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El culo de la novia de mi primo IV (contado por mí)

Seguramente muchos de ustedes hayan leído las primeras partes de esta historia, narrada desde la perspectiva del otro protagonista de la misma: Jorge, el primo de quien alguna vez fuera mi novio. A decir verdad, la autora del primer tramo fui yo misma. Lo que me motivó a hacerlo de esa manera fue cierto pudor, y en parte por el gusto de contar la historia imaginando cómo la habría vivido él. Lo último que digo al respecto es que no me fue fácil escribir como hombre, y que de hecho tuve que leer muchísimos relatos (aunque también lo hice por gusto) para poder largarme a hacerlo.

Como sea, en adelante voy a intentar contar la historia con mis propias palabras (las palabras de una chica) y espero que sepan discúlpame los que no lleguen a quedarse conforme.

En realidad, para narrar los encuentros que mantuvimos con Jorge cuando él estuvo un tiempo en mi departamento, siento que tengo que remontarme un tiempo atrás, a una serie de hechos que, combinados, hicieron que adoptase una actitud sexual distinta ante la vida.

Ocurre que siempre fuí la típica chica de pueblo criada para el 10: una infancia inmaculada en la categoría de “muñeca” rubia y de ojos celestes, sacramentos religiosos en tiempo y forma, excelentes notas en el colegio, la secundaria y en elevados cursos de inglés; siempre correcta y formal. En mi juventud no fui ningún “bicho raro”, de hecho afronté lo que todas las chicas afrontan a esa edad: boliches, algún beso y algún noviecito ocasional, siempre con el perfil de la “nena de papá”, siempre ubicada, siempre evitando provocar para evitar disgustos o malos comentarios.
Cuando llegué a la capital para realizar mis estudios universitarios todavía seguía siendo esa chica. Además traje a cuestas la relación con Germán, mi novio por ese entonces, quien me servía de excusa para rechazar cualquier ofrecimiento o acercamiento de cualquier hombre.
Jamás tuve una actitud de chica provocadora, todo lo contrario. Siempre me vestí con ropas coquetas, pero más bien holgadas y poco sugerentes. Sin embargo un atributo corporal nunca me dejó carente de elogios o de miradas alevosas: mi cola.

Cómo ya habrán leído lo que sugerí en las anteriores entregas, mis nalgas son verdaderamente llamativas, en tanto que se notan turgentes y grandes, en un cuerpo más bien menudo. A propósito, recuerdo que una de mis amigas siempre me bromeaba: “sos una rubia con culo de negra”, y yo me reía sin darle mayor importancia a eso. De hecho, jamás había hecho nada por denotar “mi parte privilegiada”. Siempre use “bombachones”, a lo sumo culottes que causaban una especie de deformidad no dejando lucir del todo pantalones y polleras.

En todo esto hay un dato que resulta al menos curioso: fue Germán, mi novio, el que me instó a que empiece a usar tangas. Mi relación con él empezó en el pueblo, y con el tuve mi iniciación sexual. Pasado un tiempo juntos, a medida que se acrecentó la confianza, Germán comenzó a demostrar un perfil más onanista (pajero) y a evitar todo tipo de encuentro espiritual, para concentrarse en las cosas meramente carnales: que use tal camisón, que le hiciera “mimos”, que comience a usar tangas, y hasta que duerma con ellas para sacarme fotos.

Siendo más joven e inocente aún de lo que soy, accedí a la mayoría de sus pedidos, incluso llegué a acostúmbrame a las tangas, las cuales hoy sigo usando simplemente por ser más anatómicas a la forma de mi cola.

Mi vida en la capital me alejó físicamente de él, y fue el elemento que a la larga nos terminó por separar 3 años más tarde. En ese tiempo, mayoritariamente, todo se dio entre tediosas charlas telefónicas y esporádicos encuentros en los que básicamente me atenía a complacer sus caprichos sexuales.

A pesar de esto, no podía ni quería centrar la atención en otro hombre. Todo estaba destinado a mi estudio, y mis sentimientos hacia la familia que había dejado en el pueblo, en la cual incluía también a Germán.

Sin embargo, como decía, fueron una serie de sucesos los que me hicieron ir adoptando otra actitud, y la llegada de Jorge a mi departamento fue la culminación de todo ello. Es que de a poco fui descubriendo placer en captar la atención de los hombres.

El primero de esos sucesos fue de casualidad, y se dio con un Alberto, un vecino mucho mayor, de unos 55 años de edad.

El vivía en el edificio de enfrente junto a su esposa y, desde mi llegada con el correr de los días, adoptamos entre los tres la relación cordial que tienen los vecinos que se cruzan a diario por la vereda. Cada vez que me los encontraba nos sonreíamos y saludábamos. Yo veía en ellos a un matrimonio correcto, de esos que hacen todo a tiempo y en regla, y ellos de seguro verían en mi a una chica madura, bonita y de “familia”, de esas ideales para que el hijo mayor lleve a la casa.
Lo cierto es el departamento del matrimonio daba justo a la ventana de mi habitación, motivo por el cual en varias oportunidades nos saludamos no en la calle, sino a través de las ventanas de nuestro propio domicilio.

A través de esas ventanas se dieron los primeros descuidos de mi parte. Recuerdo, fue en una tarde de sábado que salí de la ducha como era habitual: toda envuelta en toallas, tanto en el cuerpo como en la cabeza, y con los cachetes colorados por el vapor del baño (poco sexy, por cierto). Al entrar en mi habitación no reparé en que la cortina estaba abierta y que Alberto, según su costumbre, fumaba en la ventana. Cuando alcé la vista noté que él retiraba la mirada y luego me la devolvía. Yo lo saludé como de costumbre, y procedí a cerrar las ventanas para cambiarme. Antes de hacerlo, noté una expresión especial en él, como que estaba sorprendido y avergonzado. Yo no le di mayor importancia y continué con lo mío.

