Agustina 2:
Solté un fino hilo de saliva sobre el culo -expuesto- de Lucia, mientras mi pelvis chocaba con fuerza contra sus nalgas, llevé mi dedo pulgar hacia su ano y lo apoyé suave. Bajé la intensidad de las embestidas, masajee suave y rítmicamente su abertura al tiempo que dejaba caer otro fino hilo de saliva. Al sentir el líquido, Lucía se retorció y lanzó un jadeo estrepitoso nos quedamos en absoluto silencio, temiendo haber alertado a nuestro hijo o a sus amigos. Solo se sentía el lento crujir de las partes del sommier que acompasaban mi ritmo lento. Desde el pasillo nos llega el ruido a la nada misma, alentandonos a seguir nuestra faena. Le doy una nalgada sin violencia pero capaz de generar el latigazo íntimo en esa pequeña burbuja de sexo contenido a punto de estallar. Lucía aumenta sus jadeos, está a punto de alcanzar su climax, está a segundos de alcanzar el no retorno. Escalo sus caderas con mis manos. Contorneo su cintura, acerco más mi pelvis a sus nalgas, agarro sus pechos me muevo corto y profundo, sus nalgas ofician de resorte y de límite a mis voraces embestidas. Masajeo sus pezones al
tiempo que ella ahoga un grito en la almohada. Empuja hacia atrás. Quiere atravesar mis piernas con sus nalgas, se incrusta mi sexo en la profundidad de su concha. La tomo del cuello con la mano derecha y ejerzo una leve presión. Lucía no coordina sus movimientos, es un cuerpo poseído a punto de romperse en un orgasmo. Jadea y mi mano suavemente sofoca esa exhalación. Acelero un poco el ritmo. Lucía se quiebra sobre si misma. Escalo su cuello, le sujeto la boca y se la abro y casi en el mismo
instante le introduzco el dedo pulgar de mi otra mano en la boca. Lucía sabe lo que quiero, porque es lo que ella quiere. Se introduce mi dedo, lo moja, lo lubrica, le pasa la lengua y nuevamente se lo engulle; bajo más el ritmo de mis embates. La temperatura en la boca de mi esposa va en aumento, hasta que hace un sonido sofocado indicandome que es el momento; quito el dedo de su boca y ella antes de soltarlo con sus labios le da el último sazón de lubricante. Le suelto el cuello, aprieto aún más nuestros cuerpos. Lucía apoya sus pechos contra la cama y eleva su cola dejandome la entrada expuesta. Masajeo el ano, duro como una
piedra, e introduzco el dedo a medida que retomo el ritmo de los embates. Lucía se olvida de nuestro hijo. De sus amigos. De sus modales. Voy quitando el dedo que su culo trata de sujetar, la embisto, introduzco el dedo, le doy una nalgada. Quito el dedo. Embisto. Se escuchan voces al final del pasillo, pero es demasiado tarde. Lucía toma una almohada. Yo aumento
el ritmo. Las voces se acercan en dirección a la escalera. Lucía se abandona. Se rompe. Implota sobre mi sexo. Intenta callar sus gritos, en vano, con la almohada. Acelero. Lucía se descontrola, unas risillas se escuchan desde el pasillo, y luego esa voz
esa bella, fantástica y juvenil voz. Esa boca tras la puerta, a metros en el pasillo, bajando las escaleras; esa joven boca que hace meses me devolvió algo, un trozo de una vida a la que había renunciado. Aumento el ritmo. Siento la boca, juvenil y atrevida de Agustina.
El calor de sus labios que atrapan mi sexo. Aumento las embestidas. Lucía se aprieta la cara a la almohada y grita. Agustina me devora el miembro. Empujo a mi esposa perdiendo la postura y dejandola recostada sobre la cama. Atrapo sus piernas con las mías. Me acuerdo de esa sensación, única, de desfallecer en la boca de una joven, embisto a Lucía. Beso su espalda, la tomo del cuello, y llego a sus profundidades.
Recuerdo la mano de Agustina ordenandome que la fuerce a tragarse mi miembro. Y me dejo ir. Me escapo en la concha volcánica de mi esposa. Acabo como nunca o como siempre debí de acabar dentro de ella. Me sigo moviendo por algunos segundos para facilitar toda mi descarga. Y luego nos dormimos, abrazados de forma inverosímil. Con nuestros sexos agotados y nuestros espíritus más jóvenes que nunca.
