Sin decir una palabra, María caminaba tras su madre escondiendo el fruto de su pecado entre su ropa. Su mano pringosa se refugiaba entre los lienzos de su vestido.
Aurora aceleraba el paso sin mirarla. Solo cuando atravesaron la puerta de ingreso a la casa la miró con dureza diciéndole:
- Anda a bañarte ya mismo, que tenemos que comer. Ya vamos a hablar… la ropa para cambiarte está en el baño.
Bajando la mirada, entre avergonzada y furiosa, camino hacia el baño. Mientras esperaba que el calefón eléctrico calentara el agua, sacó su mano untada en semen del interior de su vestido. La abrió observando los hilos de esperma adheridos a sus dedos. Un extraño sofocón irradió su cuerpo cuando las palabras de Ramón resonaron en sus oídos como un eco.
- “Dice que le encanta mi leche… que es riquísima”
Su lengua atormentada no dudó, salió de su boca escudriñando el aire. Ya no era una lengua normal, era una serpiente de músculo que duplicaba el tamaño de la de cualquier mortal, incluso aunque lo deseara ya María no podía dominarla. Como poseída acercó su mano a su rostro y su lengua se arqueó para lamerla y luego enroscarse entre sus dedos.
Aquel fluido blancuzco y gomoso se transformó sobre sus papilas. Zinc, colesterol, calcio, sodio, potasio, ADN, espermatozoides. Un singular efecto de satisfacción y desagrado se misturaba en su mente. Saliva y semen se mezclaban en su paladar hasta que una violenta arcada impidió que lo tragara. Un feroz escupitajo de baba y esperma cayó sobre el lavatorio.
- Te pasa algo María – preguntó su madre
- No, mamá, nada.
- Entonces, apurate…
Dejó correr el agua del lavatorio contemplando como esa mezcla lechosa se perdía por la cañería y se desvistió. Mientras se duchaba, la incertidumbre se apoderó de María. El sabor de aquel esperma era delicioso pero al mismo tiempo asquerosamente repugnante. Su lengua había detectado los compuestos que tanto anhelaba. ¿Pero qué había pasado? ¿Tendría que convertirse en una puta como Clarita para encontrar lo que buscaba? ¿Cómo sofocaría la locura a la que la conducía su lengua endiablada?
Almorzaron casi en silencio hasta que Antonio anunció que tenía que arrear unas vacas, se levantó de la mesa y salió de la casa.
- María, ayudame a lavar los platos – dijo Aurora secamente y sin preámbulos se dirigió a su hija con dureza.
- Escuchemé bien, hija. Lo que hizo está muy mal. La vi. ¿Se volvió loca o qué? Esas cosas se hacen por amor, no con cualquier extraño. Es una asquerosidad hacerlo como un animal, ya va a tener la oportunidad de encontrar a la persona que ame, que llene su corazón, cuando lo haga demuéstrele su amor como quiera. Es joven hija, muy joven para apurar ciertas cosas. No voy a contarle a su padre nada, porque si lo sabe seguramente le daría unos azotes, pero prometamé que no lo volverá a hacer hasta que encuentre su verdadero amor.
Sin mover la vista de los platos enjabonados, María asintió y prometió no volver a hacerlo. Para desgracia de ambas esa sería la última vez que tendrían una charla de ese tenor. La frágil salud de Aurora volvió a empeorar y esta vez los médicos no le dieron muchas esperanzas.
Antonio vagaba por la casa y por el campo como perdido. Una profunda tristeza lo embargaba. Unos días antes de partir al más allá, Aurora los llamó a su lecho de muerte y con el poco hilo de voz que le quedaba se dirigió a ambos.
- Sé que voy a morir… pero no quiero que estén tristes. Antonio, prometeme por favor que vas a cuidar de María mucho más que una hija y le darás el mismo de tipo de amor y cariño que me diste a mí todos estos años… y vos María… cuidá y amá a tu padre como yo, es tu única familia, ya vas a encontrar…ya vas a encontrar lo que tanto buscás… y ese día yo también seré feliz donde sea que esté.
Dos semanas después, cuando terminaba la primavera y el sol furioso del verano comenzaba a arreciar, Aurora murió.
El silencio estival parecía acompañar la tristeza de todos y se alargaba en almuerzos y cenas frugales, así como en las noches donde solo los grillos o el chillido de algún ave nocturna quebraban la monotonía.
Antonio ya no salía a disfrutar del límpido cielo estrellado que solo se aprecia con nitidez en la desnudez del campo. Temprano, cenaba parcamente y se acostaba en su camastro a medio vestir, sintiendo el vació dejado por su amada Aurora.
Las noches y los días de aquel angustiante verano se fueron diluyendo con la caída de las primeras hojas otoñales. Nada había variado y María estaba dispuesta a cambiar esa situación.
Una noche de abril cuando el cielo preanunciaba una bestial tormenta María estaba absolutamente decidida.
