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Compendio I
Sería maravilloso si todas las discusiones a futuro con Marisol terminaran como esta. Aun no tenemos relaciones (van 2 noches y a pesar que tengo a Lizzie durante el día, igual necesito a mi esposa por la noche).
Pero las cosas van mejorando. Al menos no tiene una cara de enfado como ayer. La de hoy es una mueca medianamente triste y ya sonríe con mis bromas.
Como mencioné, no fue un tema grave ni complicado. Simplemente, una diferencia de opinión sobre algo tan trivial, que me sorprende que le haya hecho enfadar.
Lo bueno es que ya tiene curiosidad por lo que he escrito e incluso me preguntó si iba a escribir hoy también. Respondí que lo haría hasta que se pasara su enojo y ahora se siente el zumbido del huevito entre sus piernas.
Conociéndola, mañana ya estaremos en la buena. Pero me entristece haber perdido un par de días de su cariño, porque más que mi esposa, es mi mejor amiga y me encanta estar ahí para animarla cuando me necesita y ahora me tiene atado de manos.
Además, aunque Lizzie mama bastante bien, sigo prefiriendo las mamadas matutinas de Marisol, por hacerlas mientras duermo.
El domingo, mi hermano organizó un asado en su casa a la hora de almuerzo, invitando a mi familia y a mis padres.
Mientras preparaba y atizaba el fuego, aproveché de conversar a solas con mi hermano, mientras que el resto jugaba con las pequeñas, con mi sobrino o ayudaba a ordenar la mesa.
Me llamó la atención que, al igual que yo, bebía un vaso con refresco en lugar de una lata de cervezas.
Se ve mucho mejor desde mi matrimonio. A los pocos meses de irme, se sometió a una cirugía para solucionar su problema de alcohol. Según me contó, le introdujeron unas pastillas, las cuales le indisponen en caso que el consuma una bebida y desde el día del procedimiento no ha bebido trago alguno.
Lamentablemente, su esposa se sigue viendo igual. A mi hermano le gustan las rubias y se casó con una de ellas con ojos verdes, pero que lamentablemente no le da el peso: es descuidada con su apariencia, celosa, muy floja, carece de instinto maternal y pasa todo el día en casa, viendo telenovelas, lo que la ha puesto ligeramente obesa.
De cualquier manera, siempre pensé que mi hermano tendría fuerza de voluntad para sobreponerse al alcoholismo y así ha sido, ya que no ha padecido de síndrome de abstinencia. Pero me confesó que aun así necesitaba algo “más tangible” para reforzar su disciplina, motivo por el que se sometió al procedimiento.
Para alegrar el ambiente, empezó a molestarme con lo bonita que se ha puesto mi esposa tras el embarazo, en especial en el área de los pechos, sabiendo que esa es mi debilidad al mirar una mujer.
Y siguió hostigándome, diciendo lo difícil que debía ser mi vida en Adelaide, ya que “viviendo con una niñera como esa, hasta a él mismo se le irían las manos”.
Picado por sus comentarios, le consulté si recordaba cierta invitada de mi matrimonio.
Aunque preguntó de manera jocosa de quién me refería, mi hermano empezó a palidecer ante la descripción de Elena.
“Medio rubia, pechugona… un poco más alta que Marisol… con un peinado con rizos… y traje de lentejuelas doradas.” le describía, alzando mis manos como dando forma del volumen.
“¡No sé de quién me hablas!” respondió mi hermano, deseando que su bebida de cola se transformara en un trago.
No reconocería que durante esa fiesta, él tuvo relaciones con Elena en el baño, ya que esa fue una de esas oportunidades únicas en la vida, no solo porque su esposa no se enteró y porque Elena es una belleza, pero también, al igual que yo, tenía miedo de lo que mi madre le podía hacer.
“¡Que raro! Porque me dijo que había bailado salsa con un tipo tieso, como de tu edad… y pensé que serías tú.”
“¡No, Marco! ¡Te estás confundiendo! ¡No era yo!” Insistía bastante nervioso.
