Relato ficticio, que nunca aconteció.
Noviembre de 1998. Estudiaba en la facultad (1° año), y todas las mañanas hacía el trayecto en tren desde Merlo hasta Liniers, y ahí tomaba un colectivo hasta allá. La cosa no cambió mucho, se sigue viajando para el culo, amontonados y con el miedo al robo simple o rapiña. Retornaba a mi casa a eso de las 8 de la noche, y rogaba todos los días que el tráfico no me impida ver Gasoleros. Era tan adicto que no me la perdía nunca, y si llegaba a salir, dejaba un VHS grabando. Cuando ponía un pie en mi casa, estaban todos (mis padres y dos hermanas) aguardando para cenar en una mesa redonda, porque era sencillita, pero cabíamos los 5 sin ningún problema.
El fin de semana era para estudiar lo visto en la semana (no viene mal) o para tener una pequeña salida, nada más. Quedarte en tu casa en aquella época era una locura, era peor si tenías un televisor prendido (normalmente se exhibían series extranjeras y películas). Respirábamos aire fresco, y a pesar de que nos afectaban las crisis del país, se le ponía una buena cara y no nos dejábamos vencer por el “patilludismo”.
Un sábado de ese mes fui a caminar por el barrio, casi siempre eran trayectos largos, por lo que del barrio pasaba a ir a la estación de Merlo, San Antonio de Padua, y hasta ahí nomás. La vuelta era a pie, y a veces esforzaba más mi cuerpo de lo que debía, pero el ejercicio es un factor importante en la vida. Una señora me vio en la estación de Padua y ofreció algo que no me imaginaba, y que creía que no se realizaba más en estos “tiempos modernos”. Dijo que quería retratarme, pero no porque fuese lindo (no lo era ni lo he sido), sino porque tenía supuestamente una medida física normal que el arte aceptaba. Soy tímido, pero como no especificó en qué términos, accedí.
El encuentro quedó estipulado para el sábado siguiente a las 15. Rajarse en aquel entonces era más fácil (en mi barrio aún había faltantes de línea telefónica, y nosotros no teníamos tampoco). Dije que me juntaba con mis amigos en Morón y lo creyeron.
Fui caminando, y en un rato breve llegué. La señora se llamaba María José, y tenía una belleza muy simple, algo llamativa, pero no sé si era para desvariar. Caminé a dos o tres pasos atrás de ella por un pasillo largo hasta su atelier, donde se podían ver apiladas muchas de sus creaciones, preciosas y frescas, dignas de ver. Le manifesté mis comentarios y sonrió halagada. Su forma de sonreír me alegraba, era muy contagiosa. Nos sentamos en una mesa y explayó sus proposiciones de trabajo: tendría que sacarme apenas la remera y posar en pantalón de jogging. No le tomaría más de tres o cuatro horas (incluyendo 30 minutos de descanso que quedarían a mi consideración), y por supuesto, la paga: por esto, garpaba $50 (un dineral en esa época). Todo resuelto, me facilitó un biombo para cambiarme la ropa. Permanecí sentado por algo de 2 horas y media, y se me permitió el receso. Bebí agua y comí unas galletitas de agua. Durante esta sesión podía hablar, y fui oyendo cómo comenzó su afición por el arte, qué es lo que le interesaba, si alguna vez expuso, etcétera, pero me ruboricé al mencionar lo natural que le parecía el cuerpo humano (no es necesario que tenga que explicar). Sostenía su idea afirmando la existencia de un tabú en la sociedad, que impedía que tantas obras aún produzcan confusiones al verse. Tenía toda la razón, y no es que le seguía el rumbo porque me lo dijera ella: a mí me gusta el arte, pero obviaba los cuerpos humanos por miedo a comerme una puteada de mis hermanas, en el caso de que me hallasen viendo algo así. De hecho comentó que antes, había retratado a una señorita, pero no tenía antecedentes “wow” en esto del “nude art”. Me callé la boca y me mostró lo que obtuvo hasta ahora. Se asemejaba bastante, pero faltaba pintar los colores y tonalidades. La felicité y saludé para irme (dando la mano, como nos enseñaron en el colegio que se debía saludar a quienes uno no tiene una confianza plena). Antes de salir, me pidió si no podía volver al día siguiente. Asentí y corrí unos cuantos metros, pero con nervios en la cabeza. “No me voy a poner en pelotas”, repetía en mi mente una y otra vez. “Quizá quiere corregir algo o cambiará de pose, qué se yo”, decía para olvidarme de lo anterior.
