Al final del pasillo, iluminado todo aquél espacio por alumbrado artificial,entre paredes corrugadas y puertas de cubículos, se encontraba Érica en su escritorio, atendiendo llamadas y haciendo anotaciones en su ordenador. La pantalla se reflejaba en el cristal de sus anteojos, gruesos, de pasta; tras ellos estaban unos ojos redondos y negros que se movían atentos al avance del cursor.
Una nariz pequeña y respingada coronaba unos delgados labios violáceos que constantemente se fruncían, como encerrando las palabras que Érica pensaba mientras escribía.Tenía una carita redonda y morena, un lacio cabello caía a la altura de su cintura sin más arreglo que un flequillo que cubría la mitad de su frente. Brindaba una imagen simpática al encontrarla al término del pasillo, ataviada con conjuntos de saco y minifalda, o bien, vestidos cortos, y con aquella sonrisa con la que recibía a todos los que se acercaban a su escritorio: una curva que se cargaba hacia su derecha, discreta, sin apenas mostrar sus dientecillos.
Ese día en la oficina había un ambiente de incertidumbre pues en la junta del mediodía sería presentado el nuevo director y todos estaban a la expectativa. Si bien, Érica también experimentaba cierta intranquilidad, confiaba en las habilidades que había desplegado a lo largo de su trayectoria para mantener y mejorar su posición pues, detrás de esa figurita simpática estaba una mujer calculadora, dispuesta a dar lo que fuera necesario para conseguir lo que deseaba.
Su boquita tenía una gran reputación entre sus compañeros, pero no era por lo que decía. Érica había conseguido ascensos, incrementos de sueldos y protección de los directivos debido a todo un despliegue de seducción y de los encantos de sus labios.
Todo comenzaba al lanzar una mirada penetrante, una sonrisa cómplice, insinuar el deseo a través de todas las posiciones imaginables en un escritorio, apoyándose con los codos al filo del mismo y proyectando sus caderas hacia atrás para dejar a la vista un escote por el que se asomaban una pareja frondosos melocotones morenos, adornados a veces por una cortina de pelo negro que se descolgaba por alguno de sus lados. Sentada en la esquina del escritorio, se mostraba el perfil de aquel jóven cuerpo, en una posición que le ayudaba a que su falta se recorriera para arriba, mientras descansaba sus manos en sus piernas o jugaba con un bolígrafo que a veces mordía.
Érica continuaba sus coqueteos hasta que el líbido era incontenible. El clímax del ritual se alcanzaba cuando por fin ponía el seguro a la puerta del cubículo y se aproximaba dando pequeños pasos, contoneando sus caderas.Con su sonrisa inclinada adornando su rostro,lanzaba una mirada con los párpados entreabiertos que, no obstante, no ocultaban el brillo de sus ojos.
Sus manos se lanzaban sobre el cuello del hombre y bajaban sobre la camisa masajeando el pecho. Desanudaba la corbata, si es que la llevaba puesta, y la travesía de sus manos recorría la línea de los botones de la camisa hacia abajo, para llegar a la altura de la cintura.
El chasquido metálico de la hebilla anunciaba que Érica había triunfado.Descendía lentamente, y ya hincada,liberaba al duro miembro y le ofrecía alojamiento en el húmedo refugio de su boca. Con una bocanada, como la que dan quienes se están ahogando, se arrojaba sobre aquel firme objeto y no dejaba un espacio libre en su boca.
Como la de las palomas al caminar, su cabecita se balanceaba con cada chupada. Su lengüita envolvía el musculoso poste, moviéndose de un lado a otro, como cuando se saborean los alimentos. Finalmente un espeso líquido se derramaba dentro de su boca.
Comenzaba a retirar el miembro mientras éste se volvía cada vez más blandito. No dejaba de apretar su boca hasta que la anchita punta se rozaba con sus labios y se alejaba de su rostro.Era el momento en que Érica alzaba la vista buscando los ojos que miraban hacia abajo, y en el justo instante que ambas miradas se encontraban, tragaba.
Ese era el rito, la rutina conocida por Érica que aplicaba a todos los hombres de quienes necesitaba algo y por la que era bien conocida en la oficina, para morbo de los varones y reproche de las mujeres. Por eso tras la salida del antiguo director, Érica tuvo la esperanza de que el nuevo director fuera un hombre que pudiese quedar atrapado con sus encantos. Ese día, sólo estaba enterada de su nombre: Leopoldo.
Entrado en sus cuarenta, tenía una cara cuadrada y una canosa barba negra cubría sus pómulos. Se dio a conocer por su temple sobrio. No hablaba mucho pero se imponía con una voz grave y firme. Los ojos de Érica buscaron encontrarse con los de él durante la junta, pero la vista de Leopoldo pasó de largo. Cuando ella se le presentó lo único que obtuvo de él fue una seca mueca que quizá quería formar una sonrisa.
