Post anterior
Post siguiente
Compendio I
Fue una de esas gripes de una semana, pero ya me siento mucho mejor.
La culpa fue mía. No soy de los que toman la camioneta para recorrer distancias pequeñas. Prefiero caminar y estos días estuvieron helados, previos a la gran tormenta que azota el sur del país.
Tuvimos algunos chaparrones, pero Marisol sabe cuánto disfruto de caminar bajo la lluvia. Sin embargo, dado el calor concentrado en la piedra, al interior de la mina se hace un microclima tropical.
Pero para mí, esta situación con Marisol me resulta complicada.
Sé que no tengo derecho para ponerme celoso de ella, por las libertades que me concede. Y aun así, no puedo evitarlo.
Ella mide 1.70m. Piel blanquecina, con ojos verdes. Tiene mejillas sonrosadas, con un pequeño lunar en la derecha, que al momento de sonreír, se esconde.
Sus labios son finitos y pequeños, con una nariz pequeñita y tierna. Su sonrisa es adorable y perfecta (ya no usa brackets).
Su cabello es color miel, liso y se lo ha dejado crecer hasta más abajo del busto, por lo que puede usar colas de caballo las semanas que tengo libre (Ya que me calienta bastante).
Y su cuerpo no está nada mal: su buen par de pechos, una cintura sensual y un trasero bien parado.
Confió mucho en ella, pero no tanto en los conocidos de la universidad.
Tiene muchos moscos revoloteándole, entre profesores y compañeros de clases, especialmente al saber que su marido se pierde una semana en la mina y ella se queda cuidando a nuestras pequeñas.
Pero el principal motivo es su actitud. Marisol tiene una mirada de inocente, es dulce, sincera, sociable y muy esforzada, sin olvidar que es una de las mejores alumnas de sus clases.
Sin embargo, tendrían que ser muy tontos al no darse cuenta que a mi esposa le encanta que se lo haga por detrás. Porque cuando vuelvo de faena, lo hacemos, queda resentida. Cuando se sienta, se acuerda por qué le duele y sonríe.
Y es por eso que voy casi todos los días de inspección con Hannah.
Pienso que si lo de la familia de Marisol no se hubiese desatado, Hannah habría sido mi única amante.
Es más pequeña que mi ruiseñor (como 7 cm menos), es rubia y tiene ojos azules. Sin embargo, comparte aspectos con mi esposa que me llenan de nostalgia. En especial, su físico, que se asemeja al de mi esposa cuando éramos novios.
Es temperamental y compulsiva. Siempre toma decisiones sin medir las consecuencias, pero al final se las arregla en la marcha. Es obsesiva en el trabajo y es muy celosa, especialmente de Marisol.
Pero cuando está conmigo es tierna y dulce. También está casada con el hombre que ella ama, que es atractivo y todo un galán, pero con el único defecto que no tiene tiempo suficiente para atenderla.
Por ese motivo Hannah disfruta más venir a trabajar y dormir en mi cabaña. Vemos películas, le enseño a cocinar, nos abrazamos y nos tratamos como una pareja y aunque yo mismo considero que es una “excusa barata”, lo hago porque extraño a mi mujer.
Y es que sus ojos celestes me recuerdan a las esmeraldas de mi ruiseñor y hacerle el amor a una de las chicas más bonitas de la mina (al parecer, hay otra en enfermería, otra razón por la que preferí aguantar mi enfermedad hasta regresar a casa) tiene sus ventajas.
Para mí, Hannah es Hannah y la amo como si fuera Marisol en la mina. A diferencia de mis compañeros o de los hombres que trabajan para ella, que ven a una mujer como la entretención de una noche, ella es especial y no solamente por la nostalgia que me genera.
Me encanta escucharle hablar tan apasionada de trenes de engranaje y varas de transmisión, porque su pasión por la ingeniería mecánica es tan grande como la mía por la ingeniería en minas y tenemos muchos temas en común.
Y es terca y llevada a sus ideas: si algo se le mete en la cabeza, lo hace hasta que lo logra o yo le ayude a realizarlo.
Pero el viernes, cuando llegaron las primeras lluvias, me faltaban los informes de producción de una de las bandas transportadoras. Estaba cerca, a unos 70 metros de las oficinas y no valía la pena tomar la camioneta para consultarlos.
Pude haberlo hecho por la red interna e incluso habría sido mejor, ya que regresé con los papeles empapados. Pero tenía ganas de mojarme bajo la lluvia.
