Esta historia jamás sucedió. Es ficción, aunque debería ser real.
Mis padres dijeron que podía irme. A donde sea. Me negué al principio. Se me vino a la cabeza que era por el simple hecho de no trabajar. Y ellos me dijeron: “nene, esperá tres o cuatro años y cuando creas que adquiriste el conocimiento suficiente, te buscás un laburo acorde, pero mientras tanto te vamos a bancar nosotros”. Luego despejaron mi mente. Repitieron textualmente: “te sacaremos de acá adentro, perdiste tu vida social estando todo el día en Internet, deberías respirar aire limpio y puro, ver las nubes, los pájaros, los árboles…” Mientras continuaban con su pequeño discursillo, imaginaba qué lugar sería al que podrían despacharme.
La quinta de tu tío Amílcar, dijo mamá. Ahí te vas a encontrar con todo eso que papi y yo te mencionamos. Y sabé que no vas a estar solo, pues Anita, Gabriel y la troupe no abandonaron el nido, así que ellos te tendrán como un hijo más. Y bien cortito, pendejo, añadió papá. Para que dejes de rascarte el higo desde el lever hasta el coucher, pronunció casi enfadado. Vos y tus expresiones foráneas, le dije. Te vas mañana mismo, así que armate una valija no muy pesada, aclaró otra vez él, ya que tenía problemas de ciática y nos hemos tentado más de una vez verlo quedarse duro en fiestas. Fui a mi pieza y de camino a allí pensaba en qué nueva situación mi querido viejo podía quedar recto como una tabla de planchar. Esbocé una risita casi silenciosa que nadie notó. Tomé las primeras 10 o 15 remeras que hallé, no sin antes comprobar que es ropa de entrecasa (la ideal para estar en el campo), dos jeans, dos pares de zapatillas, el único par de chancletas que tengo, y una docena de calzoncillos. La llevé a la cocina y mi madre, casi cual controladora de calidad, inspeccionó que estuvieran limpias y planchadas. Una vez que estuvo cerrada, papá la llevó al auto junto con otra valija que contenía una netbook y auriculares. Cenamos y me mandaron a dormir temprano, cosa que odio. Tuve que despertar a las 7 de la mañana para dejar mi hogar 30 minutos después. Me despedí de mi mamá yendo a su habitación y saludando media dormida. Seguro que no volvió a dormirse después de los bocinazos que papá tocó para que saliera rápido a cerrarle el portón. Como una luz, le cerré para que no me rompiese las pelotas durante el viaje y subí callado al auto. Tendríamos dos horas y un poco más para conversar de lo que fuera, para que el cuente todo lo que sucedió en su vida mucho antes de mi existencia, algunas nuevas, otras repetidas (en su mayoría), pero a veces sacaban nuevas preguntas. No me conformaba con eso, de lo que ya se dijo debía exprimir más y más hasta vaciar de detalles esas historias que pasaban en mi cabeza como un rollo de película de los años 30, en blanco y negro, a pesar de que habían tenido lugar apenas 4 décadas atrás. Todo esto me ayudó a lograr que el trayecto pase volando. Ya dieron las 10 y vemos el camino que nos llevará a la quinta de mis tíos. Nada excéntrica, normal, un “hospicio de fin de semana” como ellos solían llamarla, con todas las comodidades que usted podrá merecer y esperar. La veo después de una decena de años y recuerdo casi a la perfección los veranos, la gran pileta, profunda, el parque del fondo, bah, lo exterior porque de lo de adentro tengo difusos flashes. Papá y la puta madre que te parió, pienso. Me hacés bajar del auto y te vas sin ni siquiera decirle “hola” al tío Amílcar, casi como que tuvieses que ir a apagar un incendio a 10 kilómetros. Con las dos valijas en la mano, esperé que alguien notase que estaba aguardando. Aplaudí no muy fuerte y el tío salió con una cara de amargado y los pelos revueltos.
- Eh, nene. ¿A esta hora venís a joderme? - pareciera como que el día lo enoja. Te estoy jodiendo, pibito. ¿Cómo andás?
