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Compendio I
Me he tomado algunas libertades, aprovechando que “estoy solo” en el trabajo.
Extraño a Hannah, pero también necesitaba un tiempo para mí y aproveché de traer algunas consolas. Supongo que malos hábitos nunca mueren…
Debo recapitular algunas cosas. Para navidad, a mis queridas esposa y niñera les obsequié un par de aretes a cada una: Marisol con forma de luna creciente y a Lizzie con forma de margaritas.
Y además, aproveché de inscribirla en un curso de Ikebana, cuyas clases son los días sábado, para que finalmente se tome los días libres que le corresponden.
La propuesta que le hizo Marisol a su amiga Ann me molestó bastante. Cada día que paso con mi mujer y mis hijas trato de disfrutarlo al máximo y sin importar que su amiga “fuera muy linda”, no estuve de acuerdo de salir con una desconocida.
Sin embargo, en varias oportunidades Marisol me ha contado que una de sus “fantasías” es que yo me enganche con una chica en la primera cita.
Que fuera a un bar, conversara con una chica y que me la llevara a un motel (algo que casi pasó la primera vez que conocí a Lizzie).
“Me parece bien…” le dije la última vez que me lo contó. “Pero… ¿Tú sabes cómo levantar a una chica en un bar?... porque yo, no…”
Ella se río de mi tono de voz.
“¡Pues no sé, amor!” me respondió ella, con sus esmeraldas mirándome con amor incondicional. “Eres una persona interesante y sé que se te ocurrirá algo.”
Más que nada, me molestó que rompiera la rutina. Ahora que es verano y que las pequeñas están más grandes, las podemos llevar a parques acuáticos, a playas y otros lugares donde la podemos pasar bien como familia.
No obstante, reconozco que soy un “sometido” a la voluntad de mi mujer y me mentalicé con las mejores expectativas que nada raro ocurriría…
Lizzie se dio cuenta que algo pasaba cuando me vio lavando la camioneta el viernes, en lugar de los miércoles, como siempre lo hago.
Y el sábado, mientras se preparaba para su primera clase, vio cómo Marisol me arreglaba.
“¿A dónde vas así?” preguntó, esbozando su sonrisa coqueta.
Iba con pantalón de vestir, camisa y zapatos negros. Marisol quería que me viera elegante.
“¡Va en una cita con una de mis amigas!” respondió mi ruiseñor.
“¡Pero no puede ir así, Marisol! ¡Parece que va a una boda!” comentó Lizzie, sorpresivamente, lejos de enfadarse.
Tomó mi mano y me llevó al dormitorio. Aparte de ser amante de ambas, también soy su “muñeco de juguete” y no tienen problema alguno en desnudarme.
Mientras yo me desabrochaba la camisa, Lizzie se encargó de mi cinturón y del pantalón. Al ver el bulto entre mis piernas, me dio una sonrisa maliciosa, al igual que Marisol.
Me cedió unos Jeans, una camisa a rayas manga corta y un cortaviento, por si me daba frío. Pero no contenta con eso, buscó sobre mi cajonera (con completa libertad) y me roció perfume y me dio una menta.
“¡Ok! ¡Te ves mucho mejor!...” concordaba junto con mi mujer. “¡Ah!... ¡Lo olvidaba!”
Y con la misma libertad y confianza con la que me perfumó, abrió el 3er cajón y sacó una tira de preservativos (ni siquiera yo recordaba que estaban ahí y me hizo pensar qué harán ellas con mis cosas en mi ausencia), haciendo sonreír a Marisol.
“¡Vamos!” refuté yo, con ardientes mejillas.
“¡Es una chica!” respondió Lizzie e insistiendo, con su sonrisa coqueta. “¿Por qué no?”
Marisol acordó que nos juntásemos a las 2 de la tarde en Peterhead, una estación de tren urbano cerca de Semaphore y la había llamado por la mañana, para confirmar que asistiría.
Llegué 20 minutos, divisando cientos de personas ir y venir, pero no la chica que describía Marisol. Pasaron 15 minutos de la hora acordada y cuando marchaba a la camioneta, se acercó una hermosa jovencita delgada, que durante un par de ocasiones, nuestras miradas se encontraron y se veía nerviosa.
