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Compendio I
Resulta curioso cómo cada mañana me voy acostumbrando más y más a la idea.
Lo mismo le sucede a ella, que las primeras veces ingresaba en nuestro dormitorio con vergüenza y sin entender bien lo que ocurría.
En particular, sigo prefiriendo a mi mujer en mis brazos. Pero a pesar que sus clases empiezan alrededor del mediodía, sigue levantándose a primera hora para estudiar en la biblioteca.
Y es así como llega ella por la mañana, a petición de Marisol: su pijama cortito, seductor, con tirantes que muestran sus agraciadas curvas, su delgada y sexy figura y un rostro coqueto, pero adormecido, que ya sin mucho recato se acuesta en el cálido espacio que dejó mi esposa.
Pocas veces, vuelve a quedarse dormida, cubriéndose con la sabana y despreocupándose completamente que esté acostada con su empleador y amante.
Pero la mayoría de las veces, pretende “hacerse la dormida” y es ahí donde figuro yo.
Lizzie sigue siendo una chiquilla dulce, con sus 23 primaveras y una cara infantil, pecosa y traviesa. Con una figura admirable, de muslos carnosos y piernas moldeadas, una cintura delgada y un par de pechos medianamente voluminosos, de vivaces y astutos ojos negros y un cabello color castaño levemente más oscuro que el de mi esposa, le proporcionan un aire más delicado y cautivador.
Al igual que mi esposa, le encanta jugar conmigo turbándome con sus atrayentes curvas.
En ocasiones, se acuesta directamente y me abraza por la espalda, apretando sus pechos contra mi cuerpo como si yo fuese un peluche. En otras, se acuesta como Marisol, empujando su cautivadora retaguardia hacia mi cuerpo y en otras más, se tiende completamente destapada e indefensa, ofreciendo su cuerpo para exploraciones.
Pero cada mañana, sigue apareciendo con una cola de caballo, algo que tanto ella como mi esposa sabe que me fascina y desarrollamos este jugueteo más y más a menudo.
Sé que su sueño es falso, puesto que al momento de sobar su cuerpo, sin siquiera apretar con demasiada presión, exhala un suspiro profundo, intenso y placentero, disfrutando de la incertidumbre de mis acciones.
Pero en este juego, sigo respetando su cuerpo: No busco mi placer inmediato, sino que aprovecho de degustarla de a poco.
De deslizar mis manos por el contorno de sus muslos, percibiendo sus movimientos deseosos por desnudarla del delgado pantaloncillo que la cubre y que harían que nuestro contacto fuera más directo; de besar su cuello y respirar sobre él, aspirando la sutil esencia de las cremas que usa cada noche para mantenerse bella o de simplemente, aplicar una suave presión sobre sus pechos, los cuales no tardan demasiado en dilatar sus areolas.
Pero lo que más disfruta es que acaricie su vientre y que apegue mi masculinidad en la hendidura de su trasero: Los suaves gemidos que lanza reflejan el placer y gozo que siente.
De a poco, se empieza a restregar sobre mí, deseando que volvamos a sentirnos uno y mis manos empiezan a desnudar lentamente su piel.
Me entretengo apretando suavemente sus areolas, que le hacen estremecer y contonear descontroladamente.
Su izquierda, como es costumbre, empieza a masajear mi pene suavemente, subiendo y bajando con parsimonia.
Le doy lamidas ocasionales y ruidosas en el cuello, sintiendo las primeras sacudidas provenientes del entremedio de sus piernas.
Otro gemido ahogado y más cálido emana de su garganta, por lo que lleva sus manos para cubrir sus labios y su cuerpo, cada vez más, empieza a apegarse al mío, para sentir la inminente penetración.
Sin embargo, lo que más disfruto es ir jugando con su espalda, lamiendo el contorno de su columna hasta el nacimiento de su ano.
Ella suspira incesante, palpando el avance de mi cabeza a través de su figura y un quejido más contenido (Y más propio de una mujer despierta y consciente de lo que ocurre con su cuerpo) sale de sus labios, como si rompiera la última frontera del placer.
Se ha vuelto una especie de pasatiempo para mí, porque tanto Lizzie como Marisol y Hannah se sienten culpables que les haga disfrutar de esa manera, de “un lugar tan asqueroso como ese”.
Sin embargo, (Y tal vez, por el mismo motivo) son bastante limpias en aquella zona, por lo que nunca he tenido alguna experiencia desagradable.
No sé exactamente qué punto estimularé, pero por el gemido que las 3 lanzan (semejante al ruido de una moto en ralentí, entre un “Eh” permanente o una exhalación constante, amortiguada por el mordimiento de los labios) es evidente que lo disfrutan.
Para cuando mi lengua paladea el interior de su cuerpo, las 3 braman y la inundación que mana de su abertura delantera es desproporcionada.
Entonces, retiro mi boca y doy lugar a mis dedos, que hurgan de manera incesante la oquedad, sacudiéndolos con bastante fuerza para hacerlas sacudir con potencia.
Sé que quiero enfocarme en este relato en lo que hago con Lizzie, pero debo mencionar lo mucho que disfruta Hannah, en el sentido que puedo introducir fácilmente hasta 3 dedos en su interior, como sucede con Marisol y que ella no para de correrse estrepitosamente cuando lo hago.
Si el cornudo de su marido supiera las cosas que hago con su esposa…
Lizzie se deja llevar por el vaivén, gimiendo con disimulo para no despertar tempranamente a las pequeñas y erradicar de manera prematura nuestro placer mutuo y por ese motivo, cuando está completamente dilatado, recién presento la puntita.
