Nunca me había animado. Mil veces había llegado hasta la puerta del cine, pero me superaba el miedo, y me terminaba yendo. Ese miércoles a la tarde temprano, me animé, pagué la entrada y me acomodé a la mitad de la sala, oscura y medio ocupada.
Estaban proyectando una película de travestis. Un chico de unos veinte años, alto, el pelo ensortijado, se me sentó al lado. Nos miramos tímidamente, me sonrió y le devolví el gesto. Me tomó la mano y me la llevó a su entrepierna. Comencé a acariciarle las piernas y la verga. La tenía dura. Y era considerable. La sacó hábilmente sin levantarse y me acercó con suavidad a una cabeza redonda y gruesa, que coronaba una poronga gorda y de unos veinte centímetros.
La tomé firmemente por la base y comencé a mamarlo lentamente, se echó hacia atrás, gemía y me acariciaba la cabeza. Sentí que me acariciaban la espalda y el culo, miré rápidamente para no sacarme la verga de la boca, y ví un señor de unos setenta que se pajeaba mientras me toqueteaba y me desabrochaba los pantalones. Se agachó para dejar su boca junto a mi oído:
- "Te voy a cojer el orto, gordito puto". Casi acabo ahí mismo.
Mientras yo sobaba la deliciosa poronga juvenil, el viejo me bajó los pantalones y me puso en cuatro en la butaca. Me lamió el orto y me puso los dedos con muy buen arte. De tanto en tanto me pajeaba desde atrás. Hasta que me abrí las cachas con las manos y el hombre me dio el gusto y me penetró impiadosamente, hasta que sus pelotas rebotaban contra las mías. El hombre no tenía una poronga descomunal, pero sabía cómo usarla, variaba el ritmo, pero nunca se detenía. Me tomaba por los hombros y me la enterraba toda.
El pibe me agarró la cabeza y me la detuvo hasta llenarme la boca de leche, mucha y exquisita leche. Ese fue el único momento raro, porque me quiso besar en la boca, y yo solo beso así a mi esposa. El pibe no lo tomó muy bien y se fue.
El viejo, se paró y me tomó de mi mano. "Seguime", me ordenó. Fuimos a un cuartito al costado de la sala, estaba en semipenumbras, pero se podían adivinar varias siluetas en poses y acciones varias. El señor se sentó en un sillón bajo y me hizo arrodillar para chupársela. Mi culo quedó expuesto y empecé a sentir, mientras él me cojía la boca, como me acariciaban el culo, la espalda las piernas. Uno me agarró la mano para que lo pajee. Sentí un lechazo en la espalda.
Alguien me chupó el culo unos instantes, y lo sentí como se ponía de pie. Me abrió las cachas con ambas manos y me puerteó despacio con la cabeza de su verga. Lentamente fue haciendo la fuerza necesaria, pero tenía una poronga gruesa y muy dura, que costaba. Traté de relajarme. Me la iba metiendo y sentía que no se acababa nunca.
El viejo me llenó la boca y se la limpié toda, le chupé los huevos y se la seguí chupando mientras se iba poniendo fláccida. El que me estaba garchando paró y me la sacó, me tomó por la cintura y me hizo girar para quedar de frente a él. Para mi enorme sorpresa era un rotundo negro, joven, la poronga erguida como un sable. Me acostó y me levantó las piernas. Se inclinó y me sonrió. Trabó mis piernas en el aire con sus brazos, y me empaló rotundo, macho, perfecto.
Había varios alrededor, que me fueron poniendo sus pijas en mi boca sedienta. Chupé siete, ocho, de todos los tamaños y sabores. Me acabaron en la cara y en el cuerpo. El negro me cojía impiadoso, rítmico, acompasado. Yo estaba en el cielo de los putos. Hasta que la sacó, se paró, la tomó por la base con la derecha y con la izquierda atrajo mi boca. Me puso toda la que entró y me regaló un río tibio y amargo, mientras me bombeaba la boca.
Tragué todo lo que el morocho me regaló.
Me quedé ahí, sentado en el pequeño sillón, casi desnudo. Estuve solo por unos minutos hasta que entraron tres chicos de unos veinte años. También se las chupé, pero no los dejé cojerme. Quería que mi culito guarde el recuerdo del negro por unos días.