Como todos los días, Hannah apareció alrededor de la 1 para la inspección de vehículos. Tanto su equipo como el mío saben que es nuestro código para tener relaciones dentro de la mina, pero aparte de recordarme que el casino cierra a las 2, ya no le dan mucha importancia.
Ocasionalmente, revisamos un equipo de verdad. Pero la mayoría, nos escurrimos por túneles abandonados y aparcamos en una zona de descanso, con las luces intermitentes encendidas, en caso que nos sorprendiera un vehículo.
Ella se saca el overol, quedando en sus bermudas que resaltan sus deliciosas nalgas y una camiseta blanca, hasta el cuello, que remarca más sus pechos.
Yo me saco el overol y el casco, quedando en calzoncillos y polera y nos empezamos a besar.
A Hannah le encanta hacerlo de esta manera, porque se pone más fogosa. Son simplemente 20 minutos los que le puedo dar, para que ambos podamos almorzar (aunque los últimos días de noviembre del año pasado, como iba a salir de vacaciones, llegaba entre 45 y 30 minutos antes de lo habitual y sacrificábamos el almuerzo), pero le bastan para ser feliz.
Yo la voy desnudando y besando, pero eventualmente pienso en mi mujer.
Me la imagino caminando por los pasillos de la universidad, con sus compañeros invitándola a estudiar a casa o mirándola descaradamente a los pechos o a su trasero y me empiezo a poner celoso.
Beso a Hannah y la llevo al asiento trasero, despojándola de sus bermudas, para hacer lo que me plazca.
Como es bajita, cuando la siento en el sillón y sabe que le haré el amor y le comeré los pechos. Pero cuando la voy besando en los muslos, a medida que le quito los bermudas, puede significar que le voy a dar sexo oral, lo haremos a lo perrito o que la terminaré sodomizando.
De cualquier manera, a ella le encanta.
Esa tarde, lo hicimos a lo perrito. Me dio por pensar en que le miraban el trasero a Marisol y yo me afirmaba de la cintura de Hannah con violencia, porque pensaba que no tenían derecho de mirar así a mi mujer.
La piel de Hannah es suave y sus pechos son blanditos y tiernos, con pezones pequeñitos. Su trasero es su mayor atractivo, pero para alguien como yo, que ama a su esposa tanto como luce ahora, como cuando estábamos solteros, prefiero tomarla de los pechos.
Y a Hannah le gusta. Dice que su marido se preocupa de besarla y abrazarla, pero rara vez le acaricia los pechos. Gran diferencia conmigo, que se los tomo y no se los suelto, hasta acabar.
Hannah se quejaba agradada de que fuese tan brusco con mis embestidas, pero yo solamente pensaba en mi mujer.
También es estrecha o definitivamente, la tengo gruesa. Pero también tengo que forzarla para que entre toda y ella lanza gemiditos intensos, a medida que la empiezo a bombear, al igual que mi Marisol.
“¡Se siente…. Taaan bien!” me decía, disfrutando de mi intrusión. “¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!....”
Daba grititos cortados, a medida que la empezaba a enterrar.
Pero yo seguía pensando en Marisol y en sus acosadores. Le tensaba más y más su camiseta, sobándole los pechos como Marisol disfrutaba durante sus primeros meses de embarazo.
“¡Si!... ¡Así!... ¡mhm!” disfrutaba Hannah, alcanzando sus primeros orgasmos.
Le lamía la oreja, como ella lo hace conmigo, cuando se siente muy caliente y eso hacía que se corriera más todavía.
“¡Oh!... ¡Oh!... ¡Ah!...” gemía ella, sintiendo orgasmos de manera simultánea.
Nunca pensé que una mujer consideraría el lóbulo de la oreja como una zona erógena.
Pero para mí, hacerle el amor a Hannah es una situación que mezcla el deseo, la frustración y la confusión.
Lamo su cuerpo y busco el sabor de mi esposa. La beso en los labios y busco el sabor del limón de mi ruiseñor. Acaricio sus pechos y siento los mismos que conocía antes, cuando estaba soltera.
Acaricio su cintura, pero no es la misma y su trasero es enorme, pero no tiene la misma forma que el de mi mujer.
“¡Ah!... ¡Ahhh!...” suspira ella, al sentir mis manos recorrer su cuerpo.
Ni siquiera la manera de gemir es la de mi mujer y mi cuerpo empieza a ponerse más violento, porque sabe que no es mi Marisol.
“¡Si, Marco!... ¡Si, Marco!... ¡Sigue así!... ¡Sigue así!...”
Sé que es Hannah, pero mi cuerpo desea que sea Marisol y empieza a acariciarla y a bombearla con mayor violencia al ver que no es la misma.
La empecé a tomar más fuerte de los pechos, pellizcando sus pezones en frustración, mientras la iba abrazando. Ella bramaba de placer, mientras que yo la besaba y lamía por el cuello, como sé que le gusta a Marisol y ella disfrutaba con que la deseara tanto para hacerlo.
“¡Si, Marco!... ¡Sigue!... ¡No pares!... ¡Por favor!...”
La camioneta entera se sacudía con mis embestidas y es que mi frustración y el deseo habían hecho una aleación que deshacía en placer a la pobre Hannah. Ya sabía que me iba a correr y ella también lo deseaba, pero iba a rellenar a una mujer que no era mi esposa.
Finalmente, cuando el vaivén era más intenso y ella gritaba alcanzando el clímax, hice mis descargas y me tranquilicé.
Estábamos agotados y ella reposaba apoyada en el asiento trasero, muy agitada.
“Siempre… te corres mucho…” me decía, con una gran sonrisa. “¡Eres violento a mediodía!”
“¡Discúlpame!” le respondí.
“¡No, no te disculpes!... por eso te traigo de inspección.”
Nos empezamos a vestir y se dio cuenta que mi overol estaba húmedo.
Le conté cómo me mojé y ella me reprendió, diciendo que “está muy helado para hacer niñerías”. Los termómetros habían registrado máximas de 14º y mínimas de 7º.
Al anochecer, empecé con las primeras molestias. Una tos seca y estornudos, pero eso no impidió que hiciéramos el amor como los otros días, luego de hablar con nuestros cónyuges respectivos.
Hacerle el amor los sábados es más calmado, porque sé que mi esposa está en casa.
La senté en el asiento y ella abrió sus piernas. Otra de las graves faltas de su marido es que no le ha hecho sexo oral.
A ella tampoco le gusta darlo, pero no importa. Cuando le digo que a Marisol le encanta, se esfuerza en imitarla.
Pero yo disfruto haciéndolo.
“¡Si, Marco!... ¡Ahí!... ¡Ahí!... ¡Ahí!... ¡Agh!...”
Ella alcanza la luz con 5 minutos, pero para mí es el aperitivo.
Me mira de una manera sensual, sabiendo que lo que sigue lo va a disfrutar igual de bien como lo que le antecedió.
No es que lo hagamos así los fines de semana. También me gusta mirarla a los ojos y hay veces que me dan ganas de hacerlo porque es Hannah.
De cualquier manera, ella lo disfruta más, porque nuestra diferencia de portes facilita la estimulación de su clítoris, en especial, durante esos momentos en que parezco levantarla.
Es curioso que en esos momentos, mi respiración sea perfecta. Ni ganas de estornudar ni toser. Probablemente, el incremento del flujo sanguíneo favorece mi oxigenación y la idea de Marisol que “haciendo el amor mientras estoy enfermo me mejora” tenga mayores fundamentos.
“¡Si, Marco!... ¡Si, Marco!...” me dice, afirmándose de mis hombros.
Nos besamos, ya que no creía que fuera a pasar a mayores. La candente atmosfera de la mina hacía que todo fuera más intenso y excitante.
“¡No, mis pechos, no!... ¡Ah!... ¡Ah!...”
No es fácil comerlos en esos momentos, pero sigue siendo un placer. Ella tampoco lo sabía, hasta que me conoció, pero es porque su trasero acapara la atención de su marido.
Yo la envolvía por la cintura, tensando sus nalgas y permitiendo que avanzara más en ella.
“¡Estás tan adentro!... ¡Estás tan adentro!...” me decía, pero no era necesario.
Yo ya lo sabía, porque no podía avanzar más.
“¡Falta poco!... ¡Falta poco!...” le avisé, porque me miraba con ganas de querer acabar juntos.
Y me corrí, mientras nos besábamos.
“¡Me encanta hacerlo así!” me dijo, sonriendo satisfecha con mis jugos.
“¡Tienes que cuidarte y acostumbrarte a tomar pastillas, Hannah!” le dije. “¡No quiero que te embaraces conmigo!”
Ella piensa distinto, pero Douglas parece un buen tipo y no creo justo que su esposa termine embarazada por un compañero de trabajo.
“¡Tú también tienes que cuidarte, Marco! ¡No quiero que te enfermes!” me dijo, mientras me abrazaba con sus pechos desnudos y me envolvía con sus piernas, para que no me despegara tan rápido de su interior.
