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Compendio I
Disculpen por tardar tanto en escribir. He escrito de a poco cada día y así he podido disfrutar un poco más de mi esposa, mis pequeñas y de Lizzie.
De esta manera no me canso tanto, porque en el trabajo Hannah y yo aprovechamos cada noche que nos queda y en especial ahora, que quieren cambiar mi camioneta y me he opuesto fieramente a ello.
Mientras volábamos, le pedí disculpas a Marisol. Creí que se había hecho expectativas de celebrar el día de enamorados (y el aniversario de Hannah) en Perth y ahora, este imprevisto nos obligaba a cambiar los planes.
Pero a mi esposa no pareció importarle viajar otras 4 horas.
“Total, igual lo pasaremos juntos y hace tiempo que no veo a tu amiga.” Me respondió con su tono meloso habitual.
Las pequeñas se comportaron durante el viaje. Nuestra gordita le robó una sonrisa a la azafata que nos trajo las comidas, que se enamoró de sus ojitos verdes y de su afecto inmediato.
Admito que me preocupa su excesiva sociabilidad, porque a diferencia de su hermana, no discrimina de desconocidos, por lo que trato de cuidarla la mayor cantidad de tiempo.
Pero ya casi llegando a nuestro destino, tuve que llevarla de urgencia al baño a mudarla. La azafata que nos había atendido, una mujer delgada, de unos 27 años, piel blanca, ojos celestes y cabello rojizo, me obsequió una de esas miradas “de simpatía” que me he acostumbrado en mi labor de padre y que tanto agradan a mi esposa.
Inclusive, se ofreció a ayudarme a mudarla, pero ya tengo bastante experiencia en esas lides.
“¡Es bueno ver padres tan comprometidos con sus hijos!” señaló, una vez que desocupé el lavabo, con cierta coquetería. “¡Me encantaría que mi marido fuese así!”
No quise indagar si estaba casada o no (no tenía anillo…), pero ya me parecía que me daría su número telefónico.
Marisol y mi flaquita seguían durmiendo profundamente en el asiento de la ventana y la azafata me escoltó con una amplia sonrisilla de vuelta a mi asiento.
“Cualquier cosa que necesite, avíseme. Estaré a solas en mi puesto de guardia.” Señaló sonriendo, una vez que volví a mi asiento.
Pero cuando salimos, hasta Marisol se dio cuenta que el “¡Gracias por volar!” que me dio la azafata en la entrada era más animoso en comparación con el resto.
Nos registramos en un hotel no muy lujoso, descargamos parte de nuestro equipaje y nos tendimos en la cama, en completo agotamiento.
Alrededor de las 8 de la tarde, hora local (7, para nosotros, según el celular de Marisol con la hora de Adelaide), decidimos salir a pasear para que las pequeñas se refrescaran.
Por la noche, aproveché de llamar a nuestra casa e informar a Lizzie sobre nuestros cambios de planes.
No esperaba que me respondiera, ya que era sábado en la noche y Lizzie estaba sola, pero tras 3 repiqueteos, escuché su dulce voz.
Le consulté si tenía planes para salir, insistiéndole por enésima vez que conociera a otro chico, en vísperas del día de San Valentín.
“¿Por qué necesitaría tener novio, si ya te tengo a ti?” preguntó coqueta.
No pude responderle y avisó que dormiría en nuestra cama, para no sentirse tan sola.
Finalmente, alrededor de las 10 llamé a Sonia, para avisarle que habíamos llegado a la ciudad. Una vez más, se disculpó por causarnos molestias y se ofreció a reembolsarnos el pasaje y la estadía.
“¡Oye, por ti soy capaz de hacer cualquier cosa!” Respondí con alegría, haciendo que se cortara en sus palabras.
Avisó que pasaría por nuestro hotel a las 11 de la mañana y así lo hizo.
Me dejó con la boca abierta: Un auto alemán, gris, descapotable y muy lujoso nos esperaba y desde adentro, me saludaba mi antigua compañera de trabajo.
Sentí remordimientos por verla, teniendo a mi esposa al lado: usaba un vestido rosáceo de una pieza, con una senda interminable de botones que bajaban desde su hombro izquierdo hasta un poco más arriba de la cintura y cuya falda estaba un par de dedos más arriba que las rodillas.