Aunque esa no fue la primera vez que tomé conciencia de mi identidad descuidada. Fue en otra tarde en que descubrí a Alberto mirándome desde su lugar, fumando, como era su costumbre. Era una tarde gris y oscura. Yo me encontraba cansada, motivo por el cual me recosté en la cama en remera y pantaloncito corto para ver televisión. Estaba semidormida de espaldas a la ventana, con el cuerpo de costado de cara al ropero. En ese mueble tengo amurado un gran espejo, y fue a través de él que pude observar -sin ser vista- a Alberto mirando hacia mi habitación. Esto ocurrió cuando hubo una frenada en la esquina que me despabiló un poco. Por suerte, la sorpresa no me tomó del todo como para girar la cabeza.

El hecho en sí no tuvo mayor relevancia. Ni yo estaba vestida de una manera inapropiada, ni Alberto miraba alevosamente hacia mi lado. La habitación estaba oscura, y su actitud era la de un hombre que esta en su ventana-balcón fumando, mirando con aparente igual atención hacia todos lados. De lo que sí estaba segura era que me había visto, y aunque hubiera sido de igual manera que en la calle, no resultaba lo mismo: era mi habitación, donde yo dormía y mantenía mi intimidad. Yo una chica de 21 y el un hombre de 55.

Otro de los hechos que hicieron cambiar mi forma de ser no se dio en mi departamento, sino en el gimnasio. Debo confesar que este es el único lugar en que me manejaba con ropa más ajustada de lo normal, no por instinto provocador sino por cuestión de comodidad. Al gimnasio iba como cualquier otras chica: con remera de ejercicio y con calzas. Pero eso sí: rara vez iba con la cola descubierta, casi siempre me ataba la camperita o llevaba una remera deportiva que me llegara debajo de los muslos. Cuando sí lo hacía, me aseguraba de no llevar tanga, sino un cullote que disimulara mejor mi cola prominente.

Fue uno de estos días excepcionales que comencé a notar la mirada incisiva de Javier, uno de los chicos de mejor cuerpo del gimnasio, de esos que se sienten a gusto en ese tipo de lugares, y generalmente son dados con todo el mundo. Aunque yo, especialmente, no suelo resultar amistosa con la gente del gimnasio, no me parece éste un espacio propicio para hacer sociales, por eso con Javier nunca cruzamos más de unas palabras.

Sin embargo desde aquel entonces nunca dejé de sentirme observada por él. En esa primera oportunidad me encontraba yo en una máquina escaladora, y él estaba detrás de mí, sentado con una mancuerna haciendo ejercicios de bíceps. Cuando no estaba contemplando los músculos de sus brazos, fijaba la vista descaradamente en el vaivén de mis nalgas, y en ocasiones buscaba mi vista en el espejo y me sonreía.

Me sentí completamente intimidada. Yo, una pueblerina correcta y recatada, aún no había entrado los modos desfachatados de relación de la gran ciudad. En tanto, este pibe a mis espaldas, me miraba sin ningún reparo y, lo que es peor, me lo hacía notar, tanto como yo advertía que me ponía completamente colorada y comenzaba a sudar más de lo normal. Nunca alguien me había demostrado deseo explícito por mi culo en un ámbito público, por así decir. A lo sumo había sentido algún grito anónimo por la calle, lo demás habían sido todas experiencias privadísimas con mi propio novio, el cual me tenía acostumbrada a las alabanzas y a su propio entretenimiento con mis partes traseras. Pero este chico en particular había cambiado toda la regla: estaba fijado en mi poto y yo me sentí una guarra por haberme puesto una calza tan ajustada que se me metía entre los cachetes, a pesar de tener puesto el culotte.

Esa noche llegué descolocada al departamento. De hecho cambié mi rutina, por lo que comí antes de darme una ducha. Cuando fui a hacerlo, al entrar en mi cuarto para buscar la ropa con que me cambiaría, advertí que Alberto estaba en la ventana. Fumando, una vez más.

Fui al armario y agarré una tanguita roja y un camisón cortito color blanco. Estuve un buen rato en la ducha, recuerdo haberme bañado con el agua bien caliente y salir acalorada del baño. Una vez en la habitación prendí la tele y me acosté tapándome hasta la cintura con la sábana. Así estuve un buen rato, hasta que de casualidad vi una vez más la brasa del cigarrillo de Alberto ardiendo en la penumbra.

Me sentí avergonzada de manera inmediata, aunque rápidamente me hubiera dado cuenta que resultaba imposible que Alberto me viera, dado que las cortinas estaban tapando la ventana. Si bien la tela de éstas aportaban algo de transparencia (si así no hubiera sido no podría haber visto el cigarro quemarse) resultaba dificultoso poder distinguir con claridad a quien estuviera del otro lado. Además yo me encontraba en la penumbra. Con seguridad, pensé, lo máximo que podría llegar a estar viendo mi vecino sería el destello de la tv dispersándose por toda la habitación. Aunque de seguro, haya pensado en eso o no, Alberto daría por hecho de que yo estaba ahí enfrente de él.

La intimidación que eso me produjo me remontó a dos cosas: el acoso visual de Javier en el gimnasio la tarde pasada, y la oportunidad en que Alberto lo saludé a Alberto a través de la ventana, cuando había salido de mi ducha. De esto último me había olvidado. Pero de alguna manera lo relacioné con lo que estaba viviendo (mi vecino allí, fumando en el balcón, una vez más), y con el suceso del gimnasio en el cual, a pesar de la profunda vergüenza que me produjo, la mirada de Javier me había dejado pensando sobre el poder de atracción de mi cuerpo y en la posibilidad de que algunos hombres me estuvieran viendo con deseo sin que yo me diera cuenta, por ingenua o descreída.

En definitiva: aquella noche los pensamientos me condujeron a las ganas de sentirme acompañada. Pero dada está imposibilidad, en cambio, se me dio por imaginar situaciones en las que yo misma me daba una actitud exhibicionista y despreocupada que -de seguro- en la realidad no tenía. Es que me entró la idea en la cabeza de que Alberto buscaba encontrarme a través de las cortinas, y esa idea se fue haciendo cada vez más cómoda en mí por contar con la seguridad de que resultaba imposible que sucediera.

