La depravada
Parte 6
Adaptado al español latino por TuttoErotici
En la cama, porla noche, mientras hojeo una revista de modas, Guy repasa la cotización de la bolsa.
Algunos minutos alcanzan; después tira la hoja sobre la alfombra, y me pregunta, egoísta:
—¿Terminaste, Véronique?
¡Siempre es la misma cantinela con los hombres, y el mío es como los demás!
Tenemos que estar a su disposición cuando ellos tienen ganas. ¡La eterna historia!
Mi amiga Renée dice con mayor crudeza:
—En el fondo está bien que sea así, nuestras conchas siempre están dispuestas para recibir una visita, mientras que los hombres sólo están listos para el ataque intermitentemente. Más vale, entonces, aprovechar cuando tiene lugar el fenómeno… Siempre ganás,¡aunque no se te hubiera ocurrido en ese momento!
Evidentemente, tiene razón, y no soy de esas que rehúsan semejante oferta. Pero sé también que una corta espera incrementa el deseo…, permitiendo al mismo tiempo a mi curiosidad de mujer coqueta admirar las elegancias que me ofrece la lujosa revista. Entonces, con voz suave, solicito una tregua.
—¡En cinco minutos, querido! Tomá…, divertite mientras termino.
Refuerzo mi invitación girando ligeramente, sin mover los hombros, la cadera hacia él, y entreabriendo un poco los muslos.
Entonces, en el silencio de la habitación, iluminada solo por la lámpara de la mesa de luz, de pantalla rosa, sigo mi lectura, mientras él, encantado, se dispone a disfrutar sin vergüenza de mi complacencia.
Apoya la cabeza en la almohada. Como mi camisón es muy escotado, mete su voluptuosa nariz en mi axila espumosa, y los labios, pegados al nacimiento de mi seno, aprecian, a besitos, el perfecto satén de mi piel.
En cuanto a sus manos respecta, escondidas bajo las sábanas, se activan sin la menor huella de pudor.
Percibo uno por uno los diez dedos, que se escalonan desde el nacimiento de mi grieta, en lo alto de las nalgas, hasta mi pelambre.
Unos separan, otros resbalan, otros palpan mis tesoros, despertando con delicado roce sus tiernas mucosas.
Bajo el efecto de sus audaces manoseos, me mojo copiosamente. Dos de ellos aprovechan para humedecerse bien y hundirse después, ¡los muy cochinos!, en toda su longitud, en mis entradas secretas. Salen de nuevo, pero vuelven a penetrar, y siguen así, con un vaivén de lo más excitante.
Continúo con mi lectura, echando, de vez en cuando, una mirada sesgada.
Tiene los ojos cerrados, como para degustar mejor el placer que le producen esas apetitosas cochinadas, que nos encantan a ambos. Luego, una mano asoma. Es para llevar a su nariz un aroma misterioso, que husmea con una aspiración apasionada.
¡Hace tiempo que, atendiendo a sus ruegos, me abstengo de llevar a cabo mi aseo nocturno!
Y cuando hurgó bien, desliza entre sus labios el dedo oloroso y cálido, cuyo sabor embriagador saborea con glotonería.
¡Ah!, ya no tiene apuro ahora para que yo deje de leer…, más bien al contrario.
—No te preocupés por mí —murmura con voz tierna—. ¡Seguí leyendo!
Continúa manoseándome con la mayor falta de pudor.
¿Y por qué tendría que detenerse? ¿Se detiene acaso un marido con su mujer?
Después de todo, la forma en que yo arqueo mi culo, en que separo los muslos, es para él una respuesta más que suficiente…, así como mi humedad, que mana generosamente, y que lame en sus dedos con la satisfacción de un experto gourmet.
Giro un poco hacia él. Mantiene los ojos cerrados, pero su gran aparato, que alcanzó un tamaño considerable y se apoya contra mi muslo, me indica, mejor que cualquier otra cosa, el intenso placer que le procura ese manoseo.
