Se inflama María al contarme su conversación con alguien en un largo viaje en ómnibus. Aunque no llegaron siquiera a tocarse, la magia fue intensa: “No estaba tan bueno”, me explica “pero sus palabras eran de fuego”. ¡Uno de los míos! En la cama, le rendimos debido homenaje.
Demostrando estar en forma, Adriana hace sentadillas en cuatro variantes: hincado mi palo alternativamente en uno y otro agujero, ya sea mirándome o de espaldas. Me cuesta decidirme.
Vulva. ¿Por qué no llamamos siempre así al hueco femenino de placer: oscuro, cálido y húmedo (“jungla”, “umbría”)? Para peor, en español no pronunciamos la “v” como en otros idiomas, porque sonaría aun mejor, aludiendo a la mojada fertilidad de la lluvia. Y siempre a la lujuria.
Me toca a mí deslizar delicadamente una pluma por la piel amada, que se eriza como un mar que queda encrespado para siempre, mientras laten los sexos ávidos de encontrarse.
La Beba atravesó larga abstinencia y me eligió para corregir ese error. Ya horizontales y de frente, agarra mi mano y la lleva a su pecho. Es instantánea su reacción entre quejidos anhelantes, acercando su cuerpo, no para curarse sino para aumentar su fiebre.
El interior de María es de terciopelo en el que resbala mi viril cetro, húmedo musgo sobre el que se desliza mi ávida serpiente, cálida caverna de tenue rugosidad que no me dejará escapar hasta que compre una precaria libertad segregando mi líquido peaje, prenda de placer.
Una tibia tarde, el sol nos bañaba, entregados como estábamos a nuestra hambre mutua. Nos interrumpe el teléfono. Laetitia atiende de mala gana, discute, se malhumora, corta irritada. Cuando enfila hacia la cama, sé que me hará pagar los platos rotos practicando varios excesos.
¡Ay, los ayes, los lamentos, los clamores! María blasfema bailando la eterna danza del gozo hundiendo mi jugoso madero en su horno hospitalario, el tótem de mi ciega pasión en su nirvana, mi puro bastón en su santuario (tantas veces profanado, tantas veces consagrado).
En una ciudad europea, Fernanda me invita a ver un espectáculo de sexo en vivo. La idea pronto nos trasciende; algunas horas después, calmado por algún rato nuestro ardor, vemos que se nos hizo tarde. Solamente nos queda seguir intentando emular a los actores.
“¿Querés que te someta?”, me pregunta María. Significa que me dará satisfacción a mano, apoyando su deliciosa delantera en mi espalda y meneando mi dureza con fervor, habilidad y malicia. En esos casos, siempre acabo entre groseras convulsiones. La paja ajena es sublime.
Voy a torturar a Adriana con cera derretida pero el trémulo fuego se apaga. Los fósforos se niegan a encenderse. Como la vela es gruesa, la uso para que el otro agujero no quede vacío. En mi muy privilegiada situación interior, la siento ir poco a poco haciéndome compañía.
También me gusta, cuando ellas se masturban boca abajo con el vibrador o los dedos, poner mi cara a la altura de sus rodillas y contemplar como toda la zona del amor se contrae y se expande, se expande y se contrae, marcando un glorioso ritmo que se armoniza con la voz del otro lado.
Quizá sea porque tengo la experiencia pero, cuando María toma helado, detengo la respiración. Mientras la mano lo hace girar, con ágiles movimientos su larga lengua impide que se caiga siquiera una gota. Y, cuando existe el riesgo, se lo mete todo en la boca con inmensa gula. ¡Ay!
¿Pocos nombres y bastante repetidos, verdad? Quizá por no ponernos restricciones, nos dedicamos a ser moderadamente promiscuos con personas conocidas con quienes compartimos valores de respeto y libertad, por un lado, y la picardía y los calenturientos cuerpos, por otro.
Demostrando estar en forma, Adriana hace sentadillas en cuatro variantes: hincado mi palo alternativamente en uno y otro agujero, ya sea mirándome o de espaldas. Me cuesta decidirme.
Vulva. ¿Por qué no llamamos siempre así al hueco femenino de placer: oscuro, cálido y húmedo (“jungla”, “umbría”)? Para peor, en español no pronunciamos la “v” como en otros idiomas, porque sonaría aun mejor, aludiendo a la mojada fertilidad de la lluvia. Y siempre a la lujuria.
Me toca a mí deslizar delicadamente una pluma por la piel amada, que se eriza como un mar que queda encrespado para siempre, mientras laten los sexos ávidos de encontrarse.
La Beba atravesó larga abstinencia y me eligió para corregir ese error. Ya horizontales y de frente, agarra mi mano y la lleva a su pecho. Es instantánea su reacción entre quejidos anhelantes, acercando su cuerpo, no para curarse sino para aumentar su fiebre.
El interior de María es de terciopelo en el que resbala mi viril cetro, húmedo musgo sobre el que se desliza mi ávida serpiente, cálida caverna de tenue rugosidad que no me dejará escapar hasta que compre una precaria libertad segregando mi líquido peaje, prenda de placer.
Una tibia tarde, el sol nos bañaba, entregados como estábamos a nuestra hambre mutua. Nos interrumpe el teléfono. Laetitia atiende de mala gana, discute, se malhumora, corta irritada. Cuando enfila hacia la cama, sé que me hará pagar los platos rotos practicando varios excesos.
¡Ay, los ayes, los lamentos, los clamores! María blasfema bailando la eterna danza del gozo hundiendo mi jugoso madero en su horno hospitalario, el tótem de mi ciega pasión en su nirvana, mi puro bastón en su santuario (tantas veces profanado, tantas veces consagrado).
En una ciudad europea, Fernanda me invita a ver un espectáculo de sexo en vivo. La idea pronto nos trasciende; algunas horas después, calmado por algún rato nuestro ardor, vemos que se nos hizo tarde. Solamente nos queda seguir intentando emular a los actores.
“¿Querés que te someta?”, me pregunta María. Significa que me dará satisfacción a mano, apoyando su deliciosa delantera en mi espalda y meneando mi dureza con fervor, habilidad y malicia. En esos casos, siempre acabo entre groseras convulsiones. La paja ajena es sublime.
Voy a torturar a Adriana con cera derretida pero el trémulo fuego se apaga. Los fósforos se niegan a encenderse. Como la vela es gruesa, la uso para que el otro agujero no quede vacío. En mi muy privilegiada situación interior, la siento ir poco a poco haciéndome compañía.
También me gusta, cuando ellas se masturban boca abajo con el vibrador o los dedos, poner mi cara a la altura de sus rodillas y contemplar como toda la zona del amor se contrae y se expande, se expande y se contrae, marcando un glorioso ritmo que se armoniza con la voz del otro lado.
Quizá sea porque tengo la experiencia pero, cuando María toma helado, detengo la respiración. Mientras la mano lo hace girar, con ágiles movimientos su larga lengua impide que se caiga siquiera una gota. Y, cuando existe el riesgo, se lo mete todo en la boca con inmensa gula. ¡Ay!
¿Pocos nombres y bastante repetidos, verdad? Quizá por no ponernos restricciones, nos dedicamos a ser moderadamente promiscuos con personas conocidas con quienes compartimos valores de respeto y libertad, por un lado, y la picardía y los calenturientos cuerpos, por otro.
7 comentarios - Décadas de sexo (14): Impresiones
Hablamos del helado no? 😈
Aunque, ahora que lo pienso, cualquier objeto podría sufrir ese tratamiento. ¿Se le ocurre algún ejemplo?