Esto es sólo un sueño erótico que he tenido.
Acabo de despertarme en un lugar donde no se ve absolutamente nada. Oscuridad plena. Bostezo y levanto los brazos hacia arriba. Sé qué estoy en el mejor lugar del mundo: mi cama, donde nada malo jamás podrá sucederme. De pronto, una enceguecedora luz se enciende frente mío, no veo quien la prende pero su intensidad asfixia mis pupilas. Veo blanco y cubro mis ojos para evitar quedar ciego. Alguien quiere forcejear conmigo, está detrás de la cama, está tirándome de los brazos. Cuando veo la luz descubro que me habían destapado. Las sábanas desaparecieron, y la confusión me ataca. Me dejaron desnudo, expuesto a todo, pero no era una sorpresa. Reconocí que mi lecho era otro, no éste al que me habían arrastrado. Ya no estaba en mi hogar. Temía por no poder escapar o que quisieran fusilarme por la espalda. La luz cambia de colores y ahora es azul claro, el color del cielo, del mar, ¿de mi tranquilidad, quizás? No lo sé. No veo nada más que la luz y mi cuerpo yaciendo en ese sillón. Cierro los ojos y me imagino que debe ser algo enigmático producido por mi cerebro en la fase del sueño. Ya no me preocupo. Tiemblo por un líquido que roza ligeramente mi piel. Abro los ojos y veo a un hombre bello, con su cuerpo musculoso y sin problemas de exhibirse desnudo frente a mi persona. Él me arroja agua fresca por las piernas, por el torso, por todo mi ser. Me encanta lo que hace. Supongo que ya notó la erección en mi ingle. Al ver que lo disfruto, lanza más agua y ahora moja mi rostro. Me besa con fuerza, quiero que no abandone mis labios. No quiero dejar los suyos tampoco. Mis temblores se acrecientan por la excitación que produce la suavidad del H2O. Él vuelve a su tarea mientras otros cuatro hombres igual de fuertes y hermosos como él vienen con baldes llenos y me lanzan su contenido. Ya estoy hirviendo, prendido fuego por dentro. Mi uretra está sensible y unas gotas de líquido pre-seminal son expulsadas. No me controlo más. Los cuatro machos se besaban y tocaban sus abdominales marcados. Sus pubis estaban peludos y sus miembros erectos, rígidos, mojados, pues ellos también se incineraban internamente y se tiraban agua para paliar su éxtasis. La luz los ilumina como si fuesen dioses. Mientras los observo, mi servil trae un aparato gigante que parece ser una ducha. La abre y el agua abarca el radio de nosotros seis. Los chorros son potentes y todos tiritábamos. Ellos seguían frotando sus penes mientras a mi me acariciaban el pecho. El primer hombre, el que me besó, trajo jabón y lo empezó a pasar lentamente de arriba abajo. Cuando me cubrió, los otros cuatro y él incluido comenzaron a tocarme de la misma forma que lo había hecho el ya susodicho. Tóquenme, se los ruego, sigan haciéndome lo que me hacen, pasen sus manos por donde quieran. Mi piel está lo suficientemente sensible para que el placer circule por cada parte de mi cuerpo. En especial, el nacimiento de las piernas, la pelvis. Telepáticamente sigo insistiendo que continúen con sus caricias. Mi uretra está contenta por cómo me tratan. Ellos gimen como animales, como los hombres que imagino que son en la intimidad y han demostrado incluso en esta sesión sexual. Nunca dije una palabra ni me resistí, sobre todo luego de darme cuenta cómo venía la mano. Me ataron las manos y ya lo había olvidado. Mis propios quejidos aumentan. Sigo haciendo de las mías. Quiero que esto no se termine, clamo, pido al de arriba que sea un placer eterno. Ellos me poseen sin penetrarme y no me cansaré jamás de lo que a dónde me han llevado. Es hora. Mi ser habla, no con palabras, se expresa con ruidos guturales. Grito, exclamo y un chorro extenso de semen sale disparado al suelo, luego otro, y otro, y otro. Quisiera poder caerme muerto. Ellos se miran a los ojos y ven lo que me han hecho, sin culpa o remordimiento alguno. Se han frotado tanto sus pubis en sus tareas simultáneas (su propia franela, besándose y acariciándose con una mano las espaldas, los glúteos de ellos, y con la otra mano, me dominaban a mí, sin nunca jamás tocar mi pene) que se vienen sin control. Cuando los vi cerrando sus ojos y reprimiendo sus gemidos de bestia supe que debían descargarse. Quería que acaben como yo, sin ponerse una mano en su ingle. Y lo lograron. Ellos se envolvieron en sus propios placeres y por eso, de a poco, largaban chorros más calientes de esperma sobre todo mi cuerpo. Deben y quieren. Lo necesitan. Todos necesitamos alcanzar nuestras metas sexuales, las fantasías que reposan en las mentes, tienen que salir. Los cinco depositaron sus fluidos en mi cuerpo débil y no me importó. Ya hicieron su trabajo. Abren la ducha y se limpian, argumentando el sudor oloroso de sus axilas. Uno de ellos limpia el vestigio del semen que quedó en mí. Me dejan limpio, ponen perfume, desodorante y me devuelven la ropa. Decido secarme por mi cuenta. Me visto, beso a cada uno en la boca y me voy con una sonrisa de enamorado. Enamorado del deseo.
