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Los caminos de la vida y la inercia social lo fueron llevando a un lugar extraño a sus anhelos. Los cuarenta lo encontraron siendo conscientemente inconsciente de una mala elección de pareja y un niño por venir al que no tuvo mejor idea que llamar Fidel. Un trabajo aburrido. Un montón de obligaciones auto impuestas (para no aburrirse) y el recuerdo de tiempos pasados y mejores. Vestía todo el tiempo de traje. En general grises, chatos, sin colores. Cada mañana se encontraba canturreando una melodía vieja de Sabina de relación directa con su vestimenta. Cada mañana manejaba triste entre amaneceres deseando que ese día fuese diferente.
La mudanza al departamento nuevo fue toda una odisea. Discusiones eternas sobre colores de vajjilla, tipos de tela de cortinas, calidades de marcos de interruptores de luz lo agobiaban casi tanto como su trabajo. El embarazo más que unirlos los fue separando. Ella serena en su tarea de reproducir y él cada vez más lúgubre en su tarea de proveer. Sus conversaciones terminaron siendo una serie de reproches cruzados en la que terminaba apareciendo indefectiblemente su falta de responsabilidad y madurez para con los nuevos tiempos que venían.
Una única condición puso él en el nuevo hogar. Condición que logró con sudor, lágrimas, rebajadas y entregas de dignidad. Su condición era un cuarto. Eso simplemente. Un cuarto para él solo. Una habitación que al cerrarse la puerta pudiese dejar el mundo exterior afuera. Un cuarto "de adolescente" decía ella, con tono firme de sentencia.
El edificio era nuevo. En un barrio que alguna vez fue tal y ahora era una extensión del centro. Una zona donde árboles añosos y veredas enclenques se mezclaban con el ruido ensordecedor de los colectivos pasando. A él le gustó desde un principio. A ella también. Finalmente coincidieron en algo. Era el único edificio de la cuadra, solo por el pequeño de enfrente que era de solo tres pisos y carecía de ascensor. Después todas casas bajas. Un barrio.
El cuarto se convirtió en su paraíso personal. Una laptop, un sillón mecedora herencia de su abuela y nada más había dentro. Una lampara triste colgando del portalámparas era su única iluminación. Generalmente después de comer se encerraba a ver pornografía, pajearse y escuchar alguna canción vieja mientras tomaba una cerveza. Miraba un rato por la ventana y se iba a dormir.
Así estuvo algunos meses hasta que las vió. Estaba parado junto al ventanal que daba a la calle cuando en el segundo piso del pequeño edificio de enfrente, una noche se prendió la luz de una habitación. Tenía un colchón tirado en el piso y una enorme foto de dos manos femeninas entrelazadas. Por la puerta entraron dos mujeres besándose. Una morocha, de pelo corto y tetas enormes, la otra rubia, de pelo muy largo enrulado y alta. Se besaban calientes, mordiéndose los labios, queriéndose matar de placer ahí mismo y haciéndose desear al mismo tiempo. La rubia le sacó la remera y dejó las enormes mamas de la morocha al descubierto, que agarrándoselas se las ofreció para que las chupe. Ella las lamió, chupó y mordió durante unos segundos que le parecieron eternos. Su pija se descontroló dentro del pantalón del trajo. Abrió el cierre y la sacó. Era enorme. Con movimientos ampulosos de su mano se pajeó extasiado por el espectáculo de dos mujeres cojiéndose del otro lado de la calle. Ellas mientras se habían sacado la ropa desparramándola por el cuarto. La morocha tiró a la otra sobre el colchón y le chupaba la concha agarrándole las pequeñas tetas mientras tanto. La rubia gozaba con los ojos cerrados mordiéndose el labio inferior y acariciándole la nuca. Después de un rato, la morocha se levantó y literalmente se sentó sobre su cara. Así hizo que le chupe la concha. Se agarraba las tetas pellizcándose los pezones. Hasta que lo vió. De repente sintió la mirada de la mujer fija en sí mismo. Al principio ella dudó, pero después siguió con lo que estaba haciendo. El se sintió deseado de una extraña manera. Sintió que la calentura le subía aún más y empezó a pajearse más fuerte mostrándole a la morocha su enorme pija fuera del pantalón, cada vez más dura. Ella gozaba de la lengua de su compañera. En un momento se tiró hacia adelante, apoyando las manos en el colchón y dejando colgar sus enormes tetas. Los pezones oscuros apuntaban duros hacia el piso. Las tetas se movían al ritmo de los movimientos de pelvis que hacía sobre la cara de su compañera. El se calentó aún más. Hacía mucho que no sentía el calor subiendo por su pija, los huevos a punto de estallar, los músculos tensos por la calentura. De repente sintió que el orgasmo venía y no lo contuvo. Tres jugosos chorros de leche salieron de dentro suyo para chocarse contra el vidrio de la ventana enchastrándolo. Acabó sintiendo que las rodillas se le aflojaban y un hormigueo corría por su cuello cerrando los ojos. Al abrirlos se avergonzó de sí mismo. Pensó que alguien lo podría ver y decirle a su mujer. Metió la pija dentro del pantalón y salió casi corriendo de la habitación apagando la luz tras de sí.
