella. Beto y yo nos miramos, él me dijo por señas que guardásemos silencio y observásemos. Así lo hicimos. Miguel bajó las manos a las nalgas y comenzó a manosearlas. Miré a Beto, sonreía. Ambos apoyamos las botellas en una mesa blanca de aluminio del juego de jardín y, cuando volvimos a mirar, Miguel le iba subiendo el vestido, cada vez más, hasta dejar al descubierto la tanga y el culo y regresar a manoséarlo sin telas de por medio.
El ambiente se estaba caldeando entre ellos y entre nosotros también.
Se comenzaron a besar y, los dos, a mover el cuerpo con sensualidad como si estuvieran cogiendo parados. Mi esposo le soltó el culo y llevó las manos al frente, se separó un poquito y comenzó a desabotonarle el vestido, introdujo ambas manos para desabrocharle el corpiño, dejándole las tetas al aire, agachó la cabeza con ímpetu y ardimiento y emprendió una fogosa mamada. Marcela tenía la cabeza levantada disfrutando, con la boca abierta de par en par.
Mientras tenía la vista clavada en ellos y sus hechos obscenos Roberto se puso detrás de mí, sentí sus manos agarrarme de la cintura, giré el cuerpo hasta enfrentarlo. Nuestras bocas se juntaron y comenzamos a besarnos, pegó mi cuerpo al suyo, tomándome de las nalgas, sentí su verga en mi pubis.
Mi, hasta esa noche, desconocida veta voyerista, era la primera y hasta hoy única vez que presenciaba como mi marido se cogía a otra mina, me hizo separar la boca de la de Beto y girar mi cuerpo para volver la vista hacia el ventanal. Ella ya tenía vestido y calzón a los tobillos y corpiño en el piso y Miguel boca en las tetas, mamándolas, y una mano entre sus piernas, entreabiertas, sobándole la concha.
Roberto me fue levantado el vestido dejando mis nalgas al descubierto, abrí yo también las piernas, se agacho y comenzó a besar y mordisquear mi culo. Me quité vestido y corpiño, apoyé los codos en la mesita de aluminio, mientras él me bajada la tanguita que tenía puesta. Comenzó a lengüetearme el ano, metió una mano en mi concha y a darme dedo, simultáneamente, sentía su lengua porfiando para entrar en mi culo y el tintineo de las botellas de vino entrechocando levemente por los temblores de mi cuerpo. Pero no despegaba los ojos de los otros dos que se habían acercado al sofá, Miguel se sentó en él, Marcela se arrodilló y se puso a mamarle la verga.
Con lo que veía y el magreo lascivo de Beto, no aguanté más, le acabé en la mano. Me soltó, sentí que se bajaba el pantalón y su verga golpear en mis glúteos. Separé mis piernas lo más que pude, estiré una mano, para agarrarle la verga, apuntarla a mi raja (la sentí bien gorda y dura) y:
-¡Metémela Beto!!!- le susurré
Me la fue metiendo con suavidad, al entrar poco a poco, iba sintiendo placer y alegría, cuando la tuve toda adentro él se comenzó a mover, la metía y la sacaba, yo así como estaba podía darme dedo y me frotaba el clítoris con fuerza, me olvidé por completo de mi marido y Marcela, gozaba de la verga de Beto dentro de mí. Siguió cogiéndome, un par de botellas sobre la mesa se tumbaron y rodaron hasta explotar en el piso de lajas, de pronto sentí mi cuerpo temblar y la proximidad de un nuevo orgasmo.
Cuando acabo en las cogidas con mi marido, él se queda, un rato, quieto, con la verga adentro, y soy yo que me muevo para disfrutar del orgasmo a mi antojo, pero con Beto, no sé porque, quería que no parara. Al cimbrar de mi culo el respondía bombeando más fuerte y mi orgasmo no paraba, o tenía orgasmos a repetición. Beto siguió cogiéndome hasta que sentí su verga palpitar y los chorros de semen desparramarse dentro de mí.
Cuando paró de bombear y pude abrir los ojos Miguel y Marcela ya no estaban en el living.
Una vez calmados de ese primer apaleo, Roberto propuso ir a uno de los dormitorios. Entramos a la casa, desnudos como estábamos, con en las manos las pocas botellas de vino supérstites y nuestras prendas. Ubicadas las botellas en la heladera, nos encaminamos. Al abrir Beto la primera puerta, allí estaban, ella en cuatro sobre la cama y Miguel detrás cogiéndola. Supimos que era anal porque Marcela, entre dientes y jadeos decía “…¡no parés!!! …… por el culo también me encanta…… como cogés …. “. Antes de, nosotros, entrar en el segundo cuarto nos llegó el grito de mi marido acabando llenándole el trasero de leche.
En la cama, Beto me cogió, fuerte y prolongado, en pose misionero. No sé cuántos orgasmos me regaló, antes del suyo, esta vez, con alboroto oral. Parecía que quería pasarle el mensaje de su disfrute al par de la pieza contigua.
