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Compendio I
Sé que es difícil comprenderlo, pero desde el comienzo de estas entradas, yo ya estaba perdidamente enamorado de la que hoy es mi mujer.
Les digo, yo soy de esas personas que disfruta más la vida de casado y ser papá: abrazar a la esposa, criar a los hijos y en el fondo, ser buen marido.
Incluso a veces leo las entradas posteriores a la propuesta de matrimonio y me doy cuenta lo mucho que he cambiado: cuando le entregué el anillo de delfín a Marisol, pensaba que me iba a entregar solamente a ella y ser feliz, armando una familia y teniendo hijos. Pero ahora me doy cuenta que ella es la base de mi felicidad y que ahora contemplo el futuro, esperando poder vivir con Pamela, Amelia y Verónica y eventualmente, poder ir a visitar a Sonia y Elena.
Marisol piensa que debo estar con alguien mejor que ella, más acorde con mi edad. Pero yo pienso que ella es perfecta, incluso sin considerar lo que pasa en el dormitorio.
Tal vez, sea porque apenas llevamos nuestro primer año de casados. Sin embargo, ella ha crecido por mí y yo he madurado por ella y nos complementamos perfectamente.
A veces, seguimos siendo amigos. Otras veces, somos “pololos” y otras, definitivamente somos marido y mujer.
Pero ella incrementa el factor de incertidumbre.
“¿Qué quieres almorzar hoy?” le he preguntado, cuando estoy en la cocina.
Ella me mira con sus ojitos tiernos y preocupados.
“No sé. No quiero que cocines hoy… ¿Qué te parece si almorzamos helado?”
“¡Helado!” respondo sorprendido.
Y ella se avergüenza.
“Si… ¿Es muy de niña?”
“No, es que nunca pensé que almorzaría helado.” Le respondo.
Su rostro se ilumina y es así como terminamos comiendo helado, duraznos en conservas y otras cosas.
Pero también disfruta del romance entre las otras y yo, que es lo que quiero contar ahora para que pueda aguantar hasta mitad de semana, al menos.
Cuando volví, me enclaustré en el dormitorio. Saludé a Liz el lunes, le expliqué que estaba enfermo y que me disculpara, pero no quería contagiar nadie: ni a ella, ni Marisol, ni las pequeñas.
Mi esposa protestó, pero me comprendió y solamente dormíamos juntos, tras cuidarme de su manera particular.
Fue difícil, porque quería ver a las pequeñas y ellas sabían que yo estaba ahí.
Pero mi esposa es muy astuta para su edad: tomó una de mis camisas usadas que traje de faena y se las colocó donde las pequeñas jugaban, para que supieran que papá estaba con ellas y le pidió a Liz que tratara de mantener a las pequeñas en el living, de manera que pudiera verlas por el sistema de seguridad.
Pero el miércoles, Marisol consideró que estaba mucho mejor, tras probar mi desayuno.
Luego de su mamada matutina, me quedo despierto un rato tras despedirme y fue de esa manera que Liz llegó a mi pieza.
“¡Marco!... ¡Marco!... ¿Estás despierto?” escuché su voz, susurrando, sin atreverse a abrir la puerta.
“¡Si, adelante!”
Vestía un babydoll rosado, que le llegaba hasta un poco más arriba de la cintura y unos bermudas blancos que la cubrían por debajo.
Ella abrió la puerta y miró a la cama. Pero por reflejo, terminó mirando a la pared.
“¡Discúlpame!” le dije, tratando de cubrir mi erección.
Estaba desnudo, bajo las sabanas, porque Marisol me había hecho transpirar hasta tarde.
“N-n-no… no tienes que preocuparte… ¿Cómo te sientes?”
“Mejor, gracias. ¿Necesitas algo?”
“No… es sólo que tu esposa me despertó antes de marcharse… y me pidió que te cuidara.” Dijo, todavía intimidada por mi desnudez.
“Ya veo…”
“Dijo que iba a quedarse estudiando hasta tarde… y que si necesitabas algo, yo te cuidara.” Extravío la mirada, al hablarme. “Me dijo que iba a estar fuera… toda la tarde.”
“Pues ya me siento bien…” le respondí.
“¡Si… pero me pidió que te cuidara… y que no te dejara levantarte!…” exclamó, roja de vergüenza. “Que hiciera todo lo necesario… para mantenerte en la cama…”
Comprendía bien la razón de su titubeo. Marisol lo había dicho textualmente de esa manera, pero de la manera atolondrada y aparentemente distraída con que le dice las cosas a chicas como ella.
Pero también estaba la propia experiencia de Liz. Según ella, “los maridos que valen la pena nunca tienen tiempo” y ahora se le presentaba la tentación delante de ella, cubierta por una sabana, con una esposa que le encargó que cuidara al marido y que le aseguró que no volvería por horas.
Es una chica bonita. Tiene 23 años, con rasgos ingleses, como un color de piel más blanco, pero con ojos negros y pecas.
Sus mejillas son delgadas, que la hacen ver más tierna y coqueta. Una nariz respingada y una bonita dentadura, con labios gruesos y con cabello castaño liso y resplandeciente, hasta los hombros, pero que se lo toma con trenzas y moños.
Sus pechos son grandes, como los de mi esposa y bambolean pesado, augurando sus gruesos pezones y sus enormes aureolas rosadas.
