Será por la época complicada en que vivimos o, vaya a saber porque, pero cuando escucho hablar de estudio, exámenes no puedo evitar añorar los años felices, de allá lejos, de la universidad y que a mi mente vengan un montón de recuerdos.
Relato uno:
Había venido del interior para estudiar en la UBA. Me alojaba en un piso 12 de la calle Perú, entre Av. Independencia y Chile, adquirido por mis padres, pretextando inversión, pero en realidad para que yo estuviese bien cerca de la Facultad de Ingeniería sin “padecer” una pensión.
Ellos, me visitaban con alguna frecuencia, 3 o 4 veces por año, previo aviso para que vaya a esperar su tren a Retiro o Constitución. Se quedaban un par de días y seguían viaje en tren hacia el sur o el litoral según de donde habían llegado.
Pero, un día – laborable - llegaron sin preaviso y cuando regresé al departamento, la expresión, la mirada y las palabras de mi madre, no tuvieron nada de saludo ni cariño. Eran reprobación y áspera reprensión:
-……. ¡me asombra! ….. ¡en lugar de una vivienda de estudiante universitario, encontré un antro … lleno de inmundicias!!! – con el dedo índice apuntaba a un jarrón ubicado al costado de la puerta de mi dormitorio.
Continuó aludiendo a ignominia, afrenta, deshonra y a poner en duda mi avance en la carrera. Se calmó, en parte, cuando, libreta universitaria en mano, comprobó que tenía aprobadas todas las materias como era debido.
Antes de continuar viaje a Bahía Blanca me conminó a que abandone las intolerables inmoralidades, que había descubierto.
En aquellos tiempos trabajaba en una multinacional, cursaba ingeniería y participaba, intensamente, en la política universitaria y, naturalmente, tenía la intención de “cambiar el mundo”.
En el CEI (Centro de Estudiantes), la FUBA (Federación Universitaria Buenos Aires), en la empresa y en el club interactuaba con multitud de muchachos y muchachas. La mayoría de ellas, aspiraban, como nosotros varones, a mejorar el “planeta” pero, y sobre todo, a modificar las convenciones y prejuicios sociales, en particular las/los que “regulaban” el comportamiento de la mujer con el sexo opuesto. En ese “caldo de cultivo”, hirviente de reformas y reivindicaciones de derechos femeninos, el joven que no conseguía encontrar una compañera para alguna tarde o noche, de sexo, era porque padecía de alguna insólita deficiencia, enfermedad o era homosexual.
Yo, modestamente, alguna cosecha tenía y, los juegos eróticos, en su mayoría, se consumaban al abrigo del departamento del cual era único ocupante.
Un buen día se me ocurrió que, estaba bueno llevar un registro de los hitos exitosos (polvos), algo así como las marcas en el revolver de los cowboys en las películas del lejano oeste.
Las bombachitas, usadas, de las chicas, debidamente rotuladas, fue mi elección.
Puesto que no podía pretender (además hubiese sido un pretexto más para negarse a dejármelas) que las chicas volvieran a la calle cogidas y sin calzón, compré, en una lencería, por docena bombachas de variados colores pero de talle adecuado – llevé el diámetro de caderas- para el tipo de muchacha que era de mi agrado.
El rótulo era de dos variantes según el sexo mantenido. Sólo vaginal: el nombre –o apodo -de la dama, escrito con tinta china en la zona de la bombacha que protege la concha (siguiendo la línea imaginaria que forman los labios vaginales). Sexo dual, esto es vaginal anal: un pequeño redondel – también con tinta china- en la porción de tela que esconde el ano.
Las bombachitas negras requerían que le adhiriese una cinta clara tanto para el nombre como para el circulito si correspondía, debido al color de la tinta que utiliaba.
Inicialmente, guardé los calzones, conseguidos en trueque por otros nuevos, en un cajón de mi escritorio, pero su número hizo engorroso el escondite – y demasiado expuesto a la curiosidad de ocasionales visitantes (amigos, colegas, etc… o mi madre)-.
Ahí fue que compré el jarrón que motivó la censura materna.
En él guardaba las bombachas lavadas y rotuladas, con excepción de la última que permanecía exhalando olor a fluidos vaginales – secos pero olientes, hasta que, reemplazada por otra advenediza, pasaba previo lavado y rotulado, a engrosar la colección.
El jarrón lo ubicaba al lado de la puerta de mi dormitorio, salvo cuando recibía visitas:
*Colegas, compañeros de estudio y partners sexuales, el jarrón quedaba escondido en un placard,
*Padres, al recibir el aviso de llegada, a la baulera.
Como era de esperar se cumplió la ley de Murphy: “si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal” y el jarrón quedó para un ramo de flores artificiales de dudosa belleza.
Relato uno:
Había venido del interior para estudiar en la UBA. Me alojaba en un piso 12 de la calle Perú, entre Av. Independencia y Chile, adquirido por mis padres, pretextando inversión, pero en realidad para que yo estuviese bien cerca de la Facultad de Ingeniería sin “padecer” una pensión.
Ellos, me visitaban con alguna frecuencia, 3 o 4 veces por año, previo aviso para que vaya a esperar su tren a Retiro o Constitución. Se quedaban un par de días y seguían viaje en tren hacia el sur o el litoral según de donde habían llegado.
Pero, un día – laborable - llegaron sin preaviso y cuando regresé al departamento, la expresión, la mirada y las palabras de mi madre, no tuvieron nada de saludo ni cariño. Eran reprobación y áspera reprensión:
-……. ¡me asombra! ….. ¡en lugar de una vivienda de estudiante universitario, encontré un antro … lleno de inmundicias!!! – con el dedo índice apuntaba a un jarrón ubicado al costado de la puerta de mi dormitorio.
Continuó aludiendo a ignominia, afrenta, deshonra y a poner en duda mi avance en la carrera. Se calmó, en parte, cuando, libreta universitaria en mano, comprobó que tenía aprobadas todas las materias como era debido.
Antes de continuar viaje a Bahía Blanca me conminó a que abandone las intolerables inmoralidades, que había descubierto.
En aquellos tiempos trabajaba en una multinacional, cursaba ingeniería y participaba, intensamente, en la política universitaria y, naturalmente, tenía la intención de “cambiar el mundo”.
En el CEI (Centro de Estudiantes), la FUBA (Federación Universitaria Buenos Aires), en la empresa y en el club interactuaba con multitud de muchachos y muchachas. La mayoría de ellas, aspiraban, como nosotros varones, a mejorar el “planeta” pero, y sobre todo, a modificar las convenciones y prejuicios sociales, en particular las/los que “regulaban” el comportamiento de la mujer con el sexo opuesto. En ese “caldo de cultivo”, hirviente de reformas y reivindicaciones de derechos femeninos, el joven que no conseguía encontrar una compañera para alguna tarde o noche, de sexo, era porque padecía de alguna insólita deficiencia, enfermedad o era homosexual.
Yo, modestamente, alguna cosecha tenía y, los juegos eróticos, en su mayoría, se consumaban al abrigo del departamento del cual era único ocupante.
Un buen día se me ocurrió que, estaba bueno llevar un registro de los hitos exitosos (polvos), algo así como las marcas en el revolver de los cowboys en las películas del lejano oeste.
Las bombachitas, usadas, de las chicas, debidamente rotuladas, fue mi elección.
Puesto que no podía pretender (además hubiese sido un pretexto más para negarse a dejármelas) que las chicas volvieran a la calle cogidas y sin calzón, compré, en una lencería, por docena bombachas de variados colores pero de talle adecuado – llevé el diámetro de caderas- para el tipo de muchacha que era de mi agrado.
El rótulo era de dos variantes según el sexo mantenido. Sólo vaginal: el nombre –o apodo -de la dama, escrito con tinta china en la zona de la bombacha que protege la concha (siguiendo la línea imaginaria que forman los labios vaginales). Sexo dual, esto es vaginal anal: un pequeño redondel – también con tinta china- en la porción de tela que esconde el ano.
Las bombachitas negras requerían que le adhiriese una cinta clara tanto para el nombre como para el circulito si correspondía, debido al color de la tinta que utiliaba.
Inicialmente, guardé los calzones, conseguidos en trueque por otros nuevos, en un cajón de mi escritorio, pero su número hizo engorroso el escondite – y demasiado expuesto a la curiosidad de ocasionales visitantes (amigos, colegas, etc… o mi madre)-.
Ahí fue que compré el jarrón que motivó la censura materna.
En él guardaba las bombachas lavadas y rotuladas, con excepción de la última que permanecía exhalando olor a fluidos vaginales – secos pero olientes, hasta que, reemplazada por otra advenediza, pasaba previo lavado y rotulado, a engrosar la colección.
El jarrón lo ubicaba al lado de la puerta de mi dormitorio, salvo cuando recibía visitas:
*Colegas, compañeros de estudio y partners sexuales, el jarrón quedaba escondido en un placard,
*Padres, al recibir el aviso de llegada, a la baulera.
Como era de esperar se cumplió la ley de Murphy: “si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal” y el jarrón quedó para un ramo de flores artificiales de dudosa belleza.
3 comentarios - El jarrón de trofeos.
MEmeorable. Saludos