Caricias perversas - Parte I
Autor: Louis Priène
Adaptado al español latino por TuttoErotici
1
¡AY!, ahora ya soy viejo, pero qué recuerdos tan maravillosos me evocan las campanas de la iglesia de Sainte-Victoire cuando, tañendo en la tarde melancólica, desgranan a lo lejos su canto apacible más allá de las brumas suspendidas sobre el campo, y cuando la noche tranquila cae sobre el pueblecito donde nací.
¿Quién dirá algún día qué sueños imprevistos, qué deseos confusos dormitan en el alma serena de las tiernas bellezas provincianas?… ¿Qué oraciones murmuradas elevan, al anochecer, los labios de esas muchachas tímidas al crucifijo colgado de las cortinas de la alcoba que, como un joyero, alberga tiernos tesoros?…
Tal vez esto era así en casa, en la pequeña subprefectura de Z…, donde mi padre, Justin Rebidard, residía desde hacía veinte años. Desde el día en que se casó con Mathilde Belin, hija del otrora notario local, al que mi padre había sucedido.
Mi padre era un hombre bueno y tolerante, pero intransigente en el terreno de la respetabilidad. Debo decir que, en este aspecto, nuestra familia le proporcionaba grandes satisfacciones. En casa vivían mamá, de aspecto dulce y casto, cuyos grandes ojos claros recordaban las aguas profundas y estancadas de un lago. A sus treinta y ocho años, apenas parecía algo mayor que mi hermana Jeanne, que tenía dieciocho primaveras. Además de mamá y Jeanne, estaba mi hermana pequeña Henriette, de quince años. Francamente adorable. Doncella de unos bonitos ojos de color hierba y cabellos rubios que le caían en trenzas sobre la espalda. En suma: una modelo de Greuze hecho carne. Por último, tía Suzanne, hermana menor de papá. Veintisiete años, bastante apagada, pero diligente. En cierto sentido, el hada de la casa…
En esta familia unida cada cual se dedicaba a las actividades dictadas por el gusto y la edad: Henriette y yo íbamos todavía a la escuela. Reservándonos nuestras distracciones: yo, en nuestra asociación católica, jugando con mis compañeros. Ella, la mayoría de las veces en compañía de su mejor amiga, Gabrielle, la menor de las hijas del doctor Delphin, cuyo mayor placer consistía en enseñar el catecismo a los jóvenes catecúmenos de la iglesia de Sainte-Victoire…
Mamá, además del tiempo que consagraba a las tareas domésticas que incumben a una buena ama de casa, realizaba frecuentes visitas de caridad a los necesitados, que eran legión, en los barrios populares de la ciudad baja…
En tía Suzanne, papá tenía una secretaria ideal para el bufete, donde trabajaba también un muchacho, Gustave, que hacía de ordenanza. Este Gustave, más tonto que una mata de habas, se chupaba el dedo perpetuamente mientras contemplaba a mi tía con un aire de beatitud. Esto terminaba inexorablemente por sonrojarla y hacerle bajar la vista. Se ruborizó de un modo especial un día en que se dio cuenta de que él miraba de reojo con insistencia el dobladillo de su pollera, casualmente un poco levantada, lo que permitía vislumbrar un pedazo de carne lechosa, suficiente para infundir ideas malsanas en semejante pilluelo. Ella se puso aún más colorada, y quedó todavía más turbada, cuando el ordenanza exhibió un comportamiento extraño: con la mano en uno de los bolsillos, curiosamente prominente, de su pantalón, agitaba con rabiosa obstinación Dios sabe qué objeto. Al menos, eso es lo que tía Suzanne, en su candor, se preguntó. Fuera lo que fuese, presintiendo que la cosa no debía de ser muy pura, farfulló en un tono que pretendía autoritario, pero singularmente falto de seguridad: —¡Gustave! ¿Qué hacés soñando despierto en vez de trabajar?¡Tomá! Andá a la oficina de correos y comprá estampillas.
El chico obedeció a regañadientes. Cuando se marchó, ella se contuvo con las dos manos un corazón que latía frenéticamente. ¿Qué se había imaginado para experimentar semejante sobresalto? ¡Misterio!