Entonces fue que decidí ponerme de espaldas a la ventana y dejarme llevar por los pensamientos. ¿Qué tal si él me pudiera ver?, me preguntaba. Estaba tapada hasta la cintura con las sábanas; pero aún así ¿Le resultaría sugerente y seductor ver a una chica joven en su intimidad? Alberto era un hombre correcto, formal y respetuoso, pero eso no querría decir que no tuviese el instinto masculino a flor de piel. También me puse a pensar en el poder de atracción de mi cola, es que hasta el momento -salvo mi novio que era un total desfachatado- nadie se había atrevido a denotarlo tan descarada y alevosamente como Javier. Y debo reconocer, a pesar de lo desubicado, una chica se siente bien cuando se sabe una hembra con poder de atracción.

A través del espejo podía contemplar la brasa del cigarrillo de Alberto prenderse y apagarse una y otra vez. Lo extraño de todo es que, por el tiempo transcurrido, no parecía ser el primer que Alberto fumaba. Evidentemente estaba decidido a pasar un buen tiempo allí. Me puse a pensar en qué tipo de impulso tendría un hombre mayor como él al ver en su intimidad a una chica como yo.
Entonces me animé a hacer algo, a sabiendas que a Alberto le sería imposible ver: bajé las sábanas quedándome sólo cubierta con el camisón. No tenía ningún motivo para considerarla así, pero de algún modo aquella situación para mí era erótica. Además me había puesto una tanga muy pequeña, de esas que solo llevan un pequeño triangulito en la parte trasera, y a lo costados tienen esas tiritas que vuelven la piel muy sensible, de modo que una cuando se acostumbra a usarlas siente sensualidad en el calce de la prenda. Como ya dije, a eso me llevó Germán, mi novio, quien podía pasar horas detrás mientras yo dormía, momento en que aprovecharía para levantarme el camisón y así sacarme fotos y hacer vaya a saber una que cosas.

Al recordar esto, tuve la sensación de quien necesita compañía y añora su pareja. Entonces, instintivamente me abracé cómodamente a la almohada y con la mano que tenía debajo levanté un poco el camisón, de modo que mi cola quedara al descubierto. La brasa del cigarrillo de Alberto estuvo encendida un rato más, según pude contemplar por el espejo. La idea de tener al vecino allí me estimuló, sobre todo por el caso de que él no podría verme. Por eso arqueé más la espalda, haciendo que mi cola gorda corriera para arriba el camisón, quedando el triángulo de la tanga roja al descubierto, y sintiendo cómo se introducía entre mis nalgas. La brasa del cigarro se apagó, pero yo suponía la presencia del vecino allí, o eso quise creer en ese momento en que me sentía sobre-exitada. Así me dormí, con una manito acariciando por delante la tela suave de mi prenda íntima, aprisionada entre mis piernas.

Confieso que la osadía de la noche anterior se revirtió al despertar. Me encontré destapada, con toda la cola al aire y la tanguita bastante metida adentro, por lo que ya me molestaba. Ni bien posé un ojo en el espejo la vergüenza me abordó, es que la claridad del día seguramente permitía la visión de afuera hacia adentro con más facilidad que en la noche. Me pregunté con cierto pavor si Alberto me habría visto, o quizá peor, su esposa.

Era sábado, día tradicional para hacer cosas en la casa y actividades recreativas por el barrio, y en eso anduvieran seguramente mis vecinos. Porque el ventanal que daba al balcón desde donde Alberto fumaba estaba abierto, y las cortinas corridas atadas con un listón. Daba la impresión de que se hubiera hecho una limpieza en ese cuarto que parecía ser la sala de lectura o el escritorio de mi vecino. Luego del pequeño balcón empezaba una mullida alfombra color beige que ocupaba todo el espacio. Sobre la pared había una gran biblioteca y una lámpara de pie, más al fondo un escritorio y, al centro dos cómodos sillones de una plaza forrados en cuero, enfrentados a una mesa ratona. Sin duda, el lugar donde Alberto pasaría horas instruyéndose.

Mis dudas se disiparon cuando apareció una señora por la puerta para pasar una franela sobre la superficie del escritorio. Hicimos contacto visual, pero no vi en ella intención de saludarme.
Aquella mañana lo primero que hice fue desayunar, después decidí cambiarme con ropa deportiva liviana, porque era un día hermoso y cálido. Elegí ponerme una musculosa verde, y unas calzas por debajo de las rodillas muy bonitas, las cuales sólo tienen el problema de ser blancas, asunto que podría solucionar fácilmente llevando una camperita fina atada a la cintura. Después de eso salí a hacer las compras. Debía caminar un par de cuadras por las angostas calles de mi barrio, pobladas de árboles y negocios, para llegar a la panadería que estaba sobre la avenida. En el camino pasé por la puerta de la verdulería. Allí, sentado en un cajón, había un hombre que no era el dueño, el cual me miró de abajo a arriba con alevosía y me sostuvo la mirada sonriente.

-Adiós.- me dijo en tono sugerente y picante.
-Buen día- le respondí formalmente, como para no permitir que su piropeo se haga fuerte con mi silencio.

Apuré mi paso. No faltaba mucho para el mediodía y había invitado a comer a mi abuelo (por parte paterna) que vivía en un barrio alejado de la capital. Llegué a la avenida e hice mis primeras compras en una casa de pastas y después me metí en la panadería que estaba unos locales más allá, sobre la misma vereda. Me desilusioné cuando encontré a varias personas esperando a ser atendidas. Entre ellos, para mi sorpresa, encontré a mis vecino Alberto junto a su esposa.
Al principio ellos no me vieron, en cambio yo pude contemplar por un instante que la relación entre ambos, al menos ese día, no era la mejor. Según mi parecer Alberto se mostraba como un pobre hombre bajo el yugo de su mujer. Habrá sido por la actitud sumisa de él, y por la postura regañoza de ella que, a través de sus gestos, pude intuir esto. De hecho, mis pensamientos se confirmaron en parte cuando llegó su turno, y pude oír clarito que la mujer le decía de muy mala forma: “Dale. Pedí. Te toca”. Segundos después ambas hicimos contacto visual. Entonces a ella se le dibujó una sonrisa y me dijo “hola querida”, muy festivamente. Al advertir esto, Alberto se volvió,y podría asegurar que noté sorpresa y vergüenza en su rostro al verme. Sin embargo también percibí su mirada fugaz y discimulada sobre mis piernas y mis caderas, que iban bien ajustadas en las calzas, y tal vez resaltarán más por el color blanco. Cuando nos miramos y lo salude, Alberto volvió a parecerme un pobre señor bueno. En ese mismo instante su mujer lo volvía a instar a que siguiera con su pedido: “Dale que hay gente”. Finalmente, con su compra hecha, ambos se despidieron de mi y volvieron a la calle.

