Hola comunidad de P! les traigo la segunda parte de este relato, espero lo disfruten.
El domingo mi sobrino pasó el día estudiando, algo normal en él. Y Angélica aprovechó para ir al centro comercial. Fue demasiado arreglada para mi gusto. Me imaginaba a todos los hombre viendo aquel sujetador balconette que asomaba intrépido a través del escotado jersey. Me imaginaba a los tenderos, a los reponedores intentando llevarle las bolsas hasta el coche, peleándose por ello.
Cuando llegó sorprendí a Rico, que había abandonado su habitación, sentado en una silla en la cocina estaba contemplando como mi dulce Angélica estaba llenando de viandas nuestra enorme nevera de doble puerta. Su falda de tubo blanca, elástica y ceñida se apretaba a sus posaderas como una membrana tentadora. La cara de Rico era un poema. Yo mismo tenía que haberme ofrecido a ayudarla y lo hubiera hecho en otras circunstancias. Pero ver al crío embobado con aquellas vistas hizo que yo tampoco quisiera perdérmelas, como si redescubriese gracias al zagal lo que tenía en casa.
Después de comer, Rico se volvió a estudiar y Angélica y yo pasamos al salón a tomar un café.
–Te sirvo el café y así me podrá ver las tetas –y sonrió malévola– que ya he visto lo que hacíais en la cocina mientras llenaba la nevera.
–No sé de qué me hablas.
Me pareció que se demoraba algo más de lo necesario antes de verter el café, inclinada hacia mí, para que viera aquel melonar rebosante, a punto de desbordar el balconette, bajo el amplio escote del jersey de angora.
–Pues debería, porque me he esforzado mucho en poner el culito en pompa para ti. ¿No te has dado cuenta que tenía el cajón de las verduras abierto mucho más tiempo del habitual? Ha sido mi regalo a mi maridito.
–A tu maridito y a tu sobrinito, que ese mucho hacer ver que estudia pero hoy la clase de repaso se la ha dado contigo.
–Venga , ¿no estará celoso? Pero si es un chiquillo –y se preparó para ella un café con leche. Se llevó la taza de café a los labios mientras cruzaba las piernas para que yo pudiera volver a admirar su envidiable figura.
–Oye, que ayer te pasaste. Con la barriguilla y con lo que no era la barriguilla.
–¿Qué iba a hacer, cariño? ¡Estaba su madre delante! ¡Si me quejaba hubiera sido un escándalo!
–¿La tenía muy grande?
–¡Cómo eres! ¡Si ni la toqué! ¡Yo que sé!
Percibí un punto de rubor en sus mejillas. Volvió a reír divertida. Parecía todavía más adorable, cuando oímos la voz de Rico más allá del pasillo:
–¡Tía, puedes venir?
Angélica se encogió de hombros y dijo:
–Ahora vuelvo.
Contemplé como se alejaba con aquella falda que le marcaba el tanga de una manera que lo que imaginabas te ponía todavía más cardíaco que lo que no podías ver. Me dio en la nariz que me iba a perder algo interesante así que me levanté y sigilosamente fui tras ella.
Angélica había entrado en uno de los lavabos de la planta baja. Yo rodee la estancia, porque conocía la casa al dedillo. Por algo la había diseñado yo. Desde el cuarto de la ropa sucia podría ver lo que pasaba dentro desde una ventana ovalada, que había diseñado y que daba a la cabecera de la bañera, para el baño tuviese luz natural. Ahora iba a ser útil para un fin para lo que no la había proyectado, a pesar de que había algo de vaho.
No los podía oír pero se entendía todo. Mi sobrino estaba denudo, pero sin nada a la vista, de cubierto de jabón que estaba su cuerpo. También tenía el brazo en cabestrillo. Se tocaba un pierna, como si se hubiera hecho daño. Entendí lo que estaba pretendiendo: alegaba que se había caído en la bañera por tener el brazo vendado. Pensé que mi fiel esposa se aseguraría de que estaba bien y se marcharía pero… ¡Le estaba tocando la nalga! Como si quisiera cerciorarse de que el golpe no había herido nada más que su amor propio. Pensé que ya se habría acabado todo pero la muy tonta estaba cogiendo la esponja y empezando a… quitarle el jabón.
No podía creerlo. Yo sabía que Angélica, tras ese nombre que hacia honor a su cara, era procaz en mi cama y provocadora a la hora de escoger prendas en el vestidor que le puse al lado de nuestro cuarto. Pero nunca me había dado motivos para dudar de ella.
