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Una historia bondage

Esta historia erótica nos irá atando a la intensa relación sexual de Carolina y Miguel.

«Todavía me arden los arañazos de la espalda».
Carolina leyó el mensaje en su móvil, disimulado bajo la mesa, y consiguió reprimir una sonrisa sibilina. Se movió sobre la butaca de cuero de la Sala de Juntas, ansiosa, para intentar calmar el calor entre sus piernas. Miguel la había bombardeado con mensajes subidos de tono todo el día y eso le generaba una deliciosa desazón.
Intentó poner atención a la charla sobre resultados económicos de la empresa, pero solo podía pensar en saltar al coche y salir al encuentro de Miguel. Llevaban cinco días sin verse. Toda una eternidad.
Consideró seriamente levantarse e ir al cuarto de baño a masturbarse. Buscó a ciegas con la mano dentro de su bolso hasta acariciar la superficie satinada de su discreto vibrador con forma de pintalabios, y revivió las dulces sensaciones que le provocaba. Mala idea. Muy mala idea: el calor entre sus piernas aumentó y se hizo más consciente del roce del encaje del sujetador sobre sus pezones…
Su colega de Marketing seguía hablando, entusiasta e infatigable. Ella no era capaz de escuchar más que un murmullo inconexo de palabras. Su respiración se agitó y cerró los muslos con fuerza. Necesitaba salir de allí. Ya.
La casi imperceptible vibración del móvil entre sus dedos volvió a llamar su atención.
«Tengo preparadas varias sorpresas. No tardes. Voy a necesitar mucho, mucho tiempo».
“¡Maldito cabrón!”, le insultó hacia sus adentros. La estaba poniendo a cien.
Por fin acabó la reunión. Sus compañeros discutían dónde tomar algo; era el ritual de todos los viernes.
Su jefe la agarró del brazo con suavidad.
—Esta vez no te escapas, Carolina. Ven con nosotros a tomar una copa —Su sonrisa apreciativa dejaba bien a las claras que estaba interesado en invitarla a varias, pero ella, a pesar de que era muy atractivo, solo podía pensar en recorrer el cuerpo duro y trabajado de Miguel. Ya habría tiempo para valorar su oferta.
—¡Lo siento mucho! Tengo un compromiso, pero la próxima vez prometo acompañarte.
“Acompañarte”. Lo había dejado claro: a él, no al grupo.
Añadió una sonrisa sugerente a su respuesta y, con ella, pareció aplacarlo. Ya buscaría una nueva excusa la semana siguiente. O no.
La música en el coche no hizo más que aumentar su excitación. Los Artic Monkeys sonaban a todo volumen y la boca perversa de Miguel aparecía cada vez que Alex Turner se lamentaba con ese Crawling back to you. Carolina sintió de nuevo la embriagadora sensación de poder al recordar sus uñas clavándose en la espalda masculina, y fantaseó con tenerlo rendido y enjaulado entre sus cuatro extremidades, acorralado como la presa de una gata en celo. Pero el atasco en la M40 hacía que salir de Madrid fuera una locura.
Repiqueteó las uñas rojo sangre sobre el volante de cuero, incapaz de contenerse. En cuanto pudo apretar el acelerador en dirección a la Sierra, activó el manos-libres del coche y llamó a Miguel. La voz al contestar, grave y sensual, evocó el tacto húmedo y exigente de la boca masculina sobre su sexo, que se tensó hasta el dolor.
—¿Qué me tienes preparado? No puedo esperar —preguntó, tras contestar a su saludo. Él se echó a reír, como si ocultara un gran secreto.
—Algo especial. ¿Cómo has pasado el día? —El tono de su voz indicaba a las claras que era una pregunta con segundas intenciones.
—Incómoda. Excitada. Cada vez que leía uno de tus mensajes… —Carolina se interrumpió, dejando la frase en el aire. Él murmuró una aprobación.
—¿Excitada? Quiero que lo compruebes. Tócate y dime lo mojada que estás.
Carolina miró al techo del coche y soltó una risita pícara.
—Eso no es necesario. Te aseguro que lo estoy.
—Métete los dedos y dime lo mojada que estás. Ahora. —La autoridad de su voz no palidecía, pese a estar al otro lado del teléfono—. Hazlo. Despacio. Primero acaríciate el interior de los muslos.
Carolina agarró el volante con una mano. Rodaba a poco más de ciento veinte kilómetros por hora, así que puso atención en controlar la velocidad. No era la primera vez que hacían esto, y sabía que hundiría el pie en el acelerador si la llevaba hasta el final. Se acarició la suave piel desnuda, por encima de la línea de sus medias, y llevó dos dedos hasta la entrepierna de sus bragas. Desplazó la tela a un lado, y comenzó a acariciarse con un movimiento circular que abarcaba el clítoris y su hendidura. Estaba húmeda y endulzada.
—Estoy empapada —murmuró, con la voz atenazada. Los acordes de Closer, de Nine Inch Nails sustituyeron al sensual pop inglés , y su excitación se disparó, sin posibilidad ni deseo de controlar la velocidad.

—No puedo esperar a arrancarte esas bragas y comprobarlo con la boca yo mismo —respondió Miguel. Carolina reprimió un gemido y profundizó con sus dedos un par de centímetros más.
—Estás loco —jadeó—. ¿Sigo?
—No. Quiero que te concentres en la carretera. Hace mucho frío y podría ser peligroso. Nos vemos en media hora. No tardes.
Y colgó.