“¡Qué lata! Porque me la encontré en Melbourne el año pasado y me habló todo el rato de ese tipo y de lo bien que lo había pasado… aunque también dijo algo de un baño… pero si no eras tú…”
Mi hermano sudaba y se enfocó en el carbón, cuando su esposa trajo la bandeja de carne.
“¿De qué hablan?” preguntó mi cuñada.
“¡De nada!” Respondí, aliviando momentáneamente a mi hermano. “De lo linda que se ve Marisol hoy.”
Y dejé a mi hermano que se las arreglara con su celosa esposa.
Entonces, divisé a Lizzie reflexionando si tomaba una empanada tipo canapé.
“¡Le pedí a mamá que comprara de horno, especialmente por ti!” Dije, animándola para que probara una.
Durante toda esa semana, también había sucumbido ante el encanto del pan criollo. Organizábamos un paseo con las pequeñas y comprábamos algunas lonjas adicionales, para probarlas recién salidas del horno en el camino de regreso.
“¡No me tientes! ¡No quiero engordar!”
“Por eso las pedí de horno y de este tamaño.” Le expliqué, tratando de calmarla. “Todas las comidas horneadas, tostadas o quemadas tienen menos calorías que en condiciones normales.”
Al escucharme decir eso, tomó mayor confianza.
“¿No mientes?”
“¡Por supuesto que no! Las comidas tostadas tienen menos calorías, porque parte de la energía se pierde al quemarse el pan.”
No estaba del todo seguro, pero era lo que recordaba de termodinámica. La caloría, por definición, es la cantidad de energía necesaria para subir en un grado un volumen determinado de agua y sigue siendo la misma unidad, ya sea para carbón, como para comida, por lo que no debía estar tan equivocado.
Accedió con una sonrisa tierna a mi propuesta y disfrutó del bocadillo, que ni siquiera tenía carne, porque era de maíz con champiñones.
“¡Lizzie, sé lo mucho que te preocupa engordar! Pero piensa que para nosotros, la forma de agradar a alguien es con comida y bebidas. No te estoy pidiendo que pruebes todo lo que te ofrezcan. Pero considera que como pocos te entienden, la única manera de incluirte es dándote de comer.”
Ella sonrió ante mi petición y me prometió que lo iba a intentar.
“¡Ten cuidado con esa chiquilla, Marco!” ordenó mi madre, cuando la encontré en la cocina. “Ella te tira miradas raras y tú ya tienes algo lindo con Marisol.”
Nos había espiado desde la ventana, mientras charlaba con Lizzie.
“Solamente estaba conversando, mamá.”
“¡Lo sé! Pero es jovencita y a veces, lolitas así se ilusionan y se terminan enamorando por ser demasiado atento.”
“Entonces, ¿Ya no crees que tengo que ir al psicólogo?” pregunté, en tono de broma.
“¡No! ¡Ya no tienes ese problema!” respondió, recordando los tiempos que me quería mandar por no tener novia.
El resto de la tarde lo pasamos más normal. Pedí a mis padres si nos podían llevar al día siguiente a un pueblito artesanal, donde venden cacharros de alfarería, algo que a mi madre le encanta y para que Lizzie y Marisol compraran recuerdos.
Les sorprendió mi apetito voraz por la carne de asado, mas mi cuerpo protestaba por proteínas, para compensar la intensa actividad de los días anteriores y como si anticipara la de esa noche.
Posteriormente, volvimos a casa y Marisol y Amelia se pusieron a ver una maratón de animación japonesa por el resto de la tarde, mientras que yo dormía una siesta y Lizzie revisaba la internet en mi antigua laptop.
A la hora de la once, me enteré de los planes de Marisol.
“Amor, ¿Por qué no acompañas a mamá a la pastelería? Tiene que cargar los hornos y me da cosa que vaya sola y tan tarde.” Preguntó mi esposa, con su sonrisa traviesa. “Además, puede enseñarte a preparar postrecitos ricos para la casa.”
“¡Si, Marco, anda! Para que mi mami no se quede solita y la pesquen los fantasmas ¡Por favor!” insistió Violetita, quien junto con Lizzie era la única que desconocía las intenciones de la mayor de sus hermanas.