Así pues, en esta quietud provinciana, el incidente más trivial cobraba las proporciones de un acontecimiento notable. Como, por ejemplo, cuando la mujer del carnicero huyó —sin olvidarse de la caja— una bella mañana en compañía de Ernest, un sinvergüenza que era hijo del conserje de nuestro instituto. O, también, el día que se encontró en la cartera de Henriette una carta del joven Dédé Lacassagne. Este pretendiente precoz no le aseguraba que esperara con impaciencia ser un hombre para casarse con ella… Y, también, el día que desapareció misteriosamente una fotografía de tía Suzanne. Ella lo sintió muchísimo, y mi padre le dijo, para consolarla: «Estoy convencido de que es un hurto cometido por algún admirador anónimo».
No iba muy desencaminado, como se verá a continuación.
Por la noche, estaban las veladas: papá se sumergía en la lectura del periódico, Henriette jugaba con muñecas o, en el piano del salón, interpretaba alguna sonata de Hummel o de Diabelli, mientras que las señoras preparaban el ajuar de Jeanne; esperábamos una petición de mano por parte de Agénor Tardiveau, hijo del farmacéutico, un malandrín que usaba binóculo y que no osaba, por ahora, declararse...
Un gran suspiro, de tarde en tarde, se escapaba de un pecho oprimido.Y es que, a aquellas alturas yo ya no lo dudaba, por muy cómoda que fuese, esta vida les tenía que resultar un poco monótona…
Lo fue, en efecto, hasta la noche que, al final de la cena, con toda la familia reunida, mi padre anunció gozosamente: —Ahora que estamos en los postres, les voy a dar una buena noticia: uno de mis clientes, el conde de N…,sale mañana hacia España. Pasará allí dos meses. Entonces, tienen que saber que, en agradecimiento a los servicios prestados, me invitó insistentemente a utilizar su castillo de la Ramondiére como si fuese nuestro propio castillo. Entonces, desde el sábado, iremos a pasar el fin de semana en el campo.
No se pueden imaginar las entusiastas y jubilosas aclamaciones que saludaron esta declaración. Era, me acuerdo muy bien, el día de mi decimosexto cumpleaños. Papá agregó:
—Por supuesto, el personal del castillo estará a nuestra disposición. Pero, el señor conde me hizo algunas recomendaciones: No tengo que confiarme demasiado del jardinero, Justin, mi tocayo, ni de su hijo, Léon, ejemplares en el trabajo pero de dudosa moralidad. No conviene tampoco entretenerse demasiado en el bosque, porque merodea por ahí un vagabundo llamado Héctor, un hombre de costumbres deplorables. No digo más porque están los niños. Además, en el centro de ese bosque hay un antiguo pabellón de caza donde a veces pasan cosas,y en el que las mujeres bonitas no deben aventurarse…
Al oír estas palabras, cuyo misterioso significado escapó de nuestros inocentes oídos, mi joven tía se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.
Así, la mañana del sábado nos encontramos todos en el andén de la estación. Tía Suzanne un poco entristecida porque, obligada a permanecer en el bufete, no iba a tomar parte en ese primer viaje. Sin embargo, mientras mi padre y mis hermanas se dedicaban a instalar el equipaje, mamá prodigaba los últimos consejos a la tía. Yo, próximo a ellas, no me perdía palabra. La recomendación principal era que, por la noche, cerrara la puerta con cerrojo a fin de que —como me enteré también— no le ocurriera la misma desgracia que a la joven sirvienta de nuestros vecinos Duplantité, a quien habían asaltado fastidiosamente la semana anterior mientras dormía. Por una vez, tía Suzanne enrojeció y farfulló hasta el extremo de que no pude entender su respuesta…
Aún me acuerdo de aquella partida como si fuera ayer. Todavía me parece ver a mamá en aquel andén, luciendo una pollera nueva en la que había trabajado toda la semana, ya que deseaba estrenarla para la ocasión. Aquella falda no le había gustado nada a papá, a quien le parecía demasiado corta. «Es la moda», argumentaba mamá.