“¡Cabrón!”, pensó Carolina. Retiró los dedos de su interior y limpió la humedad de su sexo en la boca, mientras sentía crecer su irritación. Frotó sus muslos, intentando apagar el fuego entre ellos, sin resultado. Sabía que la estaba provocando a propósito y esbozó una sonrisa torcida. Se lo haría pagar en la cama. Y ya no quedaba mucho para llegar.
La puerta corredera que daba acceso a su chalet se abrió sin necesidad de llamar. Miguel la estaba esperando. Aparcó frente a la entrada, y se ciñó la chaqueta de cuero sobre el pecho. Hacía un frío de mil demonios. La puerta se abrió de improviso antes de llamar al timbre, y se vio arrastrada hacia adentro por Miguel, que la placó contra la entrada.
—Has tardado una eternidad —murmuró sobre sus labios.
Su rodilla se abría paso ya entre sus muslos para abrirle las piernas y sus manos tiraban de la ropa. Carolina se aferró a sus bíceps, para no perder el equilibrio ante su empuje.
—Empezó a caer aguanieve. Tuve que venir con cuidado —respondió, justificándose como una niña que llega tarde a clase.
Desabrochó uno a uno los botones de su camisa blanca y le acarició los pectorales. Deslizó las manos por su espalda y encontró las líneas duras de los arañazos que se había ganado el fin de semana anterior.
—¡Oh! No pensé que fuera para tanto —susurró, fingiendo un tono compungido.
Él soltó un gruñido mientras la despojaba de la blusa a tirones y le quitaba la falda.
—Cada vez que la camisa me rozaba las heridas, me ponía duro. —Empujó su erección contra el abdomen de Carolina, demostrando sus palabras—. He pasado toda la semana pensando en cómo castigarte por ello.
—¿Castigarme? —preguntó ella con una sonrisa angelical.
—Sí. He tomado medidas para que no se repita.
Bondage
Se apartó un poco y sacó del bolsillo de su pantalón unas largas tiras de satén de color púrpura. Carolina sintió el núcleo de su placer vibrar con rabia ante la visión de las ataduras. Nunca antes la habían atado…
El mundo de Carolina y Miguel se amplía en este segundo relato erótico, en el que Mimmi Kass nos conduce hacia los tortuosos placeres del edging y el bondage. El castigo no es una simple continuación de la elegante historia erótica Las consecuencias, es también un relato de dominación donde descubriréis la complicidad y apetitos que despiertan los juegos eróticos en pareja. Y es que una de las mejores cosas que tiene la madurez sexual, es saber jugar… a dominar y ser dominad@s.
Historia de sexo Bondage Negación del orgasmo
Nunca antes la habían atado.
Carolina estaba a punto de abrirle la puerta de su sumisión, una cesión de poder que ella apenas conocía. Miguel disfrutaba haciéndola esperar. Jugaba con su voluntad de la misma manera que jugueteaba con las cintas de seda entre sus dedos. Ella saboreaba la incertidumbre, arqueada en la posición indicada. Aguardaba con impaciencia el momento en que él la inmovilizara.
Lanzó una mirada hacia la escalera, ansiosa por subir ya a la habitación, pero no se movieron de donde estaban.
Sin darle tregua, Miguel volvió a estrecharla contra la puerta de entrada. Por un momento, sólo existieron las respiraciones entrecortadas, la humedad de sus lenguas batallando en un duelo de titanes, y la erección presionando su abdomen. Un beso lánguido, lascivo, provocó que Carolina jadeara sin control.
De pronto, todo resquicio de igualdad en la guerra despareció. Miguel la agarró con fuerza de las muñecas y le lanzó una mirada de advertencia, inclinando la balanza a su favor.
—Sabes que te has ganado un castigo.
Carolina permaneció en silencio y se mordió el labio en un intento de ocultar el placer, tintado de cierto temor, que le causaban sus palabras. Asintió sin decir nada, clavando sus ojos verdes en los de Miguel, que la miraban oscuros y llenos de determinación.
—Quédate quieta —ordenó.
Su voz se vistió de esa autoridad que empezaba a generar en ella el impulso irracional de complacerlo. Y obedeció. Se esforzó en permanecer inmóvil pese a que él ya la había soltado, pese a que sus manos clamaban por acariciar su cuerpo y su sexo anhelaba sentirse penetrado.
El tacto casi líquido de la seda fría sobre sus muslos le erizó la piel. Miguel deslizó la suave tela por su monte de Venus, con lentitud premeditada. Ascendió por su abdomen, y rozó sus pezones. Después, siguió por su cuello y Carolina ladeó la cabeza, suspirando excitada, a la espera de su próximo movimiento.
—Quieta —insistió Miguel, al ver que temblaba. Continuó su camino por el delicado interior de sus brazos, y le rodeó las muñecas con las cintas. Carolina forcejeó, intentó separar las manos, pero la tela se clavó en su piel. Miguel esbozó una sonrisa torcida al comprobar su lucha y tiró de los extremos de las cintas para acercarla a él.
Carolina inhaló con violencia cuando, inesperadamente, él abrió la puerta de entrada. Una bocanada de aire gélido colisionó en un contraste brutal con el calor de su cuerpo. Se preguntó, atemorizada por un segundo, dónde pensaba llevarla. Ni siquiera habían salido del vestíbulo. Pero Miguel volvió a cerrar y las ataduras quedaron enganchadas entre el marco y la puerta. Ahora, los brazos de Carolina colgaban de ellas y, sorprendida, volvió a forcejear. No consiguió nada. La adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Estaba inmovilizada por completo.
