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Compendio I
Disculpen si este relato se alarga un poco, pero quiero dejar prolija mi bitácora. No todos los días fueron de eventos ardientes con la familia de mi mujer y como les mencioné, yo iba más motivado a ver a mi propia familia.
El jueves fue un día más “tranquilo”. Aunque nosotros habíamos gozado bastante la noche anterior, pudimos contemplar el impacto de la catástrofe.
El número de desaparecidos no sobrepasó de las 30 personas y el tsunami posterior afectó principalmente a edificios y casas, que podían reconstruirse nuevamente.
Por ese motivo, las festividades en la capital prosiguieron en completa naturalidad y el viernes 18, mi hermana nos invitó (junto con el resto de mi familia consanguínea) a celebrar las fiestas patrias a su casa, que queda en otra ciudad más rural.
Marisol estaba muy entusiasmada de verle, porque no han tenido muchas oportunidades para conversar con su otra cuñada y tiene muchas historias sobre mi infancia.
Para Lizzie en cambio, fue otra muestra de asombro: La casa de mi hermana es incluso más pequeña que la casa de veraneo de mis padres.
Tiene un living, una cocina, un baño y 2 dormitorios, distribuidos en unos 60 metros cuadrados, para mi hermana, su marido y mis 2 sobrinos.
Sin embargo, al igual que Marisol y yo cuando empezamos a vivir juntos, mi hermana es feliz con su esposo, sin importar las dificultades económicas o la falta de espacio.
Pasamos una velada agradable, donde mi hermana consideró (como educadora de párvulos) que mis hijas se veían muy bien y extremadamente motivadas, lo que llenó de felicidad a Marisol, porque le preocupaba la actitud de nuestra flaquita seria.
Mis sobrinos corrieron por el patio, organizando juegos y volando cometas, mientras que mamá, mi abuela y mi cuñada charlaban a la sombra, cuidando a mis pequeñas y mi papá, mi hermano, mi cuñado y yo conversábamos de lo transcurrido este año, armando un asado.
Se sorprendieron al ver que yo estaba informado de la “Copa América” y que incluso, había seguido los partidos. Pero lo que más me alegró fue saber que mi cuñado se tituló de arquitecto, tras muchos años de esfuerzo y sacrificio.
Eso les significa un ingreso adicional y la posibilidad de mudarse a un espacio más grande, ya que sus hijos (un niño y una niña, de 9 y 7 años, respectivamente) están creciendo muy rápido y comparten el mismo dormitorio.
Y por ese motivo, dado que la estadía fue tan placentera y mi hermana se tomó la molestia de compartir lo poco que tenía con nosotros, le di un obsequio.
“¿Qué es esto?” preguntó mi hermana, al recibirlo.
“¡Nada! Es parte del dinero que saqué para los gastos”
“¡Pero es demasiado!” exclamó, empezando a llorar tras contarlo. “¿No lo necesitas?”
Marisol sonreía como una media luna.
“¡Por supuesto que no! Tengo bastante ahorrado.” Le respondí. “Piensa que es por los regalos de cumpleaños que me perdí. No pude comprarle nada a nadie.”
Me dio un cálido abrazo, mientras mi madre, mi esposa, mi abuela e incluso Lizzie soltaban unas lágrimas.
La única que miraba con cierto recelo era mi cuñada (la esposa de mi hermano). Pero tras consultar si acaso él también necesitaba dinero, me contestó que estaba bien. Que “nuestra hermana lo necesitaba más”.
Pues bien, regresamos a la capital alrededor de las 9 de la noche y para nuestra sorpresa, Pamela seguía en casa.
“¡Vaya! ¿No saliste?” le pregunté mientras descargaba el equipaje.
Aparentemente, estaba atrapada por su prima, quien dormía placenteramente en su regazo, sin mayor opción que contemplar aburrida el televisor.
“¡No! Mi tía me pidió que “hiciera de canguro” con Ame y con Violetica, porque tenía que trabajar.” Respondió desganada.
No pude evitar reírme, pero a pesar de vivir casi 7 años en nuestro país, Pamela sigue adoptando términos españoles.
Por la hora, deduje que Violeta ya se había acostado también.
“Pero, ¿No tienes planes para salir a bailar? ¿Nadie te ha invitado a celebrar el 18?”
“¡No, tío!” respondió ella, sonriendo con dulzura. “Esos días pasaron…”
Y me quedaron dando vuelta sus palabras y el tono melancólico de su voz. Mientras acostaba a las pequeñas, Marisol ya sonreía al saber qué le iba a pedir.