- Bien, bien. Un poco cansado por el viaje, pero acá ando.
- ¿Tus viejos?
- Bien, laburando, como siempre.
- ¿Te rompen las pelotas?
- Como todos los padres.
- Ese es mi sobrino. Igual de rebelde que su tío y el progenitor - se silencia un momento para despeinarme mientras me río. Conociéndolo no me sorprendía su gesto.
[…] Por lo que veo, el cagón de tu viejo se esfumó - prosigue.
- Ves bien. No lo entiendo. Es sábado y se raja sin saludar, me hace bajar como si tuviera cosas para hacer. Y lo único que hace el fin de semana es dormir como una morsa. Duerme hasta como las 2 de la tarde, hasta yo me levanto antes.
- Debe ser la vida.
- La vida que lo pasó por arriba - dije, mientras ambos estallábamos en una carcajada inmensa de la que no nos fue fácil recomponernos. Al reírnos, llegamos al comedor, donde sirvió un vaso de agua y se lo bebió, aún tentado por ese chascarrillo. Se ahogó y le golpeé la espalda. Si no era por ese eructo mezclado con risa, no se hubiese detenido nunca. Por lo menos eso cortó mi alegría también.
Ya tranquilo, tío Amílcar se sentó a la mesa al igual que yo y me contó un poco de su vida en los años que no tuvimos la posibilidad de visitarlo. No volvió a formar pareja tras enviudar, nunca quiso intentarlo por respeto a sus hijos. No conocí a mi tía porque ella murió dos años antes de que yo naciera, en un siniestro vial. Pero los chicos tuvieron el privilegio de tenerla por un par de años con ellos.
- Los chicos ya están grandes - continuó - Gaby tiene 25 años y Anita, bueno, ya es mayor de edad. Es lo único que puedo informarte acerca de ella.
- En realidad no me interesa el natalicio de la gente, tío. ¿Y qué hacen ellos? ¿Se dedican a algo?
- Gaby labura conmigo. Tenemos que aprovechar esa fuerza que Dios le dio para que la utilice en el mundo agrario. Anita vive en la capital, y nos viene a ver una vez por mes. Obvio que la extrañamos, pero seguimos en contacto por Internet. Ella estudia y trabaja allá. Y le va bien.
- Me alegro por ellos. Hace tanto tiempo que no los veo que ya no sé ni cómo se verán en la actualidad.
- Como eran de chiquitos, pero más altos y con caras maduras. Gabriel ya mide 1,90cm y es literalmente un tambo viviente. Ana se quedó en 1,70cm; llegó a mucho más de lo que esperábamos, pues su crecimiento fue tardío pero pegó el estirón.
- ¿Y entonces Gaby debe estar acá?
-Sí, duerme en su habitación. Vos vas a compartirla con él, pero llevá las cosas después que se levante porque te va a putear de arriba abajo.
- Está bien. No lo voy a molestar, entonces. - le dije entre bostezos. - Tío, ¿no extrañás la ciudad?
- La verdad, no. Acá uno tiene paz, seguridad y confort, cosa que por lo que veo en la ciudad se ha desintegrado con rapidez. Bastante tengo con ir a hacer trámites a Buenos Aires que veo a la gente llena de fastidio. Acá los problemas no existen. Que quizás los haya, seguro, pero nadie se entera. ¿Eso es bueno o malo?
- Creo que es algo maso, maso.
- Entonces esa es una desventaja de vivir en el campo - dice, mientras levanta el dedo, en señal de sabiduría.
- Bueno, si vos lo decís…
- ¿Te preparo algo para desayunar? Debés tener hambre después de semejante viaje…
- Sí, está bien.
- Pendejo, te aprovechás de mi bondad… - jodiéndome, haciéndose el sufrido - ¿Qué te gustaría? Tengo té, café, leche, mate cocido, galletitas, budín, todo lo que te imagines…
- Un té con galletitas está bien para empezar el día.
- Está bien. Todo para mi sobrinito…
- Tío, ya tengo 18. No soy un nene - la gente grande y sus cosas, pensaba; tenía ganas de agarrarme la cabeza.