—No vas a ir a ninguna parte —susurró Miguel.
El saberse indefensa, junto a la voz de terciopelo y la sonrisa perversa de Miguel la excitaron aún más. Frotó sus muslos uno contra otro en un intento de calmar el deseo. Él percibió el gesto y deslizó una mano cálida por su piel hasta curvarla con fuerza contra su entrepierna. Carolina exhaló un gemido de alivio y cerró los ojos. Era exactamente lo que necesitaba.
—Me fascina ver lo mojada que estás. Pero ahora vas a sufrir —murmuró, acariciando con dedos firmes y suaves su entrada húmeda, y apoyando el talón de la mano sobre su clítoris—. Antes de que termine contigo vas a suplicar, Carolina. Antes de que se acabe la noche, te aseguro que vas a rogar que te folle. —Miguel hizo una pausa, intensificando el trabajo de su mano, para recalcar el significado de sus palabras. Sus labios adquirieron un gesto depredador—. Vas a pagar muy caros esos arañazos.
Ella ignoró la amenaza. Estaba demasiado pendiente de esa mano en su sexo y arqueó la espalda, sujetándose de las cintas. Era delicioso. Las yemas de los masculinos dedos de Miguel acariciaban con dedicación la hendidura entre sus pliegues, con cadencia, haciendo que su pelvis se convirtiera en miel caliente. Con la otra mano, recorrió su abdomen, dibujó el contorno de sus costillas y llegó a un pezón.
—Ah… cabrón… —jadeó Carolina al sentir el pellizco sobre la sensible cima. El dolor, mezclado con el placer, la inundaron en una corriente eléctrica.
Él sonrió, masajeando la zona dolorida con la palma hasta que ella volvió a gemir, extasiada. Tener los brazos en alto exponía aún más sus pechos, y Miguel sabía aprovechar bien todas las ventajas. Añadió otro punto más de placer cuando le selló los labios con su boca tibia. Por un momento, la sobrecarga de estímulos fue demasiado. Carolina creyó que perdería el sentido: la mano infatigable sobre su sexo, la otra castigando sus pezones, y la lengua y los labios laxos, pero exigentes, sobre la boca. El orgasmo se acercaba de manera violenta y gimió, moviendo las caderas para aumentar la fricción. Solo necesitaba un poco más. Unos segundos más, un roce más, unos milímetros más para dejarse caer y liberar toda la contención de aquella semana, en la que tuvo prohibido tocarse.
Pero un castigo es un castigo.
Miguel rompió el contacto de manera brusca, arrancándose de ella. Carolina masculló una protesta e intentó avanzar hacia él, hambrienta, en un movimiento involuntario que se vio retenido por las ataduras.
—Cabrón… —repitió, sin fuerzas, clamando por un clímax y el sudor brotando de su piel.
Miguel volvió a acercarse y esbozó una sonrisa tenue, casi condescendiente. Deslizó las manos por el contorno de su silueta y se detuvo en su cintura, fijándola contra la puerta. Ella volvió a cerrar los muslos en otro intento desesperado por aliviarse, pero él, de nuevo, descubrió sus intenciones.
—Niña malcriada… te he dicho que no te muevas. —Carolina volvió a gemir, su voz era adictiva. Casi podía sentir la lengua en su interior. Dejarse caer en la autoridad de sus palabras la excitaba aún más—. Abre las piernas.
Miguel se alejó y ella abrió los ojos, sorprendida por su abandono. No fue muy lejos. Lo vio traer una barra separadora de la que pendían dos tobilleras.
—¡No! —protestó, en un intento inútil de detenerlo. Pero Miguel se arrodilló frente a ella y fijó sus tobillos sin dificultad, separándolos alrededor de un metro. Ahora no podía cerrar las piernas y se sentía más expuesta que nunca. Carolina percibió la humedad caliente descender por la piel sensible del interior de sus muslos y se retorció al sentir el aliento cálido de la boca masculina, situada a tan solo unos milímetros de su sexo.
—¡Miguel! —gritó, cuando él hundió la cara entre sus piernas.
Carolina se tensó como la cuerda de un arco. La lengua recorrió sus labios y lamió su hendidura de camino hacia el clítoris, libando una y otra vez con lentitud enloquecedora. Ella tiró de las cintas, ansiando enterrar los dedos en su pelo, pero las ataduras frustraban sus esfuerzos. Miguel la aferró del trasero, inmovilizándola aún más, para dejarla completamente a su merced mientras su lengua la penetraba de manera infatigable. Carolina cerró los ojos, conteniendo los jadeos. Intentaba controlar su instinto con todos los medios a su alcance, racionalizar la excitación y las sensaciones para evitar la carrera desesperada hacia el orgasmo, pero Miguel no le permitía pensar. Cuando sintió los dedos incursionar entre sus glúteos, dejó escapar un grito. Él empapó las yemas en su humedad y tanteó en su orificio anal, recrudeciendo la placentera tortura. La penetró tan sólo unos centímetros, mientras su entrada vaginal era paladeada por la lengua. El orgasmo pendía de nuevo de un delgado hilo de voluntad y el gruñir excitado de Miguel la hizo retorcerse hasta el dolor.
—Fóllame…—dejó escapar Carolina. Se mordió los labios con fuerza al escuchar su propia voz, sin reconocerse. Ella jamás pedía nada. Jamás se rebajaba. Miguel hundió dos dedos en su sexo, mientras la lengua seguía lamiendo su clítoris, y buscó la pared anterior de la vagina, acariciando con pericia el punto más sensible de su interior—. ¡Miguel! —gritó de nuevo, incapaz de resistirse, y enroscando las manos en la seda, desesperada por encontrar un asidero.