Llegó el domingo y la tradicional pasta invadía mi hogar, con su olor peculiar y el sabor que nunca salía del “está muy rico, vieja!”, que todas las semanas gritábamos. Me volví a rajar diciéndoles a mis viejos que iba con mis amigos a ver una película, y de ahí a la casa de uno de ellos para tomar una birra, comer una picada, y el clásico más grande: ver el fútbol. Qué crédulos que eran…
Toqué la puerta y allí estaba ella, con una especie de delantal tipo maestra de colegio del Estado, y un vaso de agua en la mano. Tomé asiento y le pregunté qué iba a pasar hoy. Dijo, con una voz más suave de lo que la recuerdo: “Hoy haremos un trabajo que requiere mucha más disposición que la de ayer: tendrás que posar, pero desnudo”. Fiel a mi fe, son de esos momentos en los que uno piensa: “Dios, no te hice nada, ¿tan malo fui? ¿Por qué? ¿Por qué pasó esto? No me voy a mostrar ante ella, nunca lo hice ante nadie, no seas cruel, por favor”. Le dije que no, que me daba mucha vergüenza, y que mi miedo era ser juzgado. Ella dijo que no iba a juzgar a nadie porque no era quién para hacerlo, y que si no me mostraba, respetaría mi decisión, pero que, al ser yo un hombre, no encontraría nada más raro que un pene y dos testículos, así que no tendría por qué alarmar. Me sentó en sus rodillas y acarició mi rostro, casi como en un pedido de calma. Sus manos me transmitían seguridad, y después de 30 minutos (incluyendo un ataque de llanto mío), dije que sí. Fui hasta el biombo, y dejé caer todas las prendas que llevaba. Me envolví en una bata y salí, con los ojos temblorosos y una expresión de pánico que disimulé casi por completo. La quité y la dejé a un costado. Me senté en un banquito, en un silencio similar que el que había un domingo a las 8 de la mañana en mi casa. Nunca me miró con intenciones, así que eso pudo borrarme las tensiones. Luego, me puse de pie y de espaldas. Quedé así por una hora, pensando en otras cuestiones que no vienen al caso mencionar, casi todas del mundo político argentino (el caso Oyarbide, la muerte de Cattáneo, Fassi Lavalle en cana, la re-reelección del Carlo´, la Alianza, el 99). Cuando terminó, me volví a cubrir con la bata y me mostró su trabajo terminado, faltándoles (como en el caso anterior) los colores y las tonalidades, que luego se pondría a terminar con más tiempo. Me invitó a cenar, acepté y dijo que con unos sándwiches y ensalada alcanzaría. Pero eso ocurriría a la noche, recién eran las 7 y el sol pegaba fuerte. “¿Viste que no era nada grave, che?”, comentaba. “Tengo dos hijos que son mellizos, y son un poquito más grandes que vos. Los tuve a tu edad. Los bañé, los cambié cuando se cagaban, los vestí, así que sé como son los varones. En fin, los crié. Cuando quieren, son más quejosos que nosotras, lo que pasa es que no lo reconocen tan rápido”.
Iba a ir al baño, pero antes de entrar, me tomó de la espalda y me arrinconó contra la pared del pasillo. Dijo que me eligió porque le gusté, y que esperaba que acepte pasar la noche con ella. Otra vez se enrojecieron los hoyuelos, y creo que eso le bastó para arrastrarme a su “suite”: una cama de dos plazas con sábanas suaves. Lanzó la bata a la mierda y me dejó boca abajo ahí. Creo que lo que vino luego no pudo haberse pasado por la cabeza. Trajo un pincel limpio, grueso, y lo pasó por las zonas inevitablemente erógenas: el cuello, la espalda, las nalgas, el perineo, las piernas y los pies. Disfrutaba verme estrujado, no dando más, porque mi placer no me dejaba respirar: precisaba de gemir, de rugir, de clamar goce. No aguantaba. Su simple método erotizante me condenó a la calentura. Exploté (literalmente) con las manos apretadas, no me podía masturbar, el esperma cayó en el suelo y ella se encargó se supervisar mi reacción, pero jamás quiso deglutírselo. Pasaron 15 minutos y me colocó hacia arriba, ahora totalmente dentro de la cama, y se desvistió entera. Se sentó en mi ingle y la besé hasta que la boca me quedó reseca. Quien tenía el control era ella, e hice todo lo que pidió, que no era mucho, pero le alcanzó (al menos). Me quedé hasta las 11 y me fui urgente hasta mi casa, antes de que mis viejos sospecharan.