Pero el domingo me dio fuerte. Una tos con carraspera atroz, escalofríos y fiebre.
“¡No te levantes! ¡Tomate el día libre!” me ordenó Hannah esa mañana, antes de levantarnos.
“¡Hannah, me conoces! ¡Sabes que odio quedarme acostado aquí!” le respondí con obstinación.
“¡Pero te ves horrible!” me dijo, muy preocupada.
“Apuesto que si estuvieras en mi lugar, igual irías a trabajar…” le respondí.
Y ahí me dejó en paz. Lo he intentado, pero odio quedarme enfermo en faena. Al final, siempre termino haciendo el trabajo de manera imaginaria y no puedo quedarme quieto.
Mis hombres saben que no tengo problemas para concederles permisos de reposo cuando se sienten así, pero como ya me conocen y que he ido a trabajar incluso tras dormir a la intemperie, solamente se ofrecen a cubrirme en caso que me sienta muy mal. Y para no contagiarles, usé una mascarilla todo el día y si necesitaba algo de ellos, se los informaba a través de la intranet.
Obviamente, no salí de inspección y a la hora de almuerzo ordené sopa, ante la preocupada mirada de Hannah.
“Pienso que esta noche debes dormir en tu habitación.” Le dije, al terminar la jornada.
“¡Si, claro! ¡Con tu esposa a un millón de kilómetros para cuidarte y tú solo y enfermo!” me respondió.
Era algo que la misma Marisol me habría dicho…
“Es que no quiero enfermarte…” le pedí con ternura.
“¡Lo sé, pero te conozco y eres un idiota!” me respondió bruscamente. “Mañana te levantaras, sin importar lo enfermo que te sientas y te iras conduciendo la camioneta. ¿Por qué no eres más normal? ¿Por qué no tomas un vuelo, como todos nosotros?”
Quería besarla, pero no quería contagiarla. Ella vive en Perth, en la parte occidental de Australia. Cuando termina el turno, ella toma un bus hasta Broken Hill y de ahí, toma un vuelo a su ciudad.
Pero para mí, la camioneta me sirve tanto en el trabajo como en la casa y es por eso que cada lunes emprendo la agotadora jornada de recorrer los 350 y algo kilómetros que me separan de mi hogar.
“¡No podré hacer mucho por ti esta noche!” le dije, cuando se acostó a mi lado.
“¡No seas estúpido!” me respondió, acurrucándose bajo mi brazo. “Me conformo con dormir contigo.”
Y así lo hicimos. Al amanecer, ella me contemplaba dormir, con sus brillantes ojos.
“¿Te sientes mejor?” me preguntó.
“Me duele la cabeza un poco… pero estoy bien…”
Mi respuesta la complicó.
“¡Sé que no hay manera que te convenza para que no vuelvas hoy!...” reconoció muy dolida. “Solamente, te pediré que te cuides… que si tú…”
Hizo una pausa, porque le cuesta decirlo…
“… y tu esposa… ¡Ya sabes!… quiero que te aguantes.” Me besó en la mejilla de la mascarilla. “¡Quiero volver a verte la próxima semana! Y si te sientes cansado al conducir, descansa. Prométeme que tomaras muchos líquidos y que guardaras reposo, apenas llegues a tu hogar.”
“¡Te lo prometo!” le respondí, al verla tan preocupada.
Ella sonrió y me besó en la frente. Nos bañamos y arreglamos nuestras cosas.
Luego de entregar la llave de las cabañas y marchar a entregar nuestros turnos, me volvió a solicitar que me cuidara y me dio un fuerte abrazo, que la mayoría de nuestros compañeros decidió ignorar.
Pero aunque difiero de Marisol sobre su opinión de enfermarnos juntos, prefiero enfermarme con ella y que ella me atienda.
Hannah es dulce, tierna y sensual. Pero no es mi esposa y con Marisol me siento cómodo. Es la mujer que más me importa en la vida y el turno ya es largo y odioso.
Cada semana es una lucha interna, porque debo separarme de la mujer que amo y mi familia, pero mi trabajo también es mi pasión.
Durante esos días que Marisol “fue mi enfermera”, ella se esforzó por cumplir su palabra de “sacar mi gripe transpirando” y yo solamente cooperé tomando analgésicos, remedios y bebiendo muchos líquidos (especialmente, de ella misma).
Pero ayer desperté más sano… y mi esposa consideró que había pasado mucho tiempo sin que alguien atendiera a Liz…
Post siguiente
4 comentarios - Siete por siete (90): Convalecencia