Se había cortado el pelo y hecho la permanente, pero su rostro seguía siendo el mismo de antes, con llamativos labios rojos y una mirada soberbia, la cual transmitía un aura dominante.
Abrazó cálidamente a Marisol y cuando me saludó, me dio un extenso beso en la mejilla. Mis fosas nasales se impregnaron de diversas esencias, pero mi cuerpo empezaba a reaccionar al reconocer el tenue aroma de su cuerpo.
Y finalmente, se puso en cuclillas para saludar a las pequeñas, que Marisol alegremente le presentaba.
Su falda, como era de esperarse, se levantó más, exponiendo ese perfecto muslo tonificado y ese rotundo trasero se veía mucho más firme que la última vez que lo había visto.
Y es que si Marisol tiene ese encanto de una chiquilla inocente, que no está consciente de lo sensual que es su cuerpo, Sonia es todo lo contrario.
Es un poco difícil de explicarlo, pero a pesar que Marisol es más voluptuosa que Sonia, la seguridad que demuestra le hace ver como una tigresa en la cama.
Por ese motivo, quise sentarme atrás, con las pequeñas y dejar que mi esposa se sentara de copiloto.
Mas Marisol insistió que me sentara con mi antigua amiga, la cual se reía discretamente de mi temor.
Mientras viajábamos, no podía controlar mis ojos que miraban la manera en que se levantaba la falda cuando pasaba los cambios y recordaba la suavidad de la piel de Sonia, cuando hacíamos el amor en la mina, por lo que traté de mirar por la ventana la mayor parte del camino.
“¡Discúlpame, Marisol, por arruinarte San Valentín!”
“¡Ay, tú tranquila!” replicó mi ruiseñor. “Él estaba preocupado por ti y eres una muy buena amiga, así que no te hagas problemas.”
Me miró con preocupación, como si me hubiese puesto en aprietos. Aprovechando la roja, tomé su mano derecha y la calmé.
“¿Y en qué consiste tu favor?” pregunté, señalándole que la luz había cambiado.
“¡Ahh! ¡Eso!” respondió, volviendo a la tierra. “No quiero decírtelo ahora.”
“¿Por qué?”
“Verás… es una decisión administrativa.” Me explicó, con un tono que no había escuchado en más de 3 años. “No quiero darte detalles, para que no saltes a conclusiones tempranas.”
Fue como si nunca nos hubiésemos separado de la oficina. Sonia sabía que fácilmente me obsesionaba cuando un problema aparecía, por lo que trataba de calmarme, así como yo sabía sobre su memoria fotográfica al momento de leer.
Llegamos a un complejo de edificios y fue donde Sonia me dio la mala noticia: de reubicarnos en Melbourne, tendríamos que mudarnos a un departamento, porque el valor residencial es tan alto que adquirir una casa es prácticamente inviable.
Tomamos el ascensor, hasta el 3er piso y una vez más, Sonia jugaba con mis pequeñas. No podía controlar mis ojos, que lamían el contorno de su cuerpo, mientras que Marisol me miraba de reojo muy divertida.
Su departamento de solteras es enorme, con mármol y piso alfombrado blanco y un ventanal de vidrios polarizados que mantiene iluminada la mayor parte del día.
Pero si Sonia me había alzado los espíritus, Elena estaba para comerse el puño.
En esta oportunidad, se había teñido el pelo a un rubio dorado y corto, con rizos que le daba un aire de esposa norteamericana de los años 50; unos bermudas cortos y apretados, que demarcaban unos muslos tan carnosos como los de Marisol y un sostén deportivo de lycra que parecía almacenar verdaderos melones, a punto de estallar.
Saludó cariñosamente a Marisol, pero el beso que me dio fue más distante y rápido que el que Sonia me había dado.
Nos ofrecieron una bandeja con bocadillos y empezamos a conversar, mientras que las pequeñas caminaban de un lado para otro, sonriendo picaronamente a las “tías” que les obsequiaban pedacitos de queso.
Dudo que Sonia y Elena sean realmente lesbianas. No obstante, Elena ama profundamente a Sonia y aunque también siente algo por mí, podía darme cuenta que mi presencia le incomodaba, ya que Sonia parecía no prestarle demasiada atención.
