Fui a Europa por primera vez cuando era bastante joven. De maneras que no vienen a cuento, fui a parar a la casa de Laetitia en una ciudad del viejo continente. Ya la mencioné en algunas Impresiones, así que mis fieles lectores conocen su nombre. Enérgica, atractiva, sexy son algunos adjetivos que le cabían y aún le caben. Ella estaba en pareja, por lo que me conformé con dedicarle algunas sesiones masturbatorias incluso allí, en su propia casa, y también después.
Años más tarde, ya separada, volvió a darme alojamiento. Cuando me iba, la despedida nos puso mimosos y compartimos un rato la cama, aunque, por algunas precauciones que las circunstancias nos imponían, no pasamos de concedernos urgidos franeleos y húmedos besos.
Cuando volví por tercera vez, estábamos preparados para el previsible incendio. Ya las sombras cubrían palacios, monumentos y catedrales cuando llegué a su casa en las afueras de la urbe. Un breve cartel en la puerta me alentó a pasar. La música desde el interior fue una bienvenida que aumentaba mi expectativa. Dejé el equipaje en algún lado y proseguí sin prisa hacia el interior.
La melodía venía del baño. Toqué con delicadeza la puerta y su canora risa me invitó a no detenerme. No me detuve. Me sumergí así en un ambiente de refinada sensualidad, inundado de sonidos, de perfumes, de colores. Las burbujas desde la bañera me incitaban al descubrimiento, la sonrisa me elevaba al edén, las copas de champán volvían ineludible un brindis: por la vida, por todos los amores, por todos los placeres. Me retiré a la sala, salió vestida (o casi), me llevó al cuarto, me requirió con su ávido, vibrante, deseable cuerpo que le diese lo mejor de mí. Lo di.
Los detalles de la cópula son siempre los mismos, al tiempo que son siempre novedosos. Baste decir que recorrimos con fruición el menú de la pasión hasta que me sugirió que la iniciase en las delicias de la sodomía. “¿Iniciarte?”, le pregunté escéptico. Laetitia había vivido en varios países europeos en contextos bastante alocados, por lo que yo descontaba que el sexo anal ya le había significado una práctica corriente. No era así y me tocaba a mí abrirle el camino de atrás.
Fui delicado, fui intenso, fui atroz ¿exactamente en ese orden? Ciertamente, fui todo eso. Ella lo disfrutaba tan intensamente como yo esperaba. Desbordada de sensaciones, empezó a empujar su cuerpo hacia el mío. Golpeaba sus nalgas contra mi pelvis con vigor, con desesperación:
– Cogeme, guacho, cogeme – me repetía, con los dientes apretados –. Este culo es tuyo.
Aprovechando ese permiso general, lo usé bastante esa noche y muchas otras. Además, como ya les mencioné, a mí me gusta mucho disfrutar con mi propio orificio y que las mujeres me lo penetren. Entonces, me pareció oportuno dedicarnos a la recíproca ida y vuelta anal. En cuatro patas, y levantando mis nalgas, la invité a poseerme. Deseosa de experiencias, no lo dudó un instante. Con una maestría inesperada en alguien que confesaba no haberlo practicado antes, me puso lubricante y comenzó con cuidado a meterme un dedo. Ante mis ronroneos complacientes, agregó otro y otro y el cuarto, con ritmo, intensidad y amplitud crecientes en sus depravados movimientos. Yo no paraba de ascender por las espirales insanas del gozo. En la puerta de todas las delicias, emití, en voz que era un susurro, un ruego, un quejido, un alarido, un comando:
– Chupame la pija.
Me di vuelta, sujetando su muñeca para que su hábil mano no se saliese de dentro de mí. Con la otra, me apretó con fuerza mi instrumento carnoso y se desvivió mamando, dispuesta a crear un momento inolvidable para ambos. Lo logró: tuve un orgasmo que me dejó del otro lado de la conciencia, como en un viaje alucinógeno, mi peyote sexual. Como no estaba en este mundo, no puedo estimar cuál fue el volumen de mi eyaculación pero era evidente que había sido monumental. Al abandonar ese estado de agonía, vi, con los primeros atisbos de mis sentidos, a Laetitia escupir mansamente mi profuso semen sobre su hermosa, sonriente cara de degenerada.