- Lo que pasa es que no te veo hace una década, y encima me maltratás… - sigue jodiéndome, haciéndose la víctima, uno de sus clásicos chistes.
- No te maltrato, viejito. Sabés que te quiero.
- Viejos son los trapos, que la próxima te doy con la chinela, che - refunfuña.
- Perdón.
- No pasa naranja. Ahí se levanta mi bestia, mi retoño, el fruto de mis entrañas - señalando a Gabriel, que lo ve pasar yendo al baño para lavarse la cara.
- Amílcar, con boludeces no… no me jodas. - le grita desde adentro.
- Boludo, yo te concebí con tu madre. No me niegues que sos un producto caro.
- No sé si caro, pero si se puede llamar producto… - le echa en cara.
- Se desvaloriza el fanfarrón - dice en voz baja. […] Dale, dale vago e’mierda que tenés que laburar, que ese maíz no se extrae solo - continúa con su seguidilla de cargadas hacia mi primo.
- Viejo, laburé toda la semana y fue el récord anual. Ni se te ocurra hacerme mover un dedo el sábado.
- ¡Qué amargado que estás! ¡Sos un muerto!
- ¡Muerto las pelotas!
- ¡Bueno, loco, córtenla! - dije para apaciguar.
- Gaby, mirá quien vino a visitarnos.
- ¡Fede! ¡Tanto tiempo! ¿Cómo te va?
- Bien, mi hermano. Me alegro de verte. Sos una mole.
- Gracias, pero eso es por los genes paternos - lanza una indirecta.
- Chito que la próxima te doy con un palo, ¡más respeto! - sigue cargando.
- Estás muy distinto, Gaby. Sos un hombre, ya. Te recordaba como un púber.
- Y a vos como un nene de mamá. Seguís igual que siempre, al menos en aspecto. Con esa carita, pero en cuerpo de hombre.
- Crecí, ya estoy en 1,68cm. Pero me gustaría crecer más.
- Eso no se puede predecir. Si te toca, te toca. A mí me tocó esto y me la tengo que bancar… - otra indirecta para su padre.
- Pendejo, seguí con la forreada que vas a ligar.
- ¡Ésta voy a ligar! - agarrándose el pubis y huyendo hacia afuera.
- ¡Sos un cagón! Te crié para que seas hombre - le grita. […] - Dejá que ya va a volver, y cuando vuelva, le voy a dar un coscorrón - en ese tono falsamente agresivo.
Tuvimos una mañana movida. El tío se puso a hacer un asado de bienvenida. Tenía bastante carne en la heladera, así que antes del mediodía la sacó de allí para salarla y extraerle la grasa. Nosotros con Gabriel, hicimos práctica de “hombres del hogar”, y dispuestos a realizar las tareas domésticas que nuestros padres nos inculcaron, preparamos las ensaladas de tomate con lechuga, de papa con huevo y zanahorias y algunas empanadas de carne para picar. Me entretuve, y luego de degustar el asado, que estaba rico a pesar que no soy un asiduo consumidor de éste, merecíamos un reposo. Tío Amílcar se fue a dormir la siesta, a mí me autorizaron a ver televisión en el living (precioso, por cierto; desde la última vez que fui había sido modificado), y Gabriel se iba a visitar a algunos amigos. Estaba solo, relajado, sin pensando en volver a mi casa, aunque sabía que me iba a costar dormir esa noche. Cuando no duermo en mi cama, se me dificulta conciliar el sueño, pero quizás se solucionaría con los antídotos naturales del cuerpo humano, pensé. La siesta se había hecho larga para el tío: le debe haber pegado el viejazo, dije, porque eran las 4 y no había salido de su habitación aún, y 120 minutos es demasiado, al menos a mi parecer. Bueno, quién soy yo para juzgar a los demás, ¿no? Seguí concentrado en la película de la tele hasta las 4 y media. Me daba mucho morbo poder observar la pileta desde la ventana. Hacía calor y deseaba lanzarme al estilo bomba, pero no quería que me cagaran a pedo. Lo hice, y tío Amílcar ni se inmutó en sus acciones, pues ningún ruido se oyó que haya provenido desde adentro. Hice la plancha, estiré mis brazos hacia atrás para bostezar, ya que aún no estaba compuesto del todo de despertarme tan temprano un sábado. 