E*** era en ese momento una linda morocha de dieciocho años. Una auténtica flor primaveral. Ambos eramos muy jóvenes. Sus ojos eran pardos y almendrados y su labios, miel. Pelo oscuro y ensortijado en graciosas motas; senos generosos, apenas disimulados por un eterno escote que llevaba hasta que los árboles perdieran sus hojas y los cerros más lejanos amenecieran adornados con las primeras nevadas. Los pies era pequeños y elegantes; las manos, delicadas pero ágiles. La voz suave pero llena de atrevimiento y servía dócilmente al chispeante ingenio de esa linda estudiante.
Tras nuestra primera conversación, en la que su encanto personal me deslumbró, E*** se fue caminando muy coqueta, cimbreando su cintura, marcándose grácilmente sus dones al andar. Sin dejar de hacerlo, volteó y me miró sonriente, y siguió andando. No podré olvidar su falda estampada.
Sus besos siempre fueron apasionados. Su cadera y sus senos, siempre generosos y hospitalarios. Recostados en el pasto nos acariciábamos. Mis manos alcanzaron la deliciosa región de sus nalgas. Cuando un dedo explorador indagó desvergozadamente la suave y rugosa periferia de su anillo, suspiró hondamente; y al descender a la delicada piel que separa aquél de la concha, se estremeció. El sol brillaba, la temperatura era agradable y por las arboledas pasaba la gente anónima.
Una cálida tarde de marzo, cuando nuestros amigos se fueron, empezó a anochecer en el Parque S**. Dejamos nuestras bicicletas junto a unos árboles y allí, anochecidos nosotros también entre la espesura de un bosquecillo, nos besamos ardorosamente. Pronto, mis manos acariciaban dos gacelas dormidas que despertaban al amor entre mis dedos. Ella suspiraba mientras la piel de su perfumado cuello recibía mis interminables besos. Ambos de pie, ella delante y yo detrás, Sus ropas ya no estaban. También desapareció su falda y se perdió en lo oscuro. La gimiente morocha frotaba su espléndida cola contra mi virilidad. De sus ojos cerrados brillaron perlas surgidas de su alma estremecida. Oleadas de placer fueron compartidas por nuestros cuerpos cuando mis manos trémulas de ardor ingresaron a la honda región de su feminidad. Inolvidable fue su concha verdaderamente jugosa, tibia y llena de vida y elasticidad. No cogimos. Su placer desbordó sus límites y cayó rendida por el éxtasis, donde nos abrazamos entre la hierba fresca. Los aves nocturnas se agitaban en lo alto, entre las ramas dormidas.-
Tras nuestra primera conversación, en la que su encanto personal me deslumbró, E*** se fue caminando muy coqueta, cimbreando su cintura, marcándose grácilmente sus dones al andar. Sin dejar de hacerlo, volteó y me miró sonriente, y siguió andando. No podré olvidar su falda estampada.
Sus besos siempre fueron apasionados. Su cadera y sus senos, siempre generosos y hospitalarios. Recostados en el pasto nos acariciábamos. Mis manos alcanzaron la deliciosa región de sus nalgas. Cuando un dedo explorador indagó desvergozadamente la suave y rugosa periferia de su anillo, suspiró hondamente; y al descender a la delicada piel que separa aquél de la concha, se estremeció. El sol brillaba, la temperatura era agradable y por las arboledas pasaba la gente anónima.
Una cálida tarde de marzo, cuando nuestros amigos se fueron, empezó a anochecer en el Parque S**. Dejamos nuestras bicicletas junto a unos árboles y allí, anochecidos nosotros también entre la espesura de un bosquecillo, nos besamos ardorosamente. Pronto, mis manos acariciaban dos gacelas dormidas que despertaban al amor entre mis dedos. Ella suspiraba mientras la piel de su perfumado cuello recibía mis interminables besos. Ambos de pie, ella delante y yo detrás, Sus ropas ya no estaban. También desapareció su falda y se perdió en lo oscuro. La gimiente morocha frotaba su espléndida cola contra mi virilidad. De sus ojos cerrados brillaron perlas surgidas de su alma estremecida. Oleadas de placer fueron compartidas por nuestros cuerpos cuando mis manos trémulas de ardor ingresaron a la honda región de su feminidad. Inolvidable fue su concha verdaderamente jugosa, tibia y llena de vida y elasticidad. No cogimos. Su placer desbordó sus límites y cayó rendida por el éxtasis, donde nos abrazamos entre la hierba fresca. Los aves nocturnas se agitaban en lo alto, entre las ramas dormidas.-
0 comentarios - Abriendo a la morocha en el parque