(los nombres, oficios, y demás posibles datos de carácter personal han sido modificados para proteger la identidad de los implicados, empezando por yo mismo)
Hace poco volví a ir a mi pueblo a descansar de la rutina. Yo no tenía muchas expectativas de hacer nada, más allá de pasarme el día tumbado en algún banco en la calle, disfrutando del buen tiempo y del no hacer nada en todo el día.
A la sombra se estaba de maravilla, corría el aire fresco, algo de agradecer después de haber sufrido el horno que era vivir en la gran ciudad. Pero incluso estando en una situación tan buena, el cuerpo me pide a veces ir a tomarme algo al bar.
Así que fui al que habitualmente era mi predilecto, saludé, y pedí.
“Una caña, por favor”.
“En seguida”.
Me volví a mirar. Y joder. Una mujer despampanante estaba atendiendo la barra. Yo no me suelo fijar mucho en las mujeres “maduras” (esta debía tener 40 años a lo sumo) pero me pareció increíblemente atractiva.
Pelo moreno, recogido en una trenza, guapa, ojazos verdes, unas curvas que se adivinaban bajo esa camiseta blanca corta, unos pechos de buen tamaño, en proporción a su cuerpo. Una diosa, sin lugar a dudas. Me sonrió, abrió la cámara donde estaban los vasos fríos, y se agachó a por uno, mostrándome su bonito escote. Desvié la mirada, como si me interesara el cartel del “Próximo pleno del ayuntamiento”. Aunque volví a mirarla cuando me sirvió la caña.
“Gracias.”
“De nada, guapo”.
Tomar aire, soltar aire, y tomar mi caña. Esperé que no se fijase en que mis ojos se perdían en sus curvas cuando se alejaba a atender a otros clientes en la barra. Sólo por esto ha merecido la pena venir al pueblo, pensé para mis adentros mientras aquella diosa nos deleitaba con su figura.
“¡María, ven a echarme una mano!”, gritó la buena mujer cuando llegaron más personas al bar y no daba abasto.
Por la puerta que daba a la cocina apareció la otra diosa de la mañana. Una joven de piel morena, pelo negro, ojos azules… Una belleza que no debía tener más de veinte años, por las apariencias. Llevaba la misma camiseta que la mujer, y el pelo recogido en una coleta. Que me aspen si ese bar no era la antesala del cielo, pues estaba rodeado de ángeles.
“¿Quieres otra?”, me preguntó con suave dulzura.
“Ehh… sí, por favor”, no me había dado cuenta de que me había acabado la cerveza. Y me sentía sediento por aquella situación con semejantes diosas.
“Me suena tu cara… ya has venido antes por aquí, ¿verdad?”
“Sí”, le dije, y le conté quién era familia en el pueblo.
“Menos cháchara, María, los señores de esa mesa… se están poniendo muy pesados”, dijo la mujer en voz baja, de forma que sólo la escuchamos ella y yo.
“¡Amelia, otra ronda!”, llamó uno de los comensales gritando.
“Ya voy”, respondió Amelia. Por fin me sabía su nombre. “Tú échame una mano en la barra y podrás salir por la tarde, ¿vale?”
María asintió y se dio prisa en servirme la caña.
“¿Tu hermana?”, pregunté, haciéndome el gracioso.
“Mi madre”, rió María. “Perdona, tengo la paella en la sartén y no quiero que se pegue el arroz”, se excusó y salió rauda hacia la cocina.
Yo me terminé la segunda caña y pensé que ya iba siendo hora de comer a casa. Pero en ese momento apareció alguien más en el bar. Alguien bastante autoritario, por la pinta y cómo habló en ese momento.
“¡María, Amelia! ¡Que tengo un encargo para la una y media, por dios!”, dijo con cierta exasperación.
“¡Ya va, Rafa!”, dijo Amelia. Cuando el tal Rafa se metió en la cocina, me dijo: “Es un angustias. Tenemos todo controlado y nunca le parece suficiente”.
“Jefes, ya se sabe...”, tiré la ficha, intentando averiguar si era marido o no.
“Desde luego. ¿Te pongo otra?”.
“No, gracias. Me voy a ir ya. Cóbrame”.
Me cobró las dos cañas y yo me fui a casa. No se podía decir que tuviera un calentón muy fuerte, pero me habían encantado las dos. Quién pudiera tenerlas una noche… Pero el problema de los pueblos es que luego se sabe todo, y un desliz conocido por mala boca podría poner en peligro su reputación. Malo, malo. Mejor no pensar en esas cosas.
Me serví la comida, y después me retiré a dormir. Una buena siesta reparadora. Con un bonito sueño en el cual ambas mujeres se acercaban a mi suplicando por un poco de mi hombría, la cual yo les ofrecía encantado… Me desperté cachondo y cubierto en sudor. Qué sueño más vivido.
Dediqué la tarde a dar un paseo por los montes cercanos, de forma que no pude regresar a aquella taberna hasta el día siguiente, después de haber ocupado parte de mi mañana en reparar una ventana de la casa que no cerraba en condiciones. Recordé que en el bar ponía que había WiFi, de forma que me llevé la tablet para revisar algunos artículos de noticias más cómodamente que en mi teléfono móvil.
Cuando llegué me atendió María, muy amablemente. Pude entrever sus pechos cuando se agachó para servirme la caña en la mesa que había ocupado. Afortunadamente aquel día no había tanto gentío como en el anterior.
“No te vimos en toda la tarde”, me comentó. “Pensamos que habías huído”.
“Aproveché para dar una vuelta por la montaña. En la ciudad no tenemos… unas vistas como las de aquí”, volví a tirar la ficha, muy suavemente.
“Si, pero seguro que la capital tiene… cosas interesantes por ver también”, me respondió ella. Dudé si realmente me había devuelto la ficha y había empezado la partida. “Tengo que acercarme algún día por allí”.
“¿No has salido del pueblo?”, pregunté extrañado.
“Claro que sí. Yo vivo en Valencia en realidad, pero he aprovechado el verano para venir al pueblito este a echar una mano en el bar y hacerme con unos ahorrillos”.
“Ah, bueno”.
“¿Te disgustaría una chica de pueblo?”, me preguntó, y se acercó bastante a mi. Su escote lo tenía cerquísima.
“En absoluto”.
“Ya veo. Por cierto, salgo a las siete. Por si… te interesa ir a tomar algo en otro sitio”, me comentó.
“Estaré encantado”.
Aquella mañana volví a casa a comer sin pagar la caña (“Invita la casa”, me dijo María). Me eché un rato más corto que el de la tarde anterior, y luego me metí en la ducha. Me apetecía estar limpito durante el evento, ya que vi a la chica bastante predispuesta. Y si no era así, la ducha tampoco me haría ningún mal.
Así que poco antes de la hora de la cita, me encaminé al bar nuevamente. Había intentado ir con el mismo aspecto con que solia caminar (cualquier otra cosa sería llamativa) y asomé la cabeza por la puerta.
“¡Hola!”, saludó Amelia cuando me vio. “¿Te tomas una mientras esperas? La niña ya ha ido a cambiarse”.
Acepté encantado la oferta. Amelia me sirvió y por unos momentos se me quedó mirando Yo no dije nada. Luego se fue a atender otra mesa, pero juraría haber escuchado un suspiro cuando se alejaba. Volví a perderme en sus caderas y degusté mi caña.
Apenas había bebido la mitad cuando apareció María. Se había quitado la camiseta del uniforme, y en su lugar se había puesto una de color negro, bastante transparente. Tanto era así que fue evidente que llevaba un sujetador negro debajo, o podría haber adivinado sus pechos. Se había dejado el pelo suelto.
“Vas a pillar frío”, le dijo Amelia. “Portáos bien, y tú no vuelvas tarde mañana. Sabes que libro y tienes que cubrirme”.
“Lo sé, mamá, tranquila”, dijo mientras me terminaba la caña.
“Y tú, más te vale ser bueno con ella”.
“Lo seré”, prometí.
Caminé junto a María hasta que salimos del pueblo. A unos pocos metros había un bar más moderno, en el cual se solía juntar la chavalada de los pueblos cercanos para tomar algo. Un ambiente más apropiado para nosotros. Entretanto, María me fue comentando que estaba estudiando artes.
Llegamos al bar y pedimos un par de cañas. Un desconfiado camarero de mucho músculo y camiseta de tirantes le exigió ver el DNI, y ella se lo enseñó. Me dio tiempo a ver la fecha de nacimiento. Confirmado, tenía 19 años. Genial.
