Caricias perversas - Parte 2
Louis Priènes
Adaptado al español latino por TuttoErotici
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Pero volvamos a ese viaje en el transcurso del cual tuve ocasión de asistir de nuevo a una de esas extrañas escenas, muy semejantes a las que ya he descrito, que por aquel entonces me parecían obedecer a las leyes de algún rito misterioso en el que no me habían iniciado. Misterio que, como es de suponer, se fue disipando poco a poco a medida que se iluminaban algunas sombras y yo aprendía muchas cosas, aparentemente desconcertantes, sobre el comportamiento de la gente y las aspiraciones de las almas.
Hacía una media hora que el tren discurría apaciblemente por los campos, cuando me asaltó una pequeña necesidad. Los baños se encontraban en el extremo opuesto al compartimento que ocupábamos. De modo que no tuve más remedio que aventurarme por el largo pasillo que llevaba hasta allí. Entonces, cuando llegué a mi destino, me sentí muy intrigado al encontrar un compartimento que tenía la puerta cerrada y las cortinas cuidadosamente corridas. Añadiré que de ese compartimento salían unos murmullos que avivaron mi curiosidad hasta tal punto que, al descubrir un ínfimo resquicio entre las dos cortinas mal cerradas, no vacilé en echar una ojeada.
Me quedé estupefacto ante lo que vi. Estupefacto y hasta fascinado.
Había un joven que identifiqué como el hijo de nuestro sacristán Bitar. Sabía de él que hacía poco que había cumplido el servicio militar, que se llamaba Robert y que tenía fama de ser, si no un vividor, sí al menos un hombre poco recomendable. El tal Robert estaba allí. Indolentemente tendido sobre un asiento, y lo más curioso era que no estaba solo. Lo acompañaba, y eso es lo que más me sorprendió, la ahijada del señor cura, la señorita Élisabeth, una jovencita de las más ingenuas, que acababa de cumplir los veinte años y que, por así decirlo, no salía de la casa del cura más que para asistir a los oficios. Era aquel, al menos así lo creo, su primer viaje.
Me enteré accidentalmente, después de un tiempo, que lo había efectuado ese día en sustitución de la vieja criada del señor cura, Gertrude, que tenía por costumbre acudir una vez al mes a la ciudad más próxima para realizar algunas compras y, más concretamente, para visitar la Diócesis, donde le hacían entrega de una provisión de incienso.
Pues bien, esta Gertrude se iba haciendo vieja, y fue al propio señor cura, pensando en administrar las fuerzas de la anciana, a quien se le había ocurrido la idea —lamentable en mi opinión, como se verá— de enviar ese día a su ahijada. Lo que le había reafirmado —¡oh, ironía!— en su idea era precisamente el regreso al redil del tal Robert, que tenía que desplazarse a la misma ciudad para buscar un empleo y en quien, naturalmente, el señor cura había visto un mentor apropiado para la inocente muchacha. En resumen: el señor cura había confiado su ahijada a la vigilancia del joven.
Entonces, y en eso residía el motivo de mi estupefacción, ¿qué hacía la ahijada del señor cura? Estaba arrodillada delante del hijo del sacristán, y no precisamente para rezar una oración… Debo admitir que protestaba, pero sin demasiada convicción.
—¡Oh, no!… ¡No, señor Robert! No…, no me animo.
—Claro que sí. ¡Vamos! Es muy fácil… En la guarnición, la hija del coronel del que yo era ordenanza me lo hacía cada mañana.
—¡Oh, no!… No me animo… Puedo ir al infierno, señor Robert.
—¿Al infierno? ¡Vamos! ¡Vamos! No es para tanto…
Debo decir que, mientras estaba arrodillada delante de Robert, le sostenía con la mano una magnífica lanza de carne, parecida —lo reconocí— al que el señor cura introducía en el bajo vientre de Eglantine. Y, si bien la señorita Élisabeth tenía hasta cierto punto la vista clavada en esa cosa, no se atrevía a hacer nada más.
—¡Vamos!… ¡Vamos! El tiempo apremia, y sería una pena —la incitaba el buenazo del muchacho.
Colocando una mano sobre los rizos rubios de la chica, le acercaba su gracioso rostro hacia la cosa hasta tal punto, que la extremidad de ésta le rozaba los labios.
—¡Vamos! ¡Hacelo!… ¡Hacelo!…
—No…, no me animo…
Él casi la obligaba, adelantando aún más la lanza, cuya punta se encontraba ahora junto a los labios entreabiertos de la muchacha. Ésta seguía resistiéndose, pero débilmente.
—¡Ah! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Chupá! —insistía él, acompañando la invitación con un discreto empujón, y la pija desapareció en la boca que acababa de abrirse.
Entonces él empezó a suspirar cada vez más deprisa, casi gimiendo.
—¡Oh, sí! ¡Eso es!… ¡Vamos, querida, chupá!… ¡Chupamela bien, esta pija gruesa! ¡Aaah! ¡Tu lengua…! Tu lengüecita… ¡Qué bueno! ¡Aaaah!…
Ella chupaba con aplicación y, aunque estaba sonrojada hasta las orejas, parecía obtener un cierto deleite de aquello… Sin embargo, él extendió una mano y la deslizó por entre las piernas de la señorita Élisabeth, y pronto desapareció todo el brazo bajo la ropa, entre sus muslos, donde él empezó a agitar la mano vigorosamente.
El resultado fue una especie de transfiguración en el rostro de la señorita Élisabeth, cuyos rasgos reflejaban el éxtasis, y la mirada se elevó hacia el cielo, es decir, hacia el techo del compartimento. Muy pronto, de un modo imperceptible al principio, y luego cada vez más visiblemente, ella empezó a hacer oscilar las nalgas.