De regreso a mi hogar, caí en la cuenta que debía pasar por la verdulería, y la mejor que me quedaba era la que estaba siendo atendida por aquel hombre de más temprano, que me había mirado con cierta insinuación. “No son tiempos de cobardías”, me dije graciosamente, y continué mi camino. Al entrar en las calles internas, la sombra de los árboles me dio frío, por lo que afronté el problema de tener que sacarme la camperita de la cintura y dejar toda mi cola expuesta. Lo pensé dos veces, me repetí la misma frase, y continué camino sonriendo pícaramente.

Cuando me vio venir, el verdulero me miraba sonriente, envalentonado y con su vista clavada en mi ingle. Pero al verme enfilar hacia el interior del local su rostro cambió, e ingresó callado, tal vez algo intimidado. Le pedí lechuga y le consulté por tomates para hacer salsa. “Ahí”, me dijo, y señaló los cajones. Yo me di la vuelta, junté las piernas y quedé erguida con la cola abultada y prominente apuntando al verdulero. Sentía sus ojos posados en mi, al punto que el silencio que se produjo me hicieron arrepentirme en parte de haber entrado allí. Sin embargo, ya estaba en el medio de la compra, y no podía volver atrás. Por eso me incliné un poco para tantear los tomates.

Supe que mi cola estaba respingada y en inmejorable visión para el comerciante. Justo en ese entonces recordé que - como había salido cubierta- no había tenido problemas en ponerme una pequeña tanga blanca, la cual de seguro había notado el hombre, porque el primer sonido que emitió fue un involuntario resoplido. Me invadió el calor por todo el cuerpo, mezcla de profunda vergüenza y naciente excitación. Nuca había cometido semejante acto de descaro frente a un hombre desconocido. Y ahora estaba allí, sola con el verdulero enseñándole mis nalgas indiscimulables cubiertas por unas calzas blancas y una simple tanga. Evidentemente comenzaba a ser una que jamás había sido.

Para salir del apuro, tomé tres tomates y le pedí la cuenta. El verdulero pareció reaccionar y me dijo “Bueno”, e hizo una pausa. “Lleve manzanas que están bien buenas”, a lo que yo le negué agradeciendo. Me fui de ahí envalentonada, y sin comprender si sus últimas palabras habían sido una ironía o no.

En casa casi no tuve tiempo para pensar en lo que había hecho. Salvo en el ascensor, en cuyo espejo pude contemplar que la calza me marcaba mucho mi papito, por lo que supuse el motivo por el cual el verdulero miraba tanto mi ingle en mi llegada. Por lo demás, el resto del tiempo hasta la llegada de mi abuelo lo emplee en preparar el almuerzo.

Una vez que estuvo en casa, el abuelo me dio un fuerte abrazo. El es de esos tanos demostrativos y frontales, por lo que al verme así vestida, no tardó en exagerar un “nena, si salís así a la calle se te van a tirar encima hasta los perros”. Yo me reí de su ocurrencia, y lo tomé como una especie de cumplido más que de reto. Así que le dije que se quedara tranquilo y le di un fuerte beso en la mejilla.

Mi abuelo se fue y quedé cansada y con la panza llena como para dormir la siesta. Cuando terminé de lavar los platos me dirigí al baño por el pasillo para asearme un poco y cambiarme para dormir. Pero entonces, al pasar por mi cuarto, lo vi a Alberto fumando una vez más en su ventana. Inmediatamente me acordé de mi encuentro con él y su esposa de la mañana, en cómo ella lo había tratado, en su aspecto de pollo mojado y su disimulada mirada sobre mis piernas. Así de decidida como estaba ese día, opté por hacer una prueba más.

Ingresé al cuarto haciendo como que no lo veía. No estaba del todo decidida de cómo proceder, y lo primero que se me ocurrió fue ponerme a tender la cama enfrente de él. Así estuve en las tareas de estirar las sábanas del lado de la pared del pasillo, sin jamás animarme a levantar la vista. De haberlo hecho, de seguro hubiera significado encontrarme con su mirada. Hasta que decidí completar mi acción, y me dirigí al otro costado dándole la espalda de la misma forma en que se la había dado al verdulero en la mañana.

Estando ya agachada sobre el lecho, pensé que resultaría imposible que mi vecino no me estuviera contemplando el culo. La luz entraba franca por la ventana, y mis atributos grandes poco podrían escapar a la atención de cualquier espectador: las calzas me marcaban de sobremanera las nalgas abultadas, y a la luz del sol el triángulo de la tanga se adivinaba diminuto y perdido en mí.

Ya en la posición buscada, me animé a mirar con cuidado en el espejo. Esto era algo que podría hacer sin riesgo, dado que por la posición de Alberto poco se podía adivinar que yo regentaba las acciones a mis espaldas.

Alcancé a verlo en el momento justo en que él arrojaba el cigarrillo a la calle y, con la misma mano, tomo de manera instintiva sus genitales. No fue un gesto degenerado ni mucho menos, fue más bien el movimiento involuntario que hace alguien para tocarse por un instante alguna parte del cuerpo que se anunció sensible. Hecho esto, Alberto posó sus dos manos en la baranda del balcón. Evidentemente (yo lo había buscado) había conseguido lo que esperaba, y ahora que era un hecho comenzaba a avergonzarme tanto como subía mi temperatura. Mi propio vecino, un hombre bueno y mayor, estaba deleitándose con el culo grande y fresco de una jovencita, osea yo.

