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Compendio I
Ya empiezo la última semana de descanso. A pesar que Marisol se ha molestado levemente por mi lentitud para escribir, comprende que esta actividad absorbe parte del tiempo que puedo compartir con ella, con las pequeñas y con Lizzie.
Es duro semana por medio abandonar mis pequeñitas y ver que han aprendido algo nuevo en mi ausencia o han hecho algún gesto adorable que no pude contemplar por la distancia y aunque balbucean algunas palabras, puedo darme cuenta que ellas me entienden y me quieren.
Uno de mis mayores orgullos es que mi flaquita seria ya está aprendiendo a usar la bacinica y que sus pañales están saliendo limpios al momento de mudarla.
Su hermana mayor, por otra parte, no le da tanta importancia a su higiene, pero tiene una jovialidad desbordante que ilumina mi existencia y verdaderamente, no puedo creer que ambas sean el fruto del amor que Marisol y yo sentimos, porque son tan lindas e inocentes, con los ojitos verdes de su madre, tía y abuela y los labios finos y delgados de mi mujer.
Me costó convencer a Hannah que ese miércoles nos quedáramos en su casa. Pensaba que era una verdadera estupidez de mi parte viajar tantos kilómetros, para nadar en una piscina, habiendo playas más tropicales y otros paisajes.
Sin embargo, tuve que recordarle que la densidad del agua salada es distinta y es mucho más pesado nadar en agua dulce. Además, no todos tuvimos los privilegios que tuvo ella al crecer.
Se quedó mirándome de manera extraña, porque a veces olvida que soy extranjero y que mi adolescencia fue completamente distinta a la suya.
Por mi parte, mi cerebro hervía en pura matemáticas. Dan mencionó el lunes que tenían una piscina olímpica, lujo accesible para los muy acomodados, ya que mide 25 metros de largo.
Una carrera de ida y vuelta, por lo tanto, significa 50 metros y 20 vueltas equivale a un kilómetro. La pregunta que mordía mi cabeza era si sería capaz de recorrer esa distancia sin parar, probando de esta manera la resistencia que he ganado trotando.
Sonrió con ternura, diciéndome que me lo había ganado por llevarlas a bailar la noche anterior y que ella y Marisol aprovecharían de tomar sol.
Mark y Timmy estaban jugando con autos de juguete cerca de la piscina y la tierna Lucca metía sus pies en el agua. Le pregunté si acaso sabía nadar y ella respondió que sí, pero le daba miedo nadar en esa piscina, porque era demasiado profunda para ella.
En vista que estaba aburrida, le pregunté si le molestaba contar las vueltas que daría en la piscina, ya que el cansancio y la falta de aire pudiera hacerme fallar mi cuenta, lo que ella aceptó por no haber nada mejor que hacer.
No tardé mucho en comprobar que todo ese entrenamiento no vale nada comparado con la natación. Para la quinta vuelta, mis brazos se sentían muy pesados y debía que patalear con más fuerza, porque mis piernas se hundían.
Lucca fue un gran apoyo, ya que me daba ánimos con los pequeños saltitos al verme llegar y partir. Pero como si necesitara más dificultades, Timmy y Mark no encontraron nada más divertido que arrojarme piedras, hojas, ramas y todas las cosas que encontraban en el jardín.
Los muy bandidos se mataban de la risa cuando me golpeaban en la cabeza. Pero uno de estos proyectiles resultó ser un auto de plástico que Mark arrojó.
Asustado y olvidando la diversión a mis expensas, empezó a barullar demandando su juguete. En venganza, lo tomé con mi mano y me lo llevé en mi vuelta.
Como era de esperarse, me fue siguiendo todo el camino y cuando sus constantes gimoteos me comenzaban a hartar, traté de arrojarle el juguete a la cara, de la misma manera que lo hizo conmigo, pero el cansancio y la posición hicieron que le golpeara suavemente en la barriga.
Pasé la docena y estaba a punto de rendirme. Pero para ese punto, los 3 pilluelos me animaban. No quería decepcionarlos y di lo mejor de mí.
17, 18, 19…
“¡Usted puede hacerlo, señor! ¡No se rinda! ¡Ya casi llega!” me animaba Lucca, siguiéndome cuando volvía la última carrera.
Emergí del agua y acaricié a la jubilosa Lucca en la cabeza, dándole las gracias por su apoyo. Sonrió muy contenta y la dejé jugando con sus hermanos, mientras yo volvía con mi esposa.
Sinceramente, me guiaba el sentimiento de pertenencia. Ni siquiera vi a Iris o a Hannah, porque el cansancio reactivó mi visión de túnel y lo único que distinguía era a Marisol y la toalla que quería cederme.
Colapsé a su lado y me disponía a dormir, pero Marisol me pidió que le echara a crema a Hannah. Estaba fatigado, pero me convencí pensando que era la forma de agradecer a la dueña de casa.
Estaba avergonzada y confundida, con su celestina mirada expectante y respirando con cierta agitación.
Cuando estamos en faena y ella está demasiado tensa porque un repuesto se ha atrasado, la masajeo para relajarla. Casi siempre, terminamos haciendo el amor después.
Pero para los 2, resultó ser una experiencia distinta. Para ella, porque lo haría frente a Marisol y para mí, porque el bikini que tenía demarcaba su suave y sonrosado trasero.
Tragué saliva y me unté crema en los dedos, partiendo por el cuello y los hombros. Su piel blanquecina se tornaba ligeramente sonrosada por la presión de mis dedos, pero retomaba su tonalidad normal en cosa de segundos.
Conozco unos puntos especiales, un poco más abajo de los hombros y colindantes con la columna, que verdaderamente relajan tanto a hombres (lo he probado conmigo y también con mi padre) y mujeres, donde se almacena la tensión.
Mi madre padecía de molestias en la espalda y yo era su “masajista designado” cuando vivía con ella.
Hannah suspiraba más intenso cuando rozaba ese punto y lanzaba pequeños gemidos, que empezaban a alzarme levemente.
Posteriormente, seguí con sus costillas, ocasionándole breves cosquillas, pero su menudo y coqueto traserito empezaba a distraerme.
La cintura fue terrible, porque así como a Marisol (y a Hannah) le recuerda las veces que lo hacemos a lo perrito, me pasaba de la misma manera, porque así las tomo en esos momentos.
Y lo que dificultaba más mi labor era que Hannah alzaba su trasero.
Pero a pesar de tener a Marisol frente a mí y que ella no se habría molestado si me hubiese propasado, me sentía culpable por excitarme con otra mujer.
Proseguí en su cintura y sus quejidos se hacían más suaves. Por la manera de contonear su trasero (el cual ni siquiera estaba rozando), no era difícil imaginar que quería algo duro entrando en ella y toda esa excitación estaba erradicando completamente mi sopor.
Intentando distraerme, divisé a Iris contemplándonos absorta y acariciando su pecho y cuello…
Con semejante tanga y ese cuerpo, tuve que cerrar los ojos y respirar profundo.
Comenzaba a acabarse la superficie donde esparcir la crema y tuve que enfrentar mis demonios, masajeando el inicio de la cola con mis pulgares.
Ella exclamó un profundo y sensual suspiro y no era para menos, porque al igual que a Marisol, le gusta que yo le haga sexo anal.
“¿Te incomodé?” pregunté, rogando que dijera que sí.
Pero ella, parpadeando profusamente, nos miraba radiante.
“¡No! ¡No esperaba que llegaras tan abajo!” respondió avergonzada.
“¡Lo siento! Si quieres, me detengo…” dije, retirando mis manos como si me estuviese quemando.
“¡No!” exclamó ella, casi en tono de queja. “¡Lo estás haciendo bien! No te molesta, ¿Verdad?”
Marisol, con una sonrisa de oreja a oreja, respondió que no.
Si Iris se fue en esos momentos o no, no lo recuerdo, porque lo único que me preocupaba era qué pasaría si seguía tocando a Hannah.
Mis manos bajaban de la cintura y rozaban el perímetro de su cola, subiendo y bajando suavemente, algo que le gustaba demasiado y yo no podía parar de observarlo.
Terminé y miré a Marisol. Ella también estaba excitada, porque sus fresitas alzadas se apreciaban en su traje de baño.
Leyendo mis pensamientos, me ordenó:
“¡No puedes dejarla así! ¿Qué pasa si se queman sus piernas?”
Yo sentía la hinchazón en mi pantalón y estaba pidiendo un respiro, que no me iba a llegar.
Y masajear su trasero fue más difícil. Admito que me dejé llevar por mis instintos, porque deslicé mis pulgares entre sus muslos, con intenciones de rozar su agujero.