Nos sentamos en unos butacones bastante cómodos. O esa fue mi primera intención, ya que la chica pensó que era mejor ponerse encima de mi, con sus largas piernas sobre las mías.
“¿Molesto?”, preguntó con una sonrisa.
“Para nada”.
Sacó su teléfono y nos hizo una foto a ambos que subió a su InstaGram. Echamos un buen trago de nuestras respectivas cervezas y nos pusimos a hablar de cosas banales, como lo dura que era la vida, lo que nos gustaría ganar millones, las vacaciones soñadas…
“¿Y tú eres virgen?”, me preguntó de pronto, interrumpiendo mi relato sobre mis ganas de conocer la Isla de Pascua.
“Eeeeeh… no”, le dije, sin añadir nada, pues no esperaba una pregunta como aquella.
“Genial. Otra cosa que tenemos en común”, dijo con una sonrisa. Giró sobre sus piernas para quedar a mi altura, y me estampó un beso en los labios. Apenas salí de mi asombro correspondí a su beso. Pero me detuvo cuando le puse las manos en las caderas.
“Espera… es peligroso si nos ven aquí.”
“¿Qué propones?”, pregunté. No me apetecía tener que dejar ahí la noche.
La respuesta fue dejar las cañas pagadas y nos escabullimos hasta su casa. Subimos las escaleras con cierta prisa, y apenas se cerró la puerta, nos volvimos a fundir en un beso. Con cierta prisa, fuimos hasta su dormitorio. Era simple, pero obviamente para algo de verano no necesitaba más. La cama, grande. Un armario y la mesilla. Una tablet reposaba en el suelo. Caímos sobre el colchón, presas de nuestra propia excitación.
“Una cosa… ¿prefieres una chica atrevida… o te gusta llevar las riendas?”, me preguntó entre jadeos.
“Sorpréndeme”, le propuse con picardía.
Ella sonrió, se bajó de la cama, y se quitó la camiseta para mi. Luego hizo lo propio dejando caer el sujetador al suelo. Se me acercó moviendo mucho las caderas.
“Hola, guapo. ¿Qué te pongo?”, preguntó.
“Cachondo me pones...”
“Pues tengo algo muy bueno para eso”.
Se acercó hasta dejarme las tetas en la cara, y empecé a comérselas. Dios bendito, qué sabor más maravilloso. Tenía sus manos en la nuca, de forma que no podría haberme separado aunque quisiera. Bueno, pues si quería jugar, debería resistir a que mis dientes presionaran en sus pezones suavemente.
“Joderrrr...”, dijo. “Eres un chico malo”, añadió, mordaz.
“Cuando debo serlo”, respondí. No estaba por la labor de dejarme ganar por ella. Su cara de niña buena me había engañado por unos días, pero con las cartas sobre la mesa, ambos lo podíamos pasar muy bien esa noche.
“¿Eres acaso el diablo?”, preguntó.
“¿Quieres comprobarlo?”, insinué.
“A ver ese rabo...”, soltó. Las indirectas habían quedado en segundo o tercer plano ya. Agarró mi pantalón, desabrochó la bragueta, y asegurándose de tirar también de mi boxer, me quitó la prenda, dejando mi erección al descubierto. Sonrió, bastante satisfecha.
“Te toca. Veamos este paraíso”, le dije, mientras le iba retirando el pantaloncito. Con mi dedo pillé la goma del tanga, y lo quité también, de forma que no tardé en ver su maravilloso coñito rosado. Tenía una pequeña cantidad de vello, pero aún así… “Es precioso”.
“Graci… aaaaaaaaaash”, suspiró. No le había dado tiempo y mi lengua atacaba sin compasión su chocho, separando sus labios vaginales, explorando hacia dentro, degustando su clítoris. “Espera… espera...”
“¿Qué pasa?”, pregunté preocupado. Se le podía haber bajado el calentón, pero poco me gustaba eso.
“Quítate la camiseta primero, ¿no? Estarás más cómodo”
“¿Sólo por eso?”, pregunté desconfiado mientras obedecía y me quitaba la prenda.
“Es que… me da un poco de vergüenza que me lo comas”, me confesó. “Prefiero empezar yo, ¿te parece bien?”
“No voy a quejarme”, le dije, y me aproximé a su oído para susurrarle, “Pero esta noche te voy a comer ese coño”, logrando que se pusiera colorada. “¿Cómo prefieres que me ponga?”
“Siéntate apoyándote en el cabecero...”, me indicó, y yo seguí sus indicaciones. “Eso es. Y ahora… mi premio”, dijo, mientras se relamía acercándose a mi pene. Me dio un beso en la punta y luego dejó su lengua sobre mi glande. Me sonrió y separó los labios para engullir mi erección. Joder. No era virgen, no. Mejor para mi. Qué buena era. Probé a acariciar sus cabellos. Bajé mi mano hasta su mejilla, y como si fuera un gato, frotó su mejilla contra mi mano. Eso me excitó aún más, ya que noté mi pene contra su mejilla (por el lado de dentro claro).
“Joder, María… eres fantástica”.
“No lo es tanto. Podría haberse depilado un poco por ahí abajo”.
Nos quedamos mudos. María se sacó mi polla de la boca de inmediato. Amelia, su madre, estaba en la puerta del dormitorio y nos había pillado en plena faena. Y a mi me había matado el comentario sobre la depilación de chocho de su propia hija.
“¡Mamá! ¡Se llama antes de entrar!”
“Os dejasteis la puerta abierta, pequeños pervertidos”, comentó Amelia, distraída. “Hija, qué envidia me das. ¡Prometiste no tirártelo!”
“Claro. Para que lo intentaras tú”, ironizó María.
“Eeeehhhh, chicas, yo creo que me voy a ir a casa”, dije. ¿Qué me pasaba? En aquella situación debería habérseme bajado la erección. Pero no. Seguía tiesa como un palo.
“¿En serio te quieres ir así?”, preguntó María. “Creo que no es muy recomendable”,
“Nosotras te podemos ayudar con eso. Siempre que sea recíproco”, propuso Amelia. Y dejando claro que iba totalmente en serio su propuesta, se acercó mientras se quitaba la camiseta del uniforme… debajo del cual había optado por no ponerse sujetador, como pude comprobar. Unas tetas preciosas.
“¿Me estáis proponiendo un trío?”
“Sí. Y no tienes cara de querer rechazarlo”, dijo María. Se puso al lado de su madre, para que las pudiera valorar con atención. “Pero no puedes tardar en aceptar. Me voy a quedar fría...”
“Vamos, nena”, la animó su madre. “Toma la iniciativa y ve a por él. Yo me uno en seguida”, añadió, y me guiñó el ojo.
María obedeció a su madre y volvió a gatear por la cama. Como si no nos hubieran interrumpido, volvió a comerme la polla, succionando y jugando con su lengua. Mi miraba no se desviaba de Amelia, quien se quitó la falda, dejándola caer al suelo, así como unas bonitas bragas de encaje. Entendí el comentario hacia su hija. Ella llevaba todo el chochito depilado. Lo pude ver perfectamente, ya que separó ligeramente las piernas y se agachó, permitiendome ver lo limpio de su coño y de su culo.
“Vaya, María… no querría saber con cuántos has ensayado”, bromeó la mujer cuando se acercó a nosotros, gateando, poniéndose al lado de su hija. “Déjame ver...”
Sin que María soltase mi falo, saboreando la punta, Amelia aplicó su lengua por mis pelotas. Subió poco a poco por toda mi longitud, hasta que llegó arriba. Sus labios se encontraron momentáneamente con los de María, quien retrocedió.
“¡Mamá!”, protestó.
“¿Con una polla en la boca te dan asco mis labios?”, preguntó sorprendida. “Pensé que era más liberal. Seguro que al chico le gusta vernos así”.
Para mi deleite, se besaron un poco más alrededor de mi glande. Al principio, María era tímida pero pronto se soltó en un estupendo beso lésbico con su madre. Luego optaron por cambiar, y Amelia se quedó degustando el sabor de mi líquido preseminal.
“Espero que des la talla”, me susurró María antes de darme otro beso de los que dejan sin respiración. Correspondí mientras mi mano acariciaba los cabellos y la cara de su madre. Mi cuerpo entonces empezó a enviarme señales. El clímax estaba cerca. Intenté contenerme, pero mi respiración se agitaba. Yo quería acabar. Era el primer asalto de la noche y me estaba encantando. “Creo que mi madre no te va a soltar… córrete en su boca...”, dijo con resignación.