“¡Hola!” saludó con mucha timidez. “Mi nombre es Ann.”
Admito que cuando ella me habló, me dejó sin palabras.
El físico de Ann es de lo más escuálido que puede ser: casi no tiene pechos ni trasero. Sin embargo, su encanto radica en otra parte.
Lo que más me llamó la atención fue su cabello corto, color caramelo. Un corte innovador, con estilo, que reflejaba parte de su seguridad.
Pero su rostro es simplemente divino. Aunque me encantan los pechos grandes, Marisol sabe que una cara bonita supera ese atractivo y eso fue lo que me ocurrió con Ann.
Un rostro ovalado y levemente alargado, con labios muy finos y brillosos como rubíes, mejillas delgadas y rosáceas, una nariz menuda y unos ojos castaños, levemente achinados, indecisos si expresan parte de su inteligencia, de su coquetería o un cierto aire de templanza o pereza.
Mi primera impresión fue que era una periodista, porque encontraba que su rostro era digno para aparecer en televisión, “transmitiendo en vivo y en directo, desde el lugar de los hechos…”
“Marisol dijo que saliéramos juntos…” señaló, tanteando con su mirada mi incontrolable estupor.
“¡Sí!” logré balbucear, sobreponiéndome a la sorpresa. “¡Lo siento! Es que ya había perdido las esperanzas y ya me marchaba…”
Sus delgadas cejas se enarcaron y miró brevemente hacia los lados.
“¡Lo sé y lo lamento! Te estuve observando algunos minutos… pero necesitaba juntar valor.”
En pocas ocasiones, mi corazón latía tan acelerado por hablar con una mujer. Con mi esposa no me ocurre, porque me siento seguro con ella.
Pero Ann tiene una de esas miradas donde se puede sopesar su calidad de persona.
“¡Bueno, no debes preocuparte!” le respondí, con nerviosismo. “¡Es la primera vez que salgo con una amiga de Marisol!”
Aunque mi nerviosismo inicial le pareció sincero, su semblante tomó una tonalidad más molesta cuando mencioné lo último.
Iba vestida con una falda de mezclilla larga hasta las rodillas, una camiseta blanca, una chaqueta de cuero tipo vaquera y un pequeño estuche, firmemente apretado en sus manos.
Durante el trayecto a la camioneta, noté que lo afirmaba con mucha fuerza, posándolo fieramente entre sus piernas, dándome los primeros atisbos de su aversión a mi persona.
Le abrí la puerta, pero en lugar de un agradecimiento, me dio un pequeño suspiro molesto.
“¡Te advierto que tengo un frasco de “Mace” (gas pimienta) y no tengo miedo de usarlo!” me amenazó, tras abrocharme el cinturón y a punto de encender el motor.
“¡Por favor! ¡No lo hagas!” Le rogué, viendo que parecía dispuesta a todo.
Y gracias a eso, nuestro viaje fue extremadamente tenso. La llevé a una cafetería y tras ordenar algunas bebidas y postres, empezamos a conversar.
Simplemente, me limité a escuchar sus descargas sobre la traición de Shawn (su ex pareja), la manera en que la manipuló y “lo decepcionada que estaba de los hombres, por ser incorregiblemente infieles… “, comentario que iba dirigido especialmente para mí, con dagas en los ojos.
Tras un tenso silencio, donde aproveché de armar mi defensa, ante una mirada expectante que me recordaba las películas de tiburones, a punto de devorar a la víctima, le expresé mis reflexiones.
“Bueno… tal vez, una chica como tú no merece un tipo como él…”
¡Estoy consciente que suena una clase cliché! E iba a explicarla con mayor detalle, pero ella estaba demasiado ofuscada para escucharme.
“¿Una chica como yo?” preguntó indignada y poniéndose de pie, como si estuviera a punto de marcharse. “¿Cómo dices que no me lo merezco? ¿Acaso piensas que no soy bonita?”
“¡Para nada! ¡Para nada!” le respondí, tratando de contenerla, viendo que armaba un escándalo. “¡Por favor, siéntate! Al menos, deja expresar lo que pienso.”