Cuando Antonio se acostó a medio vestir como lo venía haciendo durante meses y ella terminó de acomodar los trastos en la cocina, encarriló sus pasos hacia el dormitorio donde descansaba su padre. Sentándose en el borde del camastro lo observó aún despierto con los ojos fijos y tristes mirando los tablones del cielorraso.
- Papá, esto no puede seguir así… hace semanas que estás melancólico y desganado. Le prometí a mamá, en sus últimos días, que te iba a cuidar como ella lo hacía y voy a cumplir mi promesa. No podés descansar todas las noches así… medio vestido… parecés sucio… asi que, vamos… sentate que te ayudo a sacarte las botas.
- No hija, no es necesario.
- Si, sí que lo es, no podés seguir así…
El viento creciente silbaba cada vez con más violencia entre las ramas de los álamos y los eucaliptus que rodeaban la casa. Los truenos lejanos anunciaban la fuerza de la tormenta que se avecinaba.
Con ahínco María pudo despojar de las botas a su padre.
- Bueno, ahora saquesé el pantalón y se acuesta como debe – dijo María sin alterarse.
Antonio la miró dubitativo pero su espíritu no tenía fuerzas para negarse. Desabrochó los botones de su bragueta y María tiró de las botamangas del pantalón. No pudo evitar pasar furtivamente la mirada por el enorme bulto que aparecía contenido en el calzoncillo de su padre, pero continuó con su labor como si nada.
Afuera el viento arreciaba y el tronar del temporal parecía quebrar el firmamento. La lámpara del velador parpadeó como los relámpagos que se aproximaban.
- Así está mejor, mucho mejor… ahora se acuesta y listo.
Antonio tumbó su cuerpo sobre el camastro y María lo cubrió con una sábana y un austero y liviano cubrecama de lienzo. Un fulgurante relámpago iluminó la habitación y el consecuente trueno hizo vibrar los muebles.
- Papá, esta tormenta me da mucho miedo, puedo… quedarme… - dijo María temerosa.
- Quedesé hija, quedesé… pero no tiene por qué tener miedo…
Antonio giró su cuerpo y apagó el velador. María, sentada en el borde opuesto del camastro, se desvistió con rapidez sumergiéndose bajo la sábana.
Espalda contra espalda, sin siquiera rozarse, ambos intentaban conciliar el sueño iluminados esporádicamente por los relámpagos furtivos que azotaban el cielo.
María no podía lograrlo, pero escuchaba como su padre luego de unos minutos ya respiraba profundamente dormido entregado a los brazos de Morfeo.
Sin el camisón que solía cubrirla cada noche, María yacía solamente abrigada por su diminuta bombacha. Sintió frío y acercó su cuerpo al de su robusto padre que despedía un acogedor fuego a través de su piel.
Antonio dormía profundamente. En esas profundidades, donde lo consciente y lo inconsciente se amalgaman, una imagen recurrente emergía de un abismo de ensoñaciones, Aurora… su amada Aurora.
- Aurora… Aurora… - murmuraban sus labios.
María lo escuchaba y también recordaba a su madre pidiéndole que cuidara y amara a su padre como ella lo había hecho. Ella lo amó de tantas maneras, pensaba María, mientras volvían a su retina las sofocantes imágenes de ella espiándolos por la grieta en la pared del dormitorio. La imagen de su madre entregada al sexo de su padre, brindándole su amor carnal e incondicional, su afecto eterno, su culo dispuesto al placer de su amado.
Arrimó más su cuerpo al calor corporal de Antonio que bruscamente giró sobre la cama.
- Aurora… Aurora… - seguía farfullando en su profunda somnolencia.
María advirtió el roce del bulto de su padre restregándose sobre la tela de su diminuta bombacha. Era caliente, más caliente que su cuerpo, y robusto como todo en él.
Intentó empujar a su padre, pero su cuerpo dormido era demasiado pesado. Volvió a intentarlo, pero al hacerlo su mano se posó en el bulto desnudo de Antonio que había escapado del calzoncillo desplegándose en plenitud. Estaba ardiente, mucho más, muchísimo más que el resto de su cuerpo.
Era tan cautivante conservar su mano ahí que no la retiró. Disfrutó unos segundos de su atractivo calor para después recorrerla con la yema de sus dedos.
Que vibrante sensación era volver a tener una pija rozando su dermis. Rememoró los momentos pasados con Ramón, la tersura de su sexo joven contrastaba con la rústica epidermis de la pija de su padre.
Sus yemas se deslizaron hacia abajo por ese miembro, centímetro a centímetro. Es interminable, pensaba María, disfrutando la envoltura rugosa y áspera de aquel pene.
Solo el elástico del calzoncillo, que aún cubría los testículos de Antonio, detuvo el andar de sus dedos curiosos.
CONTINUARÁ...
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