Pero no quería dejarla desatendida, de forma que le acaricié una teta mientras le chupaba la otra con cuidado. Mi climax no tardó en desatarse. Recuerdo que succioné mucho sobre su pezón cuando eyaculé, arrancándole un gemido de intenso placer a la joven. Amelia no tuvo ningún problema recibiendo toda mi semilla en su boca, y como nos mostró la buena mujer, se lo había tragado todo.
“Nada mal para empezar, campeón”, me soltó Amelia. “Pero creo que mi hija se ha quedado con ganas de algo. Ven”.
María se acercó a su madre, quien de pronto envolvió mi pene con sus firmes senos. Me pajeó con ellos hasta que volvió a estar erecto y en ese momento María volvió a chupármela. Era una situación un poco bizarra, pues Amelia parecía mirar con orgullo a su propia hija mientras me hacía una felación.
“Prueba a hacer esto un poco más despacio… así… bien, nena. Ahora intenta llegar un poco más profundo… espera...” se apartó para dejar que su hija me hiciera una estupenda garganta profunda. “Eso es, cielo”. Se volvió hacia mí. “¿Te parece si mientras ella termina… me das lo que me corresponde?”.
“Ven aquí”, dije, sacando mucho la lengua para dejar clara mi intención. Se puso sobre mi. Admiré la belleza de aquellas piernas. Eran perfectas, sin más. Se giró, de forma que pudo ver a su hija comerme el rabo. Yo por mi parte empecé a besar sus piernas hasta que poco a poco llegué a su vagina. La encontré realmente húmeda, así que se había puesto indudablemente cachonda. Y sus jugos estaban deliciosos.Zumito de coño, pensé mientras se lo degustaba.
María estaba haciendo un gran trabajo con mi polla igualmente. Su boquita se sentía cálida, y yo estaba muy cómodo con su mamada. Pensé en que debía devolverle el favor en algún momento. Merecía también una ración de sexo oral, aunque le diera vergüenza. Amelia seguía dando alguna indicación a su pequeña, pero para mi gusto lo estaba haciendo muy bien.
Eyaculé como un bendito llenando la boquita de María de semen. Me hubiera gustado avisar, pero tenía la boca llena del coño de Amelia, que en ese momento estaba teniendo su clímax también. La mujer se quitó de encima, y pude ver cómo un hilillo de mi esperma escurría por la comisura de los labios de María. Su madre la miró con ternura, aumentando el morbo que me daba esa situación.
“¿Puedes, cielo?”, preguntó. Con cierto esfuerzo, María tragó.
“Claro que puedo”.
“No seas tan digna, pequeña. Lo pasarás mejor”, dijo, abrazando a su hija. “En fin. Creo que tú aún no has acabado, ¿verdad?”
“No. Pero no quiero sexo oral”, dijo María.
“¿Estás segura? No me importa bajar por ahí...”, le respondí, pero ella negó con la cabeza.
“No me enrollé contigo en el bar para eso. Quiero esto”, dijo, atrapando mi polla con la mano.
Y yo, encantado de dárselo.
No se me escapó que Amelia miró con cierta envidia a su hija cuando esta se subía encima de mi. Obviamente se había propuesto ser la primera en todo, pero mi joven amiga no iba a tolerarlo. Pero entonces pensé en que debíamos usar protección para evitar disgustos.
“Mira, yo tomo la píldora. María también. Y no tenemos bicho. ¿Tú estás limpio?”, me soltó Amelia.
“Sí”.
“Pues entonces sigo”, dijo María, dejándose caer sobre mi falo. “Joder, qué bueno...”
“No me des envidia, hija, y disfrútalo. Demuestra que llevas mi sangre”, le animó la mujer.
He de admitir que María se movía con soltura. Al principio lentamente. Nuestros cuerpos debían acostumbrarse al del otro. Estaba ligeramente apretada. Se sentía bien. Y esa sensación se unía al verla subir y bajar por mi rabo. Su bonito cuerpo me hipnotizaba. Era una joven diosa que me estaba llevando al paraíso.
“Puedes tocarlas si te apetece”, me dijo con sensual voz, masajeándose los pechos. No sería yo quien rechazase la oferta, así que me animé a incorporarme. Pero no me limité a tocar, sino también a chupar nuevamente sus tetitas. Me gustaban mucho, podría desayunarlas con el café. Amelia se pegó a mi espalda, sus senos tocaban mi espalda, sentía lo tieso de sus pezones contra mi.
“No te olvides de mi, pequeño”, me dijo. Empezó a besarme por el cuello. Mi debilidad. Cuando retrocedí vi mi boca invadida por su lengua. Era muy buena besadora. Yo estaba fuera de mi. No me podía creer mi suerte teniendo aquellas dos mujeres solo para mi.
“María…” atiné a decir cuando vi mi boca liberada. “Me voy a correr...”
“Yo también… aguanta, por favor… un poco más...”
Aguanté como pude, pero finalmente estallé en mi orgasmo. Y en ese momento sentí cómo el interior de María se contraía con fuerza, y su ritmo bajaba. Había acabado también. Y yo estaba satisfecho con eso. Finalmente se detuvo y me besó durante unos momentos mientras se recuperaba.
“Ha estado genial. Me habéis puesto cachonda”, dijo Amelia. Espero que no te importe darme lo mío… llevo muchas horas en el bar y quiero estar bien atendida”.
Fue bastante tierno verla tendida en la cama, con su hija entre sus brazos. Ni siquiera la desnudez quitaba algo de puro a la escena. De eso iba a ocuparme yo. No se me escapó que un chorrito de mi semen escurría por la pierna de María, quien me miraba embelesada. Pero no era momento de ocuparme de ella. Amelia me esperaba.
Separé sus piernas. Mi rabo estaba erguido nuevamente (difícil era que en tal situación se me bajase) y lo situé en la entrada de su vagina.
“No seas tan remilgado”, me animó Amelia.
Y de un empujón le metí toda mi polla. Había sido algo más rudo de lo que me hubiera gustado, pero ese “Aaaahh...” de placer de Amelia me había indicado que así le gustaba a ella. Duro. Pues duro lo íbamos a hacer.
Atrapé sus piernas para apoyarlas en mi pecho, mi cabeza entre medias, y empecé a follarla a buen ritmo. Su cuerpo se contraía cada vez que mi picha llegaba hasta la base. Me deslizaba con mucha facilidad dentro de su chocho. Además, en aquella posición, ella tenía muy difícil dominarme, que parecía estarlo deseando. Mi personalidad malévola se alegró de ello. Yo era el máster.
“Joder. En la capital deben estar encantadas contigo...” jadeó.
“No se quejan...” bromeé. Y cambié el ritmo. Saqué mi pene muy lentamente de ella, y se lo volví a meter rápidamente. Gemido. Salí despacio. Entré deprisa. Gemido. Despacio fuera. Rápido dentro. Gemido.
“Dios… me encanta...”, susurró la buena mujer. María estaba embelesada viéndonos. Y entonces la vi tener un escalofrío. No era para menos. Su madre había pasado una mano por su espalda, alcanzando su coñito, y había empezado a estimularlo. “Oye, no te pares…”, protestó.
Me había quedado inmóvil viendo aquella escena de bonito incesto, pero debía hacer lo prometido. Volví a mi ritmo habitual, entrando y saliendo deprisa de su sexo. Una maravilla. Más aún cuando María, fuera de si, empezó a comerle las tetas a su madre. Debía estar realmente cachonda. Aunque supongo que unas pajas así de improvisto tenían que sentirse muy bien.
“Un poco más, pequeño… casi llego...”, murmuró Amelia. “Más rápido, por favor… sí, ahí...”
Pero decidí torturarla un poco más y bajé el ritmo de mis embestidas. Eso pareció excitarla más, a pesar de las protestas que prosiguieron por ello.
“No… duro, me gusta duro… por favor...”
“¿Lo quieres? ¿Quieres que te folle duro? ¿Quieres que me corra dentro?”, le pregunté, poniendo mi voz más grave.
“Sí… lo quiero...”
“Dime qué quieres”.
“Quiero… que me folles… duro… que te corras.. dentro… de mi...” suplicó entre gemidos.
“Deseo concedido”, dije, y volví a aumentar el ritmo de mis acometidas. Continué hasta que me corrí con ganas, mientras ella se retorcía en su propio orgasmo. Joder, se sentía bien hacerlo de aquella manera. Madre e hija sometidas a mi. Una maravilla. Pero debo admitir que estaba un poco cansado. No me iría mal un pequeño respiro.
