CAPÍTULO XV
Creo haber señalado ya cuáles son las peculiaridades principales de mis dos hermanas gemelas, Barbi y Cati. Acostumbro a citarlas siempre así por mera cuestión de orden alfabético, pues las dos son tan exactamente iguales en todo que no admiten discriminación alguna. Si en lo físico eran tan idénticas que nadie que no fuera de la familia podía distinguirlas, en su modo de ser y comportarse tampoco presentaban diferencias que facilitaran la labor.
Como he señalado en otro momento, todos los hermanos nos caracterizábamos por ser bastante independientes; sin embargo, el caso de las gemelas era con mucho el más extremado con respecto a los demás. Entre ellas sí que había una estrecha relación y no se separaban sino lo justo y necesario, dando la impresión de que no les preocupaba otra cosa fuera de ellas mismas y que no necesitaban de nadie más para sentirse felices.
La verdad es que, cuando empezaban con sus bromas y tonterías, se ponían insoportables. En casa ya estábamos acostumbrados a ello y nadie les hacía el menor caso, casi ignorándolas en la misma medida que ellas parecían ignorarnos al resto. Sin embargo, sobre todo cuando empezaban a reírse sin saber porqué, había ocasiones en que resultaban insufribles, aunque por fortuna eran las menos. Viki era la que peor llevaba esto y la que casi siempre saltaba con alguna de sus poco amables expresiones. Inútiles cabreos los suyos, porque las gemelas no la hacían el menor caso.
—Papá, ¿te importaría decirles que se callen de una maldita vez?
Pero papá no prestaba mayor atención a este tipo de súplicas y, como mucho, se limitaba a decir con voz resignada:
—Niñas...
Y las niñas, con tan débil reprimenda, que no era reprimenda ni nada por el estilo, ni se inmutaban.
No obstante, quiero aclarar que, aparte de ser ambas sendos cromos, también tenían sus cosas positivas, aunque tan poco era el alarde que de ellas hacían que lo más normal es que pasaