El siguiente relato es ficticio, y nunca ocurrió.
Septiembre de 2008. Ignacio Couselo se desligó de todo lo que alguna vez les había prometido a sus padres. Ellos estaban muy decepcionados, pero lo entendieron hasta ahí. Al momento de esto tenía 20 años. Había decidido abandonar su carrera universitaria en la UBA para tomarse un año sabático. No sólo que la dejó, sino que se fue a vivir solo al campo, lejos de la ciudad, donde reinaba un panorama inhóspito y una tranquilidad digna de ser mencionada. No lo acompañaba nadie, apenas uno de sus perros, de raza caniche, muy adorable por cierto. Pasaba sus días afuera, en el patio, con el can al lado, leyendo libros y nadando en la pileta. Tenía una computadora con conexión a Internet que le permitía comunicarse con sus padres, y también televisión, pero no le daba bolilla. Prefería mil veces echarse a rodar en el pasto antes que pudrirse la cabeza con los contenidos de la caja boba.
Un sábado, a modo de sorpresa, tres de sus amigos van a visitarlo. ¿Cómo supieron que él no estaba allí? Les dijo el vecino, que era un primo segundo de uno de ellos. Se instalaron la noche anterior en un hotel en el pueblo, y con ellos llevaron el asado, el vino (obviamente), las cartas de truco, la sal, los tomates, las papas, todo lo que una linda reunión amerita. ¿Por qué no estaba? Sacó a pasear a la mascota del hogar por los senderos de tierra, llenos de terrenos vacíos, y apenas cerca del pueblo. El día tuvo la suerte de ser agradable: soleado, con algunas nubes, pero no caluroso. Eran las 11 de la mañana. Ellos llegarán 11 y media, pero él volverá a las 12. En esos 30 minutos que tuvieron, los pibes debieron rebuscársela para no desordenar nada, no hacer mucho ruido, y por supuesto, no dar indicios de asalto, además de que debía ser algo inmediato el poner la carne a la parrilla para que tome su tradicional y lento proceso de cocción. Cuando retorna, siente una sensación muy extraña. “Algo anda mal”, se dice a sí mismo. Abre la puerta de la casa y ve ropa de masculinos que le suena muy familiar. Va al baño y los tres boludos se preparan para salir de atrás de los sillones. Gritan “¡sorpresa!” y se abrazan fuerte, se saludan, e Ignacio se enoja un poco porque se metieron sin su consentimiento a la propiedad, pero comer le va a sacar la bronca. Animales de Dios son todos, que no dejaron absolutamente nada, ni siquiera huesos para Pato, el perrito. Volaron las 10 botellas de vino, las 4 de cerveza, y 2 kilos de helado (uno al mediodía y otro a la noche). Los vientres se les hincharon de una forma que parecían embarazados, aunque uno de ellos comía mucho hace rato. Hasta las cartas del truco volaron, porque les gustaba refregarse entre sí las derrotas y las mentiras. Gran parte del juego lo hicieron casi ebrios, y el mismo anfitrión tambaleaba. Para la madrugada, uno de ellos ya se recuperó, y se ofreció a ser el conductor designado y llevarlos al hotel, pero se fueron debido a que Ignacio les insistió varias veces que debían irse.
Ignacio: - Viejo, son las tres de la mattina. Háganme el favor de tomársela de acá. Están muy chupados. (lento, e igual de borracho que los otros).
Gabriel: - ¡Vamos a ver quién está más en pedo! (enfrenta, tratando de pegarle una trompada a su amigo, pero tiembla por el estado en el que se encuentra)
Julián: - Señores, relájense. Seamos civilizados. Denme un abrazo. (también ebrio, tarda en hablar)
Ignacio: - Voy a ver si puedo. (temblando) Vengan acá, mierda. (casi delirando)
El abrazo tan pedido se concreta. Hernán, el sobrio, se lleva de las manos a los dos beodos que gritan incoherencias, y despacio, los introduce en el auto. Ignacio se mete adentro cargando el cachorro en sus manos, al mismo tiempo que ve cómo se van, y trata de ser cuidadoso para no tirarlo en cualquier lado. Era consciente de sus fallas, pero creía que por ser joven, debía empedarse para divertirse. Sube a la habitación y se va a dormir.
Domingo. El peor día para cualquier persona, pero para él eran todos iguales, si no tenía que hacer nada. El pedo lo desplomó y salió rajando de la cama cuando vio el reloj, que indicaba las 12 del mediodía. Bajó las escaleras y acarició al perrito. Debía ir al pueblo a comprar comida para el resto de la jornada, especialmente cuando no tenía tantas ganas de preparar algo. Tomó las llaves del auto y llevó al can consigo. En el almacén, doña Pepa le dio las últimas cajas de pasta que le quedaban, y no se las cobró. “Después me lo traés, nene. Que tengas un buen día”, le dijo. Salió corriendo y arrancó. Llegó, bajó al perro y tomó las cajas. Entraron, fue a la cocina, esperó que hierva el agua, depositó el contenido de una de éstas y se sentó a la mesa. Revolvió y probó un raviol. Estaban listos. Antes de servirlos en la mesa, sacó al perro afuera para que vaya debajo del árbol y disfrute de la sombra. Comió en silencio, sintiéndose culpable por tomar tanto. Por eso bebió jugo, y mientras masticaba, le echaba un vistazo a su amigo, que estaba despatarrado. Levantó el plato, los cubiertos, la fuente y lavó todo. No lo quiso molestar y subió nuevamente a la habitación. Aún no estaba repuesto por completo y quería ver si llegaba a sentirse mejor. Cayó en el sueño profundo de nuevo, y pasaron dos horas hasta que se despertó sobresaltado. Pato ladraba y bajó apurado a ver qué sucedía. Un auto extraño se detuvo en la tranquera, y no podía visualizar bien de quien se trataba. Los rayos del sol pegaban fuerte y él se encontraba en la galería. El hecho de que recién se levantara alteró su visión. Una jovencita se bajó de dicho auto, y le preguntó si podía ayudarla. Él le dijo que era nulo en mecánica, pero que sería servicial y vería qué podía hacer. La conclusión de ambos fue: dos neumáticos desinflados. Ella no contaba con otros, y debían esperar hasta el día siguiente para ir al pueblo y conseguir repuestos. Comenzaron una conversación larga en la cual fueron develando algunas de las cosas que los caracterizan. Su nombre era Clara Felgueiras, venía de la Capital y nunca aclaró (¿por qué debería de hacerlo, si no lo conoce?) hacia dónde iba. Para resumir en breves líneas, dijo que trabajó un par de años como modelo (se notaba, era muy linda, de 1,75 cm), y quería estudiar una carrera que le permitiera salir de ese mundo competitivo que a veces quiere arrastrar a las personas que están dentro de él. Ignacio se enamoró de ella prácticamente cuando la charla inició. Él mantuvo distancia porque es callado y tímido, pero sabe oír. Le propuso que en vísperas del día siguiente, podía quedarse en la casa y le cedería la habitación de huéspedes para descansar. En la mente de ella, había una cierta desconfianza, pues quizá no sería una persona tan cercana, pero no sabía ni dónde estaba el lugar. Aceptó, y cenaron los ravioles de la caja que no se habían ingerido en el mediodía. Ella alabó constantemente la belleza de la casa, que era un buen lugar de descanso, y abrazó a Pato sin tener miedo, casi como si fuese suyo. A las 12 de la noche Ignacio estaba acostado, con las neuronas revueltas, pero no era por una consumición de alcohol. Era lo que sentía por Clara. En menos de un día ya sentía algo por ella, y si quería olvidarla, debía alejarse más de ella, cosa prácticamente imposible al ser dos los que habitaban (temporariamente) el hogar. Recordó que venía el lunes, y con los neumáticos reparados, ella seguiría su rumbo y no la vería más. Sólo eso salvaría su cordura.
Lunes. 9 de la mañana. Gracias a unos tranquilizantes, Ignacio logró dormir. Se vistió y bajó. Debía ser respetuoso con la huésped y prepararle el desayuno. Antes de llegar a la cocina, la vio desde el pasillo y los ojos casi le estallan. ¿Por qué? Ella estaba fumándose un cigarrillo, de pie, apoyando los brazos sobre la mesada, pero había algo muy extraño. Sus curvas, su piel blanca, su cabello castaño hasta la cadera eran totalmente visibles. Tenía un cuerpo de deidad, no solamente su rostro era bello, como persona en condición de humanidad, también. Él intenta salir corriendo, pero ella ya sabía que él la observó. Lo llama y le dice:
Clara: - ¡Vos! ¡Vení para acá! Ya te vi… (haciéndose la enojada)
Ignacio: - Te juro que no vi nada.
Clara: - ¿Con que no viste nada? Me viste de arriba abajo. No seas tonto, ¿querés?
Ignacio: - Te vi un segundo, y ya me quise ir a la mierda.
Clara: - ¿Te quisiste ir? No seas desubicado. No podés faltarme el respeto.
Ignacio: - Nunca quise faltarte el respeto. Soy alguien que respeta a los demás.
Clara: - Entonces, si tanto decís que respetás, decime que así estoy bien, no que te quisiste ir a la mierda.
Ignacio: - ¿Por qué no te querés cubrir?
Clara: - ¿Cubrir qué?
Ignacio: - ¿Por qué no te vestís?
Clara: - Porque no quiero, aparte estaba sola antes de que aparecieras. Estaba muy cómoda fumando como llegué a este mundo. No uso pijama para dormir, por eso estaba así.
Ignacio: - Voy a hacer el desayuno.
Clara: - Ahora vuelvo. Por tu culpa me tengo que vestir.
Ignacio prepara las tostadas y el café. Mientras espera que esté todo listo, se sienta a la mesa y cruza los dedos de sus manos por los nervios. “Puede ser que haya hecho algo malo”, pensaba él. “Tengo ganas de volverme a Buenos Aires, ya no tolero más esta situación”, seguía en la mente. Clara no bajaba más, y ya eran casi las 10. Subió hace casi media hora y las tostadas estaban frías.
Clara: - Ignacio, ¡subí ahora mismo! (furiosa)
Ignacio: - ¿Y ahora qué pasó?
Clara: - ¿Cómo “qué pasó”? Vení acá, urgente. (sigue gritando)
Sube la escalera e intenta averiguar sobre por qué la chica está alterada. Antes de que omita una palabra, lo interrumpe, besándolo intensamente.
Clara: - ¿Sabés qué pasó? Que me gustás mucho, y había una sola forma de traerte a mis pies. Me di cuenta que te parezco atractiva, y lo que hice fue arriesgado, pero ha dado frutos, ¿verdad? (ella le pega una cachetada)
Ignacio: - Duele… Sí, señorita. (miedoso)
Clara: - He utilizado un arma que jamás usé en mi vida. Te estás perdiendo, te perdiste en mí.
Ignacio: - Sí que me perdí.
Clara: - Tenés un viaje de ida. (sonríe perversamente mientras le acaricia el pómulo rojo por el bife)
Clara nunca se había vestido. Y ese desayuno que el anfitrión había preparado iba a quedar obsoleto. En menos de 15 segundos quedaron ambos sin ropas. Ella había perdido el juicio y necesitaba hacer que él padezca un poco para su propia diversión. Necesita seguir agrediéndolo, verbalmente y físicamente, y él se opone pero no se defiende. Ya no tiene salida, como le dijeron hace un momento. O hace el amor con ella o hace el amor con ella. Sus labios se tocan constantemente, casi sin despegarse. Clara sólo los retira para seguir atacando su masculinidad, y para que él sea lo que debe ser. Ella tiene el carácter ideal para convertirlo a él en un inferior por ser hombre. Deberá obedecerla, abrazarla y acariciarla, además de hacer lo que sea para que alcance el orgasmo; él lo tendrá prohibido hasta que no se lo autoricen.
Ya consumado el acto sexual y con tres orgasmos en su haber, ella le permite acabar, y él le agradece de rodillas y reprimiendo su voz, pues la detención de la expulsión del fluido lo torturaba internamente. Va al baño y lo libera allí.
Después de toda una tarde en la cama y con las pocas fuerzas que tenía, la lleva al pueblo para comprar los neumáticos. Vuelven, los colocan y los prueban. Se despiden con un beso y ella decide volver a Buenos Aires. Ya no tiene tiempo de ir al lugar que había planificado. Antes de subirse, le toma el rostro bien fuerte, como una amenaza lasciva, pero que lo había excitado demasiado: “Vos vas a seguir perteneciéndome, y yo voy a seguir siendo tu dueña”.
Septiembre de 2008. Ignacio Couselo se desligó de todo lo que alguna vez les había prometido a sus padres. Ellos estaban muy decepcionados, pero lo entendieron hasta ahí. Al momento de esto tenía 20 años. Había decidido abandonar su carrera universitaria en la UBA para tomarse un año sabático. No sólo que la dejó, sino que se fue a vivir solo al campo, lejos de la ciudad, donde reinaba un panorama inhóspito y una tranquilidad digna de ser mencionada. No lo acompañaba nadie, apenas uno de sus perros, de raza caniche, muy adorable por cierto. Pasaba sus días afuera, en el patio, con el can al lado, leyendo libros y nadando en la pileta. Tenía una computadora con conexión a Internet que le permitía comunicarse con sus padres, y también televisión, pero no le daba bolilla. Prefería mil veces echarse a rodar en el pasto antes que pudrirse la cabeza con los contenidos de la caja boba.
Un sábado, a modo de sorpresa, tres de sus amigos van a visitarlo. ¿Cómo supieron que él no estaba allí? Les dijo el vecino, que era un primo segundo de uno de ellos. Se instalaron la noche anterior en un hotel en el pueblo, y con ellos llevaron el asado, el vino (obviamente), las cartas de truco, la sal, los tomates, las papas, todo lo que una linda reunión amerita. ¿Por qué no estaba? Sacó a pasear a la mascota del hogar por los senderos de tierra, llenos de terrenos vacíos, y apenas cerca del pueblo. El día tuvo la suerte de ser agradable: soleado, con algunas nubes, pero no caluroso. Eran las 11 de la mañana. Ellos llegarán 11 y media, pero él volverá a las 12. En esos 30 minutos que tuvieron, los pibes debieron rebuscársela para no desordenar nada, no hacer mucho ruido, y por supuesto, no dar indicios de asalto, además de que debía ser algo inmediato el poner la carne a la parrilla para que tome su tradicional y lento proceso de cocción. Cuando retorna, siente una sensación muy extraña. “Algo anda mal”, se dice a sí mismo. Abre la puerta de la casa y ve ropa de masculinos que le suena muy familiar. Va al baño y los tres boludos se preparan para salir de atrás de los sillones. Gritan “¡sorpresa!” y se abrazan fuerte, se saludan, e Ignacio se enoja un poco porque se metieron sin su consentimiento a la propiedad, pero comer le va a sacar la bronca. Animales de Dios son todos, que no dejaron absolutamente nada, ni siquiera huesos para Pato, el perrito. Volaron las 10 botellas de vino, las 4 de cerveza, y 2 kilos de helado (uno al mediodía y otro a la noche). Los vientres se les hincharon de una forma que parecían embarazados, aunque uno de ellos comía mucho hace rato. Hasta las cartas del truco volaron, porque les gustaba refregarse entre sí las derrotas y las mentiras. Gran parte del juego lo hicieron casi ebrios, y el mismo anfitrión tambaleaba. Para la madrugada, uno de ellos ya se recuperó, y se ofreció a ser el conductor designado y llevarlos al hotel, pero se fueron debido a que Ignacio les insistió varias veces que debían irse.
Ignacio: - Viejo, son las tres de la mattina. Háganme el favor de tomársela de acá. Están muy chupados. (lento, e igual de borracho que los otros).
Gabriel: - ¡Vamos a ver quién está más en pedo! (enfrenta, tratando de pegarle una trompada a su amigo, pero tiembla por el estado en el que se encuentra)
Julián: - Señores, relájense. Seamos civilizados. Denme un abrazo. (también ebrio, tarda en hablar)
Ignacio: - Voy a ver si puedo. (temblando) Vengan acá, mierda. (casi delirando)
El abrazo tan pedido se concreta. Hernán, el sobrio, se lleva de las manos a los dos beodos que gritan incoherencias, y despacio, los introduce en el auto. Ignacio se mete adentro cargando el cachorro en sus manos, al mismo tiempo que ve cómo se van, y trata de ser cuidadoso para no tirarlo en cualquier lado. Era consciente de sus fallas, pero creía que por ser joven, debía empedarse para divertirse. Sube a la habitación y se va a dormir.