Tomé aire, apoyando la cabeza en la pelvis de Amelia. María, por su parte, acomodó su cara a mi entrepierna, y de vez en cuando me daba algún besito en el glande.
“Creo que aún te debo algo”, le dije a María. Esta se puso colorada y me ignoró. A punto estuvo de volver a meterse mi rabo en la boca, pero me retiré suavemente. “No, no, señorita. Te debo una comida de coño”, le dije, logrando que se pusiera colorada.
“Es verdad, hija. No sabes lo que te pierdes. Su lengua me ha hecho maravillas ahí abajo”, aseguró Amelia.
“Me da corte...”
“¿Más corte que te haya masturbado tu propia madre?”, preguntó Amelia, irónica. “Ven aquí, hija. Tienes que aprender también a recibir el placer. Y este semen-tal”, me guiñó el ojo con su chiste parece con ganas de hacerlo. Eso es difícil de encontrar”
María parecía resistirse, pero no pudo evitar un tirón de su madre. Apoyó a su hija de cara hacia mí, sujetándola por las tetas, y sujetándole las piernas con las propias. María parecía nerviosa al verme ahí, con mi erección apuntando hacia ella, y mi lengua acercándose peligrosamente.
“Cálmate. Prometo que te va a gustar mucho”, le dije, y le di un ligero beso. Fui bajando por sus pechos con mis labios, su vientre, y ahí estaba de pronto cerca de mi. Su coñito, palpitando. A mi no me engañaba. Estaba mojada. Sonreí, y pegué mi cabeza a su cuerpo. Soplé suavemente, y tuvo un escalofrío.
“Malo”, protestó.
“Sí”, afirmé, antes de empezar a comerle el coño. Esta vez con más suavidad. Mi lengua buscó su clítoris y cuando lo encontré, le dediqué un rato a chuparlo. A lamerlo, a disfrutar de su sabor. Me gustaba mucho. Y podría acostumbrarme a esa situación con dos mujeres. Si ambas toleraban. Con ese pensamiento noté que mi rabo se endurecía un poco y me pajeé mientras le seguía comiendo el chochito.
Amelia parecía cansada de estar ahí, y optó por dejar que su hija se quedase sobre el cabecero de la cama, y se movió. Miró a su hija, que estaba disfrutando del sexo oral por primera vez, y se quedó a mi lado. Su mano apartó a la mía y continuó mi paja.
“Me encanta tu polla. Manejable y placentera”, me dijo al oído. Me puse colorado. “¿Dónde has pensado correrte?”
“No… lo… se...”, dije en un momento que me separé del chocho de su hija.
“Mi cuerpo sería una buena idea”, me propuso. Y en ese momento sin yo esperarlo, se lamió un dedo. Pensé que era un gesto erótico… lo que no esperaba era que en ese momento lo dirigió a mi culo. “Relajate, amor”.
Y sin poder replicar, pues no podía hacerlo con mi boca invadida, me lo metió por el culo. Gruñí, pero aquella mujer parecía saber lo que hacía. Su dedo no tenía uña, de forma que no me dolió en absoluto. Ahí estaba ella, masturbando mi polla y mi culo a la vez mientras yo devoraba el coño de María.
Conseguí por fin que María tuviera su primer orgasmo oral, y luego se puso al lado de su hija. Abrazadas, se acercaron a mi rabo y volvieron a besarse mientras me lo chupaban. Con la cercanía Amelia pudo nuevamente meterme su dedo por el ano. No me avergüenza reconocer que aquel fue uno de los orgasmos más poderosos que había tenido nunca, manchando la cara y las tetas de mis anfitrionas cuando disparé mis chorros.
“¿Te ha gustado?”, preguntó Amelia. “Apuesto a que nunca te habían profanado el culo”.
“Pues no, pero… joder. No ha estado mal”, reconocí.
“Podría volverte adicto si quisiera. Pero ahora yo me he vuelto adicta a esto”, dijo, sujetándome el rabo. “Espero que no te importe volver a follarme”.
Se puso esta vez ella sobre mi. Tenía demasiadas ganas. María por el contrario reposaba a mi lado. Me pregunté si ya había sido suficiente sexo para ella en una noche. Me daría pena dejarla sola… pero Amelia no parecía con ganas de parar aquella noche. Amelia empezó a cabalgarme como a ella le gustaba: a buen ritmo. Sus tetas rebotaban mientras se movía, y sus gemidos me gustaban mucho.
“¿Me das un beso?”, me pidió María, acurrucada a mi lado.
“¿Te pasa algo?”, pregunté. Su madre seguía ajena a nuestra conversación.
“No me esperaba la noche así, pero… me ha gustado mucho”, me dijo. “Bésame, por favor”
Nos besamos tiernamente mientras su madre me llevaba a un clímax. Pero algo curioso ocurrió. Ella eyaculó, pero yo aún no estaba listo. Bueno, contando mentalmente, yo llevaba varias corridas aquella noche, pero aún así, no me apetecía quedarme con el rabo tieso.
“Yo estoy agotada y satisfecha”, dijo Amelia, bajándose de mi. Su coño se veía dilatado. “María, podrías terminar de montarle”, propuso. “No le vamos a dejar así”.
“Mi coño está más que satisfecho”, aseguró María.
“¿Le vas a dar un oral?”
“Mejor”.
Tomó mis manos y me las puso sobre sus glúteos.
“¿Qué te parecería?”, me preguntó. Había recuperado su sensualidad. Me hablaba en susurros y muy cerca de mi cuerpo.
“¿No te dolerá?”
“No es la primera vez que lo haría… Y tú estás a medias. Seguro que aguanto”, dijo, y me besó suavemente en los labios.
“Vaya, mi nena demuestra lo que es capaz”, dijo Amelia, divertida. “Va a ser divertido verlo”.
María se situó en cuatro, ofrecida a mi, Separé sus nalgas. Me gustaba ese culito que tenía. Mi pene seguía endurecido, animado por lo que veía. Pero lo primero era lo primero. Dejé caer un buen chorro de saliva sobre su culito, y presioné mi dedo hacia dentro. María gimió un poco, pero parecía aguantarlo. Besé su nalga mientras mi dedo entraba y salía. Se lo saqué, volví a dejar un poco de saliva y esta vez probé con un par de dedos.
“¿Estás bien?”, le pregunté.
“Sí, tranquilo. Lo haces muy bien… no tardes en entrar...”
Lo dilaté un poco más y a continuación puse mi pene en la entrada a su culo. Deslicé suavemente mi erección dentro de ella. Me topé con un poco de resistencia, y en ese momento retrocedí. Volví a meterlo. Resistencia. Afuera. Otra vez dentro. Un poco más profundo. La saqué al encontrar resistencia. Voví hacia dentro.
No tardé mucho en proceder a embestirla. Mi pene se deslizaba cómodamente en su culo. Entraba y salía por completo. María suspiraba. Oí un quejido. Tal vez debería parar.
“María…”, dije, con mi rabo aún ensartado en su culo. “Si quieres parar...”
“No… creo que sé lo que hacer… tú sigue”, me pidió.
Y mientras la daba por el culo, vi como la joven apoyaba la cabeza entre las piernas de su madre. Amelia cambió su expresión. Qué morbo. Le estaba comiendo el coño a su madre. Qué imagen. Intenté no acelerar mucho mi ritmo para no hacerle daño, pero admito que di un empujón algo brusco cuando me corrí. Salí de su trasero.
“Venid conmigo”, dijo Amelia, recuperándose de la inesperada comida de coño.
Nos levantamos como pudimos y fuimos hasta el dormitorio de Amelia.
“Mi cama es más grande. Podemos dormir aquí”.
“¿Los tres?”, pregunté.
“A ver si te crees que te vamos a dejar escapar”, dijo, guiñándome el ojo. María me dio un abrazo y nos tumbamos sobre el colchón. Amelia se tumbó a mi otro lado, y como buenamente pudimos, nos echamos a dormir. Yo estaba realmente satisfecho de aquella noche. Y realmente no me importaba si no me dejaban escapar.
Al día siguiente amanecí sólo sobre la cama. Me incorporé, completamente desnudo, y llegué hasta la cocina. Amelia estaba haciendo café.
“Buenos días, campeón”
“Hola. ¿Y María?”
“En el bar. Hoy libro yo. Lo que significa… que voy a poder probar esa técnica de sexo anal que tanto gustó a mi hija anoche”.
“¿Propones que nos quedemos toda la mañana follando sin ella?”, pregunté sorprendido.
“¿Es que tienes un plan mejor?”