Pero a la vez, tenía que contenerme, por lo que amasaba sus muslos y lo enterraba, tensión que volvía a hacerle gemir.
Traté de alejarme de su hendidura, pero mis pulgares tenían voluntad propia y tener a Marisol mirándola de esa manera me ponía más caliente.
Las hice rotar y fue peor, porque pude sentir las vibraciones de otro de sus orgasmos a través de su piel.
Por alguna razón, la crema se disipaba con rapidez y sin abarcar suficiente superficie para liberarme.
Cada movimiento que hacía en sus nalgas parecía brindarle más y más placer: sobaba hacia arriba la zona inferior de sus nalgas y se volvía a quejar suavemente. Bajaba y nuevamente, lo mismo.
Y una vez más, cuando mis dedos comenzaban a alejarse de sus muslos, alzó su retaguardia, mientras mis dedos se deslizaban por sus piernas, peligrosamente cerca donde estaría el contorno de su mojadita hendidura.
Finalmente, tras unos 5 o 6 masajes por ese sector, empecé a llegar a la zona de sus rodillas, sus tobillos y finalmente, sus pies.
Y cuando pensaba que mi calvario había terminado, Marisol me dice que es su turno.
Con una amplia sonrisa, mi esposa se tendió sobre su toalla, pero antes liberando sus pechos del traje de baño, para no dejar marcas de sol.
Quedé momentáneamente paralizado, ya que estaba teniendo una fantasía que en mi cabeza había germinado por bastante tiempo:
Por un lado, la menudita y delgadita Hannah, con su colita proporcionada, sus ojos celestes y sus cabellos brillantes como el sol.
Y por el otro, mi adorada esposa, con su soberbio trasero, su lujurioso par de pechos, sus traviesos ojos verdes y ese cabello castaño y liso, tomado en cola de caballo.
Y es que a pesar que Marisol está un poquito más robusta que Hannah, me sigue calentando más.
Más encima, estaba disfrutando de la situación: recién empezaba a masajear sus hombros y unos suaves y cautivadores “¡mhhm!” me recibían.
Hannah, atónita y más calmada, me miraba tanto a mí como al bulto que ya se manifestaba en mi traje de baño, mordiéndose el labio y habría hecho cualquier cosa con tal que alguna de ellas o las 2 me hubiese chupado o masturbado.
Fui abarcando las mismas superficies, pero no pude resistirme al momento que masajeaba sus omóplatos, deslizar mis manos por los lados de sus costillas y palpar someramente los generosos pechos que ella tiene.
“¡Oye!” exclamó ella, con una voz coqueta y gimiendo de manera sensual. “¿Dónde va tu mano?”
Volví a su cintura y al igual que había pasado con Hannah, Marisol contoneaba su retaguardia, como si fuese un corazón contrayéndose y dilatándose.
Con mi mujer, eso sí, fui menos cuidadoso con el perímetro de su trasero. Aprovechando las delgadas tiritas blancas de su traje de baño, comencé a entrelazarlas con mis pulgares, ocasionando que la tela desapareciera entre la zanja de su ano.
Marisol se quejaba como una posesa, porque del otro extremo, su traje tironeaba a la altura de su vagina y clítoris, en movimientos rítmicos que estimulaban la actividad de esa zona.
“¡O-o-oye!” protestaba, entre cortada, suspirando profundamente y cerrando los ojos. “¡No hagas eso!”
Hannah me contemplaba con los ojos casi desorbitados. Solté la prenda y me concentré en su cintura, pero mi esposa no dudaba en contonearse como si se estuviera masturbando en el aire.
Y sin importarme que Marisol ya estaba “relajada” con el masaje que inocentemente había empezado por sus hombros hasta su cintura, con impaciencia me ocupé del extremo inferior, para que ella no protestase.
Y es que si bien, el trasero de Hannah es redondito y llamativo, el de mi esposa lo encuentro más seductor.
Y con la completa libertad que tiene un esposo al momento de hacer un masaje erótico, yo hacía el quite a la franja que separaba sus nalgas e introducía con casi completa libertad mis dedos, hasta las inmediaciones de su ano.
“¡No! ¡No!” protestaba mi esposa, arrebatada. Pero como les mencioné, a Marisol le gusta tanto el sexo anal como a Hannah.