Estaban proyectando una película de travestis. Un chico de unos veinte años, alto, el pelo ensortijado, se me sentó al lado. Nos miramos tímidamente, me sonrió y le devolví el gesto. Me tomó la mano y me la llevó a su entrepierna. Comencé a acariciarle las piernas y la verga. La tenía dura. Y era considerable. La sacó hábilmente sin levantarse y me acercó con suavidad a una cabeza redonda y gruesa, que coronaba una poronga gorda y de unos veinte centímetros.
La tomé firmemente por la base y comencé a mamarlo lentamente, se echó hacia atrás, gemía y me acariciaba la cabeza. Sentí que me acariciaban la espalda y el culo, miré rápidamente para no sacarme la verga de la boca, y ví un señor de unos setenta que se pajeaba mientras me toqueteaba y me desabrochaba los pantalones. Se agachó para dejar su boca junto a mi oído:
- "Te voy a cojer el orto, gordito puto". Casi acabo ahí mismo.
Mientras yo sobaba la deliciosa poronga juvenil, el viejo me bajó los pantalones y me puso en cuatro en la butaca. Me lamió el orto y me puso los dedos con muy buen arte. De tanto en tanto me pajeaba desde atrás. Hasta que me abrí las cachas con las manos y el hombre me dio el gusto y me penetró impiadosamente, hasta que sus pelotas rebotaban contra las mías. El hombre no tenía una poronga descomunal, pero sabía cómo usarla, variaba el ritmo, pero nunca se detenía. Me tomaba por los hombros y me la enterraba toda.
El pibe me agarró la cabeza y me la detuvo hasta llenarme la boca de leche, mucha y exquisita leche. Ese fue el único momento raro, porque me quiso besar en la boca, y yo solo beso así a mi esposa. El pibe no lo tomó muy bien y se fue.
El viejo, se paró y me tomó de mi mano. "Seguime", me ordenó. Fuimos a un cuartito al costado de la sala, estaba en semipenumbras, pero se podían adivinar varias siluetas en poses y acciones varias. El señor se sentó en un sillón bajo y me hizo arrodillar para chupársela. Mi culo quedó expuesto y empecé a sentir, mientras él me cojía la boca, como me acariciaban el culo, la espalda las piernas. Uno me agarró la mano para que lo pajee. Sentí un lechazo en la espalda.
Alguien me chupó el culo unos instantes, y lo sentí como se ponía de pie. Me abrió las cachas con ambas manos y me puerteó despacio con la cabeza de su verga. Lentamente fue haciendo la fuerza necesaria, pero tenía una poronga gruesa y muy dura, que costaba. Traté de relajarme. Me la iba metiendo y sentía que no se acababa nunca.
El viejo me llenó la boca y se la limpié toda, le chupé los huevos y se la seguí chupando mientras se iba poniendo fláccida. El que me estaba garchando paró y me la sacó, me tomó por la cintura y me hizo girar para quedar de frente a él. Para mi enorme sorpresa era un rotundo negro, joven, la poronga erguida como un sable. Me acostó y me levantó las piernas. Se inclinó y me sonrió. Trabó mis piernas en el aire con sus brazos, y me empaló rotundo, macho, perfecto.
Había varios alrededor, que me fueron poniendo sus pijas en mi boca sedienta. Chupé siete, ocho, de todos los tamaños y sabores. Me acabaron en la cara y en el cuerpo. El negro me cojía impiadoso, rítmico, acompasado. Yo estaba en el cielo de los putos. Hasta que la sacó, se paró, la tomó por la base con la derecha y con la izquierda atrajo mi boca. Me puso toda la que entró y me regaló un río tibio y amargo, mientras me bombeaba la boca.
Tragué todo lo que el morocho me regaló.
Me quedé ahí, sentado en el pequeño sillón, casi desnudo. Estuve solo por unos minutos hasta que entraron tres chicos de unos veinte años. También se las chupé, pero no los dejé cojerme. Quería que mi culito guarde el recuerdo del negro por unos días.
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