5 y media y ni noticias del tío. Supuse que no debería preocuparme tanto por él. Seguro que el trabajar de sol a sol lo fusilaría físicamente y ni siquiera lo que descansa por las noches le alcanza. Recién lo visualicé alrededor de las 7, cuando reparé en que me estaba mirando, e incluso me saludó alzando sus manos, pero en realidad bailaba al son de la cumbia “Camarón que se duerme…”, para después sostener a la perrita Grace, una caniche blanca hermosa. Cuando llegó el turno de la famosa canción “Limbo”, el tío se quedó duro al intentar pasar por debajo de una vara. Fui a ayudarlo, por supuesto (no soy una porquería de persona, pero me cagué de risa antes por los antecedentes familiares), lo estabilicé y le di un vaso de agua, prometiendo que jamás haría eso de nuevo. Le dije que saldría a caminar, aprovechando que el sol pegaba fuerte. La quinta es tan grande, al igual que todas, las pocas que hay en la zona, pero mi tío la tenía por herencia, no porque fuese millonario. Yendo por los 200 metros de extensión, me detengo. El calor me mataba y el sudor caía por mi cuello, con el pelo como principal fuente de irradiación de ese calor. Tenía ganas de volver a comer algo, pero antes de eso precisaba de orinar. Y qué mejor que hacerlo en la nada misma. Total, ¿quién me iba a retar? Bajé mis pantalones y el calzoncillo hasta las rodillas (estaba sin remera) y aguardé unos 10 a 20 segundos hasta liberar el chorro. Cuando estaba por subírmelos de nuevo, me toman por la espalda y aprietan mi boca para que no pudiese gritar. Arrancaron mis prendas y las lanzaron al suelo. Eran dos hombres forzudos, musculosos, y parecía que padecían de la ola del calor también, pues el chivo que salía de sus axilas podía tranquilamente voltear a las aves que volaban. Pero al que iban a voltear era a mí. Ataron mis manos detrás de la espalda con sogas, a lo bestia, porque quedé tan inmovilizado que pensaba que de ésa no zafaba. Encabezaban esta bestialidad mi primo Gabriel, que como un cavernícola metió su pene en mi boca para que lo succione, y su amigo Beto, que lamió mi ano para dilatarlo. Me iban a dejar satisfecho, pensaba. Sólo van a violarme y ya, serían unos hijos de puta si empuñaran un arma y me pegasen un tiro para no contar nada. Pero cada vez que alguno de ellos me preguntaba “¿Te gusta que te hagamos esto, puto?”, yo respondía “sí” con una voz desesperada de recibir entre mis piernas un buen pedazo de carne. Y me lo dieron. Estaba sedado por la portación genital de mi primo al utilizar mi lengua, pero gemía entre dientes. Ellos lo notaban, por eso Beto me pegó chirlos hasta dejarme las nalgas rojas. Quería hombres primitivos que me poseyeran, y tarde o temprano, un día Dios los puso en mi camino, de la forma menos esperada. Gaby no me eyaculó encima (cosa que le agradezco, pues es una asquerosidad que eso toque mis ojos) y Beto lo hizo sobre mis nalgas (estaba obligado de hacerlo ahí). Por mi parte, chorreé semen en el suelo sin haber sido masturbado, disfrutando de una de las violentas embestidas del compadre de mi primo. Cuando todos terminamos, me miraron sorprendido por la excitación que tenía al haber eyaculado sin tocarme, pero era algo que solía pasar. Nos besamos y no nos vestimos. Caminamos desnudos hasta los últimos 10 metros anteriores a llegar a la pileta, donde tío Amílcar levantaba a Grace como una diva de revista porteña. Nos reímos y jugamos con ella, le trajimos comida y pusimos más música para bailar. El sexo no se mencionó de allí en más entre los involucrados, y yo me volví a la noche siguiente a mi casa, contento de debutar con dos machotes.