“La verdad es que no”.
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Vacaciones con mis primos (fin)
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Hace poco volví a ir a mi pueblo a descansar de la rutina. Yo no tenía muchas expectativas de hacer nada, más allá de pasarme el día tumbado en algún banco en la calle, disfrutando del buen tiempo y del no hacer nada en todo el día.
A la sombra se estaba de maravilla, corría el aire fresco, algo de agradecer después de haber sufrido el horno que era vivir en la gran ciudad. Pero incluso estando en una situación tan buena, el cuerpo me pide a veces ir a tomarme algo al bar.
Así que fui al que habitualmente era mi predilecto, saludé, y pedí.
“Una caña, por favor”.
“En seguida”.
Me volví a mirar. Y joder. Una mujer despampanante estaba atendiendo la barra. Yo no me suelo fijar mucho en las mujeres “maduras” (esta debía tener 40 años a lo sumo) pero me pareció increíblemente atractiva.
Pelo moreno, recogido en una trenza, guapa, ojazos verdes, unas curvas que se adivinaban bajo esa camiseta blanca corta, unos pechos de buen tamaño, en proporción a su cuerpo. Una diosa, sin lugar a dudas. Me sonrió, abrió la cámara donde estaban los vasos fríos, y se agachó a por uno, mostrándome su bonito escote. Desvié la mirada, como si me interesara el cartel del “Próximo pleno del ayuntamiento”. Aunque volví a mirarla cuando me sirvió la caña.
“Gracias.”
“De nada, guapo”.
Tomar aire, soltar aire, y tomar mi caña. Esperé que no se fijase en que mis ojos se perdían en sus curvas cuando se alejaba a atender a otros clientes en la barra. Sólo por esto ha merecido la pena venir al pueblo, pensé para mis adentros mientras aquella diosa nos deleitaba con su figura.
“¡María, ven a echarme una mano!”, gritó la buena mujer cuando llegaron más personas al bar y no daba abasto.
Por la puerta que daba a la cocina apareció la otra diosa de la mañana. Una joven de piel morena, pelo negro, ojos azules… Una belleza que no debía tener más de veinte años, por las apariencias. Llevaba la misma camiseta que la mujer, y el pelo recogido en una coleta. Que me aspen si ese bar no era la antesala del cielo, pues estaba rodeado de ángeles.
“¿Quieres otra?”, me preguntó con suave dulzura.
“Ehh… sí, por favor”, no me había dado cuenta de que me había acabado la cerveza. Y me sentía sediento por aquella situación con semejantes diosas.
“Me suena tu cara… ya has venido antes por aquí, ¿verdad?”
“Sí”, le dije, y le conté quién era familia en el pueblo.
“Menos cháchara, María, los señores de esa mesa… se están poniendo muy pesados”, dijo la mujer en voz baja, de forma que sólo la escuchamos ella y yo.
“¡Amelia, otra ronda!”, llamó uno de los comensales gritando.
“Ya voy”, respondió Amelia. Por fin me sabía su nombre. “Tú échame una mano en la barra y podrás salir por la tarde, ¿vale?”
María asintió y se dio prisa en servirme la caña.
“¿Tu hermana?”, pregunté, haciéndome el gracioso.
“Mi madre”, rió María. “Perdona, tengo la paella en la sartén y no quiero que se pegue el arroz”, se excusó y salió rauda hacia la cocina.
Yo me terminé la segunda caña y pensé que ya iba siendo hora de comer a casa. Pero en ese momento apareció alguien más en el bar. Alguien bastante autoritario, por la pinta y cómo habló en ese momento.
“¡María, Amelia! ¡Que tengo un encargo para la una y media, por dios!”, dijo con cierta exasperación.
“¡Ya va, Rafa!”, dijo Amelia. Cuando el tal Rafa se metió en la cocina, me dijo: “Es un angustias. Tenemos todo controlado y nunca le parece suficiente”.
“Jefes, ya se sabe...”, tiré la ficha, intentando averiguar si era marido o no.
“Desde luego. ¿Te pongo otra?”.
“No, gracias. Me voy a ir ya. Cóbrame”.
Me cobró las dos cañas y yo me fui a casa. No se podía decir que tuviera un calentón muy fuerte, pero me habían encantado las dos. Quién pudiera tenerlas una noche… Pero el problema de los pueblos es que luego se sabe todo, y un desliz conocido por mala boca podría poner en peligro su reputación. Malo, malo. Mejor no pensar en esas cosas.
Me serví la comida, y después me retiré a dormir. Una buena siesta reparadora. Con un bonito sueño en el cual ambas mujeres se acercaban a mi suplicando por un poco de mi hombría, la cual yo les ofrecía encantado… Me desperté cachondo y cubierto en sudor. Qué sueño más vivido.
Dediqué la tarde a dar un paseo por los montes cercanos, de forma que no pude regresar a aquella taberna hasta el día siguiente, después de haber ocupado parte de mi mañana en reparar una ventana de la casa que no cerraba en condiciones. Recordé que en el bar ponía que había WiFi, de forma que me llevé la tablet para revisar algunos artículos de noticias más cómodamente que en mi teléfono móvil.
Cuando llegué me atendió María, muy amablemente. Pude entrever sus pechos cuando se agachó para servirme la caña en la mesa que había ocupado. Afortunadamente aquel día no había tanto gentío como en el anterior.
“No te vimos en toda la tarde”, me comentó. “Pensamos que habías huído”.
“Aproveché para dar una vuelta por la montaña. En la ciudad no tenemos… unas vistas como las de aquí”, volví a tirar la ficha, muy suavemente.
“Si, pero seguro que la capital tiene… cosas interesantes por ver también”, me respondió ella. Dudé si realmente me había devuelto la ficha y había empezado la partida. “Tengo que acercarme algún día por allí”.
“¿No has salido del pueblo?”, pregunté extrañado.
“Claro que sí. Yo vivo en Valencia en realidad, pero he aprovechado el verano para venir al pueblito este a echar una mano en el bar y hacerme con unos ahorrillos”.
“Ah, bueno”.
“¿Te disgustaría una chica de pueblo?”, me preguntó, y se acercó bastante a mi. Su escote lo tenía cerquísima.
“En absoluto”.
“Ya veo. Por cierto, salgo a las siete. Por si… te interesa ir a tomar algo en otro sitio”, me comentó.
“Estaré encantado”.
Aquella mañana volví a casa a comer sin pagar la caña (“Invita la casa”, me dijo María). Me eché un rato más corto que el de la tarde anterior, y luego me metí en la ducha. Me apetecía estar limpito durante el evento, ya que vi a la chica bastante predispuesta. Y si no era así, la ducha tampoco me haría ningún mal.
Así que poco antes de la hora de la cita, me encaminé al bar nuevamente. Había intentado ir con el mismo aspecto con que solia caminar (cualquier otra cosa sería llamativa) y asomé la cabeza por la puerta.
“¡Hola!”, saludó Amelia cuando me vio. “¿Te tomas una mientras esperas? La niña ya ha ido a cambiarse”.
Acepté encantado la oferta. Amelia me sirvió y por unos momentos se me quedó mirando Yo no dije nada. Luego se fue a atender otra mesa, pero juraría haber escuchado un suspiro cuando se alejaba. Volví a perderme en sus caderas y degusté mi caña.
Apenas había bebido la mitad cuando apareció María. Se había quitado la camiseta del uniforme, y en su lugar se había puesto una de color negro, bastante transparente. Tanto era así que fue evidente que llevaba un sujetador negro debajo, o podría haber adivinado sus pechos. Se había dejado el pelo suelto.
“Vas a pillar frío”, le dijo Amelia. “Portáos bien, y tú no vuelvas tarde mañana. Sabes que libro y tienes que cubrirme”.
“Lo sé, mamá, tranquila”, dijo mientras me terminaba la caña.
“Y tú, más te vale ser bueno con ella”.
“Lo seré”, prometí.
Caminé junto a María hasta que salimos del pueblo. A unos pocos metros había un bar más moderno, en el cual se solía juntar la chavalada de los pueblos cercanos para tomar algo. Un ambiente más apropiado para nosotros. Entretanto, María me fue comentando que estaba estudiando artes.
Llegamos al bar y pedimos un par de cañas. Un desconfiado camarero de mucho músculo y camiseta de tirantes le exigió ver el DNI, y ella se lo enseñó. Me dio tiempo a ver la fecha de nacimiento. Confirmado, tenía 19 años. Genial.