Verónica decidió tomarse la semana libre, para poder compartir con todas sus hijas. Sin embargo, sigue siendo la maestra pastelera y ya la gente empezaba a extrañar el estilo de sus postres, por lo que debía hacer acto de presencia, como mínimo.
Acepté y alrededor de las 9, apareció un radiotaxi que nos llevara a la pastelería.
Avanzamos unas 2 cuadras, cuando Verónica empieza a besarme desbocadamente. Mis manos, por instinto, magreaban sus blandos y opulentos pechos, mientras que al igual que a su hija, lamía con deseo su cuello.
El chofer, un peladito de bigote y ojos claros, nos seguía bastante pendiente la acción. En particular, porque mi suegra le tiraba miradas indiscretas al fisgón.
Me devoraba la boca de una manera increíble a besos, chupando y mordiendo mis labios con una sed insaciable y liberando sin reparo alguno mi erección de la fuerte prisión de los pantalones y calzoncillos.
Fue entonces que su cabeza se perdió, para atender de una manera salvaje la verga ansiosa de su yerno, mientras que yo levantaba su falda e iba moviendo su calzón de encaje, incrustando dedos por su trasero.
Llegando a la dirección, el chofer tuvo que concedernos algunos minutos para adecentarnos, mientras que a ratos, se notaba la paja discreta que se hacía.
En lugar de pagar la tarifa (que por cierto, salió bastante cara), mi suegra se ofreció a pagar, pasando 2 billetes chicos y sus calzones húmedos, dejando estupefacto al chofer y que aceptó de muy buena gana la paga.
Con impaciencia, mientras que mis manos recorrían todo su deleitable cuerpo y particularmente, su desprotegida intimidad, entramos por la puerta trasera de la pastelería, encendimos las luces y nos empezamos a besar.
Se sentó sobre el mueble donde preparaban la masa, con las piernas abiertas, impaciente porque pudiera penetrarla.
“¡Ay, que rico!... ¡Que rico!...” comentaba una y otra vez, a medida que nuestras ropas empezaban a caer y la iba punteando con mi glande para tentarla.
Repentinamente, sus manos se posaron en mi trasero.
“¡Lo tienes bien durito!” dijo, aunque el juego de palabra se podía referir a la condición de mi pene.
“¡He salido a correr casi todos los días libres!” confesé, sin parar de besar sus labios.
“¡mhm! Por eso, eres mi yerno favorito. ¡Tienes tu buena herramienta y un potito bien rico!” expresó, pellizcándome la nalga.
“¡Tú me gustas, porque tus pechos son enormes y tienes una cola increíble!” le dije, reciprocando sus cariños.
Y empecé a meterla y a sacarla dentro de mi suegra. Sin embargo, a mitad de camino, una sensación extraña me frenó en seco.
“¿Qué haces?” le pregunté, al sentir un ardor en mi trasero. “¿Otra vez me vas a hacer eso?”
Era uno de sus dedos, que se había incrustado por mi ano. Verónica sonreía de oreja a oreja.
“¡Vamos! ¿No te gusta?”
“¡Siento como si me hicieras un examen para la próstata!”
A mi suegra no le gustó mi comentario.
“¡Pero si todos se ponen loquitos cuando lo hago!”
“¡Está bien! Si quieres, puedes intentarlo…”
“¿De verdad?” preguntó, con el entusiasmo parecido al de sus hijas.
Y empezó con uno de sus dedos, luego con 2 y hurgaba cada vez más fuerte y más adentro. Yo me aguantaba, pero no sentía ningún efecto o placer, aparte del ardor de mi trasero. Pero en vista que siempre tengo sexo anal con ella y con sus hijas, no podía negarle la oportunidad.
Finalmente, decepcionada por el nulo interés que me causaba esa situación, dejó mi cola en paz.
“¡Fuiste muy paciente, para tener un examen de próstata!” me dijo, besándome suavemente.
“¿Y qué es lo que les pasa?” pregunté, intrigado, mientras retomaba el ritmo.
