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mi cuñada de princesa a puta 3

A la mañana siguiente, Loung me despertó con un beso. Creyendo que quería reanudar lo ocurrido, la abracé pero ella rehuyendo mis caricias y con lágrimas en los ojos, me informó:
―Don Manuel, nunca se repetirá. He cometido un error porque ahora me va a ser más difícil cumplir con mi deber porque cada vez que le mire, querré ser suya y sabré que es imposible.
―No te entiendo― respondí enojado― creí que habías disfrutado.
―Y disfruté pero a partir de hoy, habrá otra mujer en su casa― dijo mientras huía llorando de la habitación.
En ese instante, no la comprendí y creyendo que una vez en Madrid tendría oportunidad de repetir cuando esa joven estuviera lejos de Samoya, decidí no perseguirla por el hotel.
Al bajar al hall. Loung se había puesto la careta de burócrata y con gesto serio, me saludó.
―Su automóvil está listo para llevarle al aeropuerto. Me han informado que su cuñada ya nos está esperando en la sala de espera.
Ya había asumido que tendría que cargar con esa desconocida y comprendiendo que no era culpa suya, enfoqué todo mi odio contra su gobierno. Lo que no me esperaba fue que al llegar, mi cuñada estuviera escoltada por un par de policías y su actitud me hizo saber que no se iba de buen grado. Por eso, aprovechando que nos dejaron un minuto, a solas, le dije que no se preocupara porque yo me ocuparía de que no le faltara nada.
―Siento ser una carga― respondió casi llorando con un marcado acento:― como el único varón que considero de mi familia, le debo respeto y procuraré servirle en lo que pueda siempre que me permita seguir con la labor de su hermano desde España.
No comprendiendo el alcance de sus palabras, le recalqué que mi casa sería la suya y que por supuesto estaba que podría continuar la obra que Alberto había empezado. La viuda sonrió al oírme pero no dijo nada porque los agentes habían vuelto y temía que nos oyeran.
Su silencio me permitió observarla. Aunque la raza oriental no era especialmente de mi agrado, tuve reconocer que ese metro cincuenta albergaba todo lo que un hombre puede soñar. Guapa y con un cuerpo proporcionado, su sonrisa era cautivante. A nadie que se fijara en ella, le pasaría inadvertido que esa mujer era una belleza.
«Alberto tuvo siempre buen gusto», pensé al verla caminar con paso felino por los pasillos del aeropuerto y maldiciendo mis pensamientos, me recriminé por pensar que su viuda tenía un buen polvo.
Curiosamente, Loung se mantuvo a distancia mientras estábamos en suelo samoyano pero en cuanto se hubieron cerrado las puertas del avión, se arrodilló frente a ella y en su idioma, le soltó una parrafada que no entendí. Sovann al percatarse que no lo comprendía, le dijo:
―En español, el hermano de mi marido debe de enterarse quien soy.
Loung se disculpó y ya en castellano, repitió:
―Princesa, el gobierno actual no representa al pueblo. Considéreme su leal súbdita, juro dar mi vida por usted.
―Loung Sen, tu padre me hizo llegar tu deseo de servirme y en agradecimiento a su fidelidad, desde este momento te acepto como mi secretaria personal.
Entonces lo comprendí todo. El rey, su tío y el presidente se habían desecho de un miembro de la familia real discordante en silencio y sin armar revuelo, por eso tantas facilidades y tantos honores. Querían que su pueblo jamás supiera de su exilio. De esa forma, mandándola con su cuñado a Madrid, evitaban rumores y sobre todo manifestaciones de apoyo.
Escudriñando las conversaciones con mi hermano, recordé que Samoya era una monarquía electiva y que al morir el rey el consejo de sabios decidía su sustituto. Sentí un escalofrió al pensar que mi cuñada sin duda debía ser la favorita del pueblo y viendo la mala salud del actual monarca, la mandaban exiliada a la otra punta del globo.
Sin saber que decir ni que hacer, guardando un escrupuloso respeto pregunté:
―Su alteza, ¿cómo debo llamarla?
Luciendo una de sus mejores sonrisas, esa monada me contestó:
―¿Cuñada? ¿Sovann? Me da igual siempre que me tutees. Alberto ya me alertó de que su hermano mayor era un poco estirado.
Su respuesta me hizo reír y sin importar que Loung estuviera presente, le cogí la mano mientras le decía:
―Creo que seguiré llamándote Princesa.
―Como quieras, pero en España sonará raro que en la intimidad llames de esa forma a tu cuñada― y entornando los ojos dijo con picardía:― Pueden suponer que el cariño que te mostraré es de otra índole.