Pero ahora estaba sacando el jabón de los hombros de Rico, del pecho, de su espalda. Me tuve que poner de puntillas porque el vaho iba subiendo, pero al mismo tiempo dificultaba que me vieran. En cinco minutos, mi mujer había dibujado una península: había quitado el jabón de todas la partes del cuerpo de Rico menos de una. Dejó la esponja y dio medio vuelta, pero el chico dijo algo… No sé lo que fue pero funcionó. Angélica hizo un puchero, como cuando le daba pena en la calle un perrito abandonado, y volvió a coger la esponja, mojándola lentamente, como cuando me había puesto el café. Hasta desde mi elevada posición, vi que un pezón estaba a punto de escaparse así que Rico debería tener una vista fantástica, mucho mejor que la mía.
Pero no podía recrearme con el paisaje porque las maniobras de mi querida mujer reclamaban toda mi atención. Fue sacando el jabón de las partes pudendas de mi sobrino muy, muy lentamente. ¿Estaría disfrutando? Miré a su cara pero los ojos como platos que había puesto no permitían leer en su cara nada más que estupor. Porque lo que estaba emergiendo de aquel suave frote no era un península era el cabo de Hornos, pero un horno, muy muy caliente. ¿Cómo podía tener aquel mocoso un miembro de tales dimensiones¿ Ciertamente, Rico era un empollón con un pollón fuera de lo común. Y no sabía si era por el roce de la esponja, el escote angelical, o la ceñidísima falda de tubo… pero es que además estaba en posición presenten armas. Hasta mi pequeña zanahoria se estaba animando, pese a que a las claras deslucía frente a la berenjena del chico. ¿Cómo podíamos ser los dos de la misma sangre? ¿Cómo podíamos tener la misma cadena genética? ¿Ante la dimensión del descubrimiento tenía que llamar a mi madre para preguntarle si yo era adoptado?
Pero no era el momento de hacerme preguntas. Angélica sostenía aquella tranca sobre la esponja que era lo único que se interponía entre la mano de mi mujer y aquel fenómeno de la Naturaleza, como si estuviera contemplándola intentando prolongar la visión de aquel prodigio.
En eso, sonó mi móvil. Siempre pienso que tengo que bajarle el volumen del tono pero luego nunca encuentro el momento. Todos nos sobresaltamos, pero la que más Angélica, que dio un gritito se le escurrió la humedecida esponja de la mano. Mira que es buena: no hizo nada por palpar aquel fruto prohibido. Pero quizá temiendo que la oír el móvil tan cerca yo estuviese a punto de entrar por la puerta, se inclinó para recoger la esponja del fondo de la bañera y claro entre sus prominentes turgencias y unas dimensiones de barra de pan a la que yo la tenía desacostumbrada pues pasó lo que tenía que pasar, que aquel par de melones toparon con el pollón estudiantil. Lo último que vi es que Angélica intentaba apartársela con las palmas abiertas, como si le diera reparo tocarla.
Dejé de mirar y rechacé la llamada en mi móvil. Luego di la vuelta y me dirigí hacia la puerta del baño. Puse la mano en el pomo y conté hasta diez para darles un poco de tiempo. Pude oír como mi mujercita farfullaba un tanto molesta.
–¡Joder! ¿Te me tenías que correr en las tetas? ¡Por Dios!
Abrí la puerta:
–¿Estás bien, amor? ¿Me ha parecido oír algo?
Rico corrió la mampara de la bañera para que su estado no fuera tan evidente. Angélica aprovechó el vaho para alegar, con voz entrecortada…
–No, no pasa nada.
Y salió del baño con paso apresurado. Yo la seguí hasta la cocina. Cuando llegué se limpiaba el escote con un paño.
–¿Te has manchado, cariño? –le pregunté con un punto dolido.
–Sí, un poco en el escote.
–Debe ser leche… del café con leche, digo.
–Sí, debe ser leche. Pero, vamos, muy poca.
–Pues también tienes en el pelo –y con una servilleta le limpié suavemente el mechón el poquito de lefa que le había caído, con lo que, seguro, que aquel cabronazo le había dejado las tetas todas embarradas.
–Pues leche, no puede ser –y Angélica tragó saliva, ya claramente incómoda– porque leche me ha caído muy poca. Apenas unas gotitas en el borde del jersey.
–Pues no será leche –le apoyé yo.
–Pues no será.
Y salió de la cocina con aquel bamboleo de nalgas que cimbreaban la falda de tubo como nadie. Ella se sentiría mal, seguro, pero yo y mi pequeño calabacín no sabíamos a qué atenernos.