Acabo de despertarme en un lugar donde no se ve absolutamente nada. Oscuridad plena. Bostezo y levanto los brazos hacia arriba. Sé qué estoy en el mejor lugar del mundo: mi cama, donde nada malo jamás podrá sucederme. De pronto, una enceguecedora luz se enciende frente mío, no veo quien la prende pero su intensidad asfixia mis pupilas. Veo blanco y cubro mis ojos para evitar quedar ciego. Alguien quiere forcejear conmigo, está detrás de la cama, está tirándome de los brazos. Cuando veo la luz descubro que me habían destapado. Las sábanas desaparecieron, y la confusión me ataca. Me dejaron desnudo, expuesto a todo, pero no era una sorpresa. Reconocí que mi lecho era otro, no éste al que me habían arrastrado. Ya no estaba en mi hogar. Temía por no poder escapar o que quisieran fusilarme por la espalda. La luz cambia de colores y ahora es azul claro, el color del cielo, del mar, ¿de mi tranquilidad, quizás? No lo sé. No veo nada más que la luz y mi cuerpo yaciendo en ese sillón. Cierro los ojos y me imagino que debe ser algo enigmático producido por mi cerebro en la fase del sueño. Ya no me preocupo. Tiemblo por un líquido que roza ligeramente mi piel. Abro los ojos y veo a un hombre bello, con su cuerpo musculoso y sin problemas de exhibirse desnudo frente a mi persona. Él me arroja agua fresca por las piernas, por el torso, por todo mi ser. Me encanta lo que hace. Supongo que ya notó la erección en mi ingle. Al ver que lo disfruto, lanza más agua y ahora moja mi rostro. Me besa con fuerza, quiero que no abandone mis labios. No quiero dejar los suyos tampoco. Mis temblores se acrecientan por la excitación que produce la suavidad del H2O. Él vuelve a su tarea mientras otros cuatro hombres igual de fuertes y hermosos como él vienen con baldes llenos y me lanzan su contenido. Ya estoy hirviendo, prendido fuego por dentro. Mi uretra está sensible y unas gotas de líquido pre-seminal son expulsadas. No me controlo más. Los cuatro machos se besaban y tocaban sus abdominales marcados. Sus pubis estaban peludos y sus miembros erectos, rígidos, mojados, pues ellos también se incineraban internamente y se tiraban agua para paliar su éxtasis. La luz los ilumina como si fuesen dioses. Mientras los observo, mi servil trae un aparato gigante que parece ser una ducha. La abre y el agua abarca el radio de nosotros seis. Los chorros son potentes y todos tiritábamos. Ellos seguían frotando sus penes mientras a mi me acariciaban el pecho. El primer hombre, el que me besó, trajo jabón y lo empezó a pasar lentamente de arriba abajo. Cuando me cubrió, los otros cuatro y él incluido comenzaron a tocarme de la misma forma que lo había hecho el ya susodicho. Tóquenme, se los ruego, sigan haciéndome lo que me hacen, pasen sus manos por donde quieran. Mi piel está lo suficientemente sensible para que el placer circule por cada parte de mi cuerpo. En especial, el nacimiento de las piernas, la pelvis. Telepáticamente sigo insistiendo que continúen con sus caricias. Mi uretra está contenta por cómo me tratan. Ellos gimen como animales, como los hombres que imagino que son en la intimidad y han demostrado incluso en esta sesión sexual. Nunca dije una palabra ni me resistí, sobre todo luego de darme cuenta cómo venía la mano. Me ataron las manos y ya lo había olvidado. Mis propios quejidos aumentan. Sigo haciendo de las mías. Quiero que esto no se termine, clamo, pido al de arriba que sea un placer eterno. Ellos me poseen sin penetrarme y no me cansaré jamás de lo que a dónde me han llevado. Es hora. Mi ser habla, no con palabras, se expresa con ruidos guturales. Grito, exclamo y un chorro extenso de semen sale disparado al suelo, luego otro, y otro, y otro. Quisiera poder caerme muerto. Ellos se miran a los ojos y ven lo que me han hecho, sin culpa o remordimiento alguno. Se han frotado tanto sus pubis en sus tareas simultáneas (su propia franela, besándose y acariciándose con una mano las espaldas, los glúteos de ellos, y con la otra mano, me dominaban a mí, sin nunca jamás tocar mi pene) que se vienen sin control. Cuando los vi cerrando sus ojos y reprimiendo sus gemidos de bestia supe que debían descargarse. Quería que acaben como yo, sin ponerse una mano en su ingle. Y lo lograron. Ellos se envolvieron en sus propios placeres y por eso, de a poco, largaban chorros más calientes de esperma sobre todo mi cuerpo. Deben y quieren. Lo necesitan. Todos necesitamos alcanzar nuestras metas sexuales, las fantasías que reposan en las mentes, tienen que salir. Los cinco depositaron sus fluidos en mi cuerpo débil y no me importó. Ya hicieron su trabajo. Abren la ducha y se limpian, argumentando el sudor oloroso de sus axilas. Uno de ellos limpia el vestigio del semen que quedó en mí. Me dejan limpio, ponen perfume, desodorante y me devuelven la ropa. Decido secarme por mi cuenta. Me visto, beso a cada uno en la boca y me voy con una sonrisa de enamorado. Enamorado del deseo.
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