Él se apartó ligeramente y, con voz ronca, la impelió a suplicar.
—Quiero que ruegues, Carolina.
—¡Estás loco! —escupió ella—. ¡Ah! —volvió a gemir con fuerza, cuando él intensificó el trabajo en su interior.
—Pídemelo, Carolina, o te juro que te voy a dejar a medias.
Ella soltó un bufido de desdén, pero no pudo hacer nada por ocultar su lucha. Miguel apoyó de nuevo la boca sobre su sexo y succionó su clítoris con fruición. Carolina se envaró entre sollozos. Las lágrimas se deslizaban por sus sienes, sus piernas apenas podían sostenerla, y su interior se contrajo rítmicamente de manera involuntaria. Necesitaba esa liberación.
—Fóllame… —dijo en un susurro casi imperceptible. Miguel se retiró de su cuerpo de nuevo, y Carolina gimió, presa de la desesperación.
—¿Qué quieres, Carolina? Dímelo.
—Fóllame. Ahora. Fóllame, fóllame, fóllame… —murmuró en un estacato agónico.
Miguel se incorporó con esa sonrisa que la condenaría al infierno, y se desabrochó el pantalón con brusquedad. La visión de su erección, que brotó sobre el bóxer negro como un regalo, hizo que Carolina se deshiciera en deseo.
—Así no se piden las cosas, Carolina —dijo él, casi cruel, acariciándola con el glande por encima de su clítoris. Muy cerca, pero sin llegar a tocarlo. Ella se estremeció entre gemidos—. Pídelo por favor.
—Por favor, Miguel. Por favor. Por favor —obedeció ella, ahora sin ningún reparo. Había perdido toda contención. Cualquier atisbo de vergüenza había desaparecido. Necesitaba sentirlo dentro. Necesitaba esa liberación.
Miguel se puso un condón y, sin piedad, se enterró en ella en un solo y certero movimiento. El grito de alivio mezclado con dolor, que Carolina exhaló, le hizo perder el control. Comenzó a moverse en su interior como un salvaje, levantándola sobre las puntas de los pies, y golpeando su cuerpo contra la puerta. Carolina sentía que el mundo desparecía bajo sus pies. Estaba entregada. Haría cualquier cosa que él le pidiera. Sus gritos llamándolo por su nombre y pidiendo más se mezclaban con los gruñidos primitivos de él, cuando ambos se vieron arrastrados por la furia de un clímax abrasador.
Por un momento, se desconectaron de la realidad y se volvieron instinto, dos animales exhaustos a merced de la pasión. El depredador y su presa. El ganador y la vencida.
Bondage Ataduras
Carolina ni siquiera percibió que Miguel ya había liberado sus tobillos y manos. Desmadejada como una muñeca de trapo, se dejó caer entre sus brazos masculinos, que la cargaron en dirección a la habitación. Miguel no dijo ni una sola palabra. Había conseguido su rendición y los arañazos de su espalda habían sido redimidos con creces. Ahora, sonreía vencedor mientras la llevaba hasta la cama. Todavía quedaba mucha noche por delante.
Carolina lanzó una mirada insinuante por encima de la pantalla del ordenador hacia su jefe. Martín había encontrado mil y una excusas para acercarse a visitarla aquella semana. El coqueteo subía de nivel a medida que pasaban los días, y las ganas de devolverle la jugada a Miguel, tras la sesión del fin de semana, le dieron alas para ser más audaz y directa.
Cada noche, había recordado la sensación de impotencia y deseo frustrado. Cada vez que se masturbaba, revivía una y otra vez el brutal orgasmo con el que había acabado la sesión de bondage. Le debía a Miguel un poco de sufrimiento. Una pequeña venganza.
Ahora sería cuestión de tiempo y algo de suerte poder llevar a cabo su plan: tenía a Martín justo donde quería, y estaba segura de que no tendría reparos en participar en el juego. Siempre existió buena química entre ellos, pero Carolina había mantenido una distancia prudencial. No solo por respetar la vieja y útil política de no mezclar trabajo y placer, sino porque Martín contaba con cierta… reputación.
Carolina no necesitó demasiado tiempo para mostrar sus cartas.
La noche del miércoles tuvo que quedarse trabajando en unos diseños hasta bien entrada la noche. Pensaba que no quedaría nadie en la oficina cuando Martín se acercó con un par de cafés. Faltó muy poco para que acabaran follando encima de la mesa de su despacho, pero ella lo detuvo en el momento justo.
—Sabes que tengo pareja.
Martín se había encogido de hombros.
—No soy celoso —le contestó, arrastrando la falda por encima de sus muslos hasta descubrir los enganches de su liguero.
Estaba intrigada por el modo en que Martín la había tocado. Un tacto de porcelana, suave y delicado sobre su piel, tan diferente del de las manos firmes de Miguel. Sería interesante poder compararlos al mismo tiempo.
—Entonces no te importará que, si follamos, Miguel esté presente.
La actitud directa de Carolina desconcertó a Martín, pero tan solo durante un segundo. La observó detenidamente con los ojos azules, como para esperar confirmación sobre la veracidad de sus palabras. Ella le sostuvo la mirada sin vacilación y abrió las piernas, invitadora, mostrando su sexo. No llevaba ropa interior, tal y como Miguel le había ordenado. Martin esbozó una sonrisa torcida que implicaba haber entendido a la perfección: el juego sería a tres bandas. No la tocó más, y asintió sin decir nada. Bebió el café lentamente, con la vista fijada entre sus muslos, y solo lanzó una pregunta.