Solté un fino hilo de saliva sobre el culo -expuesto- de Lucia, mientras mi pelvis chocaba con fuerza contra sus nalgas, llevé mi dedo pulgar hacia su ano y lo apoyé suave. Bajé la intensidad de las embestidas, masajee suave y rítmicamente su abertura al tiempo que dejaba caer otro fino hilo de saliva. Al sentir el líquido, Lucía se retorció y lanzó un jadeo estrepitoso nos quedamos en absoluto silencio, temiendo haber alertado a nuestro hijo o a sus amigos. Solo se sentía el lento crujir de las partes del sommier que acompasaban mi ritmo lento. Desde el pasillo nos llega el ruido a la nada misma, alentandonos a seguir nuestra faena. Le doy una nalgada sin violencia pero capaz de generar el latigazo íntimo en esa pequeña burbuja de sexo contenido a punto de estallar. Lucía aumenta sus jadeos, está a punto de alcanzar su climax, está a segundos de alcanzar el no retorno. Escalo sus caderas con mis manos. Contorneo su cintura, acerco más mi pelvis a sus nalgas, agarro sus pechos me muevo corto y profundo, sus nalgas ofician de resorte y de límite a mis voraces embestidas. Masajeo sus pezones al
tiempo que ella ahoga un grito en la almohada. Empuja hacia atrás. Quiere atravesar mis piernas con sus nalgas, se incrusta mi sexo en la profundidad de su concha. La tomo del cuello con la mano derecha y ejerzo una leve presión. Lucía no coordina sus movimientos, es un cuerpo poseído a punto de romperse en un orgasmo. Jadea y mi mano suavemente sofoca esa exhalación. Acelero un poco el ritmo. Lucía se quiebra sobre si misma. Escalo su cuello, le sujeto la boca y se la abro y casi en el mismo
instante le introduzco el dedo pulgar de mi otra mano en la boca. Lucía sabe lo que quiero, porque es lo que ella quiere. Se introduce mi dedo, lo moja, lo lubrica, le pasa la lengua y nuevamente se lo engulle; bajo más el ritmo de mis embates. La temperatura en la boca de mi esposa va en aumento, hasta que hace un sonido sofocado indicandome que es el momento; quito el dedo de su boca y ella antes de soltarlo con sus labios le da el último sazón de lubricante. Le suelto el cuello, aprieto aún más nuestros cuerpos. Lucía apoya sus pechos contra la cama y eleva su cola dejandome la entrada expuesta. Masajeo el ano, duro como una
piedra, e introduzco el dedo a medida que retomo el ritmo de los embates. Lucía se olvida de nuestro hijo. De sus amigos. De sus modales. Voy quitando el dedo que su culo trata de sujetar, la embisto, introduzco el dedo, le doy una nalgada. Quito el dedo. Embisto. Se escuchan voces al final del pasillo, pero es demasiado tarde. Lucía toma una almohada. Yo aumento
el ritmo. Las voces se acercan en dirección a la escalera. Lucía se abandona. Se rompe. Implota sobre mi sexo. Intenta callar sus gritos, en vano, con la almohada. Acelero. Lucía se descontrola, unas risillas se escuchan desde el pasillo, y luego esa voz
esa bella, fantástica y juvenil voz. Esa boca tras la puerta, a metros en el pasillo, bajando las escaleras; esa joven boca que hace meses me devolvió algo, un trozo de una vida a la que había renunciado. Aumento el ritmo. Siento la boca, juvenil y atrevida de Agustina.
El calor de sus labios que atrapan mi sexo. Aumento las embestidas. Lucía se aprieta la cara a la almohada y grita. Agustina me devora el miembro. Empujo a mi esposa perdiendo la postura y dejandola recostada sobre la cama. Atrapo sus piernas con las mías. Me acuerdo de esa sensación, única, de desfallecer en la boca de una joven, embisto a Lucía. Beso su espalda, la tomo del cuello, y llego a sus profundidades.
Recuerdo la mano de Agustina ordenandome que la fuerce a tragarse mi miembro. Y me dejo ir. Me escapo en la concha volcánica de mi esposa. Acabo como nunca o como siempre debí de acabar dentro de ella. Me sigo moviendo por algunos segundos para facilitar toda mi descarga. Y luego nos dormimos, abrazados de forma inverosímil. Con nuestros sexos agotados y nuestros espíritus más jóvenes que nunca.
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