Nos sentamos en unos butacones bastante cómodos. O esa fue mi primera intención, ya que la chica pensó que era mejor ponerse encima de mi, con sus largas piernas sobre las mías.
“¿Molesto?”, preguntó con una sonrisa.
“Para nada”.
Sacó su teléfono y nos hizo una foto a ambos que subió a su InstaGram. Echamos un buen trago de nuestras respectivas cervezas y nos pusimos a hablar de cosas banales, como lo dura que era la vida, lo que nos gustaría ganar millones, las vacaciones soñadas…
“¿Y tú eres virgen?”, me preguntó de pronto, interrumpiendo mi relato sobre mis ganas de conocer la Isla de Pascua.
“Eeeeeh… no”, le dije, sin añadir nada, pues no esperaba una pregunta como aquella.
“Genial. Otra cosa que tenemos en común”, dijo con una sonrisa. Giró sobre sus piernas para quedar a mi altura, y me estampó un beso en los labios. Apenas salí de mi asombro correspondí a su beso. Pero me detuvo cuando le puse las manos en las caderas.
“Espera… es peligroso si nos ven aquí.”
“¿Qué propones?”, pregunté. No me apetecía tener que dejar ahí la noche.
La respuesta fue dejar las cañas pagadas y nos escabullimos hasta su casa. Subimos las escaleras con cierta prisa, y apenas se cerró la puerta, nos volvimos a fundir en un beso. Con cierta prisa, fuimos hasta su dormitorio. Era simple, pero obviamente para algo de verano no necesitaba más. La cama, grande. Un armario y la mesilla. Una tablet reposaba en el suelo. Caímos sobre el colchón, presas de nuestra propia excitación.
“Una cosa… ¿prefieres una chica atrevida… o te gusta llevar las riendas?”, me preguntó entre jadeos.
“Sorpréndeme”, le propuse con picardía.
Ella sonrió, se bajó de la cama, y se quitó la camiseta para mi. Luego hizo lo propio dejando caer el sujetador al suelo. Se me acercó moviendo mucho las caderas.
“Hola, guapo. ¿Qué te pongo?”, preguntó.
“Cachondo me pones...”
“Pues tengo algo muy bueno para eso”.
Se acercó hasta dejarme las tetas en la cara, y empecé a comérselas. Dios bendito, qué sabor más maravilloso. Tenía sus manos en la nuca, de forma que no podría haberme separado aunque quisiera. Bueno, pues si quería jugar, debería resistir a que mis dientes presionaran en sus pezones suavemente.
“Joderrrr...”, dijo. “Eres un chico malo”, añadió, mordaz.
“Cuando debo serlo”, respondí. No estaba por la labor de dejarme ganar por ella. Su cara de niña buena me había engañado por unos días, pero con las cartas sobre la mesa, ambos lo podíamos pasar muy bien esa noche.
“¿Eres acaso el diablo?”, preguntó.
“¿Quieres comprobarlo?”, insinué.
“A ver ese rabo...”, soltó. Las indirectas habían quedado en segundo o tercer plano ya. Agarró mi pantalón, desabrochó la bragueta, y asegurándose de tirar también de mi boxer, me quitó la prenda, dejando mi erección al descubierto. Sonrió, bastante satisfecha.
“Te toca. Veamos este paraíso”, le dije, mientras le iba retirando el pantaloncito. Con mi dedo pillé la goma del tanga, y lo quité también, de forma que no tardé en ver su maravilloso coñito rosado. Tenía una pequeña cantidad de vello, pero aún así… “Es precioso”.
“Graci… aaaaaaaaaash”, suspiró. No le había dado tiempo y mi lengua atacaba sin compasión su chocho, separando sus labios vaginales, explorando hacia dentro, degustando su clítoris. “Espera… espera...”
“¿Qué pasa?”, pregunté preocupado. Se le podía haber bajado el calentón, pero poco me gustaba eso.
“Quítate la camiseta primero, ¿no? Estarás más cómodo”
“¿Sólo por eso?”, pregunté desconfiado mientras obedecía y me quitaba la prenda.
“Es que… me da un poco de vergüenza que me lo comas”, me confesó. “Prefiero empezar yo, ¿te parece bien?”
“No voy a quejarme”, le dije, y me aproximé a su oído para susurrarle, “Pero esta noche te voy a comer ese coño”, logrando que se pusiera colorada. “¿Cómo prefieres que me ponga?”
“Siéntate apoyándote en el cabecero...”, me indicó, y yo seguí sus indicaciones. “Eso es. Y ahora… mi premio”, dijo, mientras se relamía acercándose a mi pene. Me dio un beso en la punta y luego dejó su lengua sobre mi glande. Me sonrió y separó los labios para engullir mi erección. Joder. No era virgen, no. Mejor para mi. Qué buena era. Probé a acariciar sus cabellos. Bajé mi mano hasta su mejilla, y como si fuera un gato, frotó su mejilla contra mi mano. Eso me excitó aún más, ya que noté mi pene contra su mejilla (por el lado de dentro claro).
“Joder, María… eres fantástica”.
“No lo es tanto. Podría haberse depilado un poco por ahí abajo”.
Nos quedamos mudos. María se sacó mi polla de la boca de inmediato. Amelia, su madre, estaba en la puerta del dormitorio y nos había pillado en plena faena. Y a mi me había matado el comentario sobre la depilación de chocho de su propia hija.
“¡Mamá! ¡Se llama antes de entrar!”
“Os dejasteis la puerta abierta, pequeños pervertidos”, comentó Amelia, distraída. “Hija, qué envidia me das. ¡Prometiste no tirártelo!”
“Claro. Para que lo intentaras tú”, ironizó María.
“Eeeehhhh, chicas, yo creo que me voy a ir a casa”, dije. ¿Qué me pasaba? En aquella situación debería habérseme bajado la erección. Pero no. Seguía tiesa como un palo.
“¿En serio te quieres ir así?”, preguntó María. “Creo que no es muy recomendable”,
“Nosotras te podemos ayudar con eso. Siempre que sea recíproco”, propuso Amelia. Y dejando claro que iba totalmente en serio su propuesta, se acercó mientras se quitaba la camiseta del uniforme… debajo del cual había optado por no ponerse sujetador, como pude comprobar. Unas tetas preciosas.
“¿Me estáis proponiendo un trío?”
“Sí. Y no tienes cara de querer rechazarlo”, dijo María. Se puso al lado de su madre, para que las pudiera valorar con atención. “Pero no puedes tardar en aceptar. Me voy a quedar fría...”
“Vamos, nena”, la animó su madre. “Toma la iniciativa y ve a por él. Yo me uno en seguida”, añadió, y me guiñó el ojo.
María obedeció a su madre y volvió a gatear por la cama. Como si no nos hubieran interrumpido, volvió a comerme la polla, succionando y jugando con su lengua. Mi miraba no se desviaba de Amelia, quien se quitó la falda, dejándola caer al suelo, así como unas bonitas bragas de encaje. Entendí el comentario hacia su hija. Ella llevaba todo el chochito depilado. Lo pude ver perfectamente, ya que separó ligeramente las piernas y se agachó, permitiendome ver lo limpio de su coño y de su culo.
“Vaya, María… no querría saber con cuántos has ensayado”, bromeó la mujer cuando se acercó a nosotros, gateando, poniéndose al lado de su hija. “Déjame ver...”
Sin que María soltase mi falo, saboreando la punta, Amelia aplicó su lengua por mis pelotas. Subió poco a poco por toda mi longitud, hasta que llegó arriba. Sus labios se encontraron momentáneamente con los de María, quien retrocedió.
“¡Mamá!”, protestó.
“¿Con una polla en la boca te dan asco mis labios?”, preguntó sorprendida. “Pensé que era más liberal. Seguro que al chico le gusta vernos así”.
Para mi deleite, se besaron un poco más alrededor de mi glande. Al principio, María era tímida pero pronto se soltó en un estupendo beso lésbico con su madre. Luego optaron por cambiar, y Amelia se quedó degustando el sabor de mi líquido preseminal.
“Espero que des la talla”, me susurró María antes de darme otro beso de los que dejan sin respiración. Correspondí mientras mi mano acariciaba los cabellos y la cara de su madre. Mi cuerpo entonces empezó a enviarme señales. El clímax estaba cerca. Intenté contenerme, pero mi respiración se agitaba. Yo quería acabar. Era el primer asalto de la noche y me estaba encantando. “Creo que mi madre no te va a soltar… córrete en su boca...”, dijo con resignación.
Pero no quería dejarla desatendida, de forma que le acaricié una teta mientras le chupaba la otra con cuidado. Mi climax no tardó en desatarse. Recuerdo que succioné mucho sobre su pezón cuando eyaculé, arrancándole un gemido de intenso placer a la joven. Amelia no tuvo ningún problema recibiendo toda mi semilla en su boca, y como nos mostró la buena mujer, se lo había tragado todo.
“Nada mal para empezar, campeón”, me soltó Amelia. “Pero creo que mi hija se ha quedado con ganas de algo. Ven”.
María se acercó a su madre, quien de pronto envolvió mi pene con sus firmes senos. Me pajeó con ellos hasta que volvió a estar erecto y en ese momento María volvió a chupármela. Era una situación un poco bizarra, pues Amelia parecía mirar con orgullo a su propia hija mientras me hacía una felación.
“Prueba a hacer esto un poco más despacio… así… bien, nena. Ahora intenta llegar un poco más profundo… espera...” se apartó para dejar que su hija me hiciera una estupenda garganta profunda. “Eso es, cielo”. Se volvió hacia mí. “¿Te parece si mientras ella termina… me das lo que me corresponde?”.
“Ven aquí”, dije, sacando mucho la lengua para dejar clara mi intención. Se puso sobre mi. Admiré la belleza de aquellas piernas. Eran perfectas, sin más. Se giró, de forma que pudo ver a su hija comerme el rabo. Yo por mi parte empecé a besar sus piernas hasta que poco a poco llegué a su vagina. La encontré realmente húmeda, así que se había puesto indudablemente cachonda. Y sus jugos estaban deliciosos.Zumito de coño, pensé mientras se lo degustaba.
María estaba haciendo un gran trabajo con mi polla igualmente. Su boquita se sentía cálida, y yo estaba muy cómodo con su mamada. Pensé en que debía devolverle el favor en algún momento. Merecía también una ración de sexo oral, aunque le diera vergüenza. Amelia seguía dando alguna indicación a su pequeña, pero para mi gusto lo estaba haciendo muy bien.
Eyaculé como un bendito llenando la boquita de María de semen. Me hubiera gustado avisar, pero tenía la boca llena del coño de Amelia, que en ese momento estaba teniendo su clímax también. La mujer se quitó de encima, y pude ver cómo un hilillo de mi esperma escurría por la comisura de los labios de María. Su madre la miró con ternura, aumentando el morbo que me daba esa situación.
“¿Puedes, cielo?”, preguntó. Con cierto esfuerzo, María tragó.
“Claro que puedo”.
“No seas tan digna, pequeña. Lo pasarás mejor”, dijo, abrazando a su hija. “En fin. Creo que tú aún no has acabado, ¿verdad?”
“No. Pero no quiero sexo oral”, dijo María.
“¿Estás segura? No me importa bajar por ahí...”, le respondí, pero ella negó con la cabeza.
“No me enrollé contigo en el bar para eso. Quiero esto”, dijo, atrapando mi polla con la mano.
Y yo, encantado de dárselo.
No se me escapó que Amelia miró con cierta envidia a su hija cuando esta se subía encima de mi. Obviamente se había propuesto ser la primera en todo, pero mi joven amiga no iba a tolerarlo. Pero entonces pensé en que debíamos usar protección para evitar disgustos.
“Mira, yo tomo la píldora. María también. Y no tenemos bicho. ¿Tú estás limpio?”, me soltó Amelia.
“Sí”.
“Pues entonces sigo”, dijo María, dejándose caer sobre mi falo. “Joder, qué bueno...”
“No me des envidia, hija, y disfrútalo. Demuestra que llevas mi sangre”, le animó la mujer.
He de admitir que María se movía con soltura. Al principio lentamente. Nuestros cuerpos debían acostumbrarse al del otro. Estaba ligeramente apretada. Se sentía bien. Y esa sensación se unía al verla subir y bajar por mi rabo. Su bonito cuerpo me hipnotizaba. Era una joven diosa que me estaba llevando al paraíso.
“Puedes tocarlas si te apetece”, me dijo con sensual voz, masajeándose los pechos. No sería yo quien rechazase la oferta, así que me animé a incorporarme. Pero no me limité a tocar, sino también a chupar nuevamente sus tetitas. Me gustaban mucho, podría desayunarlas con el café. Amelia se pegó a mi espalda, sus senos tocaban mi espalda, sentía lo tieso de sus pezones contra mi.
“No te olvides de mi, pequeño”, me dijo. Empezó a besarme por el cuello. Mi debilidad. Cuando retrocedí vi mi boca invadida por su lengua. Era muy buena besadora. Yo estaba fuera de mi. No me podía creer mi suerte teniendo aquellas dos mujeres solo para mi.
“María…” atiné a decir cuando vi mi boca liberada. “Me voy a correr...”
“Yo también… aguanta, por favor… un poco más...”
Aguanté como pude, pero finalmente estallé en mi orgasmo. Y en ese momento sentí cómo el interior de María se contraía con fuerza, y su ritmo bajaba. Había acabado también. Y yo estaba satisfecho con eso. Finalmente se detuvo y me besó durante unos momentos mientras se recuperaba.
“Ha estado genial. Me habéis puesto cachonda”, dijo Amelia. Espero que no te importe darme lo mío… llevo muchas horas en el bar y quiero estar bien atendida”.
Fue bastante tierno verla tendida en la cama, con su hija entre sus brazos. Ni siquiera la desnudez quitaba algo de puro a la escena. De eso iba a ocuparme yo. No se me escapó que un chorrito de mi semen escurría por la pierna de María, quien me miraba embelesada. Pero no era momento de ocuparme de ella. Amelia me esperaba.
Separé sus piernas. Mi rabo estaba erguido nuevamente (difícil era que en tal situación se me bajase) y lo situé en la entrada de su vagina.
“No seas tan remilgado”, me animó Amelia.
Y de un empujón le metí toda mi polla. Había sido algo más rudo de lo que me hubiera gustado, pero ese “Aaaahh...” de placer de Amelia me había indicado que así le gustaba a ella. Duro. Pues duro lo íbamos a hacer.
Atrapé sus piernas para apoyarlas en mi pecho, mi cabeza entre medias, y empecé a follarla a buen ritmo. Su cuerpo se contraía cada vez que mi picha llegaba hasta la base. Me deslizaba con mucha facilidad dentro de su chocho. Además, en aquella posición, ella tenía muy difícil dominarme, que parecía estarlo deseando. Mi personalidad malévola se alegró de ello. Yo era el máster.
“Joder. En la capital deben estar encantadas contigo...” jadeó.
“No se quejan...” bromeé. Y cambié el ritmo. Saqué mi pene muy lentamente de ella, y se lo volví a meter rápidamente. Gemido. Salí despacio. Entré deprisa. Gemido. Despacio fuera. Rápido dentro. Gemido.
“Dios… me encanta...”, susurró la buena mujer. María estaba embelesada viéndonos. Y entonces la vi tener un escalofrío. No era para menos. Su madre había pasado una mano por su espalda, alcanzando su coñito, y había empezado a estimularlo. “Oye, no te pares…”, protestó.
Me había quedado inmóvil viendo aquella escena de bonito incesto, pero debía hacer lo prometido. Volví a mi ritmo habitual, entrando y saliendo deprisa de su sexo. Una maravilla. Más aún cuando María, fuera de si, empezó a comerle las tetas a su madre. Debía estar realmente cachonda. Aunque supongo que unas pajas así de improvisto tenían que sentirse muy bien.
“Un poco más, pequeño… casi llego...”, murmuró Amelia. “Más rápido, por favor… sí, ahí...”
Pero decidí torturarla un poco más y bajé el ritmo de mis embestidas. Eso pareció excitarla más, a pesar de las protestas que prosiguieron por ello.
“No… duro, me gusta duro… por favor...”
“¿Lo quieres? ¿Quieres que te folle duro? ¿Quieres que me corra dentro?”, le pregunté, poniendo mi voz más grave.
“Sí… lo quiero...”
“Dime qué quieres”.
“Quiero… que me folles… duro… que te corras.. dentro… de mi...” suplicó entre gemidos.
“Deseo concedido”, dije, y volví a aumentar el ritmo de mis acometidas. Continué hasta que me corrí con ganas, mientras ella se retorcía en su propio orgasmo. Joder, se sentía bien hacerlo de aquella manera. Madre e hija sometidas a mi. Una maravilla. Pero debo admitir que estaba un poco cansado. No me iría mal un pequeño respiro.
Tomé aire, apoyando la cabeza en la pelvis de Amelia. María, por su parte, acomodó su cara a mi entrepierna, y de vez en cuando me daba algún besito en el glande.
“Creo que aún te debo algo”, le dije a María. Esta se puso colorada y me ignoró. A punto estuvo de volver a meterse mi rabo en la boca, pero me retiré suavemente. “No, no, señorita. Te debo una comida de coño”, le dije, logrando que se pusiera colorada.
“Es verdad, hija. No sabes lo que te pierdes. Su lengua me ha hecho maravillas ahí abajo”, aseguró Amelia.
“Me da corte...”
“¿Más corte que te haya masturbado tu propia madre?”, preguntó Amelia, irónica. “Ven aquí, hija. Tienes que aprender también a recibir el placer. Y este semen-tal”, me guiñó el ojo con su chiste parece con ganas de hacerlo. Eso es difícil de encontrar”
María parecía resistirse, pero no pudo evitar un tirón de su madre. Apoyó a su hija de cara hacia mí, sujetándola por las tetas, y sujetándole las piernas con las propias. María parecía nerviosa al verme ahí, con mi erección apuntando hacia ella, y mi lengua acercándose peligrosamente.
“Cálmate. Prometo que te va a gustar mucho”, le dije, y le di un ligero beso. Fui bajando por sus pechos con mis labios, su vientre, y ahí estaba de pronto cerca de mi. Su coñito, palpitando. A mi no me engañaba. Estaba mojada. Sonreí, y pegué mi cabeza a su cuerpo. Soplé suavemente, y tuvo un escalofrío.
“Malo”, protestó.
“Sí”, afirmé, antes de empezar a comerle el coño. Esta vez con más suavidad. Mi lengua buscó su clítoris y cuando lo encontré, le dediqué un rato a chuparlo. A lamerlo, a disfrutar de su sabor. Me gustaba mucho. Y podría acostumbrarme a esa situación con dos mujeres. Si ambas toleraban. Con ese pensamiento noté que mi rabo se endurecía un poco y me pajeé mientras le seguía comiendo el chochito.
Amelia parecía cansada de estar ahí, y optó por dejar que su hija se quedase sobre el cabecero de la cama, y se movió. Miró a su hija, que estaba disfrutando del sexo oral por primera vez, y se quedó a mi lado. Su mano apartó a la mía y continuó mi paja.
“Me encanta tu polla. Manejable y placentera”, me dijo al oído. Me puse colorado. “¿Dónde has pensado correrte?”
“No… lo… se...”, dije en un momento que me separé del chocho de su hija.
“Mi cuerpo sería una buena idea”, me propuso. Y en ese momento sin yo esperarlo, se lamió un dedo. Pensé que era un gesto erótico… lo que no esperaba era que en ese momento lo dirigió a mi culo. “Relajate, amor”.
Y sin poder replicar, pues no podía hacerlo con mi boca invadida, me lo metió por el culo. Gruñí, pero aquella mujer parecía saber lo que hacía. Su dedo no tenía uña, de forma que no me dolió en absoluto. Ahí estaba ella, masturbando mi polla y mi culo a la vez mientras yo devoraba el coño de María.
Conseguí por fin que María tuviera su primer orgasmo oral, y luego se puso al lado de su hija. Abrazadas, se acercaron a mi rabo y volvieron a besarse mientras me lo chupaban. Con la cercanía Amelia pudo nuevamente meterme su dedo por el ano. No me avergüenza reconocer que aquel fue uno de los orgasmos más poderosos que había tenido nunca, manchando la cara y las tetas de mis anfitrionas cuando disparé mis chorros.
“¿Te ha gustado?”, preguntó Amelia. “Apuesto a que nunca te habían profanado el culo”.
“Pues no, pero… joder. No ha estado mal”, reconocí.
“Podría volverte adicto si quisiera. Pero ahora yo me he vuelto adicta a esto”, dijo, sujetándome el rabo. “Espero que no te importe volver a follarme”.
Se puso esta vez ella sobre mi. Tenía demasiadas ganas. María por el contrario reposaba a mi lado. Me pregunté si ya había sido suficiente sexo para ella en una noche. Me daría pena dejarla sola… pero Amelia no parecía con ganas de parar aquella noche. Amelia empezó a cabalgarme como a ella le gustaba: a buen ritmo. Sus tetas rebotaban mientras se movía, y sus gemidos me gustaban mucho.
“¿Me das un beso?”, me pidió María, acurrucada a mi lado.
“¿Te pasa algo?”, pregunté. Su madre seguía ajena a nuestra conversación.
“No me esperaba la noche así, pero… me ha gustado mucho”, me dijo. “Bésame, por favor”
Nos besamos tiernamente mientras su madre me llevaba a un clímax. Pero algo curioso ocurrió. Ella eyaculó, pero yo aún no estaba listo. Bueno, contando mentalmente, yo llevaba varias corridas aquella noche, pero aún así, no me apetecía quedarme con el rabo tieso.
“Yo estoy agotada y satisfecha”, dijo Amelia, bajándose de mi. Su coño se veía dilatado. “María, podrías terminar de montarle”, propuso. “No le vamos a dejar así”.
“Mi coño está más que satisfecho”, aseguró María.
“¿Le vas a dar un oral?”
“Mejor”.
Tomó mis manos y me las puso sobre sus glúteos.
“¿Qué te parecería?”, me preguntó. Había recuperado su sensualidad. Me hablaba en susurros y muy cerca de mi cuerpo.
“¿No te dolerá?”
“No es la primera vez que lo haría… Y tú estás a medias. Seguro que aguanto”, dijo, y me besó suavemente en los labios.
“Vaya, mi nena demuestra lo que es capaz”, dijo Amelia, divertida. “Va a ser divertido verlo”.
María se situó en cuatro, ofrecida a mi, Separé sus nalgas. Me gustaba ese culito que tenía. Mi pene seguía endurecido, animado por lo que veía. Pero lo primero era lo primero. Dejé caer un buen chorro de saliva sobre su culito, y presioné mi dedo hacia dentro. María gimió un poco, pero parecía aguantarlo. Besé su nalga mientras mi dedo entraba y salía. Se lo saqué, volví a dejar un poco de saliva y esta vez probé con un par de dedos.
“¿Estás bien?”, le pregunté.
“Sí, tranquilo. Lo haces muy bien… no tardes en entrar...”
Lo dilaté un poco más y a continuación puse mi pene en la entrada a su culo. Deslicé suavemente mi erección dentro de ella. Me topé con un poco de resistencia, y en ese momento retrocedí. Volví a meterlo. Resistencia. Afuera. Otra vez dentro. Un poco más profundo. La saqué al encontrar resistencia. Voví hacia dentro.
No tardé mucho en proceder a embestirla. Mi pene se deslizaba cómodamente en su culo. Entraba y salía por completo. María suspiraba. Oí un quejido. Tal vez debería parar.
“María…”, dije, con mi rabo aún ensartado en su culo. “Si quieres parar...”
“No… creo que sé lo que hacer… tú sigue”, me pidió.
Y mientras la daba por el culo, vi como la joven apoyaba la cabeza entre las piernas de su madre. Amelia cambió su expresión. Qué morbo. Le estaba comiendo el coño a su madre. Qué imagen. Intenté no acelerar mucho mi ritmo para no hacerle daño, pero admito que di un empujón algo brusco cuando me corrí. Salí de su trasero.
“Venid conmigo”, dijo Amelia, recuperándose de la inesperada comida de coño.
Nos levantamos como pudimos y fuimos hasta el dormitorio de Amelia.
“Mi cama es más grande. Podemos dormir aquí”.
“¿Los tres?”, pregunté.
“A ver si te crees que te vamos a dejar escapar”, dijo, guiñándome el ojo. María me dio un abrazo y nos tumbamos sobre el colchón. Amelia se tumbó a mi otro lado, y como buenamente pudimos, nos echamos a dormir. Yo estaba realmente satisfecho de aquella noche. Y realmente no me importaba si no me dejaban escapar.
Al día siguiente amanecí sólo sobre la cama. Me incorporé, completamente desnudo, y llegué hasta la cocina. Amelia estaba haciendo café.
“Buenos días, campeón”
“Hola. ¿Y María?”
“En el bar. Hoy libro yo. Lo que significa… que voy a poder probar esa técnica de sexo anal que tanto gustó a mi hija anoche”.
“¿Propones que nos quedemos toda la mañana follando sin ella?”, pregunté sorprendido.
“¿Es que tienes un plan mejor?”
“La verdad es que no”.
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