A pesar que su rostro y sus ojos reflejaban sus impulsos por desquitarse conmigo, estoicamente logró componerse y volver a su asiento, haciéndome respirar más aliviado.
“Marisol dice que Shawn es un joven atractivo y coqueto. Probablemente, él más apuesto de su clase. Pero para una mujer como tú, una persona así no te sirve…”
“¿Una mujer como yo?” preguntó, en tono burlón.
“¡Así es!” respondí, manteniéndome inmutable. “He visto que has cortado pedazo por pedazo tus biscochos y cuando trajeron tu café y le echaste azúcar, en ningún momento tu cuchara tintineó, lo que es una clara señal de tu educación.”
Al escucharme, paró de beber e instintivamente, se limpió con su servilleta, contemplándome absorta, destacando nuevamente mi punto de vista.
“Por tu manera de caminar y expresarte, también puedo deducir que eres una mujer con confianza en ti misma y el simple hecho que me hayas amenazado con gas pimienta, indica que te gusta mantener el control de la situación, la mayor parte del tiempo. Tu manera de vestir, si bien no es reveladora, cumple la funcionalidad de hacerte ver moderna y a la moda… y lo más seguro es que nadie te lo haya dicho, pero encuentro que tienes un desplante parecido al de Jackie Kennedy…”
“¿Jackie Kennedy?” preguntó, con una amplia sonrisa.
¡En esos momentos, me sentí viejo!
Son pocos los jóvenes que recuerdan a la excelentísima esposa (y posteriormente, viuda) de JFK, al momento de halagar a una mujer. Por lo general, se van por figuras más contemporáneas.
Pero mi halago tuvo su efecto y transmutó su actitud completamente.
Empecé a comparar su manera de vestir y de actuar con ella. Jackie fue una innovadora, en el sentido que complementó la labor del Presidente, dejando el rol “avejentado” de las Primeras Damas, recibiendo dignatarios y mostrando glamour y modernidad, al momento de aparecerse en público.
Le confesé que la primera impresión que me dio Ann era que trataba con una periodista o una analista política, al verla tan resuelta y meticulosa, algo que estaba en lo cierto, ya que Ann está estudiando Ciencias Políticas y coincidió en la asignatura con mi mujer por la malla de la carrera.
Incluso, felicité el hecho de su sabia decisión de encontrarse con un desconocido en una zona neutral, con mucha afluencia de público, para proteger su identidad y domicilio.
Pero a partir de ese punto, Ann se “puso melosa”.
Le conté de mi experiencia: que conocí a mi mujer cuando estaba saliendo de la universidad y que nuestros ideales e intereses coincidían, al ser yo más maduro.
Le dije que en su caso, debería intentarlo con alguien mayor… pero en ningún momento estaba caldeando el ambiente para lo que ocurriría después.
Seguimos conversando de política mundial (que a pesar de no ser de mi interés, sé lo suficiente para mantener una charla dinámica), mientras caminábamos por las calles, hasta que cruzamos una tienda de calzado femenino.
Ann observó momentáneamente el escaparate y le sugerí que entráramos.
Como si fuésemos chiquillos o una joven pareja, la convencí para que se probara algunos pares. Cuando encontró un par que le gustó, accedí a comprárselo, lo que hizo que para ese punto, su mirada fuera radiante.
Sin embargo, lo hice pensando en mi mujer.
Cuando nuestra relación daba sus primeros pasos, siempre quise mimar a Marisol con zapatos, bolsos o ropa, cuando salíamos de paseo al centro comercial. A diferencia de ahora, en esos tiempos realizar ese tipo de compras u obsequios me causaba un desbarajuste radical y Marisol lo sabía, por lo que si me contaba que algo le gustaba, me advertía que no se lo comprara…
“¡Esperemos mejor, más adelante!... A lo mejor, te aburres de mí y no quiero que te endeudes.” Me decía con su humildad hermosa.
Afortunadamente, no me he aburrido de ella e incluso ahora, es mi esposa y madre de mis hijas.
Pero Ann flotaba en una nube…
“¡Nunca, nadie aparte de mis padres me ha regalado un par de zapatos!” exclamaba con incredulidad, contemplando la caja.
“¡Qué lástima!”
