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Compendio I
No soy alguien que fantasea mirando a jovencitas (ya estoy felizmente casado con una) e inclusive ahora, que ocupo un cargo de mayor autoridad, en un piso donde la mayoría son mujeres y que sería bastante fácil abusar de mi posición para llevarme a más de alguna a la cama , trato de ser una persona mesurada.
Sin embargo, tras esa noche de Halloween, algo cambió en mí.
La relación que llevaba con Karen hasta ese día la encontraba bastante normal: Yo llegaba, ella ya estaba allí esperándome y mientras ejercitaba, charlábamos.
Los primeros meses fueron muy simpáticos, ya que Karen constantemente me trataba de seducir. Sin embargo, proyectaba a mis hijitas en ella y más que una jovencita coqueta, la apreciaba como una hijita descarriada, que necesitaba orientación.
Si bien, nuestras primeras conversaciones salían cargadas con bastante erotismo de su parte, por lo general, trataba de mantener una visión más panorámica de los temas e ignoraba con mucha facilidad el “jueguito de seducción” que llevaba a cabo.
Pero de a poco, se fue amoldando a mi manera de ser: Para la mitad del año, ya no la iban a ver sus amigos, ni vendía mercancía esos días; se reunía con sus amantes más tarde o simplemente, los acomodaba para otro día; se vestía más arreglada en su uniforme escolar y si nos comunicábamos vía texto, le exigía una impecable ortografía.
Aun así, no la miraba con deseo, sino como una verdadera amiga, tal cual lo fue mi esposa hasta el primer beso que me robó y desencadenó nuestro noviazgo y posterior matrimonio.
Pero tras esa noche, todo cambió. Para el jueves siguiente (Halloween había sido el lunes), me encontraba entre ansioso y confundido.
Durante ese tiempo, Karen ya me ayudaba a entrenar: en algunas ocasiones, se sentaba en cuclillas sobre mis tobillos, para anclarme mientras hacía abdominales o en otras, me afirmaba posando sus brazos por detrás de mis rodillas, rozando con sus juveniles pechos las tibias de mis piernas.
A veces, la segunda opción me terminaba excitando, por lo que trataba de no hacerla a menudo y ella se daba cuenta, observándome con gran interés el bulto que empezaba a manifestarse. Pero la primera me permitía ver sus calzoncitos y su vientre, que tras esa noche despertaban más y más mi curiosidad.
Lo que más me preocupaba era pensar qué pasaría conmigo cuando mis hijas lleguen a esa edad. No lo digo con el orgullo de padre, pero imagino que mis pequeñas llegarán a ser bastante atractivas, dado que mantienen los hermosos ojos color esmeralda característicos de la familia de mi esposa y que el desarrollo torácico en ellas es bastante llamativo, aparte de los cabellos alisados castaños y el tono de piel blanquecino que adquirieron de su madre.
Mi temor iba de la mano si alguna vez me atrevería a cruzar la línea del incesto con ellas y los claros ojos de Karen eran combustible para mi constante preocupación, porque estaba notando que mi atracción hacia ella iba en aumento.
Por otra parte, emocionalmente me encontraba muy atribulado, en vista que estábamos en noviembre y que en mes y medio más me cambiaría de ciudad, lo que me significaba dejar tanto a Liz (mi niñera) en Adelaide y a Hannah (mi compañera de trabajo), en la faena.
Por último, una leve voz más perversa iba adquiriendo mayor fuerza.
“¡Tíratela!... total, no es tu hija.” Sentenciaba la voz de mis pensamientos, remeciendo con violencia mis principios.
El primer jueves partió como siempre. Llegué y tomé un poco de aire. Mantuvimos una conversación casual, de cómo iba en su colegio, cómo estaba su mamá, etc.
De a poco, me empecé a excitar con ella: Karen vestía su faldita escocesa a cuadros (hasta más arriba de las rodillas), camisa blanca, chaqueta azul marino, y el listón celestino de satín que cumplía la función de corbata.
Trajo a mí los recuerdos de mis 4 infernales años de enseñanza media, en los que asistí a una escuela solo para varones, lugar donde perfeccioné mi timidez hasta el nivel donde Marisol me encontró, a causa que no interactuaba con niñas de otras escuelas colindantes, como el resto de mis compañeros sí lo hacía.
Y si bien, alivié parte de esa frustración con mi esposa (muchas veces, me motivaba a hacer cosas, ante la promesa que se pondría su uniforme de escolar al momento de hacer el amor), su desarrollo físico tras el embarazo ha sido tan generoso, que ahora solamente puede cerrar a duras penas su propia faldita escocesa y su antigua camisa la ahoga y no alcanza del todo cerrarse, como antes.
Peo si me permiten serles completamente franco, Karen es rica. No tenía dudas que, de ir en una escuela normal, sería la chica linda rompecorazones, que todos desean (tanto profesores como alumnos), pero nadie se atreve a abordar.
No quiero decir que me la imaginaba en la cama, haciéndole gritar de placer. Pero sí despertaba mi curiosidad por sobar al menos su trasero.