“¡Está bien! ¡Puedes salir!” me dijo, sin que alcanzara a hablarle. “Pero eso significa que yo y mi hermana dormiremos juntas…”
Y aunque la idea era tentadora, quería estar a solas con Pamela.
“¿De verdad?” preguntó, emocionada. “¿Me estáis invitando a salir?”
“¡Por supuesto! No es justo que te quedes aburrida toda la noche… y es un pecado que no bailes aunque sea un “pie de cueca”…”
Y decir solamente esa frase, “pie de cueca”, despertó su curiosidad para aceptar.
Fui a buscar mi billetera, para tomar un taxi, pero ella me lo impidió.
“¡Vamos en mi coche!”
“Pero yo te quiero invitar…”
“¡Vamos en mi coche!” insistió nuevamente, con una voz firme y autoritaria.
Y es que Pamela ha cambiado más todavía.
La mirada promiscua y calculadora de Pamela que tanto me molestaba en un comienzo, se había transfigurado con el pasar de los meses y las diversas experiencias, en una más dulce e inteligente.
Aunque mantiene su “Amazona española” escondida a flor de piel, ahora sonríe mucho más y se le ve más tranquila.
Sus ojos castaños se aprecian risueños; sus mejillas se han despojado más del maquillaje, dándole un resplandor más saludable y definiendo la finura de sus rasgos españoles de su menuda nariz y sus suculentos labios, exaltados con la tonalidad trigueña de su piel, que parece eternamente bronceada.
El mayor cambio ha sido en su vestimenta. En una difícil batalla para ocultar un cuerpo esculpido por los mismos ángeles, Pamela ha adoptado las vestimentas propias de un universitario: poleras de manga corta, Jeans y zapatillas.
Sin embargo, ocultar sus voluptuosos pechos, su atlética y delgada cintura y su trasero perfectamente redondo es una labor tan inútil como cubrir el sol con un dedo.
Simplemente, me quedaba embelesado al verla pasar los cambios durante el juego de luz y penumbra de la luz vial, mientras ella conducía.
Incluso su empoderamiento hacia los hombres era completamente distinto. Cuando la conocí, era capaz de manejar hombres a voluntad, usando indiscriminadamente sus encantos corporales. En esta oportunidad, su empoderamiento radicaba netamente en su confianza en sí misma, su propia inteligencia y los deseos de mostrar que es muchísimo más que una cara y cuerpo bonito.
Su sonrisa era deliciosa al ver que no le mentía y que efectivamente, la guiaba hasta el parque donde la mayoría de las fondas estaban establecidas, en lugar de un motel barato.
Pero incluso vistiendo Jeans y una camiseta de mujer de lo más normal, que ni siquiera facilitaba mostrar su cuerpo, era una belleza indiscutible y muchos hombres (y también mujeres) se preguntaban qué hacía ella con un hombre como yo.
Sus ojos dulcificaron aún más su hermosísimo rostro, al resplandecer de felicidad viendo que entrabamos a una fonda que tocaba un pie de cueca, en lugar de una pieza más tropical o que me facilitara restregarme maliciosamente sobre ella.
La cueca, para los que no lo sepan, emula el cortejo del gallo sobre la gallina, en movimientos de media luna y giros coordinados. El contacto físico es prácticamente nulo, a excepción del inicio o el final, donde uno pasea de la mano a la pareja.
Créanme que en esos momentos, con una mujer como ella, me habría encantado bailar un tango transandino. Mas me conformaba con verle sonreír.
Pamela se reía de mi manera de bailar, pero ella también no lo bailaba tan bien y tras 3 piezas, nos sentamos una vez más y ordenamos un jugo natural de frutilla para ella y un refresco de durazno para mí.
“¡Anda, tío! ¿Qué tanto me miráis?” preguntó con voz coqueta y una sonrisa levemente nerviosa.
“Que te ves lindísima…”
Su mirada esquiva, enfocándose en su bebida y el rubor de sus mejillas la adornaba más.
“¡Vamos!... ¡Que apenas me diste tiempo para el labial!” protestó, como si la estuviese hostigando.
“Pues aun así, te ves maravillosa.”
Fue en esos momentos que apoyó sus codos en la mesa y la cara sobre sus manos, como si intentase amplificar el encanto de sus turgentes y bamboleantes pechos, preguntando con su mirada coqueta y desafiante.
“¿Y qué es lo que más os gusta?”
La pregunta era tramposa y quería que me enfocara en sus pechos. No obstante, la miré a los ojos y le dije la verdad.