Domingo. El peor día para cualquier persona, pero para él eran todos iguales, si no tenía que hacer nada. El pedo lo desplomó y salió rajando de la cama cuando vio el reloj, que indicaba las 12 del mediodía. Bajó las escaleras y acarició al perrito. Debía ir al pueblo a comprar comida para el resto de la jornada, especialmente cuando no tenía tantas ganas de preparar algo. Tomó las llaves del auto y llevó al can consigo. En el almacén, doña Pepa le dio las últimas cajas de pasta que le quedaban, y no se las cobró. “Después me lo traés, nene. Que tengas un buen día”, le dijo. Salió corriendo y arrancó. Llegó, bajó al perro y tomó las cajas. Entraron, fue a la cocina, esperó que hierva el agua, depositó el contenido de una de éstas y se sentó a la mesa. Revolvió y probó un raviol. Estaban listos. Antes de servirlos en la mesa, sacó al perro afuera para que vaya debajo del árbol y disfrute de la sombra. Comió en silencio, sintiéndose culpable por tomar tanto. Por eso bebió jugo, y mientras masticaba, le echaba un vistazo a su amigo, que estaba despatarrado. Levantó el plato, los cubiertos, la fuente y lavó todo. No lo quiso molestar y subió nuevamente a la habitación. Aún no estaba repuesto por completo y quería ver si llegaba a sentirse mejor. Cayó en el sueño profundo de nuevo, y pasaron dos horas hasta que se despertó sobresaltado. Pato ladraba y bajó apurado a ver qué sucedía. Un auto extraño se detuvo en la tranquera, y no podía visualizar bien de quien se trataba. Los rayos del sol pegaban fuerte y él se encontraba en la galería. El hecho de que recién se levantara alteró su visión. Una jovencita se bajó de dicho auto, y le preguntó si podía ayudarla. Él le dijo que era nulo en mecánica, pero que sería servicial y vería qué podía hacer. La conclusión de ambos fue: dos neumáticos desinflados. Ella no contaba con otros, y debían esperar hasta el día siguiente para ir al pueblo y conseguir repuestos. Comenzaron una conversación larga en la cual fueron develando algunas de las cosas que los caracterizan. Su nombre era Clara Felgueiras, venía de la Capital y nunca aclaró (¿por qué debería de hacerlo, si no lo conoce?) hacia dónde iba. Para resumir en breves líneas, dijo que trabajó un par de años como modelo (se notaba, era muy linda, de 1,75 cm), y quería estudiar una carrera que le permitiera salir de ese mundo competitivo que a veces quiere arrastrar a las personas que están dentro de él. Ignacio se enamoró de ella prácticamente cuando la charla inició. Él mantuvo distancia porque es callado y tímido, pero sabe oír. Le propuso que en vísperas del día siguiente, podía quedarse en la casa y le cedería la habitación de huéspedes para descansar. En la mente de ella, había una cierta desconfianza, pues quizá no sería una persona tan cercana, pero no sabía ni dónde estaba el lugar. Aceptó, y cenaron los ravioles de la caja que no se habían ingerido en el mediodía. Ella alabó constantemente la belleza de la casa, que era un buen lugar de descanso, y abrazó a Pato sin tener miedo, casi como si fuese suyo. A las 12 de la noche Ignacio estaba acostado, con las neuronas revueltas, pero no era por una consumición de alcohol. Era lo que sentía por Clara. En menos de un día ya sentía algo por ella, y si quería olvidarla, debía alejarse más de ella, cosa prácticamente imposible al ser dos los que habitaban (temporariamente) el hogar. Recordó que venía el lunes, y con los neumáticos reparados, ella seguiría su rumbo y no la vería más. Sólo eso salvaría su cordura.
Lunes. 9 de la mañana. Gracias a unos tranquilizantes, Ignacio logró dormir. Se vistió y bajó. Debía ser respetuoso con la huésped y prepararle el desayuno. Antes de llegar a la cocina, la vio desde el pasillo y los ojos casi le estallan. ¿Por qué? Ella estaba fumándose un cigarrillo, de pie, apoyando los brazos sobre la mesada, pero había algo muy extraño. Sus curvas, su piel blanca, su cabello castaño hasta la cadera eran totalmente visibles. Tenía un cuerpo de deidad, no solamente su rostro era bello, como persona en condición de humanidad, también. Él intenta salir corriendo, pero ella ya sabía que él la observó. Lo llama y le dice:
Clara: - ¡Vos! ¡Vení para acá! Ya te vi… (haciéndose la enojada)
Ignacio: - Te juro que no vi nada.
