¿Como empiezo? Todavía me tiembla todo el cuerpo. Estoy asustada pero también eufórica, aunque me parece que recién ahora me estoy dando cuenta de lo que acaba de pasarme.
Cogí con mi vecino.
Lo escribo y me parece increíble, sobre todo porque el vecino al que me refiero es alguien por quién no siento (o sentía) la menor simpatía. ¿Cómo fue que me terminé encamando con él?
Pero eso no es lo peor, bueno sí, es un desastre, pero lo que me tiene tan mortificada es que lo disfruté. Ni siquiera me acuerdo cuándo fue la última vez que tuve tantos orgasmos seguidos.
Hace poco cumplí 22 años de casada, quiénes como yo hayan superado las dos décadas de matrimonio, estarán de acuerdo conmigo cuando digo que el sexo conyugal, después de tanto tiempo, resulta hasta aburrido y apático. Hay excepciones, claro, fechas especiales como los aniversarios, pero en general lo hacemos más por obligación y por una necesidad fisiológica que por placer.
Por eso aún me sorprende lo que pasó, porque lo que hice, lo hice por puro placer.
Se llama Pablo. Es mi vecino del piso de arriba. Debe estar próximo a los cuarenta, morocho, de músculos marcados, con tatuajes de esos que se dicen tumberos repartidos por todo el cuerpo, uno de ellos muy especial que tiene en la ingle y que captaba toda mi atención mientras le chupaba la pija.
No se trata de un vecino modelo, en lo absoluto. Ya habíamos tenido problemas con él por la música fuerte que pone a altas horas de la madrugada, incluso mi marido estuvo a punto de agarrarlo a piñas una vez porque descubrimos que se había colgado de la luz. Hasta tuvimos que llamar a Edesur y todo para que sacaran los cables que había instalado. Aún así esto no era lo que más me molestaba. Lo que me sacaba de quicio eran los gemidos de las mujeres que llevaba a su departamento. Y digo mujeres porque no era la misma, sino una distinta cada vez. No se si serían putas o qué, pero siempre volvía a la noche acompañado de una diferente. ¡Y como las hacía gemir! Yo nunca había gemido de esa manera, y admito que pese al malestar que tales ruidos me provocaban, sentía también un poquito de envidia.
Por todo esto el tipo no me caía para nada bien, me resultaba hasta desagradable, lo que no evitaba que me diera cuenta de la forma en que me miraba cuándo nos cruzábamos por el pasillo. Hasta lo había sorprendido mirándome el culo más de una vez. Lo cuál solo aumentaba el rechazo que sentía hacia él. O al menos eso creía.
Volvía del súper de los chinos con varias bolsas en las manos. Era el cumpleaños del mayor de mis hijos, por lo que iba a hacer una cena especial. Estaba llegando a la puerta del edificio cuando se me rompe una bolsa y todo el contenido se desparrama por el suelo. Justo en ese momento aparece él, más oportuno que nunca, ayudándome a levantar todo lo que se había caído.
-Dejá que te ayudo- me dice.
No me queda otra que aceptar. Llegamos a mi casa y tengo que hacerlo entrar, no puedo dejarlo afuera con todo lo que viene cargando entre los brazos.
-Ponelo sobre la mesa- le digo al entrar en la cocina.
-Supongo que me vas a invitar algo, ¿no? Como agradecimiento- me dice tras dejar todo lo que había juntado.
De mala gana le sirvo un vaso de agua y se lo alcanzo.
-¿En serio? ¿Acaso no tenés algo más fuerte?- me reclama.
-Son las once de la mañana- le hago notar.
-Es la primera vez que entro a tu casa, creo que eso amerita un brindis-
Debí echarlo, pedirle que se fuera, pero por alguna razón le seguí la corriente. Le digo que me acompañe a la sala y le sirvo del whisky de mi marido.
-No voy a brindar yo solo- me dice.
Me sirvo entonces una medida. Chocamos los vasos y bebemos. Entonces se sienta, cruza las piernas y se me queda mirando mientras saborea su trago.
Me mira de esa forma que pareciera desnudarme con la mirada.
-¿No te vas a sentar?- me pregunta.
-¿Que estás haciendo Pablo?- le digo, tratando de establecer los límites, si es que los hay.
Ya me había ayudado y se lo agradecí invitándole un whisky de los caros. Ahora tenía que irse, pero..., ¿quería que se fuera?
-Solo quiero conocer un poco más a mi linda vecina, ¿hago mal?- repone, descruzando las piernas para mostrarme el tremendo paquete que le abulta la bragueta.
¿Se le puso así por mí?
No le digo nada. Me siento y me tomo otro sorbo de whisky.