Noviembre de 1998. Estudiaba en la facultad (1° año), y todas las mañanas hacía el trayecto en tren desde Merlo hasta Liniers, y ahí tomaba un colectivo hasta allá. La cosa no cambió mucho, se sigue viajando para el culo, amontonados y con el miedo al robo simple o rapiña. Retornaba a mi casa a eso de las 8 de la noche, y rogaba todos los días que el tráfico no me impida ver Gasoleros. Era tan adicto que no me la perdía nunca, y si llegaba a salir, dejaba un VHS grabando. Cuando ponía un pie en mi casa, estaban todos (mis padres y dos hermanas) aguardando para cenar en una mesa redonda, porque era sencillita, pero cabíamos los 5 sin ningún problema.
El fin de semana era para estudiar lo visto en la semana (no viene mal) o para tener una pequeña salida, nada más. Quedarte en tu casa en aquella época era una locura, era peor si tenías un televisor prendido (normalmente se exhibían series extranjeras y películas). Respirábamos aire fresco, y a pesar de que nos afectaban las crisis del país, se le ponía una buena cara y no nos dejábamos vencer por el “patilludismo”.
Un sábado de ese mes fui a caminar por el barrio, casi siempre eran trayectos largos, por lo que del barrio pasaba a ir a la estación de Merlo, San Antonio de Padua, y hasta ahí nomás. La vuelta era a pie, y a veces esforzaba más mi cuerpo de lo que debía, pero el ejercicio es un factor importante en la vida. Una señora me vio en la estación de Padua y ofreció algo que no me imaginaba, y que creía que no se realizaba más en estos “tiempos modernos”. Dijo que quería retratarme, pero no porque fuese lindo (no lo era ni lo he sido), sino porque tenía supuestamente una medida física normal que el arte aceptaba. Soy tímido, pero como no especificó en qué términos, accedí.
El encuentro quedó estipulado para el sábado siguiente a las 15. Rajarse en aquel entonces era más fácil (en mi barrio aún había faltantes de línea telefónica, y nosotros no teníamos tampoco). Dije que me juntaba con mis amigos en Morón y lo creyeron.
Fui caminando, y en un rato breve llegué. La señora se llamaba María José, y tenía una belleza muy simple, algo llamativa, pero no sé si era para desvariar. Caminé a dos o tres pasos atrás de ella por un pasillo largo hasta su atelier, donde se podían ver apiladas muchas de sus creaciones, preciosas y frescas, dignas de ver. Le manifesté mis comentarios y sonrió halagada. Su forma de sonreír me alegraba, era muy contagiosa. Nos sentamos en una mesa y explayó sus proposiciones de trabajo: tendría que sacarme apenas la remera y posar en pantalón de jogging. No le tomaría más de tres o cuatro horas (incluyendo 30 minutos de descanso que quedarían a mi consideración), y por supuesto, la paga: por esto, garpaba $50 (un dineral en esa época). Todo resuelto, me facilitó un biombo para cambiarme la ropa. Permanecí sentado por algo de 2 horas y media, y se me permitió el receso. Bebí agua y comí unas galletitas de agua. Durante esta sesión podía hablar, y fui oyendo cómo comenzó su afición por el arte, qué es lo que le interesaba, si alguna vez expuso, etcétera, pero me ruboricé al mencionar lo natural que le parecía el cuerpo humano (no es necesario que tenga que explicar). Sostenía su idea afirmando la existencia de un tabú en la sociedad, que impedía que tantas obras aún produzcan confusiones al verse. Tenía toda la razón, y no es que le seguía el rumbo porque me lo dijera ella: a mí me gusta el arte, pero obviaba los cuerpos humanos por miedo a comerme una puteada de mis hermanas, en el caso de que me hallasen viendo algo así. De hecho comentó que antes, había retratado a una señorita, pero no tenía antecedentes “wow” en esto del “nude art”. Me callé la boca y me mostró lo que obtuvo hasta ahora. Se asemejaba bastante, pero faltaba pintar los colores y tonalidades. La felicité y saludé para irme (dando la mano, como nos enseñaron en el colegio que se debía saludar a quienes uno no tiene una confianza plena). Antes de salir, me pidió si no podía volver al día siguiente. Asentí y corrí unos cuantos metros, pero con nervios en la cabeza. “No me voy a poner en pelotas”, repetía en mi mente una y otra vez. “Quizá quiere corregir algo o cambiará de pose, qué se yo”, decía para olvidarme de lo anterior.