“¡Me gusta todo de ti!”
Ella se río muerta de la risa, echando su cuerpo hacía atrás, pensando que había caído en su juego.
“¿Así que os gusta todo de mí?”
“Pues sí. Mírate: te ves muy bonita, tu mirada se aprecia muy inteligente y cualquiera podría decir que eres mi novia.”
Su rubor adquirió una tonalidad más intensa.
“Entonces… ¿No son sólo…?” hizo una breve pausa. “… ¿Mis pechos?”
Me sentí feliz, al ver que no les sigue llamando fríamente “tetas”, como en otros tiempos. Tomé su fresca mano derecha, envolviéndola entre las mías y le respondí:
“¡Por supuesto que no! ¡Te ves lindísima!”
Y nos acercamos tiernamente, para besarnos.
Mi mano se apoyaba con mucho respeto sobre su hombro, mientras uníamos nuestros cálidos labios. Ella, en completa confianza conmigo, cerraba los ojos y se dejaba querer y besar, mientras que mi otra mano se apoyaba en su mejilla, acariciándola con dulzura.
“¡Tus besos me encantan!” me dijo, regalándome una sonrisa mansa y agradecida, mientras me seguía contemplando con sus ojitos risueños.
“Pues, yo te encuentro más bonita…”
Volvió a sonreír y se apartó un par de centímetros de mi lado. Parecido a como cuando la gallina huye del cortejo del gallo.
“¿Qué decís?” preguntaba ella, sin poder creerlo. “¡Mírame! Me veo sosa y seria. ¿Cómo podéis encontrarme bonita ahora?”
Acaricié suavemente sus cabellos, despejando su frente, enfatizando contemplarla mejor. Su respiración intensa y sus ojos dilatados y huidizos me decían la efectividad de mis palabras.
“Pues… te has arreglado así para mí, ¿No?”
Una vez más, sus ojos huyeron de mi incesante escrutinio.
“¡Si, tío!” confesó, al principio sin mirarme. “Pero… ¿Cómo decís que me veo bonita?... ¡Me habéis visto más arreglada antes!... ¿Y es ahora que os gusto más?”
Arremetí con otro beso delicado, afirmando su mentón con mis dedos. Fue tan repentino, que ni siquiera alcanzó a retirar la cabeza y solamente, cerró los ojos.
“Antes, te arreglabas para que todos te vieran. Ahora, te arreglas solamente para que te vea yo.” Respondí con franqueza.
Sonrió con mis palabras, jugueteando con sus manos para no mirarme.
“Además, tu mirada se ha vuelto más inteligente y menos lujuriosa. Tus gestos son más dóciles y te notas más tranquila.”
Finalmente, me contemplaba con ojitos brillosos, anunciando lágrimas.
“Es que… tú me hacéis sentir así…”
Y fue en esa oportunidad que sus labios buscaron los míos. Y no solo eso, ya que abalanzó su cuerpo para embargarme y que pudiera tocarla.
La contuve posando mis manos suavemente en su cintura, pero su busto alcanzó a prensarse sobre mi pecho y su mano derecha se había apoyado peligrosamente cerca de mi entrepierna.
“¡Tómame!” me pidió, casi en un tono de súplica.
Pensaba que en otros tiempos, hombres le suplicaban a ella para que se entregara.
Estaba tan deseosa que la tomara, que no puso reclamo cuando pagué las bebidas. Estaba muy ocupada buscando mis labios y abrazándome.
Llegamos al estacionamiento con las manos ardiendo. Para mi sorpresa, abrió la puerta trasera de su vehículo y me jaló hacia ella, cuando yo deseaba que fuésemos a un lugar más privado, como su casa o un motel, donde pudiésemos acariciarnos.
Sus besos alcanzaban connotaciones sobrenaturales y estaba ansiosa por remover su camiseta y que agarrara sus pechos.
“¡Te amo, Marco!” me susurró al oído, posando mis manos sobre sus benditos y desnudos pechos.
Ella seguía deseando sacarse el pantalón y que lo hiciéramos ahí mismo. Pero el espacio de su vehículo económico era obscenamente reducido, al punto que nuestros cuerpos estaban apegados casi a presión.
“¡No!” le dije, tomándola del pantalón e impidiendo que prosiguiera.
Y su mirada tomó una tonalidad melosa y tierna.
“¿Por qué?” preguntaba ella, sonriendo con lágrimas de felicidad entre sus ojos. “¿Por qué sois el único que me ha rechazado a coger conmigo, cuando más lo deseo?”