Pero era cierto que aquella pollera era muy corta y dejaba ver un buen trecho de piernas de un perfil incomparable; y le quedaba tan ajustada, que destacaba excesivamente una cima redondeada que ahora, desde la perspectiva que otorga el tiempo, sé que era de lo más turbador…
Yo mismo andaba profundamente turbado desde hacía algún tiempo. Lo estaba de un modo confuso, que no acertaba a explicarme. Lo estaba a menudo, sobre todo desde una noche del mes anterior Una noche que mamá vino a desearme buenas noches. Vino poco antes de darse un baño; llevaba puesta una bata. Entonces, cuando ella se inclinó sobre mí, el cinturón, muy flojo, se desató por accidente, la bata se abrió bruscamente y yo la vi, hasta cierto punto, desnuda. Fue una imagen deslumbrante… Abrí los ojos de par en par ante aquel espectáculo extraordinario, nuevo para mí. El rostro de mamá reflejó su contrariedad. En un tono de cariñoso reproche, me dijo:
—¡Oh! ¡Qué feo! No está nada bien mirar así. Pronto serás un hombre, y tenés que aprender a cerrar los ojos.
Los cerré de inmediato, y tuve el gozo de comprobar que me había perdonado porque, inclinándose de nuevo sobre mí, depositó, a modo de perdón, un largo beso en mi frente. Pero, al hacerlo, se apoyó sobre el borde de la cama. Fue así como, sobre mi mano que descansaba inerte, noté aplastarse una masa ondulada y blanda.
No me atreví a abrir los ojos, pero durante el tiempo que se prolongó ese beso estaba tan intrigado y mi curiosidad era tan grande, que, para darme cuenta, agarré aquella cosa con toda mi mano. Era blanda y fofa, y se humedeció enseguida. Llegué a la conclusión de que era la esponja de baño. Entretanto, mamá me susurró al oído: — ¡Oh! Eso no está bien… Pronto serás un hombre… No deberías…, no está bien tocar eso… ¡Oh! ¡Basta!…, no lo…, ¡¡¡no lo toqués más!!!
Cerró los muslos sobre mi mano…
No fue hasta más tarde, a consecuencia del curso de los acontecimientos, cuando comprendí que aquello que el azar había puesto en contacto con mi mano era su montículo y que había bastado con que yo lo tocase torpemente para que se humedeciera enseguida. También comprendí que, víctima de la circunstancia que la había dejado en tan escabrosa postura, presa de la delicada preocupación de no suscitar en exceso una curiosidad que ella sabía ya demasiado impaciente, mi madre había preferido dejarse toquetear —con torpeza, es cierto— como si fuera lo más natural del mundo.
Aquella noche no dormí mucho, volviéndome y revolviéndome en la cama sin cesar.
A partir de ese día, no pasaba una semana sin que ella viniera una noche, a veces dos, a desearme las buenas noches, y sin que su bata, casualmente, se abriera cuando se inclinaba sobre mí, ¡y entonces mi mano encontraba automáticamente la esponja!
«¡Oh! Eso no está bien… No deberías…», suspiraba ella durante el beso, que se prolongaba extraordinariamente, al mismo tiempo que agitaba curiosamente el bajo vientre y yo amasaba lo que llamaba la esponja hasta el punto de que la comedia finalizaba siempre con un violento estrechamiento de muslos, acompañado de unos suspiros que me desconcertaban… En definitiva: ella se había aficionado a eso y se dejaba tocar hasta el goce. Pero, en ese terreno concreto, mis conocimientos eran demasiado escasos para sospechar de qué se trataba.
Debo decir que mamá pasaba por ser, con toda justicia, la mujer más bella de nuestra pequeña ciudad. Recuerdo perfectamente, cuando salíamos de la misa matutina de los domingos, haber oído a menudo elevarse a su alrededor murmullos de admiración; y no era raro que me fijara en determinados hombres, mal educados, que le dirigían sin vergüenza alguna miradas codiciosas y hasta concupiscentes. Ella, modesta y más bien tímida, perdía con frecuencia el dominio de sí misma, lo cual se traducía en una oscilación de párpados, un súbito sonrojo que le coloreaba la frente y una especie de indignación que, por interna y muda que fuera, se leía perfectamente en los rasgos alterados de su gracioso rostro.