¿Que estoy haciendo?, me pregunto, pero no tengo respuesta. Y menos aún cuando pone una mano sobre mi pierna y no hago nada para sacársela.
-No hagas nada de lo que te puedas arrepentir- le digo, aunque tal advertencia va dirigida más a mí que a él.
-¿Te parece que me pueda arrepentir de esto?- me dice avanzando por la parte interna de mi muslo.
Tengo puesto un vestido así que no le resulta demasiado complicado abrirse paso por entre mis piernas.
Sorpresivamente su tacto me resulta agradable, por lo que no me opongo a sus caricias, teniendo muy en claro que superado cierto límite ya no hay vuelta atrás.
-No lo hagas...- le pido apenas con un hilo de voz.
-Si me lo pedís me levanto ahora mismo y me voy- me dice desafiante, tan seguro de sí mismo que desarma cualquier protesta que pudiera hacerle.
Podía terminar con todo ese despropósito en ese mismo momento, con solo una palabra sería suficiente, pero al abrir la boca lo único que me salió fue un gemido. Para entonces la suerte ya estaba echada.
Sin que pudiera evitarlo, introduce una mano por debajo de mi bombacha y desliza un par de dedos dentro de mi concha.
-¡Estás empapada...!- exclama compacido, pasándome la lengua por la mejilla.
Cuando me lame del otro lado de la cara, saco mi lengua y la deslizo por sobre la suya. Entonces nos besamos, larga, jugosamente, comiéndonos las bocas.
Sus dedos se mueven frenéticos dentro mío, provocándome unas reacciones por demás placenteras. Siento que me humedezco mucho más todavía, como si me estuviera haciendo pis. Entonces me levanto y me hago a un lado bruscamente.
-¡No puedo hacer esto, es una locura!-
Siento como me chorrean las ganas por la parte interna de los muslos.
Él se levanta tras de mí y tomándome por atrás me apoya todo el paquete en la retaguardia. ¿Hace cuánto que no siento una dureza semejante? En ocasiones, demasiadas, tengo que estar varios minutos estimulando a mi marido para que se le ponga medianamente dura.
Pablo desliza las manos en torno a mi cuerpo y me agarra las tetas por sobre el vestido. Mis pezones ya endurecidos no pasan desapercibidos.
-Me parece que tenés tantas ganas como yo- me advierte, refregándome con insistencia el bulto por toda la cola.
No puedo negárselo. Me doy la vuelta y vuelvo a besarlo. Él me agarra la mano y la pone sobre su bragueta para que lo sienta. Y lo que siento me estremece.
Ahí mismo se desabrocha el pantalón y se saca la pija afuera. No tiene que decirme nada, por propia iniciativa me pongo de cuclillas, me la meto en la boca, como si de una golosina se tratara, y se la chupo.
"Se la estoy chupando a Pablo", pienso y no lo puedo creer. Pero el pedazo que late y se humedece dentro de mi boca me confirma que se trata de algo real y palpable.
Es en ese momento que le veo aquel tatuaje que tiene en la ingle, un corazón en llamas, con el nombre de Laura escrito en el centro.
-¡Te voy a coger hasta que me salgan callos en la chota!- me asegura, más como una amenaza que como una promesa.
Me levanta de un tirón y me arroja sobre el sofá. Siempre con modos bruscos y violentos, me arranca la bombacha y me chupa la concha, metiéndome lengua y dedos con similar entusiasmo. Me siento en las nubes, disfrutando de algo que no me resulta para nada habitual. Ni siquiera recuerdo cuando fue la última vez que mi marido me hizo sexo oral. Y ahí estaba mi vecino, el que tanto rechazo me incitaba, metido entre mis piernas, degustándome como si de la concha me saliera almíbar.
Aprovechándose de ese momento de ensoñación, casi que trata de cogerme así, sin protección, pero justo cuando siento la punta de su verga rozándome el clítoris, me hago a un lado.
-No, así no- me resisto, recuperando repentinamente el sentido común.
-Vení- le digo y levantándome del sofá, me voy hacia mi dormitorio.
Él viene tras de mí, ya sin pantalón ni calzoncillo, con la pija bien parada meneándose agitadamente de un lado a otro.
Del cajón de la mesita de luz saco una tira de forros que mi marido tiene guardada hace tiempo y le doy uno.
-Tomá- le digo -No quiero tener problemas-
Mientras se lo pone, me saco el vestido y me tiendo de espalda en la cama, las piernas abiertas, la concha rezumando flujo.
Ya bien protegido se me echa encima, y me la mete, iniciando de inmediato un bombeo urgente y arrebatado, como si hubiera estado esperando por ese momento por un largo tiempo y quisiera por fin sacarse las ganas.