El sobrino nerd y las engañosas apariencias 2
El domingo mi sobrino pasó el día estudiando, algo normal en él. Y Angélica aprovechó para ir al centro comercial. Fue demasiado arreglada para mi gusto. Me imaginaba a todos los hombre viendo aquel sujetador balconette que asomaba intrépido a través del escotado jersey. Me imaginaba a los tenderos, a los reponedores intentando llevarle las bolsas hasta el coche, peleándose por ello.
Cuando llegó sorprendí a Rico, que había abandonado su habitación, sentado en una silla en la cocina estaba contemplando como mi dulce Angélica estaba llenando de viandas nuestra enorme nevera de doble puerta. Su falda de tubo blanca, elástica y ceñida se apretaba a sus posaderas como una membrana tentadora. La cara de Rico era un poema. Yo mismo tenía que haberme ofrecido a ayudarla y lo hubiera hecho en otras circunstancias. Pero ver al crío embobado con aquellas vistas hizo que yo tampoco quisiera perdérmelas, como si redescubriese gracias al zagal lo que tenía en casa.
Después de comer, Rico se volvió a estudiar y Angélica y yo pasamos al salón a tomar un café.
–Te sirvo el café y así me podrá ver las tetas –y sonrió malévola– que ya he visto lo que hacíais en la cocina mientras llenaba la nevera.
–No sé de qué me hablas.
Me pareció que se demoraba algo más de lo necesario antes de verter el café, inclinada hacia mí, para que viera aquel melonar rebosante, a punto de desbordar el balconette, bajo el amplio escote del jersey de angora.
–Pues debería, porque me he esforzado mucho en poner el culito en pompa para ti. ¿No te has dado cuenta que tenía el cajón de las verduras abierto mucho más tiempo del habitual? Ha sido mi regalo a mi maridito.
–A tu maridito y a tu sobrinito, que ese mucho hacer ver que estudia pero hoy la clase de repaso se la ha dado contigo.
–Venga , ¿no estará celoso? Pero si es un chiquillo –y se preparó para ella un café con leche. Se llevó la taza de café a los labios mientras cruzaba las piernas para que yo pudiera volver a admirar su envidiable figura.
–Oye, que ayer te pasaste. Con la barriguilla y con lo que no era la barriguilla.
–¿Qué iba a hacer, cariño? ¡Estaba su madre delante! ¡Si me quejaba hubiera sido un escándalo!
–¿La tenía muy grande?
–¡Cómo eres! ¡Si ni la toqué! ¡Yo que sé!
Percibí un punto de rubor en sus mejillas. Volvió a reír divertida. Parecía todavía más adorable, cuando oímos la voz de Rico más allá del pasillo:
–¡Tía, puedes venir?
Angélica se encogió de hombros y dijo:
–Ahora vuelvo.
Contemplé como se alejaba con aquella falda que le marcaba el tanga de una manera que lo que imaginabas te ponía todavía más cardíaco que lo que no podías ver. Me dio en la nariz que me iba a perder algo interesante así que me levanté y sigilosamente fui tras ella.
Angélica había entrado en uno de los lavabos de la planta baja. Yo rodee la estancia, porque conocía la casa al dedillo. Por algo la había diseñado yo. Desde el cuarto de la ropa sucia podría ver lo que pasaba dentro desde una ventana ovalada, que había diseñado y que daba a la cabecera de la bañera, para el baño tuviese luz natural. Ahora iba a ser útil para un fin para lo que no la había proyectado, a pesar de que había algo de vaho.
No los podía oír pero se entendía todo. Mi sobrino estaba denudo, pero sin nada a la vista, de cubierto de jabón que estaba su cuerpo. También tenía el brazo en cabestrillo. Se tocaba un pierna, como si se hubiera hecho daño. Entendí lo que estaba pretendiendo: alegaba que se había caído en la bañera por tener el brazo vendado. Pensé que mi fiel esposa se aseguraría de que estaba bien y se marcharía pero… ¡Le estaba tocando la nalga! Como si quisiera cerciorarse de que el golpe no había herido nada más que su amor propio. Pensé que ya se habría acabado todo pero la muy tonta estaba cogiendo la esponja y empezando a… quitarle el jabón.
No podía creerlo. Yo sabía que Angélica, tras ese nombre que hacia honor a su cara, era procaz en mi cama y provocadora a la hora de escoger prendas en el vestidor que le puse al lado de nuestro cuarto. Pero nunca me había dado motivos para dudar de ella.