Afortunadamente, ella no se dio cuenta, hasta el momento que iba a hacer los abdominales.
-¿Te importa mucho si esta vez lo hacemos contigo, mirando a mis pies?- pregunté, con genuino terror a que terminase mi rutina con una erección, al contemplar sus pantaletas blancas.
A Karen le pareció gracioso el cambio de rutina.
•¿Por qué? ¿Quieres verme el culo?
Y se sentó en cuclillas, de manera obediente.
No sé si acaso ella no lo hubiese mencionado, no le habría dado atención, pero en esa pose, sus glúteos se apreciaban enormes y sin poder controlarme, empecé a imaginar que me la follaba por detrás.
Aproveché de usar esa excitación como combustible durante mi rutina y cerré los ojos, para no tentarme más, escuchando solo la voz de Karen que iba contando en voz alta mis abdominales.
Pero alrededor del vigésimo abdominal, la voz de Karen se resquebrajó un poco, sonando como un zumbido…
•21… mhm,… 22… mhhm… 23…
Y fue entonces que caí en cuenta que mis pies estaban rozando su pubis. Puesto que mi movimiento de cadera es bastante fuerte (gracias al sexo con Marisol y otras mujeres), mi tren superior ejercía tal fuerza centrípeta, que me desplazaba considerablemente en mi rutina. Era tal la potencia que, tras completar 50 flexiones, me había desplazado alrededor de 2 pasos desde donde había comenzado.
Abrí los ojos y la imagen que vi, de por sí ya era excitante: Karen meneaba levemente sus caderas, como si estuviese masturbándose con mis talones, mientras que su falda dejaba ver sus jugosas y blanquecinas nalgas con mayor facilidad y el calzoncito blanco de algodón se enterraba más y más entre sus glúteos, producto de la fricción.
•¡Eso!... 39… ¡Sí!... 40… ¡Más rápido!... 41… ¡Más rápido!... 42… ahhh
Era como verla teniendo sexo con mis pies y sintiendo su presión sobre mis tobillos. Notaba que también me estaba excitando y que el calor que emergía desde mi abdomen no era suficiente para aplacar la erección que empezaba a marcarse bajo mis pantalones.
Para cuando acabé con las 100, los 2 estábamos exhaustos: los rizos en su cabeza se veían más alborotados si es que cabe y la respiración entrecortada y la manera cómo deslizaba sus manos por encima de sus pechos, era bastante excitante.
Por mi parte, estaba bañado de sudor y con un dolor abdominal que se extendía como una llamarada, a través de mis pulmones.
•¿Estás bien?
No estaba seguro qué responderle. Se había dado vuelta, caminando a gatas sobre mí. Sus ojos celestes, su piel blanca, su mirada nerviosa y esos tiernos meloncitos, que todavía se mantenían ocultos bajo esa camisa, pero que la gravedad parecía desenmascararlos, sacudiéndolos levemente, junto con su faldita levantada y apreciando esas portentosas piernas, hacía que la opresión que sentía en mis boxers fuese desbordante.
En mi mente, pensaba lo fácil que sería si le dijera que se sentara y lo poco que pasaría para que la empezara a desnudar y tener sexo, sin objeción alguna de su parte. Mas aun así, todavía podía contenerme.
-Sí, solo necesito tomar aire…- fue mi respuesta, tras 5 eternos segundos de silencio.
Ella sonrió y se retiró, brindándome espacio. Lo curioso fue que, mientras avanzaba hacia la banca donde nos sentábamos, tomó con bastante fuerza su faldita, como si intentase ocultar algo entre sus piernas y sonreía de una manera diferente cuando me miraba.
Me volteé a duras penas y empecé mi rutina de flexiones de brazo.
•¡Qué patético eres! Tengo amigos que hacen 100 en menos de un minuto y tú, te detienes…
En cambio yo, que apenas podía mantener mis acalambrados brazos estirados, estaba paralizado en la nº 80.
-Sí, Karen. Pero yo no soy deportista y lo hago una vez a la semana, porque no tengo más tiempo…- le dije, retomando la marcha.
Pero cuando acababa mi rutina, Karen, como era ya su costumbre, tomó una suave toalla blanca y limpia, secando mi sudor.
•¡Niño tonto! (todavía tintinea en mi cabeza su tierno “Silly boy!”) ¿Por qué haces eso, si ya sabes que eres fuerte?- Preguntó, con una vocecita suave, como si hablase con un niño pequeño.
-Porque si no, mi yo de la semana pasada sería más fuerte que el de hoy…- respondía cansado y adolorido de los hombros.
Me contemplaba levemente confundida, pero me secaba con ternura y posteriormente, guardaba la toalla en su bolso.
•Entonces… nos volveremos a ver en 2 semanas más…- dijo, despidiéndose de mí como era costumbre.
No hubo beso ni otro tipo de contacto. Solamente, el adiós de manos.