Clara: - ¿Con que no viste nada? Me viste de arriba abajo. No seas tonto, ¿querés?
Ignacio: - Te vi un segundo, y ya me quise ir a la mierda.
Clara: - ¿Te quisiste ir? No seas desubicado. No podés faltarme el respeto.
Ignacio: - Nunca quise faltarte el respeto. Soy alguien que respeta a los demás.
Clara: - Entonces, si tanto decís que respetás, decime que así estoy bien, no que te quisiste ir a la mierda.
Ignacio: - ¿Por qué no te querés cubrir?
Clara: - ¿Cubrir qué?
Ignacio: - ¿Por qué no te vestís?
Clara: - Porque no quiero, aparte estaba sola antes de que aparecieras. Estaba muy cómoda fumando como llegué a este mundo. No uso pijama para dormir, por eso estaba así.
Ignacio: - Voy a hacer el desayuno.
Clara: - Ahora vuelvo. Por tu culpa me tengo que vestir.
Ignacio prepara las tostadas y el café. Mientras espera que esté todo listo, se sienta a la mesa y cruza los dedos de sus manos por los nervios. “Puede ser que haya hecho algo malo”, pensaba él. “Tengo ganas de volverme a Buenos Aires, ya no tolero más esta situación”, seguía en la mente. Clara no bajaba más, y ya eran casi las 10. Subió hace casi media hora y las tostadas estaban frías.
Clara: - Ignacio, ¡subí ahora mismo! (furiosa)
Ignacio: - ¿Y ahora qué pasó?
Clara: - ¿Cómo “qué pasó”? Vení acá, urgente. (sigue gritando)
Sube la escalera e intenta averiguar sobre por qué la chica está alterada. Antes de que omita una palabra, lo interrumpe, besándolo intensamente.
Clara: - ¿Sabés qué pasó? Que me gustás mucho, y había una sola forma de traerte a mis pies. Me di cuenta que te parezco atractiva, y lo que hice fue arriesgado, pero ha dado frutos, ¿verdad? (ella le pega una cachetada)
Ignacio: - Duele… Sí, señorita. (miedoso)
Clara: - He utilizado un arma que jamás usé en mi vida. Te estás perdiendo, te perdiste en mí.
Ignacio: - Sí que me perdí.
Clara: - Tenés un viaje de ida. (sonríe perversamente mientras le acaricia el pómulo rojo por el bife)
Clara nunca se había vestido. Y ese desayuno que el anfitrión había preparado iba a quedar obsoleto. En menos de 15 segundos quedaron ambos sin ropas. Ella había perdido el juicio y necesitaba hacer que él padezca un poco para su propia diversión. Necesita seguir agrediéndolo, verbalmente y físicamente, y él se opone pero no se defiende. Ya no tiene salida, como le dijeron hace un momento. O hace el amor con ella o hace el amor con ella. Sus labios se tocan constantemente, casi sin despegarse. Clara sólo los retira para seguir atacando su masculinidad, y para que él sea lo que debe ser. Ella tiene el carácter ideal para convertirlo a él en un inferior por ser hombre. Deberá obedecerla, abrazarla y acariciarla, además de hacer lo que sea para que alcance el orgasmo; él lo tendrá prohibido hasta que no se lo autoricen.
Ya consumado el acto sexual y con tres orgasmos en su haber, ella le permite acabar, y él le agradece de rodillas y reprimiendo su voz, pues la detención de la expulsión del fluido lo torturaba internamente. Va al baño y lo libera allí.
Después de toda una tarde en la cama y con las pocas fuerzas que tenía, la lleva al pueblo para comprar los neumáticos. Vuelven, los colocan y los prueban. Se despiden con un beso y ella decide volver a Buenos Aires. Ya no tiene tiempo de ir al lugar que había planificado. Antes de subirse, le toma el rostro bien fuerte, como una amenaza lasciva, pero que lo había excitado demasiado: “Vos vas a seguir perteneciéndome, y yo voy a seguir siendo tu dueña”.
0 comentarios - Un fin de semana casi bueno...