En el transcurso de los días Érica mantuvo una inspección particular sobre el director. Quería conocer sus gustos, sus debilidades, entenderlo. Pero resultaba ser un acertijo difícil de desentrañar. Leopoldo superó cada una de las pruebas de seducción que ella desplegaba delante de él; no importaba si se mordía el labio, si se movía cual bailarina de danza árabe, si vestía una corta falda o un amplio escote. Al entrar a su cubículo, procuraba tener algún contacto físico con él; como por accidente, tocaba sus manos al compartirle algún documento; al revisar algo en la pantalla del ordenador, se ponía tras de él y sutilmente deslizaba la palma de su mano sobre el hombro de Leopoldo.
No había señales de desagrado, pero tampoco de aceptación para aquellos gestos de Érica. Al parecer, solo indiferencia. —¿Será gay?—se preguntaba, aunque sabía que estaba casado con una mujer. —¿No le resultaré atractiva?, ¿no le habrán contado aún de mí?—Esas eran las preguntas que daban vuelta en la mente de Érica.
Pasaron dos meses desde la llegada del nuevo director. Aquella era una tarde fresca y por la ventana se asomaba el Sol, despidiéndose. Érica apagaba su ordenador y recogía de su escritorio un par de sobres. Al avanzar, sus zapatos de tacón producían un sordo eco en aquella oficina semivacía y ella se convertía en el objeto más brillante del pasillo que conducía al cubículo del director, con su blusa color jade, su minifalda negra y con su pelo que en caída libre sobre su espalda la adornaba como una elegante capa.
Su puño produjo dos golpecitos sobre la puerta del cubículo del director.
—Adelante— dijo la voz grave desde el interior.
Érica se aproximó al escritorio y ofreció los sobres, indicando que eran para él.
—Déjalos sobre la cajonera—señaló Leopoldo, que miraba atentamente unos informes impresos en su escritorio.
Dio media vuelta, colocó los sobres encima de la cajonera y avanzó hacia la puerta con la intención de retirarse. La voz de Leopoldo interrumpió su paso.
—Cierra la puerta y pon el seguro—le indicó como si se tratara de una instrucción común.
Del centro de su pecho comenzó a correr un frío que se extendió por todo su cuerpo. Era un disparo de adrenalina ante aquella situación inesperada, a la vez deseada y sorprendente.No obstante, no pudo ocultar sus nervios; sus firmes pasos se volvieron un tanto erráticos. Se escuchó el chirrido del pasador de la puerta y otro ruido metálico anunció que la puerta ya no podía ser abierta desde fuera.
Érica dió media vuelta y encontró a Leopoldo levantado del asiento, con las manos en la cintura. Intentó actuar como se supone que lo hacía en ocasiones como ésta. Se le comenzó a aproximar, pero su caminar no experimentaba el contoneo de sus caderas. Inconscientemente iba tensa, con los hombros un tanto encogidos.Se paró delante de él.
Leopoldo le lanzaba una mirada penetrante que Érica no sabía si interpretar como desafío o curiosidad. Él le aproximó su rostro y le besó la mejilla, le siguieron una serie de delicados besos que bajaron por su cuello. Ella interpretó este gesto como un asentimiento de él para que ella hiciera el arte que sabía hacer con su boca. Colocó sus palmas sobre el pecho de él, y bajó sus manos dando masajes circulares sobre su camisa. No hubo corbata que desanudar pues ya no la llevaba puesta.
Comenzó a flexionar sus rodillas para descender, cuando sintió las manos de Leopoldo en sus brazos empujándola hacia arriba.
—Ninguna mujer debe arrodillarse ante un hombre—dijo él con autoridad.
Y así, tomada de los brazos,la giró y la proyectó pausadamente hacia la silla, donde Érica terminó por sentarse.
La postura corporal de Érica reflejaba todo su desconcierto. Sus manos se aferraban a los brazos de la silla, sus piernas estaban apretadas hasta las rodillas, pero de ahí para abajo estaban abiertas, con sus pies apuntando hacia el centro. Lo que no se veía era el pequeño dolor que comenzaba a sentir en su pecho, resultado del latir desenfrenado de su corazón.
Leopoldo plantó su mano en la mejilla de ella y comenzó a darle suaves caricias, la elevó hacia sus lentes, los cuales levantó recorriendo su frente conforme eran retirados de su rostro. Un par de besos cayeron sobre los ojos de Érica. Las manos de Leopoldo comenzaron a desplazarse a través de ella: cuello, pecho, hombros, brazos, abdomen. Puso sus manos en cada uno de los lados del torso de ella y, al tiempo que las bajaba, él se postraba ante ella.
Llegó a su cadera y de ahí continuó desplazándose hacia sus piernas, detuvo sus manos en las rodillas, donde le dió pequeños masajes circulares para luego poner las palmas sobre sus muslos. Hecho esto,las dirigió hacia arriba para llegar al filo de su falda. La arremangó lo más arriba que pudo, de modo que reveló el frente de una negra pantaleta de encaje.
Ambas manos de Leopoldo abrazaron la pierna izquierda de Érica, en donde la falda arremangada no podía subir más, y comenzaron a deslizarse hacia abajo por aquella pierna de bronce: muslos, rodillas, pantorrillas, hasta llegar a los tobillos. Ella sintió entonces que desde atrás su zapato se desacoplaba de su talón. El zapato era retirado lentamente y las palmas de Leopoldo daban un suave masaje sobre la planta del pie de Érica.
La misma suerte corrió su otra piernita, pero de forma inversa.Primero le retiró su zapato y luego elevó las manos hacia arriba. El silencio que permeaba en aquél lugar solo era interrumpido por el leve sonido de los roses de las manos de Leopoldo sobre Érica y los por intermitentes soplidos que salían de de la nariz de ella, pues su pecho se inflaba completamente y el aire era liberado por una respiración nerviosa.
Las manos de él se inmiscuyeron debajo de su blusa, dándole un cálido masaje en su abdomen, luego se posicionaron en su espalda, justo bajo su sujetador y su columna sirvió de guía para dirigir las manos hasta donde no pudieron descender más por su piel. Érica sintió una presión liberarse sobre su cadera. El botón de su falda había sido desabrochado. Ahora sentía al final de su espalda el leve cosquilleo del zipper descendiendo. Las manos de él subieron por debajo de su blusa, por los costados de su torso, para luego bajar, con sus dedos encorbándose, como formando una garra.
Finalmente los dedos de Leopoldo descendieron sobre el torso y se encajaron debajo de la falda. Érica sintió aquellos dedos rozando la piel de sus caderas. La garra que formaba Leopoldo con sus manos sujetaba tanto su falda como sus pantaletas.
Entonces vino un tirón…
Su arremangada falda y su ropa interior bajaban mediante tironcitos. Sintió como sus glúteos cada vez entraban más en contacto con el forro de la silla, hasta que entre la piel de posaderas y la silla no se anteponía nada.Sus prendas formaron una banda sobre sus muslos, pero ya sin estar atrapadas por el rozamiento de la silla, resbalaron con fluidez hacia abajo, como una caricia del viento sobre sus piernas, llegaron a sus pies y se separaron de ella por completo.
Leopoldo se levantó. Sobre el escritorio dejó aquella ropa y se colocó detrás de Érica. La tomó por los hombros y recorrió su pecho y su abdomen. Sus manos se colocaron en su vientre y comenzaron a alzar su blusa desde abajo. Una cálida caricia se desplazaba por su abdomen, sobre su ombligo, al tiempo que levantaba el telón color jade que la cubría y los espasmos en su pecho y los silbidos de su nariz se hacían más frecuentes.
Las manos de él llegaron al sujetador, el cual tardó poco tiempo en permanecer fijo. Desde la varilla de abajo, las copas comenzaron a levantarse y a rozar el par de suculentas frutas que colgaban del pecho de Érica. Éstas fueron liberadas de su cautiverio, lo que se anunció con un ligero rebote. El sujetador quedó tensado en su pecho, desde atrás de sus hombros fue tomado junto con su blusa. La cabecita de Érica pasó por un tunel color jade y cuando volvió a ver la luz el roce de su blusa recorría sus brazos, luego siguió hacia sus manos, hasta ya no sentirlo.
Érica bajó la mirada hacia sí misma y vio cómo tras el embate de Leopoldo no había quedado ninguna prenda que defendiera su cuerpo. Él se volvió a poner enfrente de ella. Sus ojos se fijaron en los de Érica, quien sólo encogió los hombros, como reconociendo que había quedado a merced de él.
A un beso en su pecho siguieron otros formando una línea que bajaba sobre su abdomen, Leopoldo de nuevo se postraba ante ella. Los besos llegaron al vientre y siguieron sobre sus muslos. Las manos de él se colocaron sobre las rodillas de ella y suavemente comenzó a empujarlas hacia afuera.El compás de muslos se abría y ante los ojos de Leopoldo fue develada la imagen de un carnoso cuenco hendido por la mitad, prácticamente lampiño, salvo por una delgada cinta oscura que se extendía por arriba de la hendidura.
Más besos cayeron sobre sus muslos. Las manos de Leopoldo bajaron a sus tobillos y comenzó a elevarlos, las piernas pasaron por encima de los hombros de él hasta que sus pies descansaron cruzados en la espalda de Leopoldo, quien había quedado hincado en medio del aro que formaban las piernas de Érica.
Húmedos besos escalaron el monte de Venus y luego resbalaron por el acolchado tesoro con dos lóbulos. El tono de la piel se aclaraba hacia la hendidura, dejando ver una carnosidad violácea, como del color de sus labios. En el fondo, casi en contacto con la silla, en medio de aquel tesoro se asomaba un pequeño brillo.Era una melcocha traslúcida que provenía del interior y que comenzaba a humedecer la piel externa.
Labio contra labio, Érica recibía cálidos besos, mientras a los de su cara solo les quedaba apretarse hacia adentro para tratar de contener la respiración que se desbordaba y los sonidos que comenzaban a silbar en su interior. No hubo superficie de su piel íntima que se librara de ser barnizada por la lengua de Leopoldo.
Al fin, dentro de los pliegues de su hendidura, se hundió la lengua de él...
Érica sintió un húmedo terciopelo meneándose con impunidad por su región más íntima, formando círculos, trazando líneas hacia todas las direcciones de su pequeña cavidad. Las manos de él subieron por su abdomen y ciñeron sus frutos; sus pulgares buscaron los duros botoncitos que estaban en la cima de esas esponjosas colinas. Al dar con ellos, comenzó a acariciarlos con tenues movimientos circulares, apenas rozándolos,como si no quisiera tocarlos.
Con los ojos cerrados, con su carita volteada hacia el techo, Érica jadeaba incesantemente. Sentía dentro de su cuerpo la sensación de un enjambre alborotado que quería escapar por cada rincón de ella.Entonces la lengua de Leopondo se adhirió en toda su extensión al perineo de ella y, cual si se tratase de una chupaleta, dio una lamida hacia arriba, por toda su hendidura hasta llegar debajo del pubis, en el extremo superior de la abertura, para encontrarse con un firme capullito carnoso.
Érica dejó escapar un gemido agudo y sus uñas se encajaron lo más que pudieron a los brazos de la silla. La lengua de Leopoldo comenzó a dar tímidas lamidas a aquel capullito, como las que da un gatito a un plato de leche.
Pasaba el tiempo y con él, las delicadas caricias iban tornándose más rápidas, más duras, más violentas.En su pecho, en la cima de las blanditas colinas, los dedos de Leopoldo dibujaban círculos más rápidos, subiendo la intensidad de sus roces. La lengua iba de arriba a abajo y de un lado al otro del pequeño capullito con más velocidad, con más firmeza, al punto que Érica sentía que le lengua quería atravesar su carne.Ella ya no gobernaba su boca; los incesantes jadeos se convirtieron en incesantes gemidos, muy agudos, casi chillidos.
Un cosquilleo le carcomía su entrepierna y con con cada ataque de la lengua se hacía más intenso, más calor se concentraba en aquel íntimo puntito. La lengua no tenía piedad de ella, no paraba. El cosquilleo se hacía más fuerte, más intenso, más intenso.
Un disparo de electricidad caliente brotó de su pubis y se propagó por todo su cuerpo; subió por su abdomen, bajó por sus piernas. Su cabeza se vio obligada a enderesarse al momento en que apretaba sus ojos y su boca exhalaba un berreo salvaje. Sus piernitas se abrieron y brincaron una y otra vez, dándole pequeños golpecitos a la espalda de Leopoldo.
La intensa contorsión de Érica fue menguando.
Exhaló un largo suspiro, giró su cabecita y la apoyó contra el respaldo de la silla. Su cuerpo se venció como si hubiera sido desarticulado. Sus manos cayeron de los brazos de la silla hacia ella, sus piernas se resbalaron por el cuerpo de Leopoldo como si hubieran sido untadas con mantequilla.
Leopoldo se levantó y contempló aquella tierna imagen: una morena mujercita desnuda derramada sobre la silla, dando ya no intensos jadeos, sino profundos suspiros.
En el perchero de su cubículo colgaba la gabardina de Leopoldo. Él la tomó y con ella cubrió a Érica.Con su mano le levantó el flequillo y le plantó un profundo beso en su frente descubierta. Salió y apagó la luz.
El chicloso sonido de las teclas se oía y en los lentes de Érica se reflejaba el avance continuo del cursor que dejaba atrás palabras y números. Érica detenía la escritura para tomar la taza que estaba sobre su escritorio y dar un sorbo de café. Del otro lado del pasillo se oía la voz de Leopoldo. En el momento en que él aparecía a la vista, ella volteaba con una nerviosa mirada y luego bajaba sus ojos, como para no encontrarse con los de él.
