“Por atrás, me gusta más”. Con ese infantil versito, Adriana confiesa su clara preferencia por el sexo anal, que más de una vez acompañó con el simple, el sublime “cogeme en cuatro patas”. Recuerdo fascinado la vista de su tatuaje lumbar subiendo y bajando, de su cabeza girando para mirarme sonriente mientras lubricaba con saliva las enardecidas caricias a su clítoris.
También le escuché palabras libidinosas como: “Tenemos que hacer un taller de mamadas con María, que vos decís que es tan buena. ¡Es que yo tengo mi orgullo! ¿Te interesa?”. O la vez que le dije por una solitaria carretera que, la próxima vez que cogiésemos, me gustaría que me metiese un dedo en el culo. Eso motivó su comentario “¡Ah, estás putito!” y mi rápida réplica en voz baja, muy baja y con mi mirada quemando la suya: “¿Y no te gusto putito?”. Hubo que parar el auto y, al menos, disponer nuestras lenguas al combate y nuestras manos a tantear.
Adriana y yo cogemos de vez en cuando desde hace muchos años. A veces sí y a veces no. No todo es el devenir de las hormonas descontroladas. También hay lugar para el profundo afecto y hasta para el romanticismo. Hubo una vez que estuvimos acostados sin ropa, los cuerpos de lado entregados a un muy íntimo abrazo, mientras nos mirábamos de muy cerca, sonriéndonos y emocionándonos hasta las lágrimas. Claro, al mismo tiempo, le estaba dando verga por su agujero. Supongo que nadie ve una contradicción en esa simultaneidad. ¿O sí?
El cuento que va acá tiene que ver con un evento al que debimos acudir por razones que no voy a contar. Cuando nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, porque había larguísimos discursos de poca sustancia y demasiados sonidos, nos atacó un virus irreverente que nos llevó a divertirnos haciéndonos gestos que pronto comenzaron a ser más aventurados, las miradas a colgarse con mayor fijeza en la del otro, las palabras a deslizarse en los oídos del otro, creando una proximidad de alientos que nos pone en clima y que ambos sabemos tiene un único final.
Iban tres horas de palabrerío y ya habíamos avanzado en el camino de la sangre hirviendo, un proceso potenciado tanto por rememorar algunas de las muchas experiencias compartidas y también por la sensación de estar siendo niños traviesos. ¿Quién desafió a quién con hacer una locura que convirtiese aquel tiempo perdido en un recuerdo permanente, en una diablura a sumar? No sé si fue ella o fui yo, el caso es que uno de sus susurros me planteó un desafío:
– Cuando nos vayamos, andá al baño, pajeate en la mano y yo te la lengüeteo en el auto.
Finalizado el último de aquellos discursos aburridos, efectivamente fui al baño. Como estaba bastante concurrido, fui silencioso al cumplir mi tarea y, especialmente, al depositar una buena cantidad de mi líquido blancuzco en el hueco de mi otra mano. Salí hacia el estacionamiento, me detuve a despedirme (¡brevemente!) de un par de personas, abrí puertas con el codo y el antebrazo, esquivé obstáculos y llegué hasta mi auto, en el que Adriana ya me esperaba.
Me miró con cara festiva, le devolví una mirada igualmente juguetona y asentí, levantando mi mano, ante su expresión de alegría. Sin embargo, había muchísima gente alrededor y no era viable ejecutar ahí mismo la segunda parte del plan, así que decidimos buscar un lugar más tranquilo. No fue fácil maniobrar mi auto entre los demás vehículos con una sola mano en aquel tupido estacionamiento. Con esfuerzo, lo conseguí y por suerte sin perder nada de mi carga ni manchar nada. A pocas cuadras, había un lugar con suficientes sombras y bastante solitario.
– Vení – dijo Adriana tomándome de la muñeca –, que tenés la mano hecha una inmundicia.
Me lamió los dedos con delicada energía, con exquisito cuidado, con insondable pasión, destellantes sus bellos ojos alimentados una vez más por la llama del deseo. Le di un profundo beso para recuperar algo de lo que había dejado salir, arranqué el coche y nos fuimos.
