Hubo una cierta noche en que mi Señor desbordaba de felicidad. Estaba singularmente sonriente, orgulloso de la sierva que, estoicamente, soportó esa tarde una intensa sesión de tortura.
Me regaló, entonces, un hermoso y apretado vestido azul. Que, según me dijo, combinaban con mis ojos. Y, junto con él, un delicado conjunto de ropa interior de encaje negro, medias de red y portaligas. Y, todavía más generoso, me llevó a cenar. Cosa que, naturalmente, provocó en mí una inmensa alegría.
A cierta hora, cuando sus ojos brillaban producto de la abundante bebida, despertó en él ese morbo que tanto me apasiona, y que es la razón de mi absoluta sumisión y pertenencia. De entre el concurrido restobar, posó la vista sobre un típico hombre cincuentón, todavía fuerte y de panza prominente, que solitariamente bebía en la barra. Me ordenó, pues, le hiciese compañía.
Según habían sido sus instrucciones, que obedecí sin chistar, me incorporé de inmediato, dirigiéndome a la barra. Tomé asiento junto al hombre y, tras pedir un trago, le susurré al oído: -“No traigo nada bajo la falda ¿puede Ud. creer?”
No es simple describir su reacción. Si que sus pupilas dilatadas, inquisitivas, se fijaron en las mías. Me escrutó de pies a la cabeza, hasta romper el silencio: - ¿Me hablás en serio nena? Asentí y tomé su mano. De modo discreto la apoye sobre una de mis rodillas. Rojos sus cachetes, entre las gotas de sudor que de sus entradas emanaban, sentí como su mano ascendió–lentamente y asimismo con discreción- hasta rozar mi húmeda y rasurada rajita. Juguetearon sus dedos entre mis labios, hasta que uno de ellos –el más grande- me penetró en toda su extensión.
Mi amo, instigador y testigo de la situación, lo advirtió en mi expresión. Y en el involuntario y reflejo gesto de abrir las piernas deseosas. Sin mucha prisa, vino hacia mí. Clavando sus ojos enfurecidos en los de aquel hombre, me tomó del brazo y retiró del lugar.
Me subió al auto, desabrochó su pantalón, me pegó un sopapo y, tomándome de las mechas, puso su erecta verga en mi boca. – “Ni se te ocurre levantarte”. Es todo cuanto dijo. Mi amo estaba hecho una furia y quemaba de caliente. Y yo, claro, me sentía una puta en celo, plenamente consciente de ser la fuente de ese su estado.
Ya en el hotel, me ordenó uniformarme (léase, vestirme únicamente de tanga y tacos altos). Hecho lo cual, me arrodillé con las manos sobre los muslos (es esa la posición que se me impuso), en el más absoluto silencio. Tomo él unas corbatas, y me ató con ellas boca abajo sobre la cama, ajustando a sus extremos cada uno de mis brazos y piernas. Me amordazó y, empezó…
Sentí su látigo de tiras azotar mis muslos, mi espalda y mi culo. Primero lo hizo, aunque firme, con cierta delicadeza. Pero era –entendí- con el único propósito de que mi piel, mis huesos y músculos, se acostumbraran al chicote. Imprimió, entonces, mayor violencia a cada golpe. Quise, mas no pude evitar lagrimear, ni retorcerme. Me quemaban sus golpes, que severos se sucedían sin método. De un extremo del cuerpo a otro, sin saber dónde sería el siguiente.
Cuando hubo descargado su furia, cuando las fuerzas me habían abandonado, me untó gel en el orto. Todavía amordazada, me penetró de un solo empellón. Si los azotes dolieron, ese miembro dotado, duro como una piedra, pareció desgarrar mis intestinos. Me cogió una y otra vez. Entre pausas, en las que –le quedaban ganas- azotaba mi cuerpo.
Violó mi ano hasta arrancarme el más estremecedor de los orgasmos. Me quitó la mordaza, se masturbó ante mis ojos, y con la boca abierta esperé el espeso néctar de su esperma.
