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Compendio I
Una de las cosas que a Marisol le molesta es que me desvele por las noches y me ponga a escribir.
Dice que es algo que disfruta ver y que le tranquiliza, porque lo hago pausado y tranquilo.
“Le pones mucho detalle…” me dice. “¡Y eso me encanta!”
Pero ahora se ha marchado a clases y le prometí que a la noche lo leeríamos juntos.
Son pocas las veces que suelto mis instintos y es que he aprendido a controlarlos. En la universidad, era un pajero infernal, que se masturbaba por las mañanas y por las noches, pero al momento de hablar con una mujer, era tan elocuente como una paloma.
Marisol fue mi “primera amiga adulta”, por decirlo de alguna manera, porque con ella aprendí a soltarme.
Tener una pasión tan fuerte como el animé me hacía tan feliz, que día a día mis ganas por verla crecían.
No obstante, yo la quería como una amiga y no pensaba obscenidades de ella…
Pensaba más en su madre, para ser honestos.
Pero supimos adaptarnos. Yo venía desde pequeño formado en un “mundo de adultos” (por ser el menor de 3 hijos) y si quería llamar la atención, tenía que hablar temas de adultos.
Por esas razones, en las fiestas de cumpleaños con Margarita, siempre terminaba conversando con su papá, porque sabía bastante de astronomía y en esa época, yo vivía pensando en eso.
Pero Marisol proviene de la otra cara de la moneda: es la mayor de 3 hermanas y a menudo era ella la que tenía que subir los ánimos.
No quiero alargarme demasiado, pero esto es lo que le gusta a ella: que deje todo bien claro.
Juntos aprendimos a interesarnos por temas más de adultos (política y sociedad, por ejemplo) para no ser menos que el otro.
Y es así que llegamos al meollo del asunto.
El lunes me esperó impaciente, saltándome encima y envolviendo mis piernas con las suyas y haciendo que mis manos la afirmaran de su trasero, para que no se resbalara.
Me dio un beso como los que ella sabe darme: de esos que te sacan el aire y volvía muy agitada, tomada de mi mano, mientras Liz nos esperaba en la puerta.
Fue claro que a Liz le incomodó y trató de sonreír igual.
Pero a Marisol no le da remordimientos, porque Liz también puede hacer lo que quiera conmigo.
Durante la tarde, pude a jugar con las pequeñas.
La más chiquitita (que irónicamente, es la más larguirucha) se puede mantener en 2 pies y trata de dar pasos. Pero mi “gordita regalona” se pone de pie, me mira y se cae sentada, siempre sonriendo.
A eso de las 6, Liz empezó a arreglarse para ir a clases y quedaría a solas con mi ruiseñor, que era lo que quería.
“¿Qué vamos a hacer? Me vas a querer, ¿Cierto?...” preguntaba ella con impaciencia, tomándome de la mano y llevándome a la cama.
Teníamos los trajes que compramos en Japón, su uniforme escolar…
La imaginación era nuestro límite.
“Si… pero quiero darte en el gusto…” le respondí, con algunas dudas.
Ella me miró interesada.
“¿Cómo así?”
“Que lo hagamos como si fuera un animal…”
Sus ojitos brillaron.
“¿De verdad?”
“Sí.” Le respondí, tratando de sonreír.
Ella se puso muy cariñosa y me dio muchos besos y caricias en la mejilla.
“Pero no quiero hacértelo con esa ropa…” le aclaré.
Ella me miró sorprendida.
“¿Por qué? ¡Este es tu camisón favorito!”
Es un camisón semitransparente blanco. Por debajo, lleva una tanga y un sostén del mismo color, que la hacen ver divina y siempre me pone de ánimos.
“¡Si, pero quiero que te pongas algo que pueda romper!”
Con decir eso, me dio una de sus sonrisas más lindas.
Ella sabe que para mí es prácticamente antinatural romper cosas a propósito.
Pero adoro a mi mujer. Entre sus muchas prendas de vestir, tiene unos bermudas de mezclilla y una blusa amarilla, un poco desteñida, de antes de estar embarazada y que cuando se los pone, se ve sencillamente sensual, porque los pechos le quedan paraditos y a presión y el escote es majestuoso y elegante, sin olvidar su apetitosa cola.
Me sorprende que aun los tenga y que hubiese sido eso lo que quería usar, porque es su “ropa de combate”: lo que ella vestía cuando teníamos que limpiar las canaletas en la otra casa; cuando quería sacar algo del entretecho o cuando tiene que hacer algo sucio y que probablemente, la va a terminar manchando.
Por ahora, lo ocupa las veces que trapea el piso y es una de sus prendas favoritas.
“¿Quieres ponerte eso?” pregunté, desanimado con los recuerdos.
“¡Sí!” respondió entusiasmada, pero luego me vio. “¡Ay, amor! ¡Es sólo ropa!”
“Sí, pero a ti te gusta…”
Se empezaba a desanimar y reír.
“¡No, no te pongas así! ¡Lindo! ¡Me gusta mucho!… pero más me gustaría verte… ¡No sé!... ¡Desbocado!” me dijo, acostándome.
Parecía ella la que quería desbocarse encima de mí.
“Pero… ¿No tienes algo en mente?...” le pregunté.
“¡Ay, amor! ¡No debería ser tan difícil!” me dijo, haciendo uno de sus pucheros adorables. “¡Sólo déjate llevar!... ¡Me tienes aquí, delante de ti y vistiendo así!... ¿Qué te gustaría hacerme?”
“¡Acariciarte!” le respondí con honestidad.
Ella se rio y se sentó con las piernas abiertas, como si me fuera a cabalgar.
“¡No seas caballero, amor!... ¿Qué es lo que sientes?... ¿Qué cosas te gustaría hacer conmigo?”
Por la manera de tomar mi mano, besarla y acariciarla por sus mejillas, como ella sabe que me gusta hacerlo, me daba cuenta que ella quería que la entendiera y me pusiera en su lugar.
No es que tengamos problemas de intimidad. A ella le gusta que sea más rudo y que me deje llevar.
Pero es mi mejor amiga, es pequeñita y siempre me ha gustado la idea que puedo protegerla y eso le dije.
Su carita se ponía más decepcionada, pero trataba de sonreír conforme conmigo.
“Supongo… que tampoco dirás que soy una puta… ¿Verdad?” me preguntó, con un tono más triste.
“¡Me costaría mucho!” le respondí, lo que la hizo decaer más. “¡Eres la mamá de mis hijas, mi esposa y mi mejor amiga, Marisol y para mí, lo más natural es cuidarte!”
A ella le daba mucha pena y se acostaba en mi pecho.
“Si, amor. Te entiendo.”
“¡Pero no pienso que seas… una puta… completa!” le dije, para que no se desanimara.
“¿Cómo dices?” preguntó, alzando la mirada con una sonrisa.
“Pues yo pienso que eres media… puta… por las cosas que te gusta hacer conmigo.” le respondí, colorado.
Ella sonreía, ilusionada.
“¿Cómo cuáles? ¿Qué cosas te hacen creer que soy una puta?”
“Pues… por las mañanas, siempre me atiendes.” Le expliqué, muy avergonzado.
Realmente, me cuesta reconocer (e incluso escribir) que mi esposa es un poco… eso.
Ella se notaba más contenta, porque es algo que me cuesta.
Marisol valora mucho las cosas que hago con esfuerzo por ella.
“¿Sí? ¡Por favor, dime más!” dijo ella, destapándome el pantalón y a hacerme una demostración.
“También… cuando lo hacemos afuera… o cuando me dejas tocarte, cuando salimos…”
A ella le excitaba. Empezaba a acariciarse la entrepierna, mientras no paraba de lamer mi vara.
“¡Por favor!... ¡Dime más!...” me pedía, mientras se enterraba mi pene en su garganta, cada vez más rápido.
“Que te masturbes… todo el tiempo… que uses el huevo que te regale… o que me dejes hacerte la cola…” le decía, tratando de aguantar lo mejor que podía.
Ella lamía con pasión y empezaba a soltar mis sentidos.
Le tomé la cabeza y empecé a enterrársela hasta la punta de la garganta, atragantándose de vez en cuando, pero obstinada en seguir chupando.
“Que me dejes tener… tríos contigo… y que pueda hacerlo… con tu hermana… y tu mamá… ¡Uf, Marisol!... ¡Y la forma como chupas!... ¡Se nota que… te encanta la mía!... ¡No la dejas nunca… en paz!”
Y abusé por primera vez de su boca.
Me bajaron los remordimientos, en especial, cuando la vi medio ahogada y llorando, luego de eyacular, pero luego ella sonrió y me dio un beso.
“¿Cierto que soy… tu puta?” me preguntó, muy contenta.
“¡Pero hay más, Marisol!” le dije, besándola y abrazándola fuerte. “A veces te veo… y me gusta agarrarte las tetas… porque las tienes jugosas…”
Ella se quejaba deliciosamente cuando le pellizcaba los pezones.
“¿Te gustan… mis tetas… verdad?” preguntaba, arrebatada en placer.
Tomé su blusa y la levanté, exponiendo sus blancas mamas.
Ella sabe que a mí me gusta llamarle “pechos” y que siempre he discutido con Pamela, porque ella les dice “tetas”.