Aunque vi que Loung se enfadó por la ocurrencia, a mí, su broma me hizo gracia y más animado me senté en mi asiento. Sovann y su secretaria aprovecharon las catorce horas del vuelo para establecer la estrategia de oposición que desarrollarían y antes de que me diera cuenta habían concertado una rueda de prensa en mi casa. Aunque reconozco que me abrumó todo aquello, decidí cumplir con la palabra dada y no dije nada de que usaran mi vivienda como su base. Aterrorizado porque no me cabía duda de que mi hermano había sido asesinado por ser el marido de esa disidente, traté de conciliar el sueño.
Desde que conocí a esas dos mujeres, mi vida se vio trastocada y prueba de ello fue que al llegar a Barajas, en la puerta del avión nos recibió un comandante de la Guardia Civil que tras una breve presentación, nos informó que desde el ministerio del interior le habían encomendado ser nuestro escolta en España.
―Comprendo que quieran proteger a la princesa pero ¿considera necesario una presencia permanente en mi casa? ― protesté al oír que iba a haber apostados dos secretas en el jardín de mi chalet.
―Por supuesto― respondió el militar: ―Tanto usted como la señora pueden ser objeto de un atentado y es mi misión evitarlo.
No tuve que ser un genio para entender que cada vez que saliera, un policía iría pegado a mis talones y lamentando mi perdida independencia, me hundí en un mutismo incómodo del que solo salí cuando la viuda, me cogió de la mano y susurrándome al oído, me dijo:
―Lo siento. Sabré compensarte.
En ese instante, no supe el modo tan genuino con el que, transcurridos unas pocas horas, esa mujer cumpliría su promesa.
Asumiendo mi papel de comparsa, recogí mi maleta así como el nutrido equipaje de mi cuñada y sumisamente me subí en el automóvil que habían puesto a nuestra disposición mientras un policía se llevaba mi audi cargado con nuestra ropa. Al llegar al chalet, ya nos esperaban los agentes que iban a encargarse de nuestra protección y pidiendo permiso, empezaron a instalar multitud de cámaras y otros artilugios que ni quise preguntar su objeto. Antes que me diera cuenta, me invadieron el garaje dejándolo prácticamente inutilizable, ya que habían decidido ubicar ahí la central desde espiarían todo lo que ocurriera en el perímetro.
Pero el colmo fue al entrar en “mi” despacho y encontrarme que Loung se lo había adjudicado y por eso, cabreado y arrepentido de haberle ofrecido mi casa, me fui a mi habitación. Tan enojado estaba que ni siquiera me quité los zapatos al tirarme en la cama para ver la televisión, pero ni siquiera mi alcoba fue un refugio porque a los cinco minutos de estar allí, llegó Sovann y al ver que no me había descalzado, dulcemente me regañó y me dijo:
―Manuel, necesito tu ayuda. ¿Dónde vamos a recibir a la prensa?
―Usa el salón del fondo, entre las sillas y los sofás puedes meter a más de treinta personas. Lo sé porque he hecho muchas fiestas y me consta que caben.
―Pero ¿no me vas acompañar?― musitó bajando sus pestañas― Cómo hermano de Alberto debes de estar a mi lado.
Su mirada de auxilio me desarmó y bajándome del colchón, me comprometí no solo a ayudarla a preparar el salón sino a servirle de apoyo durante la entrevista. En ese momento creí que mi presencia allí iba a ser testimonial pero en unas horas descubrí cuan equivocado estaba.
Aunque su secretaria llamó a unos compatriotas, el trabajo fue arduo y completamente agotado, a las tres decidí que basta y cogiendo a mi cuñada del brazo, le dije que tenía hambre y que la invitaba a comer.
―No tenemos tiempo para salir a comer. ¿Por qué no llamas para que nos traigan algo?
―Si te quieres quedar aquí es tu problema, Princesa, yo me voy.
Sin dar su brazo a torcer, me pidió que le trajera algo a la vuelta. Hundido en la miseria, dejé que un poli me llevara a un centro comercial y allí di rienda suelta a mi tensión poniéndome tibio en un mexicano. Al terminar pedí unos tacos vegetarianos para llevar y volví a mi antigua pacifica casa.
En la puerta, me esperaba mi cuñada de mal humor pero en cuanto me vio dulcificó su gesto y cogiendo la bolsa de la comida de mi mano, me dijo suavemente:
―Querido, me he tomado el atrevimiento de elegirte la ropa que debes llevar durante la rueda de prensa― y anticipándome la sorpresa que me iba a llevar, me explicó: ―Piensa que nuestras fotos serán vistas por mi pueblo y debes aparecer como merece tu rango.