—¿Cuándo?
—El viernes—contestó ella.
No necesitaron más. Después de aquello, Martín dejó de buscar excusas para ir a verla. A base de miradas y pequeños roces, ambos confirmaban que la invitación seguía en pie.
Miguel se mostró de acuerdo en incluirlo, era algo que ya habían hablado entre ellos. Una de las muchas fantasías que planeaban cumplir juntos. Solo quedaba esperar.
El viernes fueron a la copa después del trabajo. No había ninguna prisa y Martín charló con todos como siempre. De manera magistral, les dedicó un poco de su tiempo buscando dejar a Carolina para el final. Ya se habían ido casi todos cuando Miguel los encontró apoyados en la barra.
—Eres Miguel, ¿no? —Martín mostraba una seguridad apabullante, y Carolina escondió una sonrisa al ver el choque de aquellos dos machos alfa. Miguel le estrechó la mano con decisión y deslizó los dedos, posesivo, sobre la cadera de Carolina.
—Hola, Martín.
Ninguno de los tres tenía demasiadas ganas de charla. Carolina percibía la tensión de Miguel, que irradiaba esa extraña energía sexual de siempre. A Martín lo conocía poco en ese aspecto, pero mientras iban en el taxi de camino a su apartamento, quedó patente que estaba excitado. Lo comprobó al posar la mano sobre su bragueta. Aquello prometía.
Los hizo entrar en su pequeño estudio. Su mano de decoradora se podía ver en el ambiente. Líneas puras y colores muy claros, que sin embargo daban una sensación de calidez.
—¿Otra copa? —ofreció, deshaciéndose de su chaqueta y de los tacones de camino a la cocina. Los dos hombres asintieron. Carolina les señaló el sofá. Martín se sentó, apoyando el talón en una rodilla y extendiendo los brazos sobre el respaldo. Miguel se quedó de pie. Parecía estudiar la situación.
Carolina le tendió un whisky con hielo a Miguel y le dio un beso en los labios. Rozó con la lengua su boca, saboreando el amargor de la malta, y deslizó los dedos por su camisa y hasta el pantalón. También estaba en erección, pero se dirigió hacia Martín, dejó su vaso sobre la mesa auxiliar y se sentó sobre sus muslos.
—Continúa donde lo dejaste el miércoles —le retó. Sentía los ojos de Miguel clavados en su nuca y se volvió hacia él.
—Ven, Miguel.
—Prefiero mirar —respondió él, pasando el dedo por el filo del vaso de cristal. Carolina sonrió. Miguel era un voyeur por excelencia. Juntos habían visto varias veces a otras parejas tener sexo y sabía que eso lo excitaba, pero Carolina quería ir un paso más allá. Además, tenía que llevar a cabo su pequeña venganza.
—¿Solo mirar? De acuerdo —concedió, levantándose del regazo de Martín para coger su bolso—. Pero lo harás desde aquí.
Le señaló una de las sillas de cuero que acompañaban al sofá. Miguel se sentó en ella, y le hizo una seña para que volviese junto a Martín. Pero Carolina negó lentamente con la cabeza. Faltaba algo importante.
—No Miguel. Tengo que asegurarme de que solo miras, ¿recuerdas? —Sacó de su bolso unas esposas de bisagra. Hacía mucho tiempo que no las usaban. Miguel sonrió al recordar sus primeros encuentros y adoptó la posición habitual con las manos atrás, rodeando el respaldo.
Carolina lo esposó, pero ahora no tenía por qué cumplir la otra regla con la que habían empezado a jugar: nada de tocarse. Así que deslizó los dedos por los brazos de Miguel, le abrió los botones de la camisa, y comenzó a acariciar sus pectorales. Hundió las yemas en sus músculos. Era adictivo. Martín hizo el amago de levantarse para unirse a ellos, pero Carolina lo fulminó con la mirada.
—Quédate donde estás. Ahora me ocupo de ti.
Primero tenía que dejar a Miguel al borde del orgasmo. Se sentó a horcajadas en sus piernas y se pegó a él. Su vestido ascendió por sus caderas, dejando al descubierto su sexo.
—Has cumplido —murmuró Miguel, al sentir su entrepierna desnuda.
—Todos los días —confirmó Carolina.
—El aroma era para volverse loco —declaró Martín, sorprendiéndolos a ambos—. Podía identificar la mezcla de tu perfume y tu sexo en cualquier rincón de la oficina.
Carolina se volvió hacia él. Martín la miraba con los ojos azules entornados, los labios entreabiertos en un gesto decadente, y las manos entretenidas en desabrocharse los pantalones. Ella empezó a moverse sobre la erección de Miguel, pero no podía apartar los ojos de Martín, que mostró su pene erecto y comenzó a masturbarse delante de ambos. Carolina estaba fascinada con la visión de los movimientos rítmicos de su mano y se dio cuenta de que se estaba moviendo con la misma cadencia sobre Miguel, que jadeaba excitado.
Le costó apartar los ojos de Martin, pero tenía que ocuparse del hombre que esperaba entre sus muslos. Desabrochó uno a uno los botones de los vaqueros de Miguel, rozando de manera deliberada con los nudillos su pene en tensión, paseó los dedos por encima, presionando y tanteando, y encontró por debajo de la tela del bóxer el glande lubricado. Apretó hasta hacerlo gemir de nuevo, y Miguel adelantó el tórax hacia ella, buscando el contacto. Esa era la señal que Carolina había esperado. Se metió los dedos en su boca para limpiar la humedad, y negó con la cabeza.