Debo confesar que aquella secuencia, que duró segundos, me excitó en sobremanera, motivo por lo cual procedí a separar un tanto las piernas para sacar más mi papito hacia afuera. Lo sentía húmedo y endurecido. Lo vi a Alberto morderse los labios, y negar despac ito con la cabeza. Yo no pude aguantar esa situación y me incorporé para perderme por el pasillo. Sin animarme a volver al cuarto, opté por abrigarme un poco y salir a la calle para visitar a alguna de mis amigas.
Pasé la tarde junto a dos compañeras de la facultad. Estuvimos recorriendo locales de ropa y culminamos el encuentro con un café con medialunas que tomamos en un bar del shopping. Si bien el paseo fue divertido, en ningún momento pude sacarme de la cabeza mi actitud de aquella jornada. De alguna manera, ahora que estaba distendida y “respirando aire” junto a mis amigas, me sentía como ajena a todo ello. Cierta mortificación y arrepentimiento comenzaba a operar en mí.

Sin embargo eso se revirtió en mi regreso al departamento. Siendo sábado por la noche, y sin nada que hacer, el instinto hembra y la pulsión de la picardía me rumbearon a lo que vino. En verdad no intenté mucho. Miraba TV en el sillón del comedor, y de vez en cuando me acercaba a la pieza para espiar, tratando de dar con Alberto y su cigarrillo. Así estuve un buen rato, hasta que finalmente, después de unos 40 minutos de espera, lo encontré como la mayoría de las noches.
Aprovechando la oportunidad, guiada por un impulso ciego, entré a la pieza a buscar ropa en el armario. Esto lo hice para darle una señal a mi compañero. Acto seguido me retiré al baño para sacarme el jean y la camisa y la bombacha, y colocarme una tanguita roja de finas tiras que esa tarde había comprado, y encima de ella un pantalón blanco elastizado (se estaba convirtiendo en mi color de la seducción) muy ajustado a mi cola. Me contemplé de atrás en el espejo y me consideré una guarra. El pantalón parecía estallar y no disimulaba para nada el color de mi tanga.
Una vez ingresada a la pieza ya no pude volver atrás, ni mucho menos hacer algún movimiento que delatase mi intencionalidad. Todo tenía que ser como si yo no me diera cuenta de las cosas. Para mi sorpresa, contemplé que la cortina estaba unos 20 centímetros abierta, por lo que esos sería el espacio por el cual lo dejaría contemplar a Alberto.

Entonces, fiel a mi ritual, me acosté en la cama en musculosa y pantaloncito, prendí la TV, y esta vez dejé la luz del velador encendida. Luego me tapé con la sábana, me puse de costado y espié por el espejo para encontrar a mi vecino aún en el balcón, sin fumar, haciendo como que miraba para otro lado.

Me quedé en esa posición por unos instantes, simulando mirar la tele, para no levantar sospecha. Al ver que no mostraba movimientos, Alberto miraba en dirección a mi con más despreocupación. Estaba tapada por las sábanas, pero de seguro encontrar a una chica como yo en esa situación algún morbo le despertaba.

Estaba inmovilizada por una profunda vergüenza, pero estaba decidida a hacer algo para complacer a mi fiel espectador. Así fue que deje pasar unos minutos más para comenzar a aflojar el cuerpo como si estuviera dormida. Una vez que creí haber convencido a mi público, deslicé una mano por sobre la cintura y retiré el pantalón un tanto hacia abajo. Al tacto, sentí que una parte de mi tanga quedó al descubierto, mayoritariamente una tira del costado y parte del triángulo que se me metía en los cachetes. Unos dos minutos después, simulé hacer un movimiento de entresueños para descorrer la sabana y dejar al descubierto mi producción.

Al buscarlo en el espejo vi a un Alberto con un codo apoyado en la baranda y tapándose la boca con una mano. Con las otra lo vi hurgar su bolsillo y extraer un nuevo cigarrillo. Cuando lo prendió no llegó a dar tres pitadas que lo arrojó encendido a la calle. Lo vi moverse en el lugar inquieto, una vez más se sostuvo los genitales un momento. Eso comenzó a calentarme. Estaba excitando al vecino con sólo mostrar un hilo de mi bombacha. Me sentía sexy, y muy deseada.

Pero me sorprendí mucho cuando vi a Alberto perderse adentro de la habitación. No supe como reaccionar, no sabía que hacer sino volvía. De seguro no podía volver a taparme o cerrar la cortina, eso me hubiera delatado. Así que decidí seguir adelante. Saqué más la cola para afuera, lo que hizo que el pantalón cediera un tanto y el triángulo de la tanga roja quedase casi al descubierto por completo. En esas circunstancias era satisfactorio sentir cómo se perdía entre mis cachetes.

Por un momento pensé que mi iniciativa estaba perdida, que mi vecino se había ahuyentado. Sin embargo, rápidamente comprobé que resultaba todo lo contrario. Alberto estaba en uno de los sillones. Lo primero que pude ver fueron sus pantorrillas. Estaba con las piernas abiertas. Casi perdido en la oscuridad, aunque el resplandor de las luces de la calle dejaban ver con nitidez su cuerpo.

Creí desmayar al comprobar que una de sus manos estaba introducida en su pantalón. Advertir esto me invadió de pavor y, al mismo tiempo, hizo que me comenzase a empapar con flujos. Así lo sentía yo en la bombacha nueva. Estaba asistiendo a un hecho completamente nuevo y prohibido para mí. Con casi nada estaba haciendo masturbarse a mi vecino, cuya cara a la distancia aparecía como perdida entre las sombras y el éxtasis. No pude más de deseo, y me llevé una mano a las piernas para acomodarla entre ellas. Ahí comprobé que los flujos habían traspasado al pantalón. Sin embargo algo comenzó a perturbarme: Alberto miró una vez, y luego otra para atrás. Continuó un instante y luego se paró de súbito del sillón, saliéndose de mi vista.