Años más tarde, ya separada, volvió a darme alojamiento. Cuando me iba, la despedida nos puso mimosos y compartimos un rato la cama, aunque, por algunas precauciones que las circunstancias nos imponían, no pasamos de concedernos urgidos franeleos y húmedos besos.
Cuando volví por tercera vez, estábamos preparados para el previsible incendio. Ya las sombras cubrían palacios, monumentos y catedrales cuando llegué a su casa en las afueras de la urbe. Un breve cartel en la puerta me alentó a pasar. La música desde el interior fue una bienvenida que aumentaba mi expectativa. Dejé el equipaje en algún lado y proseguí sin prisa hacia el interior.
La melodía venía del baño. Toqué con delicadeza la puerta y su canora risa me invitó a no detenerme. No me detuve. Me sumergí así en un ambiente de refinada sensualidad, inundado de sonidos, de perfumes, de colores. Las burbujas desde la bañera me incitaban al descubrimiento, la sonrisa me elevaba al edén, las copas de champán volvían ineludible un brindis: por la vida, por todos los amores, por todos los placeres. Me retiré a la sala, salió vestida (o casi), me llevó al cuarto, me requirió con su ávido, vibrante, deseable cuerpo que le diese lo mejor de mí. Lo di.
Los detalles de la cópula son siempre los mismos, al tiempo que son siempre novedosos. Baste decir que recorrimos con fruición el menú de la pasión hasta que me sugirió que la iniciase en las delicias de la sodomía. “¿Iniciarte?”, le pregunté escéptico. Laetitia había vivido en varios países europeos en contextos bastante alocados, por lo que yo descontaba que el sexo anal ya le había significado una práctica corriente. No era así y me tocaba a mí abrirle el camino de atrás.
Fui delicado, fui intenso, fui atroz ¿exactamente en ese orden? Ciertamente, fui todo eso. Ella lo disfrutaba tan intensamente como yo esperaba. Desbordada de sensaciones, empezó a empujar su cuerpo hacia el mío. Golpeaba sus nalgas contra mi pelvis con vigor, con desesperación:
– Cogeme, guacho, cogeme – me repetía, con los dientes apretados –. Este culo es tuyo.
Aprovechando ese permiso general, lo usé bastante esa noche y muchas otras. Además, como ya les mencioné, a mí me gusta mucho disfrutar con mi propio orificio y que las mujeres me lo penetren. Entonces, me pareció oportuno dedicarnos a la recíproca ida y vuelta anal. En cuatro patas, y levantando mis nalgas, la invité a poseerme. Deseosa de experiencias, no lo dudó un instante. Con una maestría inesperada en alguien que confesaba no haberlo practicado antes, me puso lubricante y comenzó con cuidado a meterme un dedo. Ante mis ronroneos complacientes, agregó otro y otro y el cuarto, con ritmo, intensidad y amplitud crecientes en sus depravados movimientos. Yo no paraba de ascender por las espirales insanas del gozo. En la puerta de todas las delicias, emití, en voz que era un susurro, un ruego, un quejido, un alarido, un comando:
– Chupame la pija.
Me di vuelta, sujetando su muñeca para que su hábil mano no se saliese de dentro de mí. Con la otra, me apretó con fuerza mi instrumento carnoso y se desvivió mamando, dispuesta a crear un momento inolvidable para ambos. Lo logró: tuve un orgasmo que me dejó del otro lado de la conciencia, como en un viaje alucinógeno, mi peyote sexual. Como no estaba en este mundo, no puedo estimar cuál fue el volumen de mi eyaculación pero era evidente que había sido monumental. Al abandonar ese estado de agonía, vi, con los primeros atisbos de mis sentidos, a Laetitia escupir mansamente mi profuso semen sobre su hermosa, sonriente cara de degenerada.
15 comentarios - Décadas de sexo (17): Ida y vuelta
y hasta linkeadito para ir a los otros relatos je
gracias
Hermosa manera de describirlo, hermoso llegar a ese estado.