―¿Mi rango?― exclamé.
―¡Sí! ¡Soy su princesa! Y como estoy bajo tu amparo, tú también debes aparecer ante sus ojos como miembro de la realeza.
Sin comprender su cultura, decidí seguirle la corriente pero al entrar en mi habitación y ver que sobre la cama un traje ceremonial de su país, me cagué en sus muertos. Hecho una furia, me duché con mi cabeza dando vueltas por el lío en el que me había metido. Una vez seco, me quedé mirado la puñetera vestimenta y sin saber por dónde empezar, llamé a Loung en mi ayuda.
La jodida chavala se rio al ver mi problema y sin quejarse, me ayudó a vestirme. Como comprenderéis ver a la mujer que me había tirado la noche anterior de rodillas frente a mí, mientras me abrochaba el pantalón, me pareció muy morboso y presionando su cabeza contra mi sexo, le pregunté si no quería repetir:
―Don Manuel, no insista. Lo de anoche fue un error.
Más afectada de lo que sus palabras reflejaban, esa muchacha se dio prisa en terminar, tras lo cual, desapareció corriendo por las escaleras. Solo y alborotado, me miré en el espejo. Tardé en recobrarme al ver la imagen reflejada del grotesco individuo disfrazado de Marajah oriental que era yo. Es que no faltaba ni el dorado chuchillo que, en las novelas de Salgari, eran el símbolo del poder. Estuve a punto de mandar todo a la mierda cuando mi queridísima cuñada apareció por la puerta:
―Estás guapísimo― dijo y con lágrimas en sus ojos, exclamó llorando:―¡Cómo te pareces a mi marido! No es solo por tu altura, tienes el mismo porte regio del que me enamoré.
―¿Este traje es de mi hermano?― pregunté sin llegarme a creer que Alberto hubiera consentido en llevar esa cursilería.
―Sí, es con el que se casó conmigo.
Sentí urticaria al pensar que era su “smoking de boda” y por eso le pregunté si no tenía otro.
―Lo siento. Es el único con el suficiente empaque para la ocasión.
Ajeno a lo que se me avecinaba, me compadecí de su dolor y acepté bajar vestido así. No os podéis imaginar la vergüenza que sentí al recibir a los periodistas de esa guisa y sentado en mi sillón mientras mi cuñada permanecía a mi lado con una mano apoyada en mi hombro. Perdonad pero no os he contado que Sovann iba también con un vestido típico de su país de seda salvaje rosa y adornando su pelo, portaba una pequeña diadema en forma de corona. Los reporteros gráficos aprovecharon nuestro posado para hacernos multitud de fotos y solo cuando ya estaban todos, dio comienzo la rueda de prensa.
La princesa, mi cuñada, tomó la palabra y después de hacer una alabanza al rey y al mierda de su presidente, habló de la labor de su difunto marido y prometió que seguiría con más fuerza luchando por el bien de su pueblo. En su corto discurso, no reparó en críticas contra el actual gobierno y señaló las dificultades y penurias que sufrían los campesinos y pobres en su país.
Al terminar, me miró con complicidad pero no le devolví la mirada porque estaba encabronado de que hubiera loado a su tío, el monarca, el mismo que la había exiliado. En mi fuero interno, supe que era una cuestión política pero aun así, me enojó su servilismo.
Hasta allí todo fue normal pero lo grave fueron las preguntas. El primero en preguntar fue un periodista de “El País” que obviando la presencia de mi cuñada, directamente me preguntó:
―Don Manuel, ¿es cierto que su hermano murió de un infarto o por el contrario fue asesinado?
Antes de responder, sentí la mano de mi cuñada apretando mi hombro, avisándome de que mantuviera la versión oficial.
―Que quede claro, Alberto Cifuentes murió como vivió, sirviendo al pueblo que lo acogió como suyo― respondí sin aclarar nada.
El reportero no se quedó satisfecho y repreguntó.
―¿De qué murió su hermano?
―Ya se lo he dicho, cuando el corazón de mi hermano dejó de latir, su alma seguía luchando por los pobres.
Viendo que no iba a sonsacarme ningún titular y menos le iba a confirmar el motivo de su fallecimiento, pasó el micrófono a otro periodista. Este empezó siendo más diplomático y dirigiéndose a mi cuñada, le inquirió sobre su permanencia en España.
―Tanto Manuel como yo, viviremos en este país mientras nuestro rey lo considere oportuno – y dando por terminada la respuesta, dijo: ―Otra pregunta.
Me quedé de piedra cuando me incluyó a mí en sus planes pero empecé a sudar tinta cuando el mismo tipo le preguntó:
―Entonces ¿confirma la información de palacio?