Recuerdo también que suspiraba a menudo sin un motivo aparente, y que exhibía un comportamiento extraño. Entre otros, presencié un ejemplo patente varios meses antes de estos acontecimientos que relato: Una tarde, papá y la tía estaban en el bufete, y mis dos hermanas habían ido de visita a casa de unas amigas. Estábamos, los dos solos en casa; yo en mi cuarto, cuya ventana daba a un patio interior. Entonces, en el recuadro de una de las ventanas situadas frente a la mía presencié un espectáculo singular: el señor cura de la iglesia de Sainte-Victoire estaba en compañía de la sobrina del señor Duplessis, la joven Eglantine, una personita muy refinada y desvergonzada que tenía la costumbre de mirarme con todo descaro cada vez que nos cruzábamos en la escalera… Por ese entonces, parecía estar aquejada de una extraña enfermedad. El señor cura le prodigaba cuidados, y la había colocado sobre un enorme sofá, donde ella parecía a punto de desvanecerse… ¿Le faltaba aire? ¿Acaso padecía sofocos?… Eso pensé, ya que él le había desabrochado la blusa y arremangado mucho la pollera… Ella le tendía los brazos, ávida de ser socorrida. De tal modo que él se tendió sobre ella y le metió no sé qué instrumento en el bajo vientre; y, metiéndolo y sacándolo alternativamente, empezó a agitarse con vigor al mismo tiempo que la enferma emitía gemidos, que llegaban a mis oídos pese a los veinte metros que nos separaban. Ella fue sacudida por una serie de sobresaltos convulsivos que daban cien vueltas a la agitación del señor cura.
Fue entonces cuando, desde la habitación contigua, que resultaba ser el dormitorio de mis padres, salieron unos profundos suspiros. ¿Acaso mamá sufría también? ¿Podría abrir la puerta? No me atrevía… La espié por el ojo dela cerradura.
También ella, con la nariz pegada al cristal, observaba al señor cura mientras aliviaba a la joven Eglantine. Parecía afiebrada, y adoptaba una curiosa postura: una mano oculta bajo la bata, aparentemente entre los muslos, que sin duda debía de buscar alguna pulga que la fastidiaba. Dios, con qué destreza se agitaba aquella mano, al parecer sin conseguir atrapar el insecto, a juzgar por el empeño que ponía mamá en su empresa. ¡Y qué suspiros tan desgarradores! ¿Eran de compasión hacia Eglantine?
Posiblemente, porque, en el mismo momento en que el señor cura emitía un fuerte suspiro que sofocó un grito estridente proferido por la desgraciada muchacha, que acabó en una queja muy dulce, mamá, en el colmo de la emoción, se dejó caer sin fuerza sobre la piel de oso que servía de alfombra y estrechó nerviosamente entre los muslos la mano que, sin duda alguna, había atrapado por fin la pulga. Su espléndido cuerpo fue sacudido por un largo estremecimiento; una especie de oleada la hizo ondularse visiblemente y murmuró, desfallecida:—¡Ah! ¡Aaah!… ¡A mí también me gustaría tener al señor cura!… A mí también…¡Aaah!
De este modo averigüé que grande era la compasión de mamá por las desgracias ajenas…
A estos motivos de estupefacción se sumaron otros aquella misma noche, cuando describí a Henriette la extraña enfermedad de Eglantine, tan vigorosamente aliviada por el señor cura.
—¡Oh, qué curiosa coincidencia! Ayer a la tarde yo vi más o menos la misma escena… Esta vez la enferma era Gabrielle.
—¿Gabrielle Delphin? ¿Tú amiga?
—Sí, la misma. Después de la clase de catecismo, cuando íbamos a salir, el señor Bitar, el sacristán, se nos acercó y dijo:
—Entonces, señorita Gabrielle, ¿le parece bien que le dé hoy el caramelo del que hablamos? - Ella sonrió de un modo extraño y, sin atreverse a mirarlo, respondió:
—Me parece bien, señor Bitar. Será usted amable, ¿verdad?
—Por supuesto que seré amable.
Cuando estábamos solos en la iglesia, después de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo espiaba, el señor Bitar invitó a Gabrielle a entrar en la sacristía y me pidió a mí que esperara fuera.
—No tardaremos mucho… Rece un rosario mientras espera.
—¿Y a mí, señor Bitar? ¿No piensa darme un caramelo?
