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Una secretaria ejecutiva

Ella es la secretaria de un alto ejecutivo. Muy distinguida y eficiente, está en todos los detalles del trabajo.
Mañana, su jefe tiene una presentación muy importante. Ese señor mayor y exigente, le ha encargado que todo esté listo para primera hora.
Ha trabajado todo el día y a última hora tiene todo listo para irse a su casa a descansar, antes del gran día. Al pararse, ha tropezado con el cable de la computadora, ésta se ha apagado y como es de suponer en estas situaciones, se niega a prender nuevamente.
Ella está en un ataque de nervios, y también desesperada, pero se acuerda del tipo de sistemas, y entonces lo llama: saca su número de teléfono de una vieja agenda, pero el técnico no contesta.

Vuelve a llamar y nada. La alta secretaria entra en pánico: no conoce a nadie más que la pueda ayudar.
Al lado del número de teléfono, figura la dirección del empleado, y no es muy lejos de ahí. Perdida por perdida, decide ir a verlo.


Luego de manejar unos minutos, llega. Es una casa simple, como tantas otras. Llama a la puerta, que encuentra mal cerrada. Nadie contesta y siente el nerviosismo de nuevo, apoderándose de su cuerpo.


Mezcla de curiosidad y desesperación, abre la puerta y se mete en la casa. Se saca los zapatos negros de tacos altos, y en puntas de pie recorre el living hasta entrar en la zona de los dormitorios. Atraviesa el pasillo y llega a la primera habitación, que tiene la puerta entreabierta. Está por golpear la puerta pero asoma la cabeza y no puede vencer el impulso a espiar por el espacio que queda entre la puerta y el marco. Es una locura.


De chica le gustaba mucho espiar. Un vicio que de grande fue quedando sepultado bajo miles de normas de educación y formalidad. Pero siempre algo quedaba: la mirada de reojo a los ventanales del barrio o la fantasía de alguna vez, en alguna oportunidad espiar a un hombre solo, en su intimidad mas secreta. Siempre se preguntaba eso: cómo sería el momento, el modo, en que un hombre se daba placer a si mismo: qué caras pondría, que poses adoptaría, como se agarraría? Estaría desnudo, a medio vestir? Como sería el momento del desenlace?


A veces esos pensamientos le venían cuando menos lo esperaba. Otras, eran las imágenes que necesariamente la asaltaban cuando su impulso sexual la llevaba a darse placer a ella misma en momentos de absoluta paz e intimidad. Y estos eran cada vez más frecuentes...


Pero ahora estaba ahí, en esa situación que le generaba mucha adrenalina. Observó mejor y vio que el hombre, a quien tenía visto apenas en la oficina, se encontraba acostado, solo, en una cama grande, casi de espaldas. Parecía dormir. Veía su torso desnudo, las sábanas blancas cubriendo las piernas, hasta la cintura. La tela abrazaba la pelvis y una pierna escapaba por un lado. No podía asegurar si vestía algo o si estaría desnudo. Ese pensamiento le llenó de cosquillas, pero creyó que sería mejor no arriesgar más: posiblemente habría alguien más en la casa y sería dificil de explicar qué hacía espiando el dormitorio de un hombre al que apenas conocía, en una casa que no era la suya.


Sigilosamente, caminó el pasillo y se cercioró que nadie más habitase la casa. Volvió a la posición inicial, a espiar a ese hombre que quizás estuviese desnudo, y tal vez cumplir con la fantasía que tantas veces la llenaba de deseo. Cuando llegó, en completo silencio, pudo ver que la tela había bajado un poco. La cintura se veía con claridad, y podía ver la diferencia de pigmentación de la piel, que no estaba acostumbrada al sol, dejando las marcas tipicas del verano. Casi que el muslo se le veía entero. Le gustó verlo, como admirando una estatua o una foto de un sitio erótico. La cola se insinuaba y también los músculos del dorso, que un poco brillosos, e insertandose en los abdominales, se perdían en la ingle. Pero no podía ver más allá: el pubis y las zonas más erógenas quedaban del otro lado de su visión, y tapadas aún por la tela.


De pronto advirtió que el hombre se movía. Algo bajo la sábana se desplazaba muy lentamente, casi imperceptible. Recién ahí advirtió que la cara de quien en definitiva era un compañero de trabajo, pasaba por diversos gestos al fruncir el entrecejo o esbozar una tenue sonrisa. Buscó las manos del hombre, pero solo encontró una. La otra, permanecía perdida entre sábanas y colchón.
 
El hombre hizo un movimiento brusco con su pierna y quedó desnudo frente a ella, pudiendo ahora si ver lo que antes se le negaba. Fue ahí que recién se dio cuenta de lo que pasaba: la mano perdida sostenía la verga suavemente, como masajeandola en cámara lenta, sin ningún apuro. Era todo lo que alguna vez había deseado presenciar. Ya no importaba la presentación ni su jefe exigente. Era solo ella, voyeur sin quererlo, viendo como aquel hombre se daba placer a un par de metros. 
La mano seguía sola, sosteniendo con dos, a veces tres dedos, la punta de esa verga no del todo erecta pero venosa y brillante.
No pudo dejar de ver eso. Alternaba el foco de atención entre la verga y la cara de placer que tenía el hombre. Se acomodó un poco mejor, para no perderse detalle. Un millón de hormigas le hacía cosquillas entre sus piernas y no resistió acariciarse ella misma. Pasó su mano por la entrepierna, sintiendo la fina lencería que siempre usaba más como un placer secreto que como regalo a un partenaire: le gustaba mucho sentirse una dama en público y una mujer de una sexualidad extrema en privado...
Llegó a su pubis y lo notó húmedo, como cuando tenía 17 años y se mojaba por cualquier cosa. Dejó su mano allí y siguió con el espectáculo único que la vida le había regalado. 
De todas maneras, se preocupó por tener una salida rápida por si acaso el hombre llegase a verla. El acceso al pasillo estaba libre y el riesgo valía la pena. Asique decidió ver como el hombre seguía masturbándose. Le encantaba no solo la situación, sino ver que el hombre se tomaba todo el tiempo del mundo. La mano era un concierto de movimientos alrededor del glande, alternando en ritmos e intensidades. El cuerpo, ligeramente encorvado, hacía marcar los músculos en tensión del hombre.
Se preguntó en quién pensaría él. O que situación tendría en mente. Acaso estaría haciendo el amor con una ex novia, con un amor imposible o con una estrella de cine?
De repente, el hombre se acomodó boca arriba y pudo ver mejor la zona púbica. Vio, como en una película erotica, los testículos, y todo el largo del falo brillante, que se remataba en la cabeza roja. Ahora se la agarraba tomandola toda y el ritmo era más enérgico. Pequeños movimientos de la pelvis acompañaban el acto. De a poco, el hombre subía cada vez más la pelvis, partiendo el movimiento desde los glúteos de la cola. Le gustó verle la cola subir y contraerse al tiempo que la verga se le llenaba cada vez más de sangre, poniendola aún más dura y brillante de flujos, que empezaban a brotar de allí. Eran los fluidos preseminales, que el hombre esparcía sobre la piel del glande, aumentando a su vez el placer que sentía. Era como una energía que partía desde los glúteos, subía al pubis, llegaba al tronco y allí era ayudada por la mano, que terminaba de hacerla subir al glande, proporcionando un placer enorme al hombre.


Para ese momento, ella ya estaba decididamente excitada. Se frotaba su vagina, y se mordía el labio inferior. Se corrió a un lado la tela de la fina bombacha. Miraba la escena y a veces se frenaba de ganas de saltarle encima, de devorarle el tronco a ese macho, de que él la hiciese suya, pero por mil razones se quedaba quieta y disfrutaba de ese otro placer que era contemplar esa escena real, sin incentivos: puro sexo y placer.


El hombre seguía en su tarea. Ella pensó los mil eufemismos o modos de denominar ese acto: se masturbaba, se la jalaba... Pero encontró más placer en las palabras sucias que describían mucho mejor ese momento: se pajeaba. Le gustó asociar la imagen que veía a esa palabra y olvidarse de todos los mandatos y castraciones que la religión y las costumbres le habían ordenado a través de años.


El ritmo se había acelerado. La mano se crispaba sobre la verga y el hombre se ayudaba con la otra, sosteniéndose los testículos. La pelvis se elevaba por los glúteos tensionados del hombre. Se escuchaba su respiración agitada. Le encantaba lo que estaba viendo y sabía que por muchisimo tiempo, estas imágenes la acompañarían en los momentos en que ella se diese placer, tal como el hombre lo hacía ahora. El ritmo se incrementó aún más y el hombre comenzó a murmurar, exclamar... 
Y de repente un chorro blanco, viscoso, brotó de la cabeza brillante. Alguna parte del chorro voló y cayó nuevamente sobre la sábana. Otra parte, de un segundo o tercer borbotón, se quedó en la mano que sostenía la verga, mezclando todo en un enchastre blancuzco que se derramaba desde el glande hacia el tronco venoso. 
El hombre se desarmó, se relajó y ella pudo oler el olor de la leche, esperma acumulado, que iba invadiendo el ambiente. 
Ya era hora de huir sin ser vista, pero no quiso perderse la imagen de la verga poniendose flácida, cayendo a un costado y mojando la sábana mientras el hombre trataba de limpiarse y de recomponer sus fuerzas. Aguardó todo lo que pudo y por fin el hombre se quedó dormido. 


Con esa última imagen, se fue casi en puntas de pie al auto, a sacarse el deseo corriéndose la delicada ropa interior y frotarse su sexo abierto, mientras repasaba cada imagen y hacía tiempo para ir a tocarle el timbre, ya con otra cara, al muchacho de sistemas, que seguro en un rato despertaría más relajado...






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