Y en mi corazón, sentí un leve vacío. Sabía que el siguiente jueves que nos viésemos, sería el último y hasta esos momentos, no había pensado siquiera en contárselo.
Por su parte, ella se fue sonriendo satisfecha, creyendo que había encontrado un punto débil en mi “impenetrable caparazón” y quedó manifiesto el siguiente jueves que nos encontramos.
Una vez más, esa aceleración en mi corazón al trotar a verla, mentalizándome que solo era una chiquilla, que podía ser mi hija (Si hubiese sido lo suficientemente distraído para embarazar a una mujer a los 17 años) y el cargo de conciencia consecuente.
No obstante, esa tarde acudí a una “emboscada”: ciertamente, vestía su uniforme escolar, pero se había hecho 2 coletas hacia los lados, alisando un poco sus cabellos; su camisa, a la altura de la cintura estaba desabrochada, revelando su ombligo con un piercing plateado y como si estuviese imitando el video de Britney, un par de botones desabrochados por arriba.
Sonreía con cierta satisfacción, mientras yo recuperaba el aliento, al ver que no solo cumplía con las reglas que habíamos acordado anteriormente, sino que además, mis ojos se deslizaban discretamente sobre su hermoso cuerpo, como si llevase todas las de ganar.
Y fue ella misma la que tomó iniciativa con mis abdominales.
•¿Te ayudo?- preguntó, con una sonrisa de actitud ganadora.
Al igual que la última vez, me dio la espalda y me esperaba con leve impaciencia a que me acostara en el suelo.
Una vez hecho eso, apoyó su pubis inmediatamente sobre mis talones y reacomodó su falda, de tal manera que apreciara una vez más su trasero.
Pero en esta oportunidad, usaba una tanga roja de encaje, diminuta, que se perdía entre sus muslos perfectos.
•¿Estás listo?- preguntó, con una voz coqueta y confiada.
Y empecé con la rutina. Era un hecho que ella solamente buscaba calentarme, porque desde un comienzo, empezó a rozar su cuerpo sobre el mío, contando con una voz sensual.
•15… uhhh… 16… mhm… 17… hummm…
Con los ojos cerrados y un par de veces trastabillando, al casi perder el equilibrio, aceleré la marcha, temeroso que si alguien me viese, pensara que yo fuese quien la convenció de aquello…
•¡Síii!... 32… ¡Más rápido!... 33… ¡Ahíii!... 34… ¡Más fuerte!...
Y en un círculo vicioso, el aumento de mi aceleración ocasionaba que el levantamiento de mis talones fuera más fuerte, acrecentando su vicio y motivándome cada vez más para acabar con el ejercicio lo más pronto posible.
Sé que todo dependía netamente de mí. Que pude haber parado y haberle pedido compostura, pero esa fruta prohibida y tierna era demasiado tentadora para dejarla pasar y en mi fuero interno, me auto consolaba, diciéndome que en teoría, no estaba teniendo sexo con ella.
No puedo asegurar si alcanzó el clímax o no. Tal vez, se lo indujo ella misma con la cuenta. Pero lo cierto fue que una vez que terminó, volvió a darse vuelta, tal cual lo había hecho la otra vez y con una amplia sonrisa, secó mi transpiración una vez más.
•¡Lo hiciste más rápido! ¡Te estás poniendo fuerte! ¡Me gustó mucho que lo hicieses así!
Y una vez seco, se alzó de forma adrede sobre mi cintura, dejándome ver con relativa claridad la oscura humedad en su prenda interior.
Estaba agotado y con un hormigueo que recorría todo mi cuerpo, pero aun así, logré darme vuelta y empezar la rutina de flexiones de brazos.
Karen permanecía sentada frente a mí, luciendo sus preciosas piernas y contemplándome con gran interés. Nuevamente, con una voz suave, empezó a contar mis flexiones y por primera vez, avance hasta las 70 de corrido, puesto que mi mente era un mar de pensamientos confusos, que obnubilaban mi cansancio.
Cuando acabé, sentía los brazos palpitar y una vez más, se puso de pie y secó mi transpiración.
•¡Te felicito! ¡Lo has vuelto a lograr!- dijo con gran satisfacción.
Y como era su costumbre, guardó su toalla en su bolso y se despidió de mí.
•Bien. Te veré en 2 semanas…- replicó, con una mirada más coqueta.
-¡No, Karen!...- traté de explicarle mi situación en esos momentos, pero no pude.- Mejor… ven mañana.
Eso le hizo sonreír con inesperada energía…
•¿Qué? ¿Quieres verme otra vez?- preguntó con bastante ilusión.
-Bueno… sí. Me gustaría darte unos regalos que te tengo pendientes.
No creo poder expresar a la perfección la alegría que le trajeron mis palabras. Pero si pudiera compararlo con algo conocido, sería el rostro de mis hijas la mañana que abrieron sus regalos de navidad.
Sin embargo, lo que ella no sabía era que se trataban de regalos de despedida.
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3 comentarios - Siete por siete (189): Colegiala, colegiala… (II)