Llegó el domingo y la tradicional pasta invadía mi hogar, con su olor peculiar y el sabor que nunca salía del “está muy rico, vieja!”, que todas las semanas gritábamos. Me volví a rajar diciéndoles a mis viejos que iba con mis amigos a ver una película, y de ahí a la casa de uno de ellos para tomar una birra, comer una picada, y el clásico más grande: ver el fútbol. Qué crédulos que eran…
Toqué la puerta y allí estaba ella, con una especie de delantal tipo maestra de colegio del Estado, y un vaso de agua en la mano. Tomé asiento y le pregunté qué iba a pasar hoy. Dijo, con una voz más suave de lo que la recuerdo: “Hoy haremos un trabajo que requiere mucha más disposición que la de ayer: tendrás que posar, pero desnudo”. Fiel a mi fe, son de esos momentos en los que uno piensa: “Dios, no te hice nada, ¿tan malo fui? ¿Por qué? ¿Por qué pasó esto? No me voy a mostrar ante ella, nunca lo hice ante nadie, no seas cruel, por favor”. Le dije que no, que me daba mucha vergüenza, y que mi miedo era ser juzgado. Ella dijo que no iba a juzgar a nadie porque no era quién para hacerlo, y que si no me mostraba, respetaría mi decisión, pero que, al ser yo un hombre, no encontraría nada más raro que un pene y dos testículos, así que no tendría por qué alarmar. Me sentó en sus rodillas y acarició mi rostro, casi como en un pedido de calma. Sus manos me transmitían seguridad, y después de 30 minutos (incluyendo un ataque de llanto mío), dije que sí. Fui hasta el biombo, y dejé caer todas las prendas que llevaba. Me envolví en una bata y salí, con los ojos temblorosos y una expresión de pánico que disimulé casi por completo. La quité y la dejé a un costado. Me senté en un banquito, en un silencio similar que el que había un domingo a las 8 de la mañana en mi casa. Nunca me miró con intenciones, así que eso pudo borrarme las tensiones. Luego, me puse de pie y de espaldas. Quedé así por una hora, pensando en otras cuestiones que no vienen al caso mencionar, casi todas del mundo político argentino (el caso Oyarbide, la muerte de Cattáneo, Fassi Lavalle en cana, la re-reelección del Carlo´, la Alianza, el 99). Cuando terminó, me volví a cubrir con la bata y me mostró su trabajo terminado, faltándoles (como en el caso anterior) los colores y las tonalidades, que luego se pondría a terminar con más tiempo. Me invitó a cenar, acepté y dijo que con unos sándwiches y ensalada alcanzaría. Pero eso ocurriría a la noche, recién eran las 7 y el sol pegaba fuerte. “¿Viste que no era nada grave, che?”, comentaba. “Tengo dos hijos que son mellizos, y son un poquito más grandes que vos. Los tuve a tu edad. Los bañé, los cambié cuando se cagaban, los vestí, así que sé como son los varones. En fin, los crié. Cuando quieren, son más quejosos que nosotras, lo que pasa es que no lo reconocen tan rápido”.
Iba a ir al baño, pero antes de entrar, me tomó de la espalda y me arrinconó contra la pared del pasillo. Dijo que me eligió porque le gusté, y que esperaba que acepte pasar la noche con ella. Otra vez se enrojecieron los hoyuelos, y creo que eso le bastó para arrastrarme a su “suite”: una cama de dos plazas con sábanas suaves. Lanzó la bata a la mierda y me dejó boca abajo ahí. Creo que lo que vino luego no pudo haberse pasado por la cabeza. Trajo un pincel limpio, grueso, y lo pasó por las zonas inevitablemente erógenas: el cuello, la espalda, las nalgas, el perineo, las piernas y los pies. Disfrutaba verme estrujado, no dando más, porque mi placer no me dejaba respirar: precisaba de gemir, de rugir, de clamar goce. No aguantaba. Su simple método erotizante me condenó a la calentura. Exploté (literalmente) con las manos apretadas, no me podía masturbar, el esperma cayó en el suelo y ella se encargó se supervisar mi reacción, pero jamás quiso deglutírselo. Pasaron 15 minutos y me colocó hacia arriba, ahora totalmente dentro de la cama, y se desvistió entera. Se sentó en mi ingle y la besé hasta que la boca me quedó reseca. Quien tenía el control era ella, e hice todo lo que pidió, que no era mucho, pero le alcanzó (al menos). Me quedé hasta las 11 y me fui urgente hasta mi casa, antes de que mis viejos sospecharan.
5 comentarios - Algunos trazos transparentes
Me gustó la historia, muy bien relatada, muy bien escrita (lo cual es un lujo en este ámbito), inocente, como la edad, como la época.
Me saco de la cabeza la aclaración de ficticia porque es una historia tan real como Gasoleros, como Fassi Lavalle y todo lo demás.
Te debo los puntos porque los gasté en boludeces, pero así es la vida, está llena de trazos transparentes.
Gracias por compartir 👍
La mejor manera de agradecer es comentando a quien te comenta...