—¡Oh! ¡Qué caliente estás! ¡Qué mojada!… ¡Estás muy mojada!… ¡Oh, me llenas la mano de humedad!… ¡Ah! ¡Chupá! ¡Chupá…, ya está…, ¡ya llego! ¡¡Aaaah!
Y lo que él había llamado «pija gruesa» fue agitada de repente por fuertes sacudidas y pareció proyectar una especie de licor sin duda delicioso, a juzgar por la solicitud con que se puso a tragar la ahijada del señor cura. «Gluglu… Gluglu…», pude oír.
No obstante, una gran turbación parecía obrarse en ella. Sus rasgos se alteraron, hizo una especie de mueca acompañada de un estertor y empezó a sacudir curiosamente el trasero con furor, abriendo y cerrando sucesivamente la entrepierna sobre la mano de Robert.
—¡Oh! ¡Virgen Santa! ¡Usted…, usted me hace morir, señor Robert!¡Aah!… ¡Rooobert! ¡Agarrelo!… ¡Agarrelo todo, por favor!… ¡Todo! ¡Ah! ¡Aah!…Me… muero…, agarrelo… todoooh…
Se derrumbó en el suelo. Parecía muerta. Yo me inquieté. Pero no él, quien, tras levantarla entre sus brazos, la colocó sobre el asiento y le subió la pollera hasta el ombligo.
—¡Oh! No…, no, señor Robert…, tengo…, tengo miedo de ir al infierno…No, señor Robert… No… —protestaba ella tímidamente.
Entretanto, él se esforzaba por sacarle la bombacha, lo que consiguió con mayor facilidad de la que yo había creído…
—¡No!… ¡No, señor Robert!… Tengo miedo de ir al infierno —insistía ella.
Sin embargo, la muchacha presentaba el vientre desnudo y separaba las piernas, entre las cuales él había colocado lo que yo llamaría desde entonces su «pija gruesa», y se afanaba ahora por introducirla en una delicada hendidura rosada que yo distinguía en el centro de una voluminosa mata dorada, abierta en el medio.
—¡Ah!… ¡Aaaah! —se estremecía ella, mientras él empujaba despacio y la pija entraba lentamente—. ¡Ah!… ¡No, Ro-o-bert!… ¡Nooo!…
—No tengas miedo, querida, seré prudente. También a la hija del coronel la desvirgué con prudencia. A ella le gustaba esto, la muy puerca…,¡cómo le gustaba!… ¡Aah!… A vos también te gusta, ¿eh?… Te gusta…
—¡Oh, sí!… Sí, Ro-o-o-bert, me…, ¡me gusta!
Ella empezaba a agitarse. Él, tendido sobre su vientre, ya había alojado las tres cuartas partes de su pija. De repente:
—¡Ah! ¡Aah! ¡Querido Robert, me duele!… ¡Oh, me duele! ¡Ay, Robert!¡Ay, Robert!… ¡Ya entra! ¡Aah, mamááá!
Él acababa de asestar un fuerte ataque.
—Ya está, querida…
—Sí, Robert…, ¡ya está!… Sí, querido…, vos…, vos me desvirgaste… ¡Soy tuya!¡Cogeme!… ¡Cogeme! ¡Vamos, amor mío! ¡Metela fuerte, quiero sentirla bien adentro!… ¡Oh, qué bueno! ¡Oh, qué bueno, querido Robert! ¡Ah!, ¡Me haces morir! ¡Ya está, querido, ya está! ¡Me gusta!… ¡¡¡Cómo… me gusta!!!… ¡Aaaah!
Fue una especie de frenesí. Y, en un momento dado, ella empujó tan fuerte que lo levantó, mientras él, agarrándose a ella, gemía: —¡Ah! ¡Toda!…¡Toda!… ¡Tenela toda! Entonces ella, agotada, se desplomó y, mientras jadeaba suavemente, él sacó de la hendidura su pija reblandecida, viscosa, con la gruesa punta manchada de la sangre roja de Élisabeth…
Me flaqueaban las piernas de emoción. Volví a nuestro compartimento con el corazón palpitante. Confieso que estaba indignado por el trato que habían infligido a la sobrina de nuestro cura. Lo consideraba odioso. De todos modos, aunque estuve tentado por un instante de dar parte a papá para que acudiera en su auxilio, por intuición o por reflexión opté por no hacer nada y guardar silencio.
Estuve muy agitado durante el resto del viaje, al mismo tiempo que en mi turbado cerebro giraban sin cesar esas palabras nuevas y singulares que habían pasado a enriquecer mi vocabulario: «Pija gruesa… Me desvirgaste… La desvirgué con prudencia… ¡Oh, Robert! ¡Cómo me gusta!…».
Apenas me había recobrado al llegar a Z…, cuando volví a ver a la señorita Élisabeth, poniendo los pies en el andén de la estación.
Ciertamente parecía, en cierto modo, haber sufrido: no había más que ver sus ojos, terriblemente macilentos, y su andar lánguido; pero también parecía no guardar el más mínimo rencor hacia su verdugo, quien le llevaba respetuosamente la valija, caminando a su lado.
Considerando todo lo anterior, se deduce que yo ya había presenciado muchas escenas singulares. Otros, menos ingenuos, seguramente habrían sacado conclusiones edificantes. Pero yo tenía un alma pura por naturaleza. De modo que cuando llegamos al castillo seguía siendo tan ingenuo como antes.
CONTINUARÁ...
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