Le susurro,también excitadísima:
—¡Oh, Guy! ¡Qué cerdo sos!
—¿No te gusta, cariñito?
—¡A vos qué te parece!
—¡Lo suponía!
—Sin embargo, durante nuestro noviazgo nunca me mostraste hasta donde te gustaba mi culo. Cuando mi tía me dijo, la mañana de nuestra boda: «Tu marido tiene todo el derecho», no pensaba en todas estas chanchadas que tanto te gustan…
—Y ahora que las conocés, ¿te excitan, Véronique?
—¡Oh, sí!
—¡Ya no podrías privarte de ellas!
—¡Claro que no!
—¿Te acordás de la vergüenza que tenías, el día que paseamos por el parque de Sceaux? Nos perdimos en el bosquecito. ¿Recordás la comedia que hiciste, cuando quisiste esconderte atrás de un matorral para orinar?
—¿Qué querés? En el colegio de monjas no me enseñaron a hacerlo adelante de un hombre…¡Aunque ese señor fuera mi marido!
—¿A qué no se les movía ni un pelo a tus compañeras y a vos?
—¡Claro que no!Nos divertía mucho, y nos excitaba, ver nuestras frescas conchas soltando su maravilloso chorrito dorado y aromático…, pero adelante tuyo ¡no era lo mismo!
—¿Y por qué?
—¡Apenas llevábamos un mes de casados! Cuando pienso en que vos seguías la operación, por abajo de mi pollera arremangada… Metiste tanto la cabeza entre mis rodillas que, de verdad, ¡te hice pipí en la nariz!
—¡Cómo me excitaba!
—Y después, la confusión que sentí cuando me di cuenta de que no tenía nada a mano para secarme, porque había dejado el bolso en el auto…
—No querías usar tu camisa…, ¡y me preguntaste, toda colorada, si podía prestarte mi pañuelo de seda!
—¡En lugar del pañuelo, fue a lengüetazos como secaste mi concha completamente mojada! ¡La vergüenza que pasé!
—¡Sin ninguna razón!
—De acuerdo… Pero no sé cómo pasó…, quizá la confusión que me produjo el hacerlo mientras me mirabas…, ¡lo cierto es que había más gotitas doradas que de costumbre!
—¡Para mi mayor felicidad!
—Veo todavía toda esa humedad que perlaba mi pelambre y vos, acercando goloso la boca muy abierta, ¡con la lengua dispuesta a hacer de «trapito»! ¡Ah, qué asco me diste!
—¿Tanto?
—Sí…, pero al mismo tiempo, ¡cómo me gustaba! Y pudiste comprobarlo, ya que desde el momento en que sentí tus labios contra mi grieta, abrí más los muslos para permitirte lamer bien por todas partes… ¡Qué delicioso era!
—¡Oh, sí! Y dos minutos después, esta señorita tan púdica gozaba como una perdida, en la boca complaciente de su marido… ¡de la misma manera que ahora vas a gozar de nuevo!
—¿En serio?¿Querés, cariño?
—¡Si serás cerda!¡Ponés un aire inocente para preguntarme si quiero hacerte de «trapito»! Como si no supieras que siempre tengo ganas de hacerlo. Me encanta pasarte la lengua, querida.
—Siendo así…Pasame el aparato. Tengo muchas ganas.
Se levanta de un salto y me trae una antigua escupidera de porcelana, en la cual me alivio enseguida, ante su mirada extasiada, de un sobrante que sería una lástima no utilizar.
Cuando termino, su boca temblorosa de deseo se pega a mi concha empapada y lame con pasión toda huella húmeda.
Al mismo tiempo, su mano derecha se apodera de su cetro erecto, para extraerle el jugo, y la izquierda se hunde en el líquido caliente, en el fondo del recipiente…
CONTINUARÁ...
0 comentarios - La depravada - Parte 6