(Nobody! Not even one of my boyf…)
“¡Nadie! Ni siquiera alguno de mis nov…” alcanzó a sentenciar, dándome una mirada glamorosa y rubor en las mejillas.
Y realmente contento, porque la había pasado muy bien, la llevé en la camioneta hasta su casa…
Como un caballero, le abrí la puerta del vehículo, la acompañé al recibidor y al momento de la despedida, en lugar de un beso en la mejilla, me recibió uno en los labios.
Aunque Ann es delgadita, su abrazo era fuerte y la succión de su boca era inmensa, mientras que su lengua sobaba la mía casi con desesperación.
Fue tal el vigor de ese beso, que una vez que se retiró, tuvo que limpiarse los labios.
“¡No sé qué me ha pasado!” confesó, con mucha vergüenza. “¡Yo no hago esto!”
Me reí, más que nada por nerviosismo…
“¡No te rías! ¡No es gracioso!” exclamó ella, segundos antes de volver impulsivamente a la carga en mis labios.
Y el problema se volvieron sus manos, porque sus besos estaban haciendo a mi cuerpo reaccionar…
“¿Realmente eres tú?...” me preguntaba sobándola suavemente, y relamiéndose por anticipado. “¡De verdad! ¡Yo no hago esto con nadie!”
“Pues entonces… suéltala…” le pedí, prisionero de su agarre, intentando resistirme.
Pero aunque su mente reaccionaba de una manera, su cuerpo se había desbandado y con bastante torpeza e impaciencia, intentaba abrir la puerta de su departamento con desesperación.
Finalmente, abrió la puerta y de un sorprendente jalón, me metió a su casa, donde habilidosamente me desabrochó el pantalón.
“¡Uh! ¡Es enorme!” me dijo, al contemplarla, con su barbilla temblando de la emoción.
Tal vez, solamente haya sido más grande que la de su novio. Sin embargo, no me cabía dudas por la manera de pajearme y por la que se relamía los labios que Ann no era virgen.
“¡Te repito, nunca he hecho algo como esto!” decía constantemente y a pesar que me masajeaba con una maestría despampanante, le creía.
Ann parece una chica mesurada y digna. Sin embargo, parecía fascinada con el brillo de mi glande y me miraba solicita, como si buscara mi aprobación para probarla.
Finalmente, cerró los ojos y abrió la boca, haciéndome quedar en la luna.
Por mi mente, me imaginaba a Ann, transmitiendo desde un lugar interesante y yo era su camarógrafo/amante, que recibía las gracias tras su cooperación.
Después, me la imaginaba debatiendo en un noticiario, pero en lugar de hablar al micrófono, se dedicaba a mamar desesperada un pene.
Y es que era demasiado evidente que no probaba una hace bastante tiempo.
Tal vez, su novio la hostigaba demasiado, pero por el brillo libidinoso de sus ojos, claramente le agradaba hacerlo y en ningún momento parecía recordar que compré sus zapatos.
De un momento para otro, mientras parte de mi líquido pre seminal manchaba sus labios, continuó masajeando y lamiendo y me preguntó:
“¿Es cierto… lo que dice Mari… sobre su mamá… y su hermana?”
Su sonrisa erótica y cautivadora me daba a entender que ya no había lealtades o respeto para mi mujer. Ann quería sexo y se estaba asegurando que se lo dieran bien…
“¡Yo… no… sé!” respondí, mientras ella succionaba maravillosamente el glande, como si se tratara de una frutilla y la siguió devorando por un buen rato.
Cuando me tenía casi a punto de acabar, nuevamente me arrebató y me llevó desesperada a su dormitorio, tirándome violentamente en su cama.
“¡Métela!” exclamó, removiendo rápidamente sus pantaletas y levantando la falda.
Incluso, adosó sus labios vaginales a la punta del glande y podía sentir su calidez y sus jugos, mientras me besaba descontroladamente.
Pero haciendo un esfuerzo increíble, para separarme de sus candentes labios, le pedí un poco de tiempo y saqué uno de mis preservativos.
Hacía mucho tiempo que la apertura del paquete se me hacía tan complicada, con Ann acariciándome constantemente, para que no perdiera mi esplendor.