Muchos hombres desnudaban a Érica con la mirada, pero desde aquél episodio, cada que Leopoldo la veía, ella era la que se sentía desnuda..-
Una nariz pequeña y respingada coronaba unos delgados labios violáceos que constantemente se fruncían, como encerrando las palabras que Érica pensaba mientras escribía.Tenía una carita redonda y morena, un lacio cabello caía a la altura de su cintura sin más arreglo que un flequillo que cubría la mitad de su frente. Brindaba una imagen simpática al encontrarla al término del pasillo, ataviada con conjuntos de saco y minifalda, o bien, vestidos cortos, y con aquella sonrisa con la que recibía a todos los que se acercaban a su escritorio: una curva que se cargaba hacia su derecha, discreta, sin apenas mostrar sus dientecillos.
Ese día en la oficina había un ambiente de incertidumbre pues en la junta del mediodía sería presentado el nuevo director y todos estaban a la expectativa. Si bien, Érica también experimentaba cierta intranquilidad, confiaba en las habilidades que había desplegado a lo largo de su trayectoria para mantener y mejorar su posición pues, detrás de esa figurita simpática estaba una mujer calculadora, dispuesta a dar lo que fuera necesario para conseguir lo que deseaba.
Su boquita tenía una gran reputación entre sus compañeros, pero no era por lo que decía. Érica había conseguido ascensos, incrementos de sueldos y protección de los directivos debido a todo un despliegue de seducción y de los encantos de sus labios.
Todo comenzaba al lanzar una mirada penetrante, una sonrisa cómplice, insinuar el deseo a través de todas las posiciones imaginables en un escritorio, apoyándose con los codos al filo del mismo y proyectando sus caderas hacia atrás para dejar a la vista un escote por el que se asomaban una pareja frondosos melocotones morenos, adornados a veces por una cortina de pelo negro que se descolgaba por alguno de sus lados. Sentada en la esquina del escritorio, se mostraba el perfil de aquel jóven cuerpo, en una posición que le ayudaba a que su falta se recorriera para arriba, mientras descansaba sus manos en sus piernas o jugaba con un bolígrafo que a veces mordía.
Érica continuaba sus coqueteos hasta que el líbido era incontenible. El clímax del ritual se alcanzaba cuando por fin ponía el seguro a la puerta del cubículo y se aproximaba dando pequeños pasos, contoneando sus caderas.Con su sonrisa inclinada adornando su rostro,lanzaba una mirada con los párpados entreabiertos que, no obstante, no ocultaban el brillo de sus ojos.
Sus manos se lanzaban sobre el cuello del hombre y bajaban sobre la camisa masajeando el pecho. Desanudaba la corbata, si es que la llevaba puesta, y la travesía de sus manos recorría la línea de los botones de la camisa hacia abajo, para llegar a la altura de la cintura.
El chasquido metálico de la hebilla anunciaba que Érica había triunfado.Descendía lentamente, y ya hincada,liberaba al duro miembro y le ofrecía alojamiento en el húmedo refugio de su boca. Con una bocanada, como la que dan quienes se están ahogando, se arrojaba sobre aquel firme objeto y no dejaba un espacio libre en su boca.
Como la de las palomas al caminar, su cabecita se balanceaba con cada chupada. Su lengüita envolvía el musculoso poste, moviéndose de un lado a otro, como cuando se saborean los alimentos. Finalmente un espeso líquido se derramaba dentro de su boca.
Comenzaba a retirar el miembro mientras éste se volvía cada vez más blandito. No dejaba de apretar su boca hasta que la anchita punta se rozaba con sus labios y se alejaba de su rostro.Era el momento en que Érica alzaba la vista buscando los ojos que miraban hacia abajo, y en el justo instante que ambas miradas se encontraban, tragaba.
Ese era el rito, la rutina conocida por Érica que aplicaba a todos los hombres de quienes necesitaba algo y por la que era bien conocida en la oficina, para morbo de los varones y reproche de las mujeres. Por eso tras la salida del antiguo director, Érica tuvo la esperanza de que el nuevo director fuera un hombre que pudiese quedar atrapado con sus encantos. Ese día, sólo estaba enterada de su nombre: Leopoldo.
Entrado en sus cuarenta, tenía una cara cuadrada y una canosa barba negra cubría sus pómulos. Se dio a conocer por su temple sobrio. No hablaba mucho pero se imponía con una voz grave y firme. Los ojos de Érica buscaron encontrarse con los de él durante la junta, pero la vista de Leopoldo pasó de largo. Cuando ella se le presentó lo único que obtuvo de él fue una seca mueca que quizá quería formar una sonrisa.