Noté que algo raro pasaba entre Sonia y Elena. A ratos, Elena miraba muy seria a mi compañera y ella trataba de esquivarla, desviando la mirada.
Pero una vez que acabamos los bocadillos y ellas retiraban las bandejas, para ofrecernos helado, Marisol y yo preparábamos los biberones para que las pequeñas durmieran su siesta, vi cómo Elena codeaba una y otra vez a Sonia, infundiéndole ánimos para algo.
No hice comentarios y tras entregarnos los potes con postre y que volvieran a sentarse, Sonia tomó la palabra.
“Chiquillos… hay algo que quiero decirles…” dijo Sonia, con dificultad.
Miró a Elena, quien movió levemente la cabeza, pidiéndole que prosiguiera y la mirada de mi antigua amiga se enfocó nuevamente en mis ojos.
“Marco… tú me conoces. Cuando trabajábamos juntos, yo te contaba todo de mí… y ahora… les quiero pedir un favor.”
Marisol estaba intrigada, al punto que dejó el helado en la mesa.
“¡Dínoslo!” insistió Marisol, muy preocupada.
Sonia volvió a mirar a Elena, que parecía obligarle a sacar palabras.
“¡Está bien!” nos dijo, escapando de la mirada de Elena y tomando las manos de mi ruiseñor. “¡Mira, Mari!... yo sé que no hemos sido muy apegadas… pero sé que como mujer, podrás entenderme… lo que pasa, Marisol… es que voy a cumplir 34 años… y lo que quería pedirte por favor era…”
“¿Sí?” preguntó Marisol, al ver que mi compañera se cortaba en sus palabras.
Elena insistía moviendo la cabeza, para que se atreviera.
“Quería pedirte… si me prestabas a tu marido una noche… para que me dejara embarazada.”
Nos dejó sin palabras y quedé petrificado.
El estupor de mi esposa, sin embargo, duró poco tiempo.
“¡Claro!” respondió Marisol con un tono animoso y dándole un efusivo abrazo. “¿Cuándo lo quieres? ¿Lo quieres esta noche?”
“No… mira…” Alcanzó a responder, aliviada que mi esposa no se hubiese enfadado.
Y entonces, me vio.
Sentí que se me acababan las fuerzas. A pesar que mi esposa estaba más que dispuesta, yo necesitaba saber las razones.
Elena me miró molesta.
“¿Qué? ¿Me vas a decir que no quieres?”
Pero Sonia pidió la calma. Incluso Marisol se había enfadado conmigo.
“¡Discúlpame por ser tan repentina!” Exclamó Sonia, preocupada por mi actitud. “Pero ya se me está pasando la hora.”
Sonia siempre ha sido muy organizada. Tras salir de la universidad, tenía pensado trabajar y viajar hasta los 30 años, para disfrutar de la vida. Posteriormente, se pondría en plan de campaña para casarse y para los 35 años, quería tener un hijo.
Cuando le consulté por qué había trazado semejante plan, me remarcó que a diferencia de los hombres, las mujeres pueden tener hijos de manera segura hasta los 40 años y que si ella se embarcaba en una relación sentimental, tardaría 2 o 3 en conocer verdaderamente a su pareja.
“Pero… ¿Qué hay de la inseminación artificial? ¿Qué hay de ti y de Elena?” pregunté, viendo que Elena lo aceptaba, pero a la vez, le incomodaba el favor que me pedían.
Sonia se veía más desanimada.
“Lo hemos pensado… pero sale muy caro.” Luego, tomó la mano de Elena. “Le he pedido permiso y Elena también quiere. ¡Es que quiero ser mamá también, Marco! (empezó a llorar tristemente) Mari me cuenta de tus pequeñas y quiero sentir vida creciendo en mí, Marco ¿Entiendes?”
“Pero ¿Yo, Sonia?” pregunté muy complicado.
“¡Lo sé y lo siento! Pero no te pediremos manutención, si no lo quieres… ni mucho menos que lo reconozcas, si no lo deseas. Pero te pido este favor… (Caudales de lágrimas manaban de sus ojos) como amiga, Marco, como tu amiga más cercana. ¿Puedes ayudarme?”
No podía resistirme. Sonia me había ayudado muchas veces.
Y tras guardar un poco de silencio, mientras todas ellas me miraban, lo único que pude decirle fue…
“¿Me dejas pensarlo?”
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