—No, Miguel. Prefieres mirar. Pues mira.
Él apretó los labios y Carolina sonrió, perversa. Miguel moriría antes de aceptar que se había equivocado en su elección, lo conocía muy bien, así que se levantó, y a pocos centímetros de él, dándole la espalda y mirando hacia Martín, se quitó el sencillo vestido negro. Quedó desnuda frente a ellos.
—No pierdes el tiempo —observó Martin, que no había parado en ningún momento de masturbarse mientras disfrutaba del espectáculo entre Miguel y Carolina. Él también apreciaba mirar, pero ahora prefería pasar a la acción.
Carolina no contestó, pero le dio la razón volviendo junto a él. Desabrochó su camisa con curiosidad, descubriendo un tórax potente, marcado y depilado. Le bajó los pantalones y el bóxer, y comprobó que el resto de su cuerpo estaba igual de trabajado. Disfrutó de la sensación de la piel suave, tan distinta de la de Miguel.
Martín se dejaba hacer, pero de pronto, Carolina sintió el deslizar de sus dedos, lentos y pausados, sobre su espalda. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo: su cuerpo desconocía y a la vez reaccionaba ante la caricia. Sin saber por qué, se excitó más de lo que pudo imaginar. Intentó precipitar un beso, pero Martín controló el contacto con suavidad, llevándola a saborear su boca mezclada con whisky, y Carolina se perdió en ella. Sus caricias la hicieron ser más consciente del roce de su pene entre sus labios vaginales, ya hinchados y lubricados, del dorso de sus manos rozando sus pezones, y de los movimientos sinuosos, casi felinos, que buscaban penetrarla. Ya se había puesto un condón y Carolina agradeció el gesto. Estaba tan excitada que no se vía capaz de parar, intrigada por la enloquecedora cadencia de su pelvis.
Miguel, por unos minutos, quedó olvidado.
Carolina se entregó al vaivén hipnotizador de Martín, que pese a estar bajo ella, llevaba la voz cantante. La penetró tan solo un par de centímetros e insistió en presionar sobre la zona más sensible de su interior. Carolina se aferró a sus bíceps, mientras se dejaba llevar. Martín la empujó con suavidad hasta que se hundió en ella por completo. Ella se quedó quieta, acomodándose a su envergadura, con los ojos clavados en los azules y serenos de Martín, que la sujetaba de las caderas con fuerza. Comenzó a moverse lentamente y Carolina sintió su clítoris palpitar. Su interior comenzó a contraerse, abrazando la erección de Martín, que protestó con un gruñido. Fue la señal para aumentar el ritmo. Las caderas de Martín comenzaron a moverse a mayor velocidad, pero en círculos amplios y controlados, y Carolina exhaló un grito. Un pulgar de Martín llegó hasta su clítoris y lo frotó con delicadeza.
Carolina ronroneó al dejarse caer en un orgasmo intenso, largo y lento. El placer se derramó en su cuerpo en oleadas de lava caliente. Casi no se dio cuenta de que él se había corrido al mismo tiempo y que ahora la sostenía entre sus brazos. La dulzura del gesto la sorprendió también. No se lo había esperado. La intimidad del momento la abrumó y se separó de Martín, recordando que Miguel los miraba.
Caminó hacia él. La erección lucía rabiosa y hercúlea sobre su abdomen. Tuvo que reprimir el impulso de cabalgar sobre él y aliviarlo. Pero no. Su venganza recién empezaba y le quitó las esposas, sin tocarlo.
Martín había terminado de abrocharse la camisa y subirse los pantalones, y se bebía el resto del whisky a sorbos. Para él había sido suficiente.
Carolina se volvió hacia ambos desde la puerta del cuarto de baño.
—Ha sido un auténtico placer, Martín.
—El placer ha sido todo mío —respondió él, con una satisfacción lánguida todavía bailando en su voz—. Miguel —dijo a modo de despedida, acompañado de un gesto cómplice de la cabeza. Se marchó sin decir nada más, tras darle a Carolina un beso en los labios. Era un experto en el juego. No exigía nada ni confundía las cosas. No era frialdad: era conveniencia. Un tercero perfecto para incluir en próximos juegos.
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En la ducha, Carolina sonrió cuando sintió el picaporte del cuarto de baño. Había cerrado la puerta con pestillo. Un cuarto de hora después, no pudo evitar una risita triunfante cuando escuchó la puerta de entrada cerrarse. Miguel por fin se había marchado.
Carolina esperó con impaciencia, tamborileando con los dedos en el volante, a que se abriera la puerta corredera del chalet de Miguel. Aparcó junto a la entrada y respiró profundo. Estaba preparada para que le devolviera el golpe: dejarlo a medias después de haber follado con Martín, con él mirando y esposado, había sido una jugada sucia. Esperaba una réplica a la altura de Miguel. La idea de lo que podría recibir la preocupaba, pero sobre todo, la excitaba.
Entró por la puerta entreabierta y miró a su alrededor, extrañada. El vestíbulo estaba en penumbra, y podía oír la música suave de Coldplay que llegaba desde el salón, a bajo volumen. No pudo evitar recordar la agonía y el placer que vivió atada a aquella puerta, y se dio unos minutos para estudiar el ambiente. Esta vez, Miguel no la pillaría por sorpresa.
—Estoy en el salón.