Me sentí atrapada en mi propio juego. No podría moverme de esa posición y, para peor, había tomado una calentura que hacía tiempo no tenía y de la cual no me podía despojar. En ese estado comencé a quedarme dormida aquella noche, con los dedos húmedos aún entre mis piernas. Por un momento me había sentido intimidada por la posibilidad de que Alberto haya sido sorprendido por la esposa, pero a medida que me fue ganando el sueño, comencé a restarle importancia por el hecho de que, como estaban las cosas, yo no habría participado del asunto. Al fin de cuentas era una simple chica que dormía en su cama, como todas las noches.

Aquel domingo posterior a nuestro encuentro, que fue lluvieoso, Alberto no apareció por la ventana. Tampoco yo pude ni quise asomarme mucho por la habitación.

Recuerdo que aquel día tuve un error: estando en el cuarto de la PC manteniendo una conversación por Skype con Germán, mi novio, tuve la mala idea de comentarle que el día anterior me había comprado una tanga de seda roja nueva y una pollerita a cuadrillé muy bonita. Como si yo no hubiera sabido con quien hablaba, Germán no tardó en pedirme que vaya a ponérmelas para mostrarle. Cuando aparecí en cámara así vestida, él puso cara de éxtasis, como si hubiera sido la primera vez que me veía. La verdad que las prendas me quedaban bastante bien. Tenía puesto un corpiño blanco que, a la vez que juntaba mis pechos haciéndolos más prominentes, resaltaba la blancura de mi piel. Me gustaba verme semidesnuda del torso para arriba. Es que si me preguntaran a mí por mí misma, me quedaría con mis abdominales. Luego llevaba la pollera, claro. Era una prenda tableada con unos bordados de flores muy monos, cuyo corte dejaba ver bien la musculatura de mis piernas, se pegaba contra mi falda y se acampanaba sensualmente en mi cola. Creo que no era una pollera para salir así como así a la calle, dado que era muy corta y llamativa.

Debajo tenía la tanga del día anterior. Me la tuve que poner por exigencia de mi novio, luego del error propio de haberle comentado de su existencia, sin reparar en lo que ocurriría que había dejado toda la zona que cubre la vagina completamente enchastrada en flujo. Cuando me la volví a colocar, sentí una humedad fría que me repugno un poco, pero a la vez me rememoró la noche anterior, lo sucia que había sido, y lo sucia que estaba siendo en ese entonces, usando con mi novio la tanga que había llenado de miel a causa de otro hombre.

Germán no se demoró en comenzar con sus rituales caprichosos de autosatisfacción. “ A ver, ponete de pie”, “A ver date vuelta”, “ A ver agachate”, de esta manera se sucedían los pedidos-ordenes, los cuales yo cumplía servicial sin ningún entusiasmo. No fue mucho trabajo. Simplemente pararme, y mostrarle el largo mínimo de la pollera; darme la vuelta, inclinarme y mostrarle la vulva cubierta por la tela toda mojada.

“Estas toda mojada, cerdita”, me dijo Germán cuando alcanzó a ver una pátina brillosa en la tela que cubría mi vagina. Yo me reí para mis adentros, y el recuerdo de porqué la tanga estaba así me hizo secretar un poco de flujo. Sin embargo no estaba de ánimos como para continuar mucho con el asunto. Por eso subí del todo mi falda (mi cola hizo presión por salir debajo de ella) de modo que Germán pudiera contemplar cómo quedaba de pequeña la tanga roja en mi culo blanco y gordo. Finalmente con ambas manos abrí los cachetes y los solté, de modo que al volver a su posición chocarán entre sí. En ese momento germán me dijo “como te cogería todo ese culo, lástima no me dejás”, y chorreo una leche amarillenta sobre la palma de la mano. Después de eso la conversación entre nosotros no se prolongó mucho más, él ya había conseguido satisfacerce y yo me encontraba algo aburrida con esa forma de comunicación.

El resto de la semana no hubo mayores novedades vinculadas con mi nuevo perfil marcado por el atrevimiento. Debo decir, esta actitud jamás la trasladé ni a la facultad ni al trabajo. Si bien el oficio de la secretaria se presta para el juego de la seducción, en el ámbito laboral siempre me mostré hiper correcta y formal. Se podría decir que mi contracara atrevida se forjó en el barrio y allí se mantuvo.

Los nuevos episodios volvieron a darse el viernes por la tarde, en el momento que me fui al gimnasio. Por empezar, me volvía a cruzar a Alberto y a su esposa. Ellos venían como desde la avenida y yo me dirigía hacia allá. Si bien Alberto no pudo contemplar mi vestimenta (tenía calsas negras, y una camperita tapandome la cola) intuí cierta mirada cargada de angustia por su parte. Como siempre, nos saludamos de manera formal y continuamos camino.

En el gimnasio, las cosas con javier llegaron demasiado lejos para mi gusto: estaba en las de hacer un ejercicio de espalda, el cual consiste en sentarse sobre un cojín, para bajar una barra una y otra vez a la altura de los hombros. Esta actividad requiere tener un tanto las piernas abiertas, afirmarse en el suelo, arquear la espalda y levantar los brasos, lo que produce que se respingue bien la cola y que las ropas se levanten dejando ver los músculos de la parte inferior de la espalda.

Intentaba hacer este ejercicio, pero al estar sentada sobre la campera que tapaba mi cola, me resbalaba para adelant e. Por eso me la desaté y la coloqué a un costado. Al minuto de haber vez hecho esto, por casualidad o no, Javier se dispuso atrás mío, como siempre, y simuló ejercitar sus bíceps. En esta oportunidad su mirada fue mucho más incomodante y alevosa que las otras veces. De seguro estaría notarno los contornos de mi tanga, cuya visibilidad se viera favorecida seguramente por mi posición corporal y por el caso de que llevaba ropa íntima color blanco por debajo de una calsa negra de una tela no muy gruesa.