“¡Se mueven más fuerte y se les vuelve a parar!” respondió, un tanto triste.
“¡Oye, pero si a mí, no se me baja!” exclamé, divertido.
“¡Es verdad! ¿Viste? Otro punto a tu favor para tu verga…”
Y en vista que quería algo más violento, se lo metía más fuerte. Sus pechos, con forma de lágrima, se sacudían como gelatina con cada arremetida y ella se afirmaba con sus piernas y sus brazos sobre mis hombros, para aguantar cada embiste.
“¡Ay, si!... ¡Ay, si!... ¡Llegas tan adentro!... mhm…”
Repentinamente, se abre la puerta por donde entramos.
“¿Se quedó la luz encendida?” escuché la voz de un hombre preguntar.
Y mientras nosotros nos meneábamos en nuestro acto infame, aparece un enorme sujeto en el cuarto.
“¡Miguel! ¿Qué haces acá?”
“¡A encender el horno! ¿Qué haces tú aquí?”
“¡Te dije que hoy me tocaba a mí! ¿Con quién viniste?”
“¡Hola, patrona!” respondió, con voz avergonzada una mujer de unos 25 años.
“¡María!” Exclamó Verónica, muy enfadada.
Al parecer, no fuimos los únicos en pensar sobre la tienda abandonada como motel.
“¡Eres muy zorra, Verónica!” Bramó Miguel, con un tono de desprecio.
“¿Y tú, con la María chupándote como loca?” Refutó Verónica, todavía enfadada.
Miguel debe tener unos 25 años. Es más robusto que yo, con enormes brazos, por ser el encargado de amasar y cargar las bolsas con harina, junto con un tremendo garrote entre las piernas, de unos 23 cm.
Por otra parte, María es la cajera. No es tan bonita como Verónica, pero tiene cierto encanto con ojos negros, una nariz pequeña, pero más puntiaguda y unos labios gruesos.
Además, aparte de un trasero medianamente decente y un par de pechos más pequeños que los que tiene Marisol, solamente tiene la juventud a su favor.
“¡Eres muy puta!” le decía Miguel, mientras que María y yo seguíamos trabajando de manera más discreta.
A medida que volvíamos a retomar la atmosfera previa a nuestra interrupción, Miguel, para no ser menos, sentó a María en la misma posición que nosotros.
“¡Ahh!... tan… grande…” decía María, mientras que Miguel me miraba bastante burlón.
No obstante, poco le importaba a Verónica.
“¡hmh!... ¡Sigue así!... ¡Que rico!... ¡Que rico!... ¡Dale más fuerte!... ¡Más fuerte!...”
Y Miguel, a pesar de estar más dotado, era más bruto y trataba de alcanzar el ritmo placentero que nosotros llevábamos.
“¡Espera!... ¡Ay!... ¡No tan brusco!... ¡Me duele!...” se quejaba María, ante la imprudencia de Miguel.
En contraste con Verónica.
“¡Sí!... ¡Así!... ¡Me encanta!... ¡Me encanta!... ¡Ahh!... ¡Dámela!... ¡Dámela!... ¡Ahh!... ¡Ahhh!... ¡Ahhhhh!”
Tardé menos que Miguel en venirme, por todo el calentamiento previo. Sin embargo, él lo interpretó como si fuera incompetente.
“¡Oh, sí!... ¡Oh, sí!... ¡Ahh!... ¡Ahhh!... ¡Ahhhh!” exclamó María, mientras nosotros seguíamos en un estado de éxtasis.
“¿Ya se cansó, compadre?” preguntó Miguel, al vernos tan calmados.
“¡No, es que todavía no me puedo despegar!” le respondí.
“¿Cómo así?” preguntó confundido.
“¡Es que la verga de mi yerno se hincha, pedazo de animal!” me defendió Verónica, bastante enfadada. “¡No como la tuya, que te corres una vez y se muere!”
En efecto, no pasaron ni 3 minutos y se pudieron despegar, mientras que yo seguía sin moverme.
“¿Es el pololo de la Amelita, patrona?” preguntó María, todavía acostada en el mesón.