—¡Ah! ¿Usted también quiere?… No se preocupe, que pronto se lo daré…
Se reunió con ella en la sacristía, y yo ya había rezado tres rosarios completos cuando ellos todavía no habían salido. Estaba muy intrigada. Fue por eso que miré por el ojo de la cerradura. Vi a Gabrielle sentada en el sofá del señor cura. Chupaba un chupetín de frambuesa, haciendo zalamerías y toda clase de remilgos, mientras el señor Bitar, que le acariciaba una rodilla que ella se había descubierto, parecía la indecisión personificada. Al tiempo que le acariciaba la rodilla, volvía la mirada inquieta hacia la puerta, como si tuviera miedo de que apareciera alguien…
Sin embargo Gabrielle, que casi se había terminado el chupetín y parecía ahora ser presa de una visible ansiedad, se dejó caer de espaldas y, con la nuca apoyada en la parte superior del respaldo, daba la impresión de esperar, con los ojos cerrados, que ocurriera algún acontecimiento extraordinario. ¡Dios, cómo vacilaba el señor Bitar mientras acariciaba esa rodilla! O algo más arriba, porque ya no se le veía la mano, que había desaparecido por debajo de la pollera…
Fue entonces cuando Gabrielle empezó a estar enferma, y dijo suspirando:
—Señor Bitar…, creo…, creo que estoy enferma…
—¡Caramba! ¡Caramba! ¿Enferma? ¿De dónde?
—Creo…, creo que del vientre, señor Bitar… Mire… Mire enseguida, señorBitar…
—De acuerdo…, pero no debe decírselo a nadie… ¿Me lo promete?
—Sí… Sí, señor Bitar! Mire enseguida…, enseguida…
Entonces él la hizo tenderse sobre el sofá, le levantó la pollera y se colocó sobre ella…
—¿Como el señor cura sobre Eglantine?
—No lo sé, porque yo no vi al señor cura. Pero a Gabrielle sí la vi…
Sus gemidos me partían el corazón. Y él, que le había metido una cosa grande y violácea bajo la bombacha, se la frotaba con fuerza en el vientre.
—¡Ah! ¡Señor Bitar! ¿Qué es esto? ¿Es el hisopo?
—Sí… Sí…, es el hisopo…
—¡Enseñemelo, señor Bitar!… ¡Enseñemelo!
—¡Después! Ya…, ya te lo enseñaré después… Primero dejame…, dejame curarte…
Y la frotó aún más fuerte.
Entonces ella se puso todavía más enferma.
—¡Oh!… ¡Oh!… ¡Ay! ¡Ay! ¡Señor Bitar!… ¡Ay! ¡Me hace daño!… ¡Me hace daño!
Empezó a lloriquear…
—¡Aah! ¡Aah! —jadeó—. ¡Ay, mamá!… ¡Ay, mamááá!
Gritó «¡Ay, mamá!» más de diez veces hasta que él consiguió hacerlo entrar del todo. Y él no dejaba de repetir:
—Vos lo querías… Vos lo querías…
Después, él se agitó: el objeto entraba y salía…, salía y entraba…
—Entonces hizo como el señor cura.
—No lo sé, pero, cuanto más entraba mejor parecía estar ella, porque había dejado de lloriquear y ahora se agitaba también, al mismo tiempo que suspiraba: »— ¡Oh, qué bien, señor Bitar! ¡Oh, qué bien!… ¡Siga!… ¡Siga!… ¡Oh, usted me hace ver a la Santa Virgen, señor Bitar! ¡La veo! ¡Oh! ¡Aah! ¡Aaaah!
Entonces él, con las mandíbulas crispadas y cerrando los ojos, se desplomó de repente sobre ella, inmóvil…
—¡Oh, más, señor Bitar! ¡Más!
—No… Henriette nos espera… No sería prudente.
Y retiró de la bombacha de Gabrielle lo que él llamaba un hisopo, que se había convertido en una cosa fláccida y viscosa.
—Entonces, digame, ¿mañana? ¿Mañana me dará otro?
—Sí, eso es, nos veremos mañana.
Ella salió con las mejillas ardientes, más rojas que una amapola.
—¿Estabas enferma? —le pregunté.
—¿Enferma? Nada de eso. Fue el señor sacristán, que no se decidía a darme el caramelo que me había prometido. Un poco más y habría tenido que agarrarlo yo misma.
Y mi hermana agregó: —¡Oh, Jacques! ¡Si supieras cuántas ganas tengo dé probar esos caramelos!
Le debo haber parecido un bobo a más no poder cuando le respondí con toda la ingenuidad del mundo: —Entonces rompe la alcancía y los comprás en la pastelería.
Como pueden ver, yo era un muchacho muy cándido y tenía mucho que aprender sobre la astucia de las chicas.
CONTINUARÁ...
1 comentarios - Caricias perversas - Parte 1