Minutos después me puse de rodillas en el colchón y le mamé el miembro, hasta que se vino dentro de mi boca.
Acto seguido, como yo tenía la intriga de saber cómo sentiría la vergota de Beto en el culo, una vez recuperada la erección, me puse de rodillas le pedí que me la metiera por atrás.
Lo hizo con suavidad, cuando la tuve toda adentro y comenzó a entrar y salir, me dolió un poquito al principio pero, como mi culo lo tenía dilatado por mí marido y otros, con un poco de dificultad inicial, me talló las paredes anales a su calibre y me enculó con gran placer de ambos.
Me siguió dando solfa, vaginal, una buena parte de la noche, hasta que el sueño nos atrapó.
Así sucedió nuestro encuentro sexual con la otra pareja, pergeñado por ellos, del que ninguno de los cuatro nos hemos arrepentido.
A la mañana siguiente nos reímos a las carcajadas, cuando en el desayuno, antes de despertar a los críos, en ronda de elogios, a modo de síntesis dije:
“¡Por Dios, esta…..cena….. ha sido un 10 en la escala de Richter”
No hubo repetición, pero ganas no me faltan.
Cuando estaba terminando de “producirme” para el encuentro, en la mesada debajo del espejo del baño, advertí, en un vaso (supuesta reliquia histórica indígena que pagamos una pequeña fortuna, con mi marido Miguel, en un viaje precedente) nuestros dos cepillos de dientes, levemente inclinados, enfrentados y unidos con las cerdas, parcialmente entrelazadas. La imagen me conmocionó el ánimo, me causó emoción. Eran la viva representación del cariño, del amor mutuo que seguimos teniendo, después de años de convivencia, con altibajos y paréntesis deshonestos.
Esa agradable alteración del ánimo intensa y pasajera, acompañada de genuina conmoción, no impidió lo que, esa misma noche, imprevistamente, sucedió.
Todo salió muy bien, nos divertimos mucho conversando y haciendo bromas, inclusive de lo sexual, veladas por la presencia de los chicos.
Me extrañaron un poco ciertas zalamerías y demostraciones algo empalagosas, de Roberto, Beto, hacia mí, pero mucho más otras de Marcela para mi marido. Como: “¡Migueeel, que bien te sentaron las vacaciones!!! ¡Estás bárbaro!!!” o aprovechar cualquier oportunidad para tener contacto físico con él, como colocar su mano en su brazo, o en su pierna, mientras reíamos por algo divertido.
Yo llevaba un vestido suelto, que me quedaba arriba de las rodillas y sentada se me subía bastante Roberto, contrariamente a su esposa con Miguel, no me tocaba pero me franeleaba con los ojos.
Hasta ese día, nuestra relación había sido correcta, divertida, bulliciosa pero irreprochable, por eso mi intriga y extrañeza.
A eso de las 22:00, los chicos estaban acostados y profundamente dormidos, se nos acabó la bebida en la mesa y en la heladera.
-Beto, andá a la heladera del fondo. Laura acompañalo así entre los dos traen varias botellas de vino y cerveza. Nosotros, con Miguel, preparamos otra ronda de café- dispuso Marcela
Lo seguí a Roberto expectante de que me iría a “tirar la red de pescar”. ¡Nada que ver! Pero igual nos demoramos para regresar a la casa porque, en el quincho, a él se le cayó una botella y le llevó varios minutos recoger vidrios, hacerse de un estropajo y secar el vino derramado en el piso.
Nuestra tardanza les bastó a Marcela y Miguel.
Al acercarnos, botellas en mano, vimos, por el ventanal que bailaban pegaditos, ella con los brazos alrededor del cuello de él, las manos de él en la cintura de ella. Beto y yo nos miramos, él me dijo por señas que guardásemos silencio y observásemos. Así lo hicimos. Miguel bajó las manos a las nalgas y comenzó a manosearlas. Miré a Beto, sonreía. Ambos apoyamos las botellas en una mesa blanca de aluminio del juego de jardín y, cuando volvimos a mirar, Miguel le iba subiendo el vestido, cada vez más, hasta dejar al descubierto la tanga y el culo y regresar a manoséarlo sin telas de por medio.
El ambiente se estaba caldeando entre ellos y entre nosotros también.
Se comenzaron a besar y, los dos, a mover el cuerpo con sensualidad como si estuvieran cogiendo parados. Mi esposo le soltó el culo y llevó las manos al frente, se separó un poquito y comenzó a desabotonarle el vestido, introdujo ambas manos para desabrocharle el corpiño, dejándole las tetas al aire, agachó la cabeza con ímpetu y ardimiento y emprendió una fogosa mamada. Marcela tenía la cabeza levantada disfrutando, con la boca abierta de par en par.
Mientras tenía la vista clavada en ellos y sus hechos obscenos Roberto se puso detrás de mí, sentí sus manos agarrarme de la cintura, giré el cuerpo hasta enfrentarlo. Nuestras bocas se juntaron y comenzamos a besarnos, pegó mi cuerpo al suyo, tomándome de las nalgas, sentí su verga en mi pubis.