Las mironeadas de Javier fueron tan evidentes que llegó a buscarme en el espejo y a morderse el labio inferior. Yo retiré la mirada ni bien lo ví comportarse de esa manera. Sin emabargo aquella vez no se detuvo, y se animó a pararse detrás mio para intentar una conversación.

-Poné la espalda más derecha para que después no te duela.- fue su consejo. Yo no repsondí, simplemente atiné a hacerle caso.
“Qué linda tenés la cola”, escuché como un murmullo.
-Qué?- le respondí.
- No, nada.- me dijo con sarcasmo.
- Bueno, gracias y chau.- le dije de mala manera.

De regreso a casa comoprendí que lo que más me había molestado de todo aquello era que, la manera de mirarme y de tratarme de Javier se me hacía muy similar a la forma en que lo hacía mi novio. Es decir: me intuía que Javier era otro de esos chicos que sólo piensan en su propia satisfacción, y pueden llegar a cualquier extremo de descortesía y de descaro apra conseguirlo. Y a mí, ese tipo de trato, no era el que más me agradaba. En resumidas cuentas, prefería seguir así, con mis fantasias particulares y secretas, en las cuales el deleite ( o el sufrimiento) de mi pobre vecino Alberto era una de mis imaginaciones preferidas.

Aquella noche de viernes me mantenía en la duda de si salir con mis amigas o quedarme en casa para descansar de la brava semana que había pasado. Hasta disipar las dudas, me porpuse ver TV en mi cuarto. En el barrio todo parecía estar normal. Por la callecita de empedrado de abajo pasaban pocos autos, el cielo estaba estrellado, y las cortinas de mi vecino estaban cerradas, de modo que no se delataba ninguna presencia allí. Un rato más tarde sentí estacionar un auto. Se trataba de un taxy que pasó a buscar a la mujer de Alberto, quien salió muy elegante de su edificio, por lo que pude adivinar que la señora saldría a alguna clase de evento. En ese instante sonó el teléfono. Era una de mis amigas que me informó que ella no saldría. En ese contexto decidí hacer lo mismo, y le pedía que avisara que tampoco yo saldría. Cuando regresé a la habitación, como lo esperaba, Alberto estaba fumando en el balcón.

Entendí a ese a ese momento como una oportunidad para llevar a algún lado todo lo que yo misma había generado con el vecino. Tenía un plan, aunque no sabía muy bien a dónde me conduciría. Por empezar, me intriduje en la habitación como para hacerle saber a Alberto que allí me encontraba, y de paso aproveché para buscar una ropita más cómoda en el armario. Antes de salir de la habitación comprové que la cortina estaba un buen tramo abierta, así que la visión para mi espectador estaría más que facilitada. En ningún momento me atreví a mirar para afuera. Hiciera lo que hiciera, tenía que ser en el más completo discimulo.

Me introduje al baño para cambiarme. Me saqué toda la ropa para quedarme sólo en bombacha. Aunque me de vergüenza narrarlo, asumo que cuando me la quité se desprendió mi vagina un gotón de flujo espeso y transparente que se fue haciendo más grande a medida que me bajaba la prenda. Simplemente expreso esto para graficar el niver de ansiedad y exitación que la situación me generaba.

En su lugar me coloqué una tanguita especial que aún no había estrenado. Se trataba de una pequeña porción de tela blanca casi transparente con bordados de encaje que estaban unidos por un pequeño hilo también blanco. Me lo había regalado Germán en una oportunidad y aún no habñia tenido ocasión ni voluntad de usarla. Cuando contemple en el espejo del baño cómo quedaba, me dio la impresión de que mi culo, alevoso y blanco, parecía querer explotar debajo de esa pequeña tanga. Sentir la suavidad de la tela me hizo mojarme aún más, por lo que supuse que eso ayudaría a que se transparente mi vaginita depilada.

Por supuesto que no iba a salir así a la habitación. Encima me puse solo un camisón de seda blanco, que tiene bordados de encaje también trasnparentes a la altura del pecho. Así vestida, caminé a la habitación como si nada. Había caido por completo la noche, y mi apuro y mi ansiedad habían hecho que ni siquiera haya cenado. No me animé a levantar la vista. Pero adiviné los pies de Alberto aún en el balcón.

Me acosté en la cama lo más rápido que pude. Saberme así vestida me dio al principio un terrible pudor. Cuando estuve tapada con las sábanas me sentí un poco más segura. Prendí la televisión y simulé estar distraída en eso. Mi primera constatación en el espejo me mostró que Alberto se había retirado, pero yo confiaba que en algún momento lo iba a ver aparecer.

No me equivoqué. Dos minutos después regresó a la habitación, y lo adiviné sentado en el sillón a oscuras, aunque claramente visible por las luces de la calle. Lo primero que observé de él, fue que se había cambiardo. Ya no vestía jean y camisa, sino que estaba descalzo, sentado en el sillón con los piés un tanto abiertos, y con una bata de baño cerrada sobre el cuerpo.

Fue una emoción tremenda verlo así. Tuve la certeza de que se había puesto cómodo para verme a mí, sabiendo que su esposa no estaba para importunarlo. Sentí mojado entre las piernas. Por debajo de las sábanas rocé con un dedo la tela de la tanga produciéndome un escalofrío eléctrico. Así fue como me animé a hacer una demostración aún mayor.

De una manera sutil, utilicé mi otra mano para pasarla por sobre la sábana a la altura de los senos. Hice este movimiento una o dos veces, hasta que me atreví a bajar las sábanas. Dejando al descubierto mis pechos sostenidos por el encaje del camisón. Así de exitada como estaba, los pezones se me habían erguido de sobremanera. Una de las cosas que no mencioné, es que además de mi cola, mis pezones parados son algo bien llamativo, a pesar de que mis pechos sean normales aunque paraditos.

Como sea, a pesar de no verlo, sentía la mirada de Alberto clavada en lo rozado de mis tetas, seguramente notorio a través de la transparencia de mi encaje.

Sin ningún tapujo me pellizqué un pezón. Un nuevo escalofrío me recorrió por la médula espinal hasta el clítoris. Entonces decidí que era momento de hacer un cambio, y ver en el espejo si mis acciones habían cosechado una actitud por parte de Alberto.