La voz masculina interrumpió sus cavilaciones y se acercó hasta él. Estaba sentado en el sofá frente a la chimenea, vestido con un pantalón gris de algodón y una sencilla camiseta blanca. Descalzo. ¿Qué estaría tramando?
—¿Estamos solos? —preguntó Carolina, algo brusca. Él esbozó una sonrisa imperceptible al verla examinar la estancia con el ceño fruncido.
—Estamos solos. Ven, siéntate conmigo.
Carolina ignoró su invitación y se acercó al fuego. Extendió los dedos hacia las llamas, y se quedó allí durante unos minutos, incapaz de deshacerse de las conspiraciones en su cabeza. Miguel parecía tranquilo y relajado. No parecía que se fuera a abalanzar sobre ella en busca del orgasmo negado, o que fuera a vengarse. En vez de eso, se acercó desde atrás y la abrazó por la cintura.
—Tengo una propuesta para ti: quiero atarte de nuevo. —Carolina lo miró durante un segundo, se echó a reír y comenzó a negar con la cabeza. Pero Miguel la detuvo—. Sé que te gustó.
—No me gustó sentirme indefensa. Quiero decir —rectificó, dándose la vuelta para mirar a Miguel a los ojos—, quiero poder defenderme con todas mis armas.
—No hay nada de lo que tengas que defenderte.
—¿No? —preguntó Carolina, con tono retador. Miguel volvió a sonreír. Parecía cansado.
—No. Quiero que dejemos de lado el pulso absurdo que nos traemos. Ha sido divertido —reconoció—, pero ahora necesitamos algo distinto.
Carolina se relajó al escuchar sus palabras. En unos segundos, pareció que le quitaban una losa de encima. Llevaba toda la semana preguntándose lo que la esperaba. Con un suspiro, se descalzó los tacones y rodeó el cuello de Miguel con los brazos,
—¿Qué tienes en mente?
Recorrió sus labios con la lengua, y se besaron despacio, con más calidez que lascivia. Deslizó la mano hasta su entrepierna con el objetivo de encenderlo, pero Miguel la apartó ligeramente y señaló unas cuerdas en el suelo.
—¿Sabes para lo que son?
Ella las examinó con atención. Eran delgadas, gráciles. Estaban colocadas en hatillos ordenados y el calor de las llamas les daba un sutil color dorado. Todo su cuerpo se tensó.
—Para Shibari.
Su piel se erizó con expectación al pensar en los preciosos grabados japoneses que decoraban la habitación de Miguel. Siempre la fascinaron, pero hasta ahora Miguel no había dado señales de saber hacerlo, o de querer hacerlo con ella.
—Desnúdate.
Carolina se quitó el vestido de lana por encima de la cabeza. Miguel esbozó de nuevo esa sonrisa depredadora que le decía a gritos que se la follaría en ese mismo instante, pero no se movió. Manipulaba uno de los hatillos entre sus manos expertas, sin apartar la mirada de ella. Dobló la cuerda por la mitad, y la dejó extendida a sus pies sobre la alfombra.
El precioso juego de lencería gris y las medias de Carolina siguieron el mismo camino del vestido sin que él prestara la menor atención. Eso sí era una novedad. Carolina se irguió ante él, y por primera vez sintió la vulnerabilidad de su desnudez.
Miguel se arrodilló junto a la chimenea, y arrastró a Carolina frente a él.
—Tiéndete en la alfombra —le ordenó. Carolina estaba reacia, seguía pensando que, en cualquier momento, Miguel la sorprendería con alguna jugada—. Tiéndete—repitió, empujándola con gentileza, con la palma de la mano apoyada entre sus pechos.
Carolina obedeció y se acostó de espaldas. Su respiración comenzaba a acelerarse. El calor de la chimenea se derramaba sobre su piel y observó a Miguel, arrodillado a sus pies. El fuego otorgaba a sus ojos un brillo extraño.
La acarició desde la rodilla hasta el pie y ella se revolvió, anhelante. Contuvo el aliento cuando Miguel le rodeó el tobillo con la cuerda, menos áspera de lo que habría esperado, e hizo un nudo firme. Percibió con claridad cómo su cuerpo comenzaba a despertar entre sus manos.
Tirando de las hebras, la obligó a acercar el talón hasta que tocó su trasero y, con calma, envolvió con varias vueltas de la cuerda su pierna flexionada. Carolina la sentía clavarse en su piel como una serpiente, sedosa y firme. Cuando Miguel terminó, estaba totalmente inmovilizada.
—Es precioso —murmuró, al contemplar el contraste de las ataduras sobre su piel pálida.
Miguel asintió sin decir nada. Estaba concentrado, con los párpados entornados y pendiente de sus reacciones. Siguió con la otra pierna. Esta vez, Carolina fue más consciente de las caricias de los dedos masculinos sobre la piel, que dejaban un reguero de fuego, haciéndola más sensible al tacto de la cuerda. Cuando acabó, tenía las dos extremidades envueltas en sendas espirales doradas. No podía moverlas ni un milímetro, sentía su abrazo firme y constante, y por un segundo, sintió miedo.
—¿Cómo se llama? —Carolina sabía que cada atadura respondía a un nombre, y quería grabarlo en su memoria junto con la imagen exótica de su cuerpo.
—Futomomo —respondió Miguel, lacónico.
Su tono de voz hizo que lo mirara con atención. Tenía los ojos fijos en su sexo, y Carolina abrió las rodillas para exhibirlo frente a él. Las hebras se enroscaron en sus piernas, acomodándose a la nueva postura. Miguel se desplazó entre sus muslos inmovilizados y deslizó las yemas de los dedos justo entre los labios empapados de su entrada. Ella dio un respingo ante lo inesperado de la caricia y arqueó la espalda como invitación, pero Miguel extendió la humedad hacia su monte de Venus, haciendo que su piel se erizara, y negó con la cabeza.