“¡No! ¡Es el marido de mi otra hija! ¡De la Mari! ¡La que se fue a vivir al extranjero!” le respondió en un tono más alegre.
“¡Chuta, que es peligrosa usted, patrona!” exclamó sorprendida la cajera. “¡No tiene respeto ni por las hijas!”
Verónica se rió.
“¡No, si ella me lo presta por un rato!, ¿Cierto?”
Pero yo miraba a Miguel, que tenía cara de pocos amigos.
“¿Qué? ¿Quieres cambiar?” le pregunté, cuando finalmente pude despegarme.
Pero sus ojos se fueron directamente a mi entrepierna.
“¿Esa penca tan chiquitita?” preguntó a Verónica, aunque la suya, relajada, no era más grande que la mía.
“¡Es que él la sabe usar mejor, jetón!” Rezongó mi suegra. “¡Dura más, aguanta más y tira más que tú, calentón de mierda!”
“¿Cómo que calentón de mierda?” preguntó Miguel y sin más decir, me movió de un manotazo y se la empezó a meter.
En vista que iban a estar así un rato, fui con María, ya que sería una “noche de ronda”.
Y por primera vez en mi vida, tuve un “encontrón casual” con una desconocida.
“¿Así que usted se llama María?” pregunté, introduciendo la puntita entre sus piernas.
“¡Sii!... ¿Y usted?” dijo, recibiéndola con gusto.
“¡Yo me llamo Marco!” respondí, empezando a menearme más fuerte.
“¡Ahh!... ¿Así que… usted es el… yerno… de la patrona?”
Le agradaba mi estilo.
“¡Sí!... me casé el año pasado…”
“¡Qué bacán!... yo me casé… hace 3…”
¡La revelación me llenó de espanto!
“¿Y ya está cagando a su marido?” pregunté, sin parar de moverme.
Ella se río.
“¿Y usted… no?”
“En mi caso… es distinto… a ella le gusta… que me meta con otras… mujeres.”
La situación era bastante morbosa: a menos de 3 metros, Verónica estaba cogiendo con el panadero y la estaba partiendo con ímpetu, mientras que yo lo hacía con una mujer casada hasta con anillo y que acababa de conocer.
“¿Y… qué… excusa le dio… a su esposo?” pregunté, mientras la embestía más fuerte, lo que a ella le encantaba por mi ritmo.
“Que venía… a trabajar… con la patrona…” respondió, con una sonrisa maliciosa.
Me excitaba pensar que María era una puta, que no sólo se metía con el panadero y su marido, pero que además se metía conmigo, que ni siquiera la conocía.
Y me dejaba apretarle los pechos, rozar su cintura y lo más importante, penetrarla con su completa autorización.
“¿Y por el culo?... ¿Es virgen por el culo?” le pregunté, ya besándola definitivamente. Es un reflejo condicionado para mí.
María ni siquiera hizo asco por mi intrusión y disfrutó bastante de mi jugueteo de lengua.
“¡No!... ¡La perdí aquí… con el bruto del Miguel!...”
Alcanzamos un orgasmo de proporciones épicas. Se estremecía con cada disparo en su interior.
“¡Ahhh!... ¡Tanta lechita!…” exclamaba ella, con la misma mirada que me pone Lizzie por las mañanas: una mezcla de satisfacción y gula.
“¡Puta que las cagué!” protestó Verónica, al vernos.
Miguel se había sentado y es que mi suegra sabe sacar trote.
“¡Ya!... ¡Sáquela si quiere!” me pidió María.
“¡Es que no puedo!” Respondí y ella también sintió cómo mis esfuerzos eran en vano.
“¡Qué bacán!... con razón, la patrona se lo roba a la hija.”
“Y eso no es todo: también lo hace por horas.” Agregó Verónica.
Cuando la saqué, las 2 seguían maravilladas que la tuviera templada y les expliqué que aparte de hacer el amor todas las noches con Marisol, al menos una vez al mes, me meto con mi esposa y la niñera.
Y veía en María unas ganas locas por probarla.