Pero cuando pude colocarlo y me preparaba a insertarlo, el sentido común de Ann parecía volver una vez más a sus cabales…
“¿La vas a meter? ¿Esa cosa enorme, la vas a meter?” preguntaba, con una enorme sonrisa, pero con un rostro muy confundido, mientras reposaba sobre la cama.
Me contuve una vez más, porque mal que mal, es una chica recatada y aunque mi erección y testículos solicitaban desesperados que la metiera, era ella la que debía decidirlo.
No obstante, al verme dudar por breves segundos, fue ella la que zanjó la duda, con un fuerte abrazo que me hizo introducir la punta del glande en su interior, robándole un gemido ligero.
“¡Ahh!... ¡Es tan… grande!” exclamaba ella, mientras me abrazaba con firmeza, punzando mi espalda con sus largas uñas.
Me sorprendía lo apretada que estaba, sumergiéndome en un mar de sensaciones placenteras y con la constante tentación de acabar prematuramente, porque por primera vez en meses, tenía que forzar tanto mi avance, robándole gemidos y besos arrebatadores y trataba de avanzar “de oído”, porque a pesar de mi desesperación, no quería causarle dolor.
“¡Por favor!... ¡No te detengas!... ¡Sigue avanzando!” me pedía constantemente, a la vez que mi pene se iba abriendo paso a través de sus apretados, húmedos y candentes pliegues, para que luego clamara un quejido entremezclado con dolor y placer.
Enfrascados en un interminable beso, mis manos, más sobrepuestas a lo que estaba ocurriendo, empezaron a tantear la cintura de Ann y llegaron hasta sus delicadas y pequeñas nalgas, que le robaron otro gemido de sorpresa.
“¡No puedo creer… que esté haciendo esto!... ¡Eres el esposo de Mari!...” exclamó un momento fugaz donde su sentido común volvía.
Pero rápidamente se desvanecía, en un gemido profundo y cerrando los ojos, para posar su rostro en mi hombro.
Sus suspiros se sentían cada vez más candentes y se mordía fieramente los labios, a medida que avanzaba más y más en su interior. Recuerdo que ella acariciaba con mucha suavidad su propio vientre, siendo prensado ocasionalmente por el mío.
“¡No puedo creerlo!... ¡Entró toda!” señaló, cuando sentía mis testículos rozar su entrada.
Y para entonces, lo que ella había disfrutado placenteramente quedaba de lado, porque mis estocadas se volvían más potentes.
En un arrebato loco, me detuve y me erguí brevemente. De un potente zamarrón, levanté sus muslos, haciendo que colgaran sus piernas y manteniendo esa posición, proseguí penetrándola con mayor potencia.
“¡Ahh!... ¡Es enorme!... ¡Es enorme!” clamaba, a medida que sus brazos y cabeza absorbían la potencia de mis estocadas, haciendo vibrar su cama.
Sentí cómo sus piernas se deslizaban sobre mi trasero, en un vago intento por envolverme. Pero el placer que estaba recibiendo entre medio de las piernas era demasiado para dejarle concentrar.
Bombeaba ágilmente, como una abeja polinizando una flor y relativamente hablando, ese era el caso y estaba alcanzando mayores niveles de resistencia, al negarme una y otra vez a acabar en su interior.
La belleza de Ann, en esos momentos donde la dicha parecía desbordarla de sus poros, me motivaba enormemente y finalmente, cuando no pude contenerme más, acabé en su interior.
Su clamor, al momento de sentir el preservativo hincharse fue esplendido y quedamos ahí, pegados, mirándonos el uno al otro.
“¡Nunca he hecho esto! ¡En toda mi vida!” me dijo, afirmando tiernamente mi cara, con una mirada tranquila.
“Bueno… a mí me pasan estas cosas.” respondí, con mucha vergüenza, mientras permanecíamos pegados, lo que hizo besarme una vez más.
A diferencia de la cafetería, los conceptos de traición de Ann habían cambiado y no parecía causarle demasiados remordimientos que yo fuera infiel en esos momentos.
Cuando la pude sacar y removí el preservativo, se agachó hasta ella y lamió los restos que quedaban.