Esa noche, en premio, dormí a su lado. Y lo adoré más que nunca.
Me regaló, entonces, un hermoso y apretado vestido azul. Que, según me dijo, combinaban con mis ojos. Y, junto con él, un delicado conjunto de ropa interior de encaje negro, medias de red y portaligas. Y, todavía más generoso, me llevó a cenar. Cosa que, naturalmente, provocó en mí una inmensa alegría.
A cierta hora, cuando sus ojos brillaban producto de la abundante bebida, despertó en él ese morbo que tanto me apasiona, y que es la razón de mi absoluta sumisión y pertenencia. De entre el concurrido restobar, posó la vista sobre un típico hombre cincuentón, todavía fuerte y de panza prominente, que solitariamente bebía en la barra. Me ordenó, pues, le hiciese compañía.
Según habían sido sus instrucciones, que obedecí sin chistar, me incorporé de inmediato, dirigiéndome a la barra. Tomé asiento junto al hombre y, tras pedir un trago, le susurré al oído: -“No traigo nada bajo la falda ¿puede Ud. creer?”
No es simple describir su reacción. Si que sus pupilas dilatadas, inquisitivas, se fijaron en las mías. Me escrutó de pies a la cabeza, hasta romper el silencio: - ¿Me hablás en serio nena? Asentí y tomé su mano. De modo discreto la apoye sobre una de mis rodillas. Rojos sus cachetes, entre las gotas de sudor que de sus entradas emanaban, sentí como su mano ascendió–lentamente y asimismo con discreción- hasta rozar mi húmeda y rasurada rajita. Juguetearon sus dedos entre mis labios, hasta que uno de ellos –el más grande- me penetró en toda su extensión.
Mi amo, instigador y testigo de la situación, lo advirtió en mi expresión. Y en el involuntario y reflejo gesto de abrir las piernas deseosas. Sin mucha prisa, vino hacia mí. Clavando sus ojos enfurecidos en los de aquel hombre, me tomó del brazo y retiró del lugar.
Me subió al auto, desabrochó su pantalón, me pegó un sopapo y, tomándome de las mechas, puso su erecta verga en mi boca. – “Ni se te ocurre levantarte”. Es todo cuanto dijo. Mi amo estaba hecho una furia y quemaba de caliente. Y yo, claro, me sentía una puta en celo, plenamente consciente de ser la fuente de ese su estado.
Ya en el hotel, me ordenó uniformarme (léase, vestirme únicamente de tanga y tacos altos). Hecho lo cual, me arrodillé con las manos sobre los muslos (es esa la posición que se me impuso), en el más absoluto silencio. Tomo él unas corbatas, y me ató con ellas boca abajo sobre la cama, ajustando a sus extremos cada uno de mis brazos y piernas. Me amordazó y, empezó…
Sentí su látigo de tiras azotar mis muslos, mi espalda y mi culo. Primero lo hizo, aunque firme, con cierta delicadeza. Pero era –entendí- con el único propósito de que mi piel, mis huesos y músculos, se acostumbraran al chicote. Imprimió, entonces, mayor violencia a cada golpe. Quise, mas no pude evitar lagrimear, ni retorcerme. Me quemaban sus golpes, que severos se sucedían sin método. De un extremo del cuerpo a otro, sin saber dónde sería el siguiente.
Cuando hubo descargado su furia, cuando las fuerzas me habían abandonado, me untó gel en el orto. Todavía amordazada, me penetró de un solo empellón. Si los azotes dolieron, ese miembro dotado, duro como una piedra, pareció desgarrar mis intestinos. Me cogió una y otra vez. Entre pausas, en las que –le quedaban ganas- azotaba mi cuerpo.
Violó mi ano hasta arrancarme el más estremecedor de los orgasmos. Me quitó la mordaza, se masturbó ante mis ojos, y con la boca abierta esperé el espeso néctar de su esperma.
Esa noche, en premio, dormí a su lado. Y lo adoré más que nunca.
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