Aún tapada, me puse boca abajo con las piernas juntas y estiradas, abultando mi cola, con la cabeza girada hacia la pared del espejo. Me quedé así, quietecita, y comencé a ver el espectáculo que Alberto me daría sin saberlo.

El espejo me lo mostró aún sentado, con las piernas más abiertas que antes, y tomándose con fuerza por encima de la bata un miembro que se adivinaba ancho, y largo. Al ver la firmesa que delataba ese falo supe que no iba a aguantar mucho más así. Me exitó (como nunca antes lo había estado) saber que yo misma había puesto así a ese hombre mayor, y sentir que era presa de una profunda devoción y deseo desesperado por mi.

Entoncés decidí adelantarme unos pasos. Con mucho cuidado, levanté mi camisón por encima de mi cola. Así, cuando de a poquito fui corriendo la sábana para atrás, Alberto pudo contemplar mi culo en plenitud, todo abultado y redondo, apuntando hacia el techo respingado, y con la diminuta tanga perdida entre los cachetes bien clavada en mi cintura.

Inmediatamente noté la reacción de Alberto, quien se deprendió la bata y llevó sin mayor reparo la mano arriba de su verga. Se mantuvo siempre con un calsoncillo bóxer de seda, pero aún así pude ver como llevaba su troncha rigida y potente contra una de sus piernas para masturbarla sobandola por encima.

Se hizo dueña de mí el descontrol corporal. Comencé a tener un orgasmo cuando pude ver que debajo del calsoncillo de mi vecino asomaba la cabeza ancha y morada de su verga, toda brillosa, seguramente producto del pre semen que la lubricaba. Me mantuve lo más quieta que pude durante el transcurso del orgasmo, pero creo que fue imposible discimular los dos o tres espasmos finales, lo que me llevaron a arquear la cola y a batir sus cachetes. Estos movimientos produjeron que Alberto comenzara a deslecharse, con chorros de semen que salieron a presión por debajo de su calsoncillo, los cuales dieron a lo largo de su pierna, y más allá en la alfombra. Esto me trajo una súbita y procaz exitación, la cual me motivó a dar el golpe de gracia a todo aquel acto.

Me puse un tanto de costado enseñandole todo mi culo al vecino, y adelanté un poco la pierna de arriba. Esto permitió que Alberto también contemplase mi vulva chorreante a través de la tela trasparentada de la tanga. Así como estaba, tomé del pequeño elástico de la prenda y tiré hacia arriba, haciendo que la tela se incruste de modo tal, que uno de mis labios rozas saliera por fuera y comenzara a gotear flujos sobre mi pierna y las sábanas. Sentía la concha dura y babeante. Ahí mismo comencé a tener un segundo orgasmo, y me fui desvaneciendo agotada con la visión de Alberto masturbánse furiosamente por segunda vez.

Rato después, cuando pude recuperarme de los estertores del orgasmo, pude contemplar a mi vecino agachado sobre la alfombra con abundante papel higiénico en la mano. Estaba limpiando el semen que había desparramado sobre la alfombra. Tuve que esperar que se retire de la habitación para poder taparme con la sábana y dormir tranquila hasta el otro día.
***


Sentí la nencesidad de narrar esta parte de la historia para dar cuenta de la chica en que me había convertido cuando Jorge, el novio de mi primo, llegó a la ciudad y pasó un tiempo conviviendo en mi departamento. La modocita pueblerina, la “rubia diez”, habían sido tapadas por una versión mucho más interesante de mi misma, aunque aún hoy deba seguir ocultando esa faceta.
En una próxima oportunidad, narraré los hecho con él tal cual se dieron. Estos, si bien no fueron exactamente como los narré cuando me hice pasar por él, son también atractivos y muy sesuales, según considero.

Espero les haya gustado, aunque esta historia no haya sido tan “sexual” como las demás. Aprecio los comentarios y los puntos que han dejado. Muchos Besos.
Luciana.

19 comentarios - El culo de la novia de mi primo IV (contado por mí)

Titanesdelsexo
Mira vos! eh leído todos, pero resulta que todo fue al revés. Felicitaciones y espero un fotito de esa colita!
exiliado39
hermosso nena hermoso y mas relatado desde el otro lado y saber que sos vos mas caliente +2
leon1510
Genia!!! Muy bueno!! Quiero una vecina asi!
pablo31ro
Impresionante segui.escribiendo
geasrofwar
Gracias por compartir, unas fotos caerían de maravilla van puntos
BeboteP
Impresionante!!! Muy caliente. Cuando te animes, subí alguna foto tuya,nos vas a hacer explotar. Esperamos mas relatos!!!
Elmacho25x9cm
excelente como redatacte en primera persona la historia y espero unas fotitos de esa cola y otro capitulo con mas accion
josemma
excelente... quiero como todos fotitos de esa cola!!! van puntos +10
poyon
Fotooooosss...!! Q grande Alberto la paja q t dedico..! Y a ver si continuas con mas historias inocentita je je
Van puntos.!
165carlos
Wao que relato! Me dejaste con la verga paradaaaa!
0sCaRsEvN
Cuando escribirás mas? ♥
creacionespato
Llevaba mucho tiempo esperando la continuación de los relatos, sin duda valió la pena. Excelente relato y muy caliente. Ojalá te animes a subir alguna foto, te dejo +10
jhon_hatcher
La verdad otra enteega genial me gistaria saber mas y si la proxima va ser igual contada por vod o por jorge y si va haber mas accion
gonram5
Muy buena la serie de relatos, muy calientes! Cuando sale el siguiebte?
vergacorti +1
Me mato ver que este relato es la contracara del de @JBares Mortal!! Tuve que parar de leerlo para dejar este mensaje. Ahora lo sigo leyendo 🙂
jhon_hatcher
Estaria bueno que hagas dos series del mismo relato una hablada por vos y otra hablada por jorge asi se fucionan bien y se dan dos partes interezantes del mismo relato y hay dos campanas difirentes
r-evolution2
Imponente...me paso algo similar con una prima