Su pija me llenaba más allá de los sentidos, me colmaba de sensaciones que creía erradicadas de mi cuerpo desde hace mucho tiempo. De repente me daba cuenta que en estos últimos años me había resignado a prescindir del placer.
Siempre había creído que para disfrutar verdaderamente del sexo, aparte de la lógica atracción, entre dos personas también debía haber amor y respeto mutuo. Pero nada de eso existía entre Pablo y yo. No me atraía, no lo respetaba y definitivamente no lo amaba. Y pese a la falta de todo eso, o quizás debido a la falta de todo eso, me estaba regalando el mejor polvo de mi vida.
Finalmente llegaba a comprender porqué aquellas mujeres gemían de tal forma. Yo misma me escuchaba gimiendo tan fuerte como ellas, mientras recibía, uno tras otro, los profundos ensartes con que mi vecino me hacía perder la cordura.
Me ponía en cuatro, de costado, de frente, de espalda. Con mi marido era siempre la misma posición, él arriba, yo debajo, rutinaria, monótona, pero Pablo me ponía en posiciones que ni sabía que podían practicarse. Y en todas me la metía bien hasta el fondo, complementando cada ensarte con un empujoncito final con el que parecía refrendar su dominio absoluto sobre mi intimidad.
Pese a nuestras discrepancias me sentía suya por completo, como si todas las pijas que me metieron antes, solo hubiesen allanado el camino para la que me estaba metiendo ahora.
Luego del primer polvo (sí, porque hubo varios), agarró un paquete de cigarrillos que son de mi marido y prendió uno. No solo le cogía a la esposa en su propia cama y con sus propios forros, también le tomaba el whisky y le fumaba los cigarrillos.
Me lo deja para que yoblo fume y se va al baño.
"Espero que levante la tabla", pienso. Cuando vuelve yo ya estoy sentada en la cama, a punto de ponerme el vestido, con una cara de desolación tremenda.
-¿Que hacés?- me pregunta.
-Vistiéndome, ¿no ves?- le respondo de mal humor.
-Todavía no terminé con vos, y ésta tampoco- me dice.
Cuando me volteó lo veo agarrándose una erección que sigue en su máximo esplendor. Viene hacía mí y me la pone frente a la cara para que se la chupe. Obvio que no me resisto. Se la agarro ahora yo y se la vuelvo a chupar, tratando de comerme la mayor cantidad de verga posible.
Siempre fui medio reacia a practicarle sexo oral a un hombre, incluso a mi marido, pero la poronga de Pablo era de lo más rico que hubiese tenido entre los labios. Se la chupaba por gusto propio más que porque él me lo pidiera.
Se pone otro forro, me voltea en cuatro y me vuelve a ensartar en esa forma que carece por completo de toda delicadeza.
Mis relaciones siempre habían sido calmas, tranquilas, apacibles, lo que se conoce como sexo vainilla, pero recién ahora, a los 45 años venía a descubrir que me gusta el sexo duro. O al menos el sexo duro que estaba teniendo con mi vecino.
Me coge como si quisiera meterme las bolas también, rebotando una y otra vez contra mis nalgas que se abren permitiéndole el paso a toda su carne.
Me regala otro polvo en cuestión de segundos, mucho más intenso y prolongado que el anterior. Esta vez quedamos tendidos en la cama, entrelazados, incapaz de movernos después de semejante despliegue físico.
Entonces le pido que por favor se vaya, todavía tengo que preparar la fiesta para mi hijo, aunque resulte evidente que la fiesta me la acaban de hacer a mí.
Pablo se saca el forro, se masturba y así como estoy, echada boca abajo, me eyacula sobre la cola. Me da una fuerte palmada y se levanta.
-La próxima te hago bien el orto, Julita- me promete (¿o amenaza?) antes de irse.
Me quedo ahí tirada, derrumbada en mi propia vergüenza, sintiendo como el semen de mi vecino se derrama por entre mis piernas.
Me doy una ducha profunda y enérgica, como si no me hubiese bañado en semanas. Me visto y antes que nada me voy a una farmacia no solo a comprar la píldora del día después (por si las moscas) sino también a reponer los forros que Pablo había usado. Por suerte encontré de la misma marca y textura. Claro que no solo compré los que habíamos gastado, sino algunos más para tener como provisión. No pensaba reincidir, pero bueno, tampoco había pensado siquiera en acostarme con él y ya ven.
No sé como seguirá esto de ahora en más, su promesa - amenaza de romperme "bien" el orto todavía resuena en mis oídos. Nunca me lo hicieron así que me provoca un poco de ansiedad imaginar lo que puede pasar.
Así que, ¿hasta la próxima?
18 comentarios - Me cogió mi vecino
Consulta....... alguna vez te hicieron la cola???
Besitos