También le escuché palabras libidinosas como: “Tenemos que hacer un taller de mamadas con María, que vos decís que es tan buena. ¡Es que yo tengo mi orgullo! ¿Te interesa?”. O la vez que le dije por una solitaria carretera que, la próxima vez que cogiésemos, me gustaría que me metiese un dedo en el culo. Eso motivó su comentario “¡Ah, estás putito!” y mi rápida réplica en voz baja, muy baja y con mi mirada quemando la suya: “¿Y no te gusto putito?”. Hubo que parar el auto y, al menos, disponer nuestras lenguas al combate y nuestras manos a tantear.
Adriana y yo cogemos de vez en cuando desde hace muchos años. A veces sí y a veces no. No todo es el devenir de las hormonas descontroladas. También hay lugar para el profundo afecto y hasta para el romanticismo. Hubo una vez que estuvimos acostados sin ropa, los cuerpos de lado entregados a un muy íntimo abrazo, mientras nos mirábamos de muy cerca, sonriéndonos y emocionándonos hasta las lágrimas. Claro, al mismo tiempo, le estaba dando verga por su agujero. Supongo que nadie ve una contradicción en esa simultaneidad. ¿O sí?
El cuento que va acá tiene que ver con un evento al que debimos acudir por razones que no voy a contar. Cuando nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, porque había larguísimos discursos de poca sustancia y demasiados sonidos, nos atacó un virus irreverente que nos llevó a divertirnos haciéndonos gestos que pronto comenzaron a ser más aventurados, las miradas a colgarse con mayor fijeza en la del otro, las palabras a deslizarse en los oídos del otro, creando una proximidad de alientos que nos pone en clima y que ambos sabemos tiene un único final.
Iban tres horas de palabrerío y ya habíamos avanzado en el camino de la sangre hirviendo, un proceso potenciado tanto por rememorar algunas de las muchas experiencias compartidas y también por la sensación de estar siendo niños traviesos. ¿Quién desafió a quién con hacer una locura que convirtiese aquel tiempo perdido en un recuerdo permanente, en una diablura a sumar? No sé si fue ella o fui yo, el caso es que uno de sus susurros me planteó un desafío:
– Cuando nos vayamos, andá al baño, pajeate en la mano y yo te la lengüeteo en el auto.
Finalizado el último de aquellos discursos aburridos, efectivamente fui al baño. Como estaba bastante concurrido, fui silencioso al cumplir mi tarea y, especialmente, al depositar una buena cantidad de mi líquido blancuzco en el hueco de mi otra mano. Salí hacia el estacionamiento, me detuve a despedirme (¡brevemente!) de un par de personas, abrí puertas con el codo y el antebrazo, esquivé obstáculos y llegué hasta mi auto, en el que Adriana ya me esperaba.
Me miró con cara festiva, le devolví una mirada igualmente juguetona y asentí, levantando mi mano, ante su expresión de alegría. Sin embargo, había muchísima gente alrededor y no era viable ejecutar ahí mismo la segunda parte del plan, así que decidimos buscar un lugar más tranquilo. No fue fácil maniobrar mi auto entre los demás vehículos con una sola mano en aquel tupido estacionamiento. Con esfuerzo, lo conseguí y por suerte sin perder nada de mi carga ni manchar nada. A pocas cuadras, había un lugar con suficientes sombras y bastante solitario.
– Vení – dijo Adriana tomándome de la muñeca –, que tenés la mano hecha una inmundicia.
Me lamió los dedos con delicada energía, con exquisito cuidado, con insondable pasión, destellantes sus bellos ojos alimentados una vez más por la llama del deseo. Le di un profundo beso para recuperar algo de lo que había dejado salir, arranqué el coche y nos fuimos.
8 comentarios - Décadas de sexo (23): Discursos aburridos
A pesar del título, no resultó un discurso aburrido 😉
"– Vení – dijo Adriana tomándome de la muñeca –, que tenés la mano hecha una inmundicia..."