Su cintura es delgada y su cola no está nada mal, pero su segundo mayor atractivo son sus piernas gruesas y bien formadas.
“¿Y cómo han estado las pequeñas?”
“¡Son preciosas y muy cariñosas!” me respondió, con resplandor en la cara. “¡Siempre alzan sus manitas para que las tome en brazo!”
“¿Y Marisol? ¿Qué piensas de ella?”
“¡Es una mujer muy simpática y amistosa y me siento contenta de conocerla!” respondió, aceptando la invitación de sentarse a los pies de la cama.
“Entonces, ya no quieres renunciar…” sentencié.
Y ahí estaba el meollo del asunto, porque se dio cuenta que al sentarse, ya no podría escapar.
“¡No!... ya no quiero…” respondió, mirando para otro lado. “La paga es buena… tengo una cama y puedo ir siempre a clases…”
“¿Pero?” pregunté, intuyendo.
Ella me miró, con un poco de desilusión.
“Pero… estás tú… y eso lo hace más difícil.”
“¿Por qué?” pregunté, pero sabía la respuesta.
“Porque tú y yo… ¡Ya sabes!...” respondió, casi poniéndose a llorar.
“Pero están los otros y tienes días libres…”
“Si… pero… “Una lágrima solitaria bajaba por su mejilla. “¿A quién voy a ver? Conozco a Fred… y los otros, me iban a visitar al restaurant. Por eso es más difícil.”
La besé en los labios, porque como Marisol sospechaba, Liz lo necesitaba. Ella no se opuso y descargaba abiertamente sus emociones.
“¿Por qué me contrataste?... ¿Por qué me llamaste a mí?...” me preguntó, bebiendo de mis labios.
“Porque te necesitaba… y tú querías ayuda…”
Ella lloraba con mayor tristeza, sin poder parar de besarme.
“¡Pero me viste un par de veces!... Incluso yo había olvidado tu nombre…” se abalanzaba encima mío, abriendo las piernas. “¿Por qué lo hiciste?... ¿Por qué?”
Ella se incrustaba sola en mi pene erecto. Ya no había vuelta atrás.
“Porque te conocía…” le respondí.
Y empezamos a hacer el amor. Ella me cabalgaba, descubriendo sus pechos y no parábamos de besarnos.
Disfrutaba de sentirme en su interior, sin parar de llorar, porque lo estábamos haciendo en la misma cama donde duermo con mi mujer.
Pero ella era incapaz de resistirse. Su pelvis golpeaba con fuerza y la cama entera se sacudía, a medida que sus movimientos iban incrementando su velocidad.
“¡He estado… tan caliente!... ¡La otra vez… los escuché… y los vi!...” lloraba ella, desconsolada.
Y no la culpaba, porque Marisol se pone más fogosa cuando sabe que una mujer la puede escuchar y deja la puerta abierta.
Incluso, lo hacíamos por horas, sin importar que a la mañana siguiente le fuera más difícil levantarse.
Los pechos de Liz se sacudían como locos y quería probar esos enormes pezones, que no tenían leche.
“¡Fue sin querer!... yo iba al baño… y los escuché… ¡Ahh!... me asomé a mirar… y me puse caliente… deseándola…” me explicaba ella, a medida que me estrujaba de placer. “Los he escuchado… todas las noches… y no he parado… de tocarme… esperando que la metas… ¡Lo siento!...”
Pero al igual que me pasaba con Fio, su cabeza estaba arrepentida, pero su cuerpo ardía en deseo. Yo me afirmaba fuerte de su cintura, aprovechando las embestidas y besándola, deseoso.
“¡Eres bueno!... y me gustas mucho… te he visto… con tu esposa… y con tus niñas… y eres muy tierno…” me decía, lamiendo mi cara en deseo.
Ella se erguía, sonriendo entre lágrimas, disfrutando que llegaba más y más adentro.
“Y tienes tiempo… tienes mucho tiempo… para pasarlo conmigo…” exclamaba a los cielos, sintiendo un orgasmo.
Estuvimos así, casi una hora. Mientras esperábamos para despegarnos, me miraba preocupada.
“¿Tu esposa no se dará cuenta?”
“¡No!” le mentí. “Además, tenemos que cambiar las sabanas, porque me ha sacado la gripe a transpiración.”
Ella se reía.
“¡Tiene mucha suerte!” me dijo, besando sonriente mi mejilla. “¡No muchos chicos duran tanto como tú!”
Pero todavía nos quedaba tiempo. Las pequeñas despiertan a eso de las 10 y apenas eran las 9:15, tiempo suficiente para hacerlo una vez más.
Posteriormente, nos bañamos (por separado, porque habría vuelto a hacerlo con ella), cambiamos las sabanas e hice el almuerzo, envuelto en bata, mientras ella me contemplaba dichosa.
“Por cierto, tu vecina ha llamado todos los días preguntando cómo estás.” Me informó, mientras almorzábamos. “Tu esposa me contó que siempre te llama para arreglar algo.”
Yo solamente le pude sonreír, porque en apariencias, Marisol y yo parecemos un matrimonio normal y por el momento, no le hemos dado motivos para creer lo contrario.
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3 comentarios - Siete por siete (91): Lo que quedaba pendiente…