“¿Quieres que te hagamos un anticucho? ¡Total, son fiestas patrias!” pregunté a Verónica.
Mi suegra, con lo lujuriosa que es, no tuvo objeciones y se arrodilló sin pensarlo para darle una mamada al caído Miguel.
Para hacerle más feliz, me coloqué al alcance de su mano y boca, para que tuviese 2 vergas deseosas por ella.
Sin embargo, María no desaprovechaba la oportunidad y mientras que mi suegra atendía al caído, ella degustaba la mía unos instantes.
Mi suegra se encargaba de limpiar al detalle con su lengua el enorme pene que tenía frente suyo y hacía las mismas atenciones con el mío y lo hacía a conciencia, mirándonos lascivamente a los ojos. Fue tal su prolijidad y la manera de atender al panadero, que en menos de 3 minutos ya estaba dispuesto.
Una vez listo, le ordenó al panadero que se lo metiera por la retaguardia, teniéndome a mí por delante.
Sus maravillosos pechos se arrastraban suavemente sobre mi tórax y ella me los enterraba con su fuerte abrazo.
Tal vez, disfrutar del apretado ano de mi suegra sea una experiencia maravillosa. Pero su manera de besar, sus pechos y su rosada y lujuriosa rajita, me hacían sentir como el gran victorioso de esa noche.
Podía sentir las torpes y violentas pulsaciones de Miguel a través de sus tejidos, pero estoy convencido que la razón de sus jadeos se debía a que yo le estaba haciendo el amor.
Desgraciadamente, mi compañero de armas volvió a sucumbir antes que yo y lo que hasta un momento parecía a Verónica una experiencia lujuriosa y excitante, rápidamente se convirtió en un lastre pesado y molesto.
Una vez que acabamos, me sentía cansado, por sustentar parte del peso del mastodóntico Miguel y en vista que María también quería experimentar lo mismo, las 2 mujeres, con mucha prisa, se dispusieron a revitalizarnos juntas.
Sin embargo, le dieron más énfasis a la mía, lamiéndola un par de veces a dúo, que seguía manteniéndose más limpia y alzada. Fue entonces que Verónica acordó las posiciones.
María deseaba que fuera adelante una vez más, pero yo no había probado su culito. Miguel, en cambio, si lo había hecho.
Y al igual que antes, las embestidas de Miguel eran toscas y más violentas que las mías. No obstante, por la manera de tensar sus piernas y por apretar su ojete, parecía que María disfrutaba más que yo le hiciera la cola, sin olvidar que tampoco besaba al panadero.
En vista que eran casi las 5 de la mañana y que estábamos todos muy cansados, decidimos terminar la orgía y vestirnos.
Hasta el último minuto, María contemplaba sorprendida como la mía seguía parada y carnosa, aunque eso era solamente estético, porque si lo hacía una vez más, no eyacularía hasta un par de horas y con un ardor intenso e intolerable.
Miguel y yo acordamos cargar las bandejas en el horno, mientras que María y mi suegra iban al baño a lavarse.
Admirablemente, el astuto pastelero había preparado los postres de antemano, para así encontrarse con la cajera y follar por unas horas.
Pero en vista que necesitábamos que alguien vigilara el horno y que era demasiado tarde para que las mujeres anduvieran solas por la calle, Verónica le ordenó que se quedara cuidándolo hasta las 7 de la mañana, mientras que nosotros tomábamos un taxi de vuelta.
Durante el viaje, los agarrones y corridas de mano fueron constantes. Pero al llegar a la puerta de la casa de María, sin reparo por vecinos o mirones, me dio un suave beso en los labios y me deseó que volviera otra vez.
Aun así, cuando retomamos el viaje, recordé que mi suegra viajaba sin pantaletas y mis dedos, insidiosos, se entrometían en sus piernas, empoderando la vitalidad de mis genitales.
Luego de pagar con un billete y su tibio sostén, entramos a casa, directamente a nuestros dormitorios y no hubo fuerza suficiente a la mañana siguiente, para que nos despertara temprano.
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2 comentarios - Siete por siete (120): Noche de ronda