En el transcurso de los días Érica mantuvo una inspección particular sobre el director. Quería conocer sus gustos, sus debilidades, entenderlo. Pero resultaba ser un acertijo difícil de desentrañar. Leopoldo superó cada una de las pruebas de seducción que ella desplegaba delante de él; no importaba si se mordía el labio, si se movía cual bailarina de danza árabe, si vestía una corta falda o un amplio escote. Al entrar a su cubículo, procuraba tener algún contacto físico con él; como por accidente, tocaba sus manos al compartirle algún documento; al revisar algo en la pantalla del ordenador, se ponía tras de él y sutilmente deslizaba la palma de su mano sobre el hombro de Leopoldo.
No había señales de desagrado, pero tampoco de aceptación para aquellos gestos de Érica. Al parecer, solo indiferencia. —¿Será gay?—se preguntaba, aunque sabía que estaba casado con una mujer. —¿No le resultaré atractiva?, ¿no le habrán contado aún de mí?—Esas eran las preguntas que daban vuelta en la mente de Érica.
Pasaron dos meses desde la llegada del nuevo director. Aquella era una tarde fresca y por la ventana se asomaba el Sol, despidiéndose. Érica apagaba su ordenador y recogía de su escritorio un par de sobres. Al avanzar, sus zapatos de tacón producían un sordo eco en aquella oficina semivacía y ella se convertía en el objeto más brillante del pasillo que conducía al cubículo del director, con su blusa color jade, su minifalda negra y con su pelo que en caída libre sobre su espalda la adornaba como una elegante capa.
Su puño produjo dos golpecitos sobre la puerta del cubículo del director.
—Adelante— dijo la voz grave desde el interior.
Érica se aproximó al escritorio y ofreció los sobres, indicando que eran para él.
—Déjalos sobre la cajonera—señaló Leopoldo, que miraba atentamente unos informes impresos en su escritorio.
Dio media vuelta, colocó los sobres encima de la cajonera y avanzó hacia la puerta con la intención de retirarse. La voz de Leopoldo interrumpió su paso.
—Cierra la puerta y pon el seguro—le indicó como si se tratara de una instrucción común.
Del centro de su pecho comenzó a correr un frío que se extendió por todo su cuerpo. Era un disparo de adrenalina ante aquella situación inesperada, a la vez deseada y sorprendente.No obstante, no pudo ocultar sus nervios; sus firmes pasos se volvieron un tanto erráticos. Se escuchó el chirrido del pasador de la puerta y otro ruido metálico anunció que la puerta ya no podía ser abierta desde fuera.
Érica dió media vuelta y encontró a Leopoldo levantado del asiento, con las manos en la cintura. Intentó actuar como se supone que lo hacía en ocasiones como ésta. Se le comenzó a aproximar, pero su caminar no experimentaba el contoneo de sus caderas. Inconscientemente iba tensa, con los hombros un tanto encogidos.Se paró delante de él.
Leopoldo le lanzaba una mirada penetrante que Érica no sabía si interpretar como desafío o curiosidad. Él le aproximó su rostro y le besó la mejilla, le siguieron una serie de delicados besos que bajaron por su cuello. Ella interpretó este gesto como un asentimiento de él para que ella hiciera el arte que sabía hacer con su boca. Colocó sus palmas sobre el pecho de él, y bajó sus manos dando masajes circulares sobre su camisa. No hubo corbata que desanudar pues ya no la llevaba puesta.
Comenzó a flexionar sus rodillas para descender, cuando sintió las manos de Leopoldo en sus brazos empujándola hacia arriba.
—Ninguna mujer debe arrodillarse ante un hombre—dijo él con autoridad.
Y así, tomada de los brazos,la giró y la proyectó pausadamente hacia la silla, donde Érica terminó por sentarse.
La postura corporal de Érica reflejaba todo su desconcierto. Sus manos se aferraban a los brazos de la silla, sus piernas estaban apretadas hasta las rodillas, pero de ahí para abajo estaban abiertas, con sus pies apuntando hacia el centro. Lo que no se veía era el pequeño dolor que comenzaba a sentir en su pecho, resultado del latir desenfrenado de su corazón.
Leopoldo plantó su mano en la mejilla de ella y comenzó a darle suaves caricias, la elevó hacia sus lentes, los cuales levantó recorriendo su frente conforme eran retirados de su rostro. Un par de besos cayeron sobre los ojos de Érica. Las manos de Leopoldo comenzaron a desplazarse a través de ella: cuello, pecho, hombros, brazos, abdomen. Puso sus manos en cada uno de los lados del torso de ella y, al tiempo que las bajaba, él se postraba ante ella.