―¿Cuál?― respondió Sovann con tono duro.
―Según el portavoz del rey, después del periodo de luto y siguiendo las costumbres de su pueblo, usted se casará con el hermano de su marido.
―Sí, es cierto. Aunque suene extraño bajo la óptica occidental, la familia real samoyana sigue a rajatabla el levirato y su gente así lo espera. Tanto Manuel como yo hemos jurado seguir la labor de Alberto y poner nuestras vidas al servicio de nuestro pueblo.
La cara que debí de poner debió ser un poema pero manteniendo el tipo, me quedé callado aunque en mi fuero interno, deseara estrangular con mis manos tanto a la princesa como a su secretaria.
No me habían hablado del “pequeño” detalle que según su cultura, si un marido moría sin hijos, su hermano estaba obligado a casarse con la viuda.
Como comprenderéis, el resto de la rueda de prensa me dio igual, solo deseaba que terminara para pedirle explicaciones a esas dos serpientes con forma de mujer. Desgraciadamente para mí, las preguntas se prolongaron durante una hora. Hora en la que mi teóricamente prometida se dedicó a esbozar las medidas que tomaría en el caso de ser nombrada reina sin citarlo. Estrictamente eran consejos para el actual rey pero ningún observador avispado dejaría de comprender que esa iba ser su línea de gobierno.
«¡Aunque sea una arpía, es inteligente!», tuve que reconocer al oírla.
Al terminar la rueda de prensa, todavía me tocó acompañar a la princesa hasta la puerta y ahí despedir a los medios. Nada más irse el último y como Loung había desparecido, me encaré con la princesa y cogiéndola, le exigí explicaciones:
―¡Me haces daño!― protestó― Suéltame y podré explicarte.
Fue entonces cuando advertí que llevado por la ira le estaba retorciendo su brazo, avergonzado, la solté, momento que ella aprovechó para ir a mi despacho y sacar de su bolso una carta.
Tras depositarla en mis manos, me dijo:
―No te dije nada porque Alberto me aconsejó no hacerlo. Me habló de tu terquedad pero también de tu sentido del honor y que de llegar este momento, harías lo correcto. Si no me crees: ¡Lee el mensaje de mi marido!
Mirando el sobre que me había dado, reconocí la letra de mi hermano y urgido de explicaciones, la leí:
Manuel:
Si estás leyendo esto, significa que he muerto. Llevo temiendo un atentado dos años y por eso me he anticipado y te he escrito esta carta. Tómala como mi testamento. No dejo bienes, nunca me han importado, pero te dejó algo más importante que es una misión.
Como ya habrás descubierto que me he casado y que mi esposa es la princesa sovann. Siento que te enteres así pero no te dije nada porque no quería ponerte en la mira de sus enemigos.
Nuestro matrimonio fue por amor pero no puedo olvidarme de que mi esposa representa el futuro de su pueblo. Solo ella será capaz de sacar de la edad media a su país y llevarlo al siglo xxi. Por eso, te pido que le ayudes aunque eso signifique tu sacrificio.
Sacrificio inevitable, porque ninguna mujer puede acceder al trono sin estar casada y el día que yo falte, serás tú el único con el que podrá hacerlo. ¿recuerdas las veces que, de niños, nos intercambiábamos los papeles?. Te pido eso:
“Toma mi lugar”.
Un hermano que te adoraba en vida
Alberto.
Releí su carta un montón de veces porque me costaba creer que mi hermano estuviera de acuerdo con esa locura. Cuando hube asimilado sus palabras, me escandalicé al saber que de acuerdo con sus ideales una vida solo tenía sentido si se tenía una misión y que obviando mi opinión, me legaba la suya.
«¡Quién cojones se creía para joderme así!», maldije mientras me guardaba el papel en el bolsillo.
Sovann, que se había mantenido en silencio, me preguntó:
―¿Vas a cumplir su deseo? ¿Puedo considerar que seguirás su lucha?
Traicionando las bases de lo que había sido mi existencia hasta en ese momento, no pude negar a mi hermano muerto ese último favor y por eso, indignado, respondí:
―Sí, pero no esperes que me meta entre tus piernas. Eres la viuda de mi hermano y aunque firmemos un papel, seguirás siéndolo.
La mujer sonrió y habiendo obtenido mi promesa, me dejó solo…

4 comentarios - mi cuñada de princesa a puta 3

veteranodel60
Exelente relato, teñido de matices políticos y totalmente exótica, pinta muy bien, van 10 puntos solo le faltan una fotos aunque más no sean ilustrativas
Aceby
Va bien.. Buena historia!
pitufo22
Bien esperando la 4 parte