Mis padres dijeron que podía irme. A donde sea. Me negué al principio. Se me vino a la cabeza que era por el simple hecho de no trabajar. Y ellos me dijeron: “nene, esperá tres o cuatro años y cuando creas que adquiriste el conocimiento suficiente, te buscás un laburo acorde, pero mientras tanto te vamos a bancar nosotros”. Luego despejaron mi mente. Repitieron textualmente: “te sacaremos de acá adentro, perdiste tu vida social estando todo el día en Internet, deberías respirar aire limpio y puro, ver las nubes, los pájaros, los árboles…” Mientras continuaban con su pequeño discursillo, imaginaba qué lugar sería al que podrían despacharme.
La quinta de tu tío Amílcar, dijo mamá. Ahí te vas a encontrar con todo eso que papi y yo te mencionamos. Y sabé que no vas a estar solo, pues Anita, Gabriel y la troupe no abandonaron el nido, así que ellos te tendrán como un hijo más. Y bien cortito, pendejo, añadió papá. Para que dejes de rascarte el higo desde el lever hasta el coucher, pronunció casi enfadado. Vos y tus expresiones foráneas, le dije. Te vas mañana mismo, así que armate una valija no muy pesada, aclaró otra vez él, ya que tenía problemas de ciática y nos hemos tentado más de una vez verlo quedarse duro en fiestas. Fui a mi pieza y de camino a allí pensaba en qué nueva situación mi querido viejo podía quedar recto como una tabla de planchar. Esbocé una risita casi silenciosa que nadie notó. Tomé las primeras 10 o 15 remeras que hallé, no sin antes comprobar que es ropa de entrecasa (la ideal para estar en el campo), dos jeans, dos pares de zapatillas, el único par de chancletas que tengo, y una docena de calzoncillos. La llevé a la cocina y mi madre, casi cual controladora de calidad, inspeccionó que estuvieran limpias y planchadas. Una vez que estuvo cerrada, papá la llevó al auto junto con otra valija que contenía una netbook y auriculares. Cenamos y me mandaron a dormir temprano, cosa que odio. Tuve que despertar a las 7 de la mañana para dejar mi hogar 30 minutos después. Me despedí de mi mamá yendo a su habitación y saludando media dormida. Seguro que no volvió a dormirse después de los bocinazos que papá tocó para que saliera rápido a cerrarle el portón. Como una luz, le cerré para que no me rompiese las pelotas durante el viaje y subí callado al auto. Tendríamos dos horas y un poco más para conversar de lo que fuera, para que el cuente todo lo que sucedió en su vida mucho antes de mi existencia, algunas nuevas, otras repetidas (en su mayoría), pero a veces sacaban nuevas preguntas. No me conformaba con eso, de lo que ya se dijo debía exprimir más y más hasta vaciar de detalles esas historias que pasaban en mi cabeza como un rollo de película de los años 30, en blanco y negro, a pesar de que habían tenido lugar apenas 4 décadas atrás. Todo esto me ayudó a lograr que el trayecto pase volando. Ya dieron las 10 y vemos el camino que nos llevará a la quinta de mis tíos. Nada excéntrica, normal, un “hospicio de fin de semana” como ellos solían llamarla, con todas las comodidades que usted podrá merecer y esperar. La veo después de una decena de años y recuerdo casi a la perfección los veranos, la gran pileta, profunda, el parque del fondo, bah, lo exterior porque de lo de adentro tengo difusos flashes. Papá y la puta madre que te parió, pienso. Me hacés bajar del auto y te vas sin ni siquiera decirle “hola” al tío Amílcar, casi como que tuvieses que ir a apagar un incendio a 10 kilómetros. Con las dos valijas en la mano, esperé que alguien notase que estaba aguardando. Aplaudí no muy fuerte y el tío salió con una cara de amargado y los pelos revueltos.
- Eh, nene. ¿A esta hora venís a joderme? - pareciera como que el día lo enoja. Te estoy jodiendo, pibito. ¿Cómo andás?
- Bien, bien. Un poco cansado por el viaje, pero acá ando.