—Aún falta mucho, Carolina.
Sus pezones se endurecieron, y su interior se licuó como el hierro fundido ante la promesa.
Miguel gateó a su lado, sin romper el contacto visual y la ayudó a incorporarse, situándola entre sus piernas. Carolina se recostó en su pecho, y odió el tacto de la tela de algodón que lo separaba de ella.
—Quítatela. La camiseta, quítatela. Quiero sentir tu piel —exigió.
Miguel se desprendió de la prenda y Carolina se recostó sobre su tórax desnudo. Experimentó una inesperada sensación de alivio al apoyar su espalda en él, que la estrechó por un segundo entre sus brazos. La música seguía impregnando el ambiente y se inició una de las canciones favoritas de Carolina…

Miguel escogió ese preciso momento para incorporarla y llevarle los brazos hacia atrás. Comenzó a atarle los antebrazos, de manera que cada una de sus manos sostenía un codo. Sus pechos saltaron hacia adelante en una postura forzada. Carolina se derretía con cada roce de los dedos de Miguel sobre la piel, cada caricia de las cuerdas bailando al compás de la desgarradora canción. El abrazo de las hebras doradas frunció sus pezones hasta el dolor, su sexo expuesto destilaba la miel que delataba su excitación y su deseo. Miguel trabajaba infatigable, concentrado en tensar, anudar y rodear su cuerpo, con la boca muy cerca del cuello de Carolina, haciéndola estremecer con cada exhalación de su aliento cálido.
—Takatekote —murmuró, cuando hubo terminado la obra en su torso y sus brazos.
Carolina apenas le prestó atención, solo podía sentir con la piel. Apoyó la cabeza en su hombro, arqueando la espalda para darle acceso y entreabrió los labios, como una ofrenda. Miguel por fin la besó. Sus manos la acariciaban desde atrás, recorriendo los pezones atrapados entre las cuerdas. Cuando su mano se dejó caer hasta su sexo inundado, Carolina jadeó, moviendo sus caderas con exigencia.
—Te necesito —murmuró.
No era una súplica, ni una orden. Era la realidad más pura y descarnada, sin subterfugios, sin trampas ni juegos, y Miguel así lo entendió.
La sujetó con fuerza de las cuerdas a su espalda y la tendió contra el suelo. Carolina se vio obligada a apoyarse sobre sus piernas flexionadas y abiertas, exhibiendo sus orificios ávidos. Miguel se bajó el pantalón por las caderas para descubrir su erección, y se enterró en ella a la vez que ambos emitían un gemido agónico de alivio.
Comenzó a moverse en su interior sin que Carolina pudiese hacer nada. Inmovilizada, indefensa, se dejó invadir por el torrente de placer que cada embestida de Miguel desencadenaba en ella. La música del Stay de Rihanna acompañaba las lentas y profundas acometidas. Miguel de pronto, se retiró de su interior y Carolina se giró para pedir explicaciones por su súbito abandono, pero Miguel no la hizo esperar. Extendiendo su lubricación hacia el ano, la penetró con cuidado, hasta el fondo. El gemido de Carolina expresó la combinación exacta de placer, aderezado con un punto de dolor, para hacerlo tocar el cielo.
Ambos bailaron coordinados. Carolina se sentía abrumada por el doble abrazo de Miguel y de las cuerdas, y se dejó caer en un exquisito, angustioso y sublime orgasmo. Miguel se derramaba en ella poco después, tras asegurarse que yacía deshecha entre sus brazos.
Permanecieron así una eternidad, al calor del fuego, hasta que Miguel se despegó de su piel sudorosa con delicadeza. Poco a poco, con movimientos suaves, fue liberándola de las ataduras. Con un masaje continuo y firme, devolvió a la vida sus extremidades entumecidas por la postura forzada. Una languidez y un bienestar que había olvidado se apoderaron de Carolina. Miguel la acunó junto al fuego, susurrando palabras de consuelo. Carolina llevaba tiempo llorando sin percatarse. Las lágrimas se mezclaban con su pelo revuelto y lavaban el estrés y las preocupaciones que, en su día a día, la acorralaban. Se refugió en los brazos de Miguel, deshaciéndose en una catarsis inesperada de toda la tensión, mientras recorría con los dedos las marcas que las cuerdas habían dejado sobre su piel.
—Has ganado —susurró Carolina, con la falsa certeza de que su derrota era mucho más que algo físico, sin entender aún la dulce victoria de su alma.
—No, Carolina —negó él, intensificando su abrazo–. Este juego no tiene combinaciones ganadoras. Nuestros movimientos siempre desembocan en tablas.
—No me dejes sola —murmuró, al sentir que Miguel se incorporaba.
—Jamás —replicó él, en un susurro.
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La levantó entre sus brazos y la llevó hasta el sofá, envolviéndola en una manta suave. Al calor del fuego, las cuerdas en el suelo fueron testigos mudos de sus emociones. Los suspiros entrecortados de su sueño hablaban de un juego todavía más grande.

3 comentarios - Una historia bondage

kramalo
mucho no sé de éso de sexo con dolor....no me atrae. es cuestión de gustos, creo..
amigolo
Excelente post. Muy bueno. Te invitamos a pasar por nuestros posts para saber tu opinión. Besitos.