“¡No puedo creerlo! ¡Sigue dura!” dijo, tras colocarla entre sus labios.
Yo, sonriendo e imaginando lo que quería, pregunté:
“¿Quieres hacerlo otra vez?”
Se colocó en cuatro patas y se desnudó sobre la cama, mientras yo me preparaba con otro preservativo. Pude apreciar su vagina rosada y chorreante completamente depilada y no tenía dudas que Ann era todo, menos “una frígida”, como le había dicho Shawn.
“¡Ahh!... ¡Es taan gruesa!” exclamó, cuando empecé a deslizarla en su interior.
Pero en esta posición, podía apreciar mejor su cuerpo. Sus nalgas no son tan carnosas como las de mi mujer o las de Lizzie. Sin embargo, me excitaba bastante pensar que pocos hombres habían atravesado por esos lugares.
“¡Ahhh!... ¿Qué haces?” preguntó sorprendida, al sentir mi índice tantear el surco de sus nalgas.
“¡Nada! ¡Solo te estoy tocando!” respondí, dándole una suave embestida.
“¡No, por favor!” imploró. “Marisol me dijo… ahh… que te gusta hacerlo… por atrás… y… ahhh… esto es muy grande…”
Pero abriendo espacio entre sus cachetes, podía darme cuenta que su ojete era demasiado menudo para haber sido desflorado.
“¿Estás segura?” le pregunté, meneando con mayor agilidad mi cintura.
“¡Siii!... no quiero… que me duela… y me dejes sin sentarme.” Respondió, para luego sentenciar un inesperado bramido al sentir mi meñique rozar su agujero.
“A Marisol le gusta…” insistí, meneándome con perfidia y deslizando suavemente mi dedo.
Su voz parecía deshacerse en placer.
“¡Noo!... ¡Por favor!... ¡No dolor!... augh…” balbuceó confusa.
Pero meses de práctica con Marisol, Lizzie, Hannah, mi suegra y tantas otras, me habían enseñado bastante bien la manera de cómo tocarlas.
Cuando cambié mi dedo por el índice, incluso le generó un potente orgasmo y su cuerpo viciosamente, buscaba con sus contoneos la doble penetración.
Un segundo dedo y se seguía meneando con mayor frenesí, quejándose plácidamente. La erguí, como lo habría hecho con Hannah y con mi mano libre, fui acariciando su vientre, su abdomen y deslizándome suavemente hasta sus incipientes pechos, cuyos pezones estaban erguidos y duros.
“¡No, por favor!... ¡No, por favor!... ¡No lo hagas!” repetía suplicando incesantemente, aunque sus brazos no buscaban liberarse de mi agarre.
“¡No te preocupes!” le susurré suavemente. “¡No lo haré… hoy!”
Mis palabras le dieron otro apagado alarido y un orgasmo adicional entre mis piernas y la volví a colocar apoyada en la cama.
Se había vuelto una diosa del sexo y buscaba cada vez más y más su placer, meneándose de una manera formidable.
Sus quejidos eran cada vez más intensos y me afirmaba con bastante fuerza de su cintura, hasta el eventual desenlace.
Bramó a los 4 vientos cuando sintió mi preservativo llenarse y su rostro reposó agitado sobre la cama.
“¡No debes decirle a Mari!” dijo finalmente, su sentido común una vez más, retomando el orden. “¡Le dirás que me llevaste al cine y a comer y que por eso te atrasaste!”
Me causaba gracia, porque todavía seguíamos pegados como perros y trataba de ordenarme, como si fuera mi primera vez.
“¡Bien!... entonces, supongo que esto lo haremos una sola vez…” dije, cuando pude desenfundar una vez más.
Pero ella, completamente enviciada, se arrojó sobre mi pene, a limpiar ansiosamente parte de mi viscosidad.
“¡Claro!...” respondió, añadiendo un tímido “Tal vez…”
Me di una lavada, me vestí y me despedí una vez más.
“¡Gracias por invitarme! ¡Ha sido inolvidable!” dijo, tras besar suavemente mi mejilla.
“¡Ha sido un placer…!” respondí.
Y anoche llamó a Marisol, para preguntarle si podíamos salir una vez más…
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