- ¿Tus viejos?
- Bien, laburando, como siempre.
- ¿Te rompen las pelotas?
- Como todos los padres.
- Ese es mi sobrino. Igual de rebelde que su tío y el progenitor - se silencia un momento para despeinarme mientras me río. Conociéndolo no me sorprendía su gesto.
[…] Por lo que veo, el cagón de tu viejo se esfumó - prosigue.
- Ves bien. No lo entiendo. Es sábado y se raja sin saludar, me hace bajar como si tuviera cosas para hacer. Y lo único que hace el fin de semana es dormir como una morsa. Duerme hasta como las 2 de la tarde, hasta yo me levanto antes.
- Debe ser la vida.
- La vida que lo pasó por arriba - dije, mientras ambos estallábamos en una carcajada inmensa de la que no nos fue fácil recomponernos. Al reírnos, llegamos al comedor, donde sirvió un vaso de agua y se lo bebió, aún tentado por ese chascarrillo. Se ahogó y le golpeé la espalda. Si no era por ese eructo mezclado con risa, no se hubiese detenido nunca. Por lo menos eso cortó mi alegría también.
Ya tranquilo, tío Amílcar se sentó a la mesa al igual que yo y me contó un poco de su vida en los años que no tuvimos la posibilidad de visitarlo. No volvió a formar pareja tras enviudar, nunca quiso intentarlo por respeto a sus hijos. No conocí a mi tía porque ella murió dos años antes de que yo naciera, en un siniestro vial. Pero los chicos tuvieron el privilegio de tenerla por un par de años con ellos.
- Los chicos ya están grandes - continuó - Gaby tiene 25 años y Anita, bueno, ya es mayor de edad. Es lo único que puedo informarte acerca de ella.
- En realidad no me interesa el natalicio de la gente, tío. ¿Y qué hacen ellos? ¿Se dedican a algo?
- Gaby labura conmigo. Tenemos que aprovechar esa fuerza que Dios le dio para que la utilice en el mundo agrario. Anita vive en la capital, y nos viene a ver una vez por mes. Obvio que la extrañamos, pero seguimos en contacto por Internet. Ella estudia y trabaja allá. Y le va bien.
- Me alegro por ellos. Hace tanto tiempo que no los veo que ya no sé ni cómo se verán en la actualidad.
- Como eran de chiquitos, pero más altos y con caras maduras. Gabriel ya mide 1,90cm y es literalmente un tambo viviente. Ana se quedó en 1,70cm; llegó a mucho más de lo que esperábamos, pues su crecimiento fue tardío pero pegó el estirón.
- ¿Y entonces Gaby debe estar acá?
-Sí, duerme en su habitación. Vos vas a compartirla con él, pero llevá las cosas después que se levante porque te va a putear de arriba abajo.
- Está bien. No lo voy a molestar, entonces. - le dije entre bostezos. - Tío, ¿no extrañás la ciudad?
- La verdad, no. Acá uno tiene paz, seguridad y confort, cosa que por lo que veo en la ciudad se ha desintegrado con rapidez. Bastante tengo con ir a hacer trámites a Buenos Aires que veo a la gente llena de fastidio. Acá los problemas no existen. Que quizás los haya, seguro, pero nadie se entera. ¿Eso es bueno o malo?
- Creo que es algo maso, maso.
- Entonces esa es una desventaja de vivir en el campo - dice, mientras levanta el dedo, en señal de sabiduría.
- Bueno, si vos lo decís…
- ¿Te preparo algo para desayunar? Debés tener hambre después de semejante viaje…
- Sí, está bien.
- Pendejo, te aprovechás de mi bondad… - jodiéndome, haciéndose el sufrido - ¿Qué te gustaría? Tengo té, café, leche, mate cocido, galletitas, budín, todo lo que te imagines…
- Un té con galletitas está bien para empezar el día.
- Está bien. Todo para mi sobrinito…
- Tío, ya tengo 18. No soy un nene - la gente grande y sus cosas, pensaba; tenía ganas de agarrarme la cabeza.