Entonces, vuelve a soltar otro suspiro intenso, porque sin importar el uso que le dé a su ojetito, vuelve a contraerse rápidamente.
El avance se me hace lento y fatigoso, porque tengo una erección de proporciones y puedo sentir bastante bien el calor, la humedad y la estrechez de su cuerpo, a medida que voy avanzando.
El placer que siento en esos momentos hace palpitar mi ojo, porque voy avanzando más y más adentro y Lizzie, por “muy adormecida que esté”, no puede negar que mi avance lo siente en todo su cuerpo.
Y resulta ser un placer tan irresistible para ambos, que para cuando la meto entera y azoto sus muslos con mis testículos, ella se queja de una manera constante y placida, mientras la cama se zangolotea descontrolada, hasta que termino acabando en sus intestinos.
Pero en otras ocasiones, soy más romántico, como lo soy con Marisol. Aunque sigue pretendiendo dormir, no puede disimular la sonrisa en sus labios cuando percibe la sombra de mi cabeza sobre sus parpados.
Su respiración se acompasa de manera más lenta y suavemente, sus labios comienzan a vibrar, en un fervor dentro su boca, ansiosa por probar la mía.
Dejo caer una bocanada sobre sus labios, suave y tibia y ella se sacude levemente, siempre sonriendo con ese rostro travieso y pecoso, que empieza a brillar por la transpiración y no puedo evitar de jugar obsesionado con sus pechos.
Marisol no miente cuando los compara con los chupones de los biberones de las pequeñas, porque el pezón rosáceo y sensible de Lizzie se destaca hasta en los trajes de baño más discretos.
Yo los amaso con una mano y los succiono como los hago con los de Marisol, con la diferencia que no me dan leche, algo que claramente “le desagrada”, por la manera en que su espalda se yergue y por la frecuencia de sus suspiros.
Su boca se torna babosa y la vuelvo a besar, algo que hace bastante bien para tener un sueño tan profundo y una vez más, sus manos bajan casi desesperadas y con la precisión de un misil rastreador sobre mi erguida herramienta, la cual empieza a masajear con apresuradas subidas y bajadas.
Beso su cuello, el intersticio de sus pechos y su mano empieza a guiarme a la entrada de su grata apertura, montada en quién sabe qué sueño más agradable…
Y lo mismo que me pasa con Marisol: El glande, en su apertura humedecida y ella lanza un suspiro intenso, cortado y sorpresivo.
Y empieza una vez más el forcejeo, del cual ella se queja con discreción, posando sus manos sobre mis hombros. Nuestros besos son frenéticos y nuestras lenguas se acarician con maestría, diluyendo cada vez más la idea que está durmiendo.
Me voy moviendo cada vez más profundo, con largos vaivenes que le hacen suspirar más y más complicada.
Sus pecas inocentes comienzan a llenarse de pequeñísimas gotitas de transpiración, pero permanece con los ojos cerrados y con un abrazo interminable, del cual no busca dejarme escapar.
Nuestros cuerpos se hacen uno y puedo sentir la manera en que sus pechos se deforman sobre el mío, mientras que mi cintura arremete sin parar.
Mis mejillas se adosan con tanta presión a las suyas, que puedo sentir parte de su ardiente calor y el abrazo se torna tan fuerte, que me llega a deformar la cara por un par de instantes.
Y finalmente, hay otros días que simplemente, la busco atender a ella.
Empiezo a acariciar su pubis, jugueteando con mis dedos y aprecio sus repentinas sacudidas al momento de descubrir su pantaloncillo.
Aun así, la hago sufrir, porque me detengo a contemplar su disimulada sonrisa de alegría, que ni en sus sueños más dulces puede alcanzar y acaricio su vientre, deslizando suavemente los dedos hasta el contorno de su hendidura.
Como es de esperarse, se estira completamente, hasta los dedos de los pies, con una respiración entrecortada y ya babeante por debajo.
Mi dedo se introduce con facilidad entre sus piernas y sus suspiros se tornan en una combinación entre relajación y tensión.
No se da cuenta, pero sus manos se deslizan a interceptar mi cabeza, a medida que me voy aproximando a la zona interesada y con bastante ternura, me mantiene enfocado en su zona más sensible, que abarca entre el contorno de sus muslos, su clítoris y su vagina, áreas que lamo con bastante dedicación.
Sus quejidos se tornan distintos, en el sentido que alcanzan la intensidad de un reproche ahogado, pero que en ningún momento permite que mi boca se desenfoque de su objetivo.
Eventualmente, termina acabando en mi boca y sus manos no me dejan libres hasta que lama y limpie completamente todos sus restos.
Una vez limpia, coloco su prenda de vestir en su lugar, contemplo su respiración agitada y me quedo mirándola “despertar” de su pesado sueño…
Con una mirada llena de lascivia y coquetería, labios húmedos y deseosos, abre sus ojos negros, me mira y me sonríe con descaro.
“¡He tenido un sueño maravilloso a tu lado, que me ha puesto muy caliente!” confiesa cada vez, independiente de lo que hagamos, para luego añadir. “¿Te importa si te lamo un poco… para bajar el calor?”
Y como si fuera una niña abriendo su regalo navideño (o mi esposa, las mañanas de los sábados y domingos antes de volver a la faena), Lizzie no tarda en descubrir mi pegajosa herramienta, me sonríe y lo mete feliz en su boca, sabiendo bastante bien que la humedad en su cuerpo no es producto de ningún sueño y que yo le sigo el cuento, como los otros juegos que confabulan con mi esposa.
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1 comentarios - Siete por siete (150): La dormida