“Si… porque tus tetas de puta son esponjosas y ricas…” le respondí, chupeteando el pezón a todo pulmón.
Le dio un orgasmo y trataba de apartarme (como ella debió imaginar alguna vez), pero yo no me quería retirar.
“¿Te gusta que te coma las tetas, putita? ¿Te gusta? ¿Te gusta?” le pregunté, desafiándola.
“¡Si, me gusta!... ¡Soy tu puta, mi amor!...” me respondió.
“¡Eres una puta golosa, Marisol!” le dije, susurrándole el oído, mientras besaba su cuello. “¡Te gusta comerme todos los días y siempre que me ves, te chorreas!”
Le dije, metiendo mis manos debajo de sus pantaletas.
“¡Si, amor!... ¡Así lo hago!...” Me respondía, envuelta en éxtasis.
“¡Y eres tan viciosa, que te gusta que te la meta por todos los agujeros!” le dije, ya definitivamente soltándome. “¡Que puta eres, Marisol, que te gusta más que te metan dedos por el trasero que por delante!”
Ella se corría interminablemente.
“¡Si, amor!... ¡Si, amor!... ¡Me encanta!...” me respondía, respirando agitada mientras mis manos exploraban con libertad.
“¡Eres tan puta… Marisol… tan puta… que te besuqueas con el novio de tu hermana!...”
“¡Tan puta… tan puta… que le robaste el marido a tu prima!...”
“¡Y tan puta… tan puta… pero tan puta… que te acuestas con el amante de tu mamá!”
Quedó exhausta en placer. Esos comentarios le dieron orgasmos bestiales.
Pero yo quería disfrutar también.
“¡No, amor!... ¡Déjame descansar un poquito!” protestaba, mientras le dejaba la cola al aire.
“¿De qué te quejas?” le pregunté yo, ignorando sus plegarias. “¿Eres o no mi putita? ¿No te gusta sentirla dentro de tu culito, golosa?”
Ni siquiera era necesario lubricarlo. Estaba listo para tomar.
Ella se quejaba, pero lo aguantaba y yo me ponía medio déspota.
“¿No que te gusta… que la meta hasta el fondo?... ¿No que te encanta… hacer la cama rechinar?” le decía, haciendo crujir la cama.
“¡Sí!... ¡Me gusta!... ¡Me gusta tenerla toda!...” se quejaba mi viciosa esposa, entre lágrimas, pero gozando como loca.
Me hinqué en la cama y la tomé de la cintura con algo de dulzura.
“¡Que puta eres, Marisol!... ¡Todos los días… vas a la universidad… con este enorme culo… y se los muestras a tus compañeros… y profesores!...”
“¡No, amor!... ¡Yo no lo hago!” me respondía, sin perder ritmo en el vaivén.
“¡Pero ellos lo saben!... ¡Tienes la cara… que te gusta chupar vergas… y meterla por el culo!...”
Y ella se quejaba con dolor y tristeza.
“¡No, amor!... ¡Estás equivocado!... ¡Yo te quiero!... ¡Y sólo soy tu puta!...” me respondió, llorando con pena.
Nos besamos y dejamos que nuestros cuerpos acabaran.
Me encanta el trasero de Marisol. Siempre es tan estrecho, pero ya se ha acostumbrado tanto a que se lo haga, que entro y salgo con bastante facilidad.
Reposamos agotados y nos besamos. Nos habíamos extrañado y más que tener sexo o hacer el amor, queríamos tenernos un poquito más cerca.
La había extrañado, a pesar que hacer el amor sin preservativo con Hannah es delicioso, no tiene comparación con hacerlo con mi verdadera esposa.
Al poco rato, sentimos la puerta abrirse. Era Liz, que volvía de clases.
Marisol me miró deliciosa.
“¿Quieres… hacer algo más?” preguntó, acomodándola entre sus piernas, dispuesta a cabalgarme.
“Si, pero te quiero a ti… a solas… en silencio.” Le respondí.
Puso unos ojos enormes.
“¿Por qué?”
“¿Cómo que “Por qué”? ¡Eres mi esposa, Marisol, y quiero estar contigo!”
“Pero amor…” me iba a suplicar. “Liz y tú…”
“¡Calla, Marisol! ¡Por ahora, tengo ganas de ti! ¡Quiero verte si eres capaz de contener los gemidos que te voy a sacar!” le dije, haciéndole cosquillas en la barriga.
“¿Estás seguro?” me preguntó, risueña.
La besé.
“¡Si, amor!... ¡Eres… mi puta!” le respondí, nuevamente incomodo con la expresión. “Pero yo soy tu puto marido…”
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3 comentarios - Siete por siete (87): Aprendiendo a soltarme