En vez de su frustración y furia, como pude haber esperado, había sonrisas y coquetería.
“¡3 veces, tío! ¡3 veces me habéis rechazado!” sonreía, al recordar aquello.
La acaricié por el cabello y la miré profundamente a los ojos.
“Porque quiero hacerlo en una cama contigo.”
Al decir eso, sus ojos nuevamente se dilataron en sorpresa y nos dimos otro beso apasionado.
“¿Por qué, tío? ¿Por qué fue ella y no yo?” preguntó misteriosamente, aunque después comprendí que se refería a Marisol.
Pamela demostraba su pericia al volante, acelerando a gran velocidad, al punto que tenía que aferrarme, temiendo una colisión.
“¡Jo, tío, relájate!” me sonrío en un tramo recto. “¡Te dije que soy buenísima con las palancas!”
Repentinamente, sentí su mano jugueteando con la cremallera y cuando nos tocó una luz roja, se volteó hacia mi lado con ambas manos y me desabrochó la bragueta.
Cuando cambió la luz, disminuyó a segunda y cambió al carril derecho, de manera de poder acariciar mi herramienta sin obstaculizar demasiado el tráfico.
Durante los 7 semáforos en rojo, Pamela se dedicó a engullirme con mucha dedicación, hasta que sentía mis suaves golpecitos en su cabeza, avisando el cambio de luces.
“¡No dejéis que ese muchacho se asuste!” me dijo un par de veces, al retomar el volante.
Una vez en destino, Pamela se desabrochó el cinturón completamente y con mayor libertad, se dedicó a atender mi latente erección hasta hacerme acabar, bebiéndoselo todo y los restos.
“¡Toda una delicia!” me dijo, mirándome muy contenta y nuevamente, nos besamos, sintiendo el sabor de mis fluidos.
Subimos las escaleras para su casa, besándonos frenéticamente y empezando a desabrochar botones.
Aunque los 2 somos medianamente ordenados con nuestra ropa, la lujuria nos hizo dejar prendas en el camino desde el recibidor de la casa hasta su inmaculado dormitorio.
Para cuando la acosté en su cama, ella estaba en sostén y calzón, mientras que yo estaba completamente desnudo.
“Pues bien… ¿Por qué me queréis en una cama?” preguntaba, mientras lamía su cuello y acariciaba su vientre.
“Porque en tu cama, imagino que soy el primero que te toma ahí.” Respondí, lamiendo el lóbulo de su oído, de una manera parecida a la que hago con Hannah.
Convulsionó en un suspiro y me tomó del cuello, para mirarme con mucha seriedad.
“¡Pues lo habéis sido, tío!” me dijo, llenándome de sorpresa. “¿Acaso creéis que traería tíos a coger en mi propia cama?”
El calor de mis besos se incrementó y nuestros suspiros, anhelantes por una penetración, nos tenían prisioneros en una sensación de ascuas perpetuas.
“¡Pamela, quiero hacerte el amor!” le dije, al momento de colocar el glande sobre su vulva.
“¡Aquí vamos otra vez!” exclamó, como si le molestara que se lo dijera, mientras que nuestros labios no paraban de recorrer los brazos, cuellos y hombros del otro. “¿Por qué sois el único que me dice esas cosas?”
Y empezamos lentos, pero ardiendo en pasión. Acariciaba sus suculentos y tentadores pechos, lamiéndolos caprichosamente, mientras ella se meneaba con suavidad, rodeando mis caderas con sus piernas y mordiéndose sensualmente los labios, para que pudiera chupetear con completa libertad a ritmo del compás que estábamos llevando.
Sus pezones endurecieron y los rozaba desafiante sobre mis mejillas, sonriendo maliciosamente para instigarme a degustarlos. Un nuevo flujo de humedad llegaba a mis piernas al hacerlo, mientras que ella se quejaba suavemente.
Su rajita contraía de una manera increíble, dándome la impresión que estaba devorando ansiosamente mi verga en ella. Su mirada cautivadora y sus labios brillantes en saliva exigían que la besara con urgencia, afirmándome de su majestuoso trasero, que le ocasionó un nuevo orgasmo y un leve grito placentero se enterró en mi boca, mientras seguíamos besándonos.
Pamela se contraía constantemente, suspirando a medida que incrementaba el vaivén, sus orgasmos la empezaban a bombardear y por ende, sus abrazos se volvían cada vez más apretados.
Cuando íbamos a lo que podría considerarse intensidad media y su rostro reflejaba el indescriptible placer que yo le estaba dando, empezó a hablar.