Mis pulgares carecían de respeto y hurgueteaban a sabiendas el contorno de su ojete. Marisol suplicaba porque me detuviera, pero a la vez, sus caderas se contoneaban violentamente, buscando que algo se metiera por delante.
“¡No, por favor! ¡No, por favor!” suplicaba una y otra vez, contrayendo levemente sus muslos para impedir que sobara de la misma manera que me había visto con Hannah el contorno de su feminidad.
Pero mis dedos prosiguieron su marcha hasta embadurnarse con los jugos del amor de mi mujer, mientras que Hannah presenciaba una experiencia surrealista.
Y una vez más, le dejé reposar, mientras que mis manos bajaban por sus rodillas, sus tobillos, sus piernas y los dedos de sus pies, donde por unos breves instantes, estimulé otra de las zonas erógenas que he descubierto en mi esposa, para dejarle descansar.
“Eso es todo, ¿Cierto?” pregunté, cuando conversaba con la anonadada Hannah, ya que pensaba darme un breve chapuzón para enfriar mis ánimos.
“¡No!” exclamó ella, en un tono bastante serio. “¡También tienes que cuidarte!”
“Pero Marisol…”
“¡Nada de peros! ¡Soy tu esposa y tienes que obedecerme!” sentenció definitivamente, pidiéndole ayuda a la sofocada Hannah.
El problema es que yo ya estaba alzado y me avergonzaba que me vieran de esa manera.
Lamentablemente, ni Hannah ni Marisol son tan buenas masajeando la espalda como uno podría esperarse y aunque Hannah le ponía mucho entusiasmo a masajear mi brazo y mis músculos, poco o nulo efecto causaban en mi tensión.
Debo admitir que cuando llegaron a la zona donde se ocultaban mis nalgas, las 2 pusieron cierto entusiasmo, pero se mantuvieron más al margen de ella. Sin embargo y con mucha astucia, Marisol obligó a Hannah que masajeara la zona que ella misma no se atrevía a tocar.
Posteriormente, bajaron por mis muslos, rodillas, pantorrillas y finalmente, la planta de mis pies.
Mi bastón no había bajado medio ápice y una vez más, quería escabullirme para que no apreciaran mi secreto.
Sin embargo, Marisol volvió a insistir que soy su esposo y que debo obedecerle en sus cuidados. Me di vuelta y la mirada de ambas se dilató sobremanera al apreciar lo que en vano intentaba ocultar, pero ellas, como si se tratara de un par de niñas nerviosas, trataban de mirarme a la cara cuando ocasionalmente se les arrancaban los ojos a mi entrepierna.
Particularmente, me llamaba la atención el constante humedecimiento de labios de mi esposa y estaba casi seguro que si hubiese pedido a cualquiera de las 2 que me hubiese dado una lamida, no lo habría pensado demasiado y probablemente, la otra se hubiese sumado sin dar protestas.
Cuando terminaron, los 3 estábamos avergonzados, pero a la vez, reconocíamos que había sido una experiencia entretenida.
Marisol y Hannah se miraban con mayor entendimiento y con el increíble carisma que sabe manifestar, le preguntó a Hannah si quería desnudarse los pechos, en vista que ella ya estaba así de libre.
Hannah lo pensó un breve par de segundos, pero tras mirarme súbitamente a los ojos y sonreír brevemente, decidió aceptar.
La visión que tuve delante de mí era digna de un cuadro de un pintor, porque los pezones de ambas se apreciaban erguidos y desesperados porque alguien los probase.
Ellas trataban de conversar de la manera más normal, pero sentía cómo sus miradas se clavaban ocasionalmente en la figura que se alzaba en mi entrepierna, que permanecía en vigilia.
Pero todo ese ambiente de erotismo duró hasta que Lucca llegó a visitarnos. Los 3 somos adultos conscientes y podíamos controlarnos por respeto a ella.
Incluso yo, que a pesar de no perder completamente mi erección, pude bajarla a niveles más habituales y eventualmente, ocultarla a los ojos de ellas.
Sé que hasta el momento, no he contado nada demasiado diferente a lo que narró mi esposa. Sin embargo, Marisol se “comió un par de días”, ya que nosotros viajamos el día sábado, antes del aniversario de bodas y me “serví a Hannah” la noche anterior a nuestro retorno.
Pero es entendible, ya que ha transcurrido más de un mes desde esos días y eso era el primer tramo de unas largas y maravillosas vacaciones, que lamentablemente para mí, comienzan a acabar.
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