Pero ahora estaba sacando el jabón de los hombros de Rico, del pecho, de su espalda. Me tuve que poner de puntillas porque el vaho iba subiendo, pero al mismo tiempo dificultaba que me vieran. En cinco minutos, mi mujer había dibujado una península: había quitado el jabón de todas la partes del cuerpo de Rico menos de una. Dejó la esponja y dio medio vuelta, pero el chico dijo algo… No sé lo que fue pero funcionó. Angélica hizo un puchero, como cuando le daba pena en la calle un perrito abandonado, y volvió a coger la esponja, mojándola lentamente, como cuando me había puesto el café. Hasta desde mi elevada posición, vi que un pezón estaba a punto de escaparse así que Rico debería tener una vista fantástica, mucho mejor que la mía.
Pero no podía recrearme con el paisaje porque las maniobras de mi querida mujer reclamaban toda mi atención. Fue sacando el jabón de las partes pudendas de mi sobrino muy, muy lentamente. ¿Estaría disfrutando? Miré a su cara pero los ojos como platos que había puesto no permitían leer en su cara nada más que estupor. Porque lo que estaba emergiendo de aquel suave frote no era un península era el cabo de Hornos, pero un horno, muy muy caliente. ¿Cómo podía tener aquel mocoso un miembro de tales dimensiones¿ Ciertamente, Rico era un empollón con un pollón fuera de lo común. Y no sabía si era por el roce de la esponja, el escote angelical, o la ceñidísima falda de tubo… pero es que además estaba en posición presenten armas. Hasta mi pequeña zanahoria se estaba animando, pese a que a las claras deslucía frente a la berenjena del chico. ¿Cómo podíamos ser los dos de la misma sangre? ¿Cómo podíamos tener la misma cadena genética? ¿Ante la dimensión del descubrimiento tenía que llamar a mi madre para preguntarle si yo era adoptado?
Pero no era el momento de hacerme preguntas. Angélica sostenía aquella tranca sobre la esponja que era lo único que se interponía entre la mano de mi mujer y aquel fenómeno de la Naturaleza, como si estuviera contemplándola intentando prolongar la visión de aquel prodigio.
En eso, sonó mi móvil. Siempre pienso que tengo que bajarle el volumen del tono pero luego nunca encuentro el momento. Todos nos sobresaltamos, pero la que más Angélica, que dio un gritito se le escurrió la humedecida esponja de la mano. Mira que es buena: no hizo nada por palpar aquel fruto prohibido. Pero quizá temiendo que la oír el móvil tan cerca yo estuviese a punto de entrar por la puerta, se inclinó para recoger la esponja del fondo de la bañera y claro entre sus prominentes turgencias y unas dimensiones de barra de pan a la que yo la tenía desacostumbrada pues pasó lo que tenía que pasar, que aquel par de melones toparon con el pollón estudiantil. Lo último que vi es que Angélica intentaba apartársela con las palmas abiertas, como si le diera reparo tocarla.
Dejé de mirar y rechacé la llamada en mi móvil. Luego di la vuelta y me dirigí hacia la puerta del baño. Puse la mano en el pomo y conté hasta diez para darles un poco de tiempo. Pude oír como mi mujercita farfullaba un tanto molesta.
–¡Joder! ¿Te me tenías que correr en las tetas? ¡Por Dios!
Abrí la puerta:
–¿Estás bien, amor? ¿Me ha parecido oír algo?
Rico corrió la mampara de la bañera para que su estado no fuera tan evidente. Angélica aprovechó el vaho para alegar, con voz entrecortada…
–No, no pasa nada.
Y salió del baño con paso apresurado. Yo la seguí hasta la cocina. Cuando llegué se limpiaba el escote con un paño.
–¿Te has manchado, cariño? –le pregunté con un punto dolido.
–Sí, un poco en el escote.
–Debe ser leche… del café con leche, digo.
–Sí, debe ser leche. Pero, vamos, muy poca.
–Pues también tienes en el pelo –y con una servilleta le limpié suavemente el mechón el poquito de lefa que le había caído, con lo que, seguro, que aquel cabronazo le había dejado las tetas todas embarradas.
–Pues leche, no puede ser –y Angélica tragó saliva, ya claramente incómoda– porque leche me ha caído muy poca. Apenas unas gotitas en el borde del jersey.
–Pues no será leche –le apoyé yo.
–Pues no será.
Y salió de la cocina con aquel bamboleo de nalgas que cimbreaban la falda de tubo como nadie. Ella se sentiría mal, seguro, pero yo y mi pequeño calabacín no sabíamos a qué atenernos.
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