“¡Ahhh!... ¡Tío!... ¡Ahhh!... ¡Tenéis que preñarme!... ¡Ahh!... ¡Tenéis que embarazarme!... ¡Ahh!... ¡Igual que a Mari!...”
Yo quedé congelado y me detuve casi completamente.
“¿Ahora?” Pregunté, perplejo.
Ella, enfadada por mi repentino detenimiento y por mi aparentemente inoportuna pregunta, mostró a la “Amazona española”.
“¡No seáis un gilipollas! ¡Por supuesto que ahora no!” protestó ella, contrayendo más su vagina de enojo.
Sin embargo, al sentir aquello, sus ojos abandonaron la furia.
“Pero cuando me titule… y pueda empezar a trabajar… ¡Ahh!... quiero que tú me preñes…” aclaró, empezando a retomar el ritmo que llevábamos.
“Pero… ¿Por qué yo?” pregunté confundido.
Pamela, más chascona y enfadada hacía que nuevamente su hendidura se volvía a contraer.
“¿Cómo que “¿Por qué tú?”?... ¿Acaso no os das cuenta… que eres tú… el que me hace…. querer ser mamá?”
La conversación nos ponía más animosos. Sus gemidos empezaban a rebotar en las paredes de la habitación y ella, como toda una guerrera, se alzaba impactando con toda su cintura, se apoyaba de mi vientre y sacudía sensualmente su cabello de la cara, mientras que sus pechos seguían vibrando sin parar.
Para cuando pudo engullirse toda y mis testículos eran aplastados por su majestuoso cuerpo, los 2 gritamos de placer al momento de alcanzar el clímax.
Suspirando agotada y afirmándose de mi pecho, me miraba muy serena.
“Supongo… que ahora me queréis dar por el culito… ¿No?” preguntó, con una sonrisa ansiosa.
“¡La verdad es que no!” le respondí, haciendo que su rostro se confundiera. “En realidad… si no te molesta… me gustaría hacerte el amor... otro par de veces.”
Su mirada volvió a esquivar mis ojos y se llevó tiernamente la diestra hasta la boca, mientras que sus mejillas enrojecían suavemente.
Una vez que tomó una decisión, volvió a mirarme más contenta.
“¿Sabes?... también sois el primer tío que me pide por favor que hagamos el amor… y aunque también me encanta que me cojas por la cola…” agregó con una sonrisa traviesa y rematando con un beso.
La segunda ronda fue conmigo arriba. Aproveché de besarla, acariciar su vientre, sus pechos y hacerla suspirar intensamente.
Posaba sus brazos por encima de su cabeza, lo que le daba un aspecto de una sensual afrodita.
La tercera ronda fue con ella apoyada a la pared, haciéndolo a lo perrito. Era increíble sentir esos muslos perfectos con mis manos, su cintura suave como la seda y sus quejidos placenteros, que me recordaban a una gata oscura.
Es curioso, porque semana por medio, yo duermo con una gata blanca.
Pero todos nuestros encuentros con Pamela terminan de la misma manera.
“¡Creo que es hora de iros!” me dijo, mientras la acariciaba de cucharita, esperando el amanecer a su lado.
“¿Qué? ¿Por qué? ¿He hecho algo mal?”
Ella se sentó y me miró con una sonrisa disimulando alegría, pero que conllevaba tristeza y frustración.
“No… pero… ¿No recordáis que sois un padre?” preguntó, esforzándose por mantener la sonrisa.
En efecto, había olvidado de Marisol y mis hijas, por estar a solas con Pamela.
Y esa es “la única y gran barrera de nuestra relación”.
Porque no importa que Marisol lo sepa y lo autorice, que los 2 nos queramos y también, le queramos a ella y le contemos todas las cosas que hacemos juntos.
Ahora soy papá y Pamela lo entiende tan bien como yo: hay cosas que se deben dejar, por mantener la ilusión de las pequeñas, sin importar que sean demasiado pequeñas para entenderlo.
Así que no importaba que yo quisiera quedarme o ella no quisiera que me fuera. Era algo que debía cumplir.
Fue difícil vestirme, porque ella cubría su desnudez con la sabana y eso me calentaba una vez más.
Pero quizás el mejor de los besos fue el último. Porque se dijeron muchas cosas y sentimientos, sin esbozar palabras.
Mayormente, decirnos que nos amábamos y el amargo trago del adiós.
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2 comentarios - Siete por siete (127): Pie de cueca