- Lo que pasa es que no te veo hace una década, y encima me maltratás… - sigue jodiéndome, haciéndose la víctima, uno de sus clásicos chistes.
- No te maltrato, viejito. Sabés que te quiero.
- Viejos son los trapos, que la próxima te doy con la chinela, che - refunfuña.
- Perdón.
- No pasa naranja. Ahí se levanta mi bestia, mi retoño, el fruto de mis entrañas - señalando a Gabriel, que lo ve pasar yendo al baño para lavarse la cara.
- Amílcar, con boludeces no… no me jodas. - le grita desde adentro.
- Boludo, yo te concebí con tu madre. No me niegues que sos un producto caro.
- No sé si caro, pero si se puede llamar producto… - le echa en cara.
- Se desvaloriza el fanfarrón - dice en voz baja. […] Dale, dale vago e’mierda que tenés que laburar, que ese maíz no se extrae solo - continúa con su seguidilla de cargadas hacia mi primo.
- Viejo, laburé toda la semana y fue el récord anual. Ni se te ocurra hacerme mover un dedo el sábado.
- ¡Qué amargado que estás! ¡Sos un muerto!
- ¡Muerto las pelotas!
- ¡Bueno, loco, córtenla! - dije para apaciguar.
- Gaby, mirá quien vino a visitarnos.
- ¡Fede! ¡Tanto tiempo! ¿Cómo te va?
- Bien, mi hermano. Me alegro de verte. Sos una mole.
- Gracias, pero eso es por los genes paternos - lanza una indirecta.
- Chito que la próxima te doy con un palo, ¡más respeto! - sigue cargando.
- Estás muy distinto, Gaby. Sos un hombre, ya. Te recordaba como un púber.
- Y a vos como un nene de mamá. Seguís igual que siempre, al menos en aspecto. Con esa carita, pero en cuerpo de hombre.
- Crecí, ya estoy en 1,68cm. Pero me gustaría crecer más.
- Eso no se puede predecir. Si te toca, te toca. A mí me tocó esto y me la tengo que bancar… - otra indirecta para su padre.
- Pendejo, seguí con la forreada que vas a ligar.
- ¡Ésta voy a ligar! - agarrándose el pubis y huyendo hacia afuera.
- ¡Sos un cagón! Te crié para que seas hombre - le grita. […] - Dejá que ya va a volver, y cuando vuelva, le voy a dar un coscorrón - en ese tono falsamente agresivo.
Tuvimos una mañana movida. El tío se puso a hacer un asado de bienvenida. Tenía bastante carne en la heladera, así que antes del mediodía la sacó de allí para salarla y extraerle la grasa. Nosotros con Gabriel, hicimos práctica de “hombres del hogar”, y dispuestos a realizar las tareas domésticas que nuestros padres nos inculcaron, preparamos las ensaladas de tomate con lechuga, de papa con huevo y zanahorias y algunas empanadas de carne para picar. Me entretuve, y luego de degustar el asado, que estaba rico a pesar que no soy un asiduo consumidor de éste, merecíamos un reposo. Tío Amílcar se fue a dormir la siesta, a mí me autorizaron a ver televisión en el living (precioso, por cierto; desde la última vez que fui había sido modificado), y Gabriel se iba a visitar a algunos amigos. Estaba solo, relajado, sin pensando en volver a mi casa, aunque sabía que me iba a costar dormir esa noche. Cuando no duermo en mi cama, se me dificulta conciliar el sueño, pero quizás se solucionaría con los antídotos naturales del cuerpo humano, pensé. La siesta se había hecho larga para el tío: le debe haber pegado el viejazo, dije, porque eran las 4 y no había salido de su habitación aún, y 120 minutos es demasiado, al menos a mi parecer. Bueno, quién soy yo para juzgar a los demás, ¿no? Seguí concentrado en la película de la tele hasta las 4 y media. Me daba mucho morbo poder observar la pileta desde la ventana. Hacía calor y deseaba lanzarme al estilo bomba, pero no quería que me cagaran a pedo. Lo hice, y tío Amílcar ni se inmutó en sus acciones, pues ningún ruido se oyó que haya provenido desde adentro. Hice la plancha, estiré mis brazos hacia atrás para bostezar, ya que aún no estaba compuesto del todo de despertarme tan temprano un sábado. 