Llegó a su cadera y de ahí continuó desplazándose hacia sus piernas, detuvo sus manos en las rodillas, donde le dió pequeños masajes circulares para luego poner las palmas sobre sus muslos. Hecho esto,las dirigió hacia arriba para llegar al filo de su falda. La arremangó lo más arriba que pudo, de modo que reveló el frente de una negra pantaleta de encaje.
Ambas manos de Leopoldo abrazaron la pierna izquierda de Érica, en donde la falda arremangada no podía subir más, y comenzaron a deslizarse hacia abajo por aquella pierna de bronce: muslos, rodillas, pantorrillas, hasta llegar a los tobillos. Ella sintió entonces que desde atrás su zapato se desacoplaba de su talón. El zapato era retirado lentamente y las palmas de Leopoldo daban un suave masaje sobre la planta del pie de Érica.
La misma suerte corrió su otra piernita, pero de forma inversa.Primero le retiró su zapato y luego elevó las manos hacia arriba. El silencio que permeaba en aquél lugar solo era interrumpido por el leve sonido de los roses de las manos de Leopoldo sobre Érica y los por intermitentes soplidos que salían de de la nariz de ella, pues su pecho se inflaba completamente y el aire era liberado por una respiración nerviosa.
Las manos de él se inmiscuyeron debajo de su blusa, dándole un cálido masaje en su abdomen, luego se posicionaron en su espalda, justo bajo su sujetador y su columna sirvió de guía para dirigir las manos hasta donde no pudieron descender más por su piel. Érica sintió una presión liberarse sobre su cadera. El botón de su falda había sido desabrochado. Ahora sentía al final de su espalda el leve cosquilleo del zipper descendiendo. Las manos de él subieron por debajo de su blusa, por los costados de su torso, para luego bajar, con sus dedos encorbándose, como formando una garra.
Finalmente los dedos de Leopoldo descendieron sobre el torso y se encajaron debajo de la falda. Érica sintió aquellos dedos rozando la piel de sus caderas. La garra que formaba Leopoldo con sus manos sujetaba tanto su falda como sus pantaletas.
Entonces vino un tirón…
Su arremangada falda y su ropa interior bajaban mediante tironcitos. Sintió como sus glúteos cada vez entraban más en contacto con el forro de la silla, hasta que entre la piel de posaderas y la silla no se anteponía nada.Sus prendas formaron una banda sobre sus muslos, pero ya sin estar atrapadas por el rozamiento de la silla, resbalaron con fluidez hacia abajo, como una caricia del viento sobre sus piernas, llegaron a sus pies y se separaron de ella por completo.
Leopoldo se levantó. Sobre el escritorio dejó aquella ropa y se colocó detrás de Érica. La tomó por los hombros y recorrió su pecho y su abdomen. Sus manos se colocaron en su vientre y comenzaron a alzar su blusa desde abajo. Una cálida caricia se desplazaba por su abdomen, sobre su ombligo, al tiempo que levantaba el telón color jade que la cubría y los espasmos en su pecho y los silbidos de su nariz se hacían más frecuentes.
Las manos de él llegaron al sujetador, el cual tardó poco tiempo en permanecer fijo. Desde la varilla de abajo, las copas comenzaron a levantarse y a rozar el par de suculentas frutas que colgaban del pecho de Érica. Éstas fueron liberadas de su cautiverio, lo que se anunció con un ligero rebote. El sujetador quedó tensado en su pecho, desde atrás de sus hombros fue tomado junto con su blusa. La cabecita de Érica pasó por un tunel color jade y cuando volvió a ver la luz el roce de su blusa recorría sus brazos, luego siguió hacia sus manos, hasta ya no sentirlo.
Érica bajó la mirada hacia sí misma y vio cómo tras el embate de Leopoldo no había quedado ninguna prenda que defendiera su cuerpo. Él se volvió a poner enfrente de ella. Sus ojos se fijaron en los de Érica, quien sólo encogió los hombros, como reconociendo que había quedado a merced de él.
A un beso en su pecho siguieron otros formando una línea que bajaba sobre su abdomen, Leopoldo de nuevo se postraba ante ella. Los besos llegaron al vientre y siguieron sobre sus muslos. Las manos de él se colocaron sobre las rodillas de ella y suavemente comenzó a empujarlas hacia afuera.El compás de muslos se abría y ante los ojos de Leopoldo fue develada la imagen de un carnoso cuenco hendido por la mitad, prácticamente lampiño, salvo por una delgada cinta oscura que se extendía por arriba de la hendidura.
Más besos cayeron sobre sus muslos. Las manos de Leopoldo bajaron a sus tobillos y comenzó a elevarlos, las piernas pasaron por encima de los hombros de él hasta que sus pies descansaron cruzados en la espalda de Leopoldo, quien había quedado hincado en medio del aro que formaban las piernas de Érica.