Mi, hasta esa noche, desconocida veta voyerista, era la primera y hasta hoy única vez que presenciaba como mi marido se cogía a otra mina, me hizo separar la boca de la de Beto y girar mi cuerpo para volver la vista hacia el ventanal. Ella ya tenía vestido y calzón a los tobillos y corpiño en el piso y Miguel boca en las tetas, mamándolas, y una mano entre sus piernas, entreabiertas, sobándole la concha.
Roberto me fue levantado el vestido dejando mis nalgas al descubierto, abrí yo también las piernas, se agacho y comenzó a besar y mordisquear mi culo. Me quité vestido y corpiño, apoyé los codos en la mesita de aluminio, mientras él me bajada la tanguita que tenía puesta. Comenzó a lengüetearme el ano, metió una mano en mi concha y a darme dedo, simultáneamente, sentía su lengua porfiando para entrar en mi culo y el tintineo de las botellas de vino entrechocando levemente por los temblores de mi cuerpo. Pero no despegaba los ojos de los otros dos que se habían acercado al sofá, Miguel se sentó en él, Marcela se arrodilló y se puso a mamarle la verga.
Con lo que veía y el magreo lascivo de Beto, no aguanté más, le acabé en la mano. Me soltó, sentí que se bajaba el pantalón y su verga golpear en mis glúteos. Separé mis piernas lo más que pude, estiré una mano, para agarrarle la verga, apuntarla a mi raja (la sentí bien gorda y dura) y:
-¡Metémela Beto!!!- le susurré
Me la fue metiendo con suavidad, al entrar poco a poco, iba sintiendo placer y alegría, cuando la tuve toda adentro él se comenzó a mover, la metía y la sacaba, yo así como estaba podía darme dedo y me frotaba el clítoris con fuerza, me olvidé por completo de mi marido y Marcela, gozaba de la verga de Beto dentro de mí. Siguió cogiéndome, un par de botellas sobre la mesa se tumbaron y rodaron hasta explotar en el piso de lajas, de pronto sentí mi cuerpo temblar y la proximidad de un nuevo orgasmo.
Cuando acabo en las cogidas con mi marido, él se queda, un rato, quieto, con la verga adentro, y soy yo que me muevo para disfrutar del orgasmo a mi antojo, pero con Beto, no sé porque, quería que no parara. Al cimbrar de mi culo el respondía bombeando más fuerte y mi orgasmo no paraba, o tenía orgasmos a repetición. Beto siguió cogiéndome hasta que sentí su verga palpitar y los chorros de semen desparramarse dentro de mí.
Cuando paró de bombear y pude abrir los ojos Miguel y Marcela ya no estaban en el living.
Una vez calmados de ese primer apaleo, Roberto propuso ir a uno de los dormitorios. Entramos a la casa, desnudos como estábamos, con en las manos las pocas botellas de vino supérstites y nuestras prendas. Ubicadas las botellas en la heladera, nos encaminamos. Al abrir Beto la primera puerta, allí estaban, ella en cuatro sobre la cama y Miguel detrás cogiéndola. Supimos que era anal porque Marcela, entre dientes y jadeos decía “…¡no parés!!! …… por el culo también me encanta…… como cogés …. “. Antes de, nosotros, entrar en el segundo cuarto nos llegó el grito de mi marido acabando llenándole el trasero de leche.
En la cama, Beto me cogió, fuerte y prolongado, en pose misionero. No sé cuántos orgasmos me regaló, antes del suyo, esta vez, con alboroto oral. Parecía que quería pasarle el mensaje de su disfrute al par de la pieza contigua.
Minutos después me puse de rodillas en el colchón y le mamé el miembro, hasta que se vino dentro de mi boca.
Acto seguido, como yo tenía la intriga de saber cómo sentiría la vergota de Beto en el culo, una vez recuperada la erección, me puse de rodillas le pedí que me la metiera por atrás.
Lo hizo con suavidad, cuando la tuve toda adentro y comenzó a entrar y salir, me dolió un poquito al principio pero, como mi culo lo tenía dilatado por mí marido y otros, con un poco de dificultad inicial, me talló las paredes anales a su calibre y me enculó con gran placer de ambos.
Me siguió dando solfa, vaginal, una buena parte de la noche, hasta que el sueño nos atrapó.
Así sucedió nuestro encuentro sexual con la otra pareja, pergeñado por ellos, del que ninguno de los cuatro nos hemos arrepentido.
A la mañana siguiente nos reímos a las carcajadas, cuando en el desayuno, antes de despertar a los críos, en ronda de elogios, a modo de síntesis dije:
“¡Por Dios, esta…..cena….. ha sido un 10 en la escala de Richter”
No hubo repetición, pero ganas no me faltan.
3 comentarios - Sin querer intercambiamos pareja.