5 y media y ni noticias del tío. Supuse que no debería preocuparme tanto por él. Seguro que el trabajar de sol a sol lo fusilaría físicamente y ni siquiera lo que descansa por las noches le alcanza. Recién lo visualicé alrededor de las 7, cuando reparé en que me estaba mirando, e incluso me saludó alzando sus manos, pero en realidad bailaba al son de la cumbia “Camarón que se duerme…”, para después sostener a la perrita Grace, una caniche blanca hermosa. Cuando llegó el turno de la famosa canción “Limbo”, el tío se quedó duro al intentar pasar por debajo de una vara. Fui a ayudarlo, por supuesto (no soy una porquería de persona, pero me cagué de risa antes por los antecedentes familiares), lo estabilicé y le di un vaso de agua, prometiendo que jamás haría eso de nuevo. Le dije que saldría a caminar, aprovechando que el sol pegaba fuerte. La quinta es tan grande, al igual que todas, las pocas que hay en la zona, pero mi tío la tenía por herencia, no porque fuese millonario. Yendo por los 200 metros de extensión, me detengo. El calor me mataba y el sudor caía por mi cuello, con el pelo como principal fuente de irradiación de ese calor. Tenía ganas de volver a comer algo, pero antes de eso precisaba de orinar. Y qué mejor que hacerlo en la nada misma. Total, ¿quién me iba a retar? Bajé mis pantalones y el calzoncillo hasta las rodillas (estaba sin remera) y aguardé unos 10 a 20 segundos hasta liberar el chorro. Cuando estaba por subírmelos de nuevo, me toman por la espalda y aprietan mi boca para que no pudiese gritar. Arrancaron mis prendas y las lanzaron al suelo. Eran dos hombres forzudos, musculosos, y parecía que padecían de la ola del calor también, pues el chivo que salía de sus axilas podía tranquilamente voltear a las aves que volaban. Pero al que iban a voltear era a mí. Ataron mis manos detrás de la espalda con sogas, a lo bestia, porque quedé tan inmovilizado que pensaba que de ésa no zafaba. Encabezaban esta bestialidad mi primo Gabriel, que como un cavernícola metió su pene en mi boca para que lo succione, y su amigo Beto, que lamió mi ano para dilatarlo. Me iban a dejar satisfecho, pensaba. Sólo van a violarme y ya, serían unos hijos de puta si empuñaran un arma y me pegasen un tiro para no contar nada. Pero cada vez que alguno de ellos me preguntaba “¿Te gusta que te hagamos esto, puto?”, yo respondía “sí” con una voz desesperada de recibir entre mis piernas un buen pedazo de carne. Y me lo dieron. Estaba sedado por la portación genital de mi primo al utilizar mi lengua, pero gemía entre dientes. Ellos lo notaban, por eso Beto me pegó chirlos hasta dejarme las nalgas rojas. Quería hombres primitivos que me poseyeran, y tarde o temprano, un día Dios los puso en mi camino, de la forma menos esperada. Gaby no me eyaculó encima (cosa que le agradezco, pues es una asquerosidad que eso toque mis ojos) y Beto lo hizo sobre mis nalgas (estaba obligado de hacerlo ahí). Por mi parte, chorreé semen en el suelo sin haber sido masturbado, disfrutando de una de las violentas embestidas del compadre de mi primo. Cuando todos terminamos, me miraron sorprendido por la excitación que tenía al haber eyaculado sin tocarme, pero era algo que solía pasar. Nos besamos y no nos vestimos. Caminamos desnudos hasta los últimos 10 metros anteriores a llegar a la pileta, donde tío Amílcar levantaba a Grace como una diva de revista porteña. Nos reímos y jugamos con ella, le trajimos comida y pusimos más música para bailar. El sexo no se mencionó de allí en más entre los involucrados, y yo me volví a la noche siguiente a mi casa, contento de debutar con dos machotes.
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