Húmedos besos escalaron el monte de Venus y luego resbalaron por el acolchado tesoro con dos lóbulos. El tono de la piel se aclaraba hacia la hendidura, dejando ver una carnosidad violácea, como del color de sus labios. En el fondo, casi en contacto con la silla, en medio de aquel tesoro se asomaba un pequeño brillo.Era una melcocha traslúcida que provenía del interior y que comenzaba a humedecer la piel externa.
Labio contra labio, Érica recibía cálidos besos, mientras a los de su cara solo les quedaba apretarse hacia adentro para tratar de contener la respiración que se desbordaba y los sonidos que comenzaban a silbar en su interior. No hubo superficie de su piel íntima que se librara de ser barnizada por la lengua de Leopoldo.
Al fin, dentro de los pliegues de su hendidura, se hundió la lengua de él...
Érica sintió un húmedo terciopelo meneándose con impunidad por su región más íntima, formando círculos, trazando líneas hacia todas las direcciones de su pequeña cavidad. Las manos de él subieron por su abdomen y ciñeron sus frutos; sus pulgares buscaron los duros botoncitos que estaban en la cima de esas esponjosas colinas. Al dar con ellos, comenzó a acariciarlos con tenues movimientos circulares, apenas rozándolos,como si no quisiera tocarlos.
Con los ojos cerrados, con su carita volteada hacia el techo, Érica jadeaba incesantemente. Sentía dentro de su cuerpo la sensación de un enjambre alborotado que quería escapar por cada rincón de ella.Entonces la lengua de Leopondo se adhirió en toda su extensión al perineo de ella y, cual si se tratase de una chupaleta, dio una lamida hacia arriba, por toda su hendidura hasta llegar debajo del pubis, en el extremo superior de la abertura, para encontrarse con un firme capullito carnoso.
Érica dejó escapar un gemido agudo y sus uñas se encajaron lo más que pudieron a los brazos de la silla. La lengua de Leopoldo comenzó a dar tímidas lamidas a aquel capullito, como las que da un gatito a un plato de leche.
Pasaba el tiempo y con él, las delicadas caricias iban tornándose más rápidas, más duras, más violentas.En su pecho, en la cima de las blanditas colinas, los dedos de Leopoldo dibujaban círculos más rápidos, subiendo la intensidad de sus roces. La lengua iba de arriba a abajo y de un lado al otro del pequeño capullito con más velocidad, con más firmeza, al punto que Érica sentía que le lengua quería atravesar su carne.Ella ya no gobernaba su boca; los incesantes jadeos se convirtieron en incesantes gemidos, muy agudos, casi chillidos.
Un cosquilleo le carcomía su entrepierna y con con cada ataque de la lengua se hacía más intenso, más calor se concentraba en aquel íntimo puntito. La lengua no tenía piedad de ella, no paraba. El cosquilleo se hacía más fuerte, más intenso, más intenso.
Un disparo de electricidad caliente brotó de su pubis y se propagó por todo su cuerpo; subió por su abdomen, bajó por sus piernas. Su cabeza se vio obligada a enderesarse al momento en que apretaba sus ojos y su boca exhalaba un berreo salvaje. Sus piernitas se abrieron y brincaron una y otra vez, dándole pequeños golpecitos a la espalda de Leopoldo.
La intensa contorsión de Érica fue menguando.
Exhaló un largo suspiro, giró su cabecita y la apoyó contra el respaldo de la silla. Su cuerpo se venció como si hubiera sido desarticulado. Sus manos cayeron de los brazos de la silla hacia ella, sus piernas se resbalaron por el cuerpo de Leopoldo como si hubieran sido untadas con mantequilla.
Leopoldo se levantó y contempló aquella tierna imagen: una morena mujercita desnuda derramada sobre la silla, dando ya no intensos jadeos, sino profundos suspiros.
En el perchero de su cubículo colgaba la gabardina de Leopoldo. Él la tomó y con ella cubrió a Érica.Con su mano le levantó el flequillo y le plantó un profundo beso en su frente descubierta. Salió y apagó la luz.
El chicloso sonido de las teclas se oía y en los lentes de Érica se reflejaba el avance continuo del cursor que dejaba atrás palabras y números. Érica detenía la escritura para tomar la taza que estaba sobre su escritorio y dar un sorbo de café. Del otro lado del pasillo se oía la voz de Leopoldo. En el momento en que él aparecía a la vista, ella volteaba con una nerviosa mirada y luego bajaba sus ojos, como para no encontrarse con los de él.
Muchos hombres desnudaban a Érica con la mirada, pero desde aquél episodio, cada que Leopoldo la veía, ella era la que se sentía desnuda..-
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