Esa noche intentó insinuarse pero ella lo rechazó con un manotazo. Se tuvo que levantar a pajearse nuevamente en el baño. La imágen de sus vecinas lo acompañaba a todos lados al otro día. A la vuelta del trabajo pasó por el centro y compró unos binoculares. Le parecieron caros, pero no lo importó nada.
Esa noche con su nuevo juguete y dos cervezas se sentó en la mecedora a esperar otro encuentro. No sucedió. Ni esa vez ni las tres noches siguientes. Unas cortinas color maiz interrumpían su visual y no hacían más que hacer enormes sus fantasías. Las imaginaba y no aguantaba la calentura.
Hasta que finalmente un jueves se abrieron y apareció la morocha completamente desnuda, mirando sin dudar a su ventana. Lo buscaba y lo encontró enseguida. El sacó al toque la pija y se la mostraba. Ella pasaba su lengua por sobre el labio superior. De repente se dió vuelta y se dirigió a la puerta. Era la rubia que venía vestida, evidentemente llegaba de la calle. La morocho la empezó a besar apasionada sacándole a tirones la ropa. La otra aceptó sus besos y se trenzaron calientes cayendo sobre el colchón. La morocha se tiró boca arriba ofreciéndole la concha. La rubia empezó a chupársela haciendo movimientos circulares con la cabeza. La morocha no dejaba de mirar hacia donde estaba él pajeándose con los binoculares en la mano libre. Así siguieron unos minutos hasta que la rubia levantó la vista y vió la mirada de su compañera en el exterior. Se dió vuelta y lo vió. Una ola de vergüenza se apropió de él y se escondió en el rincón más alejado de la habitación. Llegó a ver como se acercaba a la ventana tapándose las tetas con una mano para cerrar las cortinas de un tirón.
El se quedó pensando en lo que fuese a ocurrir. Tuvo miedo de su esposa. Se acostó acosado por pensamientos y no durmió en toda la noche.
Nada pasó durante la siguiente semana. El igual se encerraba todas las noches un par de horas en su cuarto privado esperando que las cortinas se corrieran, pero sabiendo que era muy improbable.
Quince días después sucedió.
Una noche estrellada y bastante ventosa estaba viendo pornografía en la laptop cuando vió a la rubia aparecer detrás de las cortinas. Estaba desnuda arriba y llevaba puesta una calza verde. Detrás se veía a la morocha desnuda tirada en el colchón con las piernas abiertas mostrándole la concha. Dudó unos minutos pero cuando la rubia empezó a chupársela mostrándole a su vez el culo sacó la pija y se pajeó enloquecido. La rubia movía la cabeza en circulos cada vez más intensos y la morocha gozaba mirándolo pajearse. La vió tirar la cabeza hacia atrás acabando intensamente y resoplando. La rubia se levantó y cerró las cortinas. Esa noche se hizo cuatro pajas en el baño.
Así siguieron los encuentros. Una vez por semana más o menos, las vecinas abrían su mundo privado para que él pudiese espiarlas con sus binoculares. Las vió hacer la 69, chuparse, montarse, besarse las tetas, el culo, meterse dedos, estrenar diversos aparatos sexuales, desde un pequeño abridor anal hasta un monstruoso dildo de dos cabezas. Ellas jugaban, el miraba y los tres gozaban.
Todo transcurría más o menos igual hasta que un día las cruzó en el supermercado. Salía con unas bolsas de mercadería junto a su mujer. Ese día habían comprado los primeros paquetes de pañales. Las vió a las dos caminando por la calle del brazo. La noche anterior habían tenido una sesión de avistaje que había disfrutado particularmente.
Se cruzaron y ninguno de los tres dijo nada.
Esa tarde no aguantó más llevar esa doble vida y le contó todo a su mujer con lujo de detalles. Sus masturbaciones, las noches que había visto a las vecinas, la forma en que gozaban ellas y como se calentaban sabiéndose miradas. Dos lágrimas pesadas caían por sus pómulos esperando la peor de las respuestas.
Pero ella dijo lo último que hubiese imaginado.
- Puedo ver yo también? -
El quedó estupefacto. No supo qué responder.
- Es que a veces te espío mientras te pajeas.
16 comentarios - Ellas al otro lado.
Muy bueno!
La rutina marital expresada en concisas palabras! Por suerte todo se supera!!
Genial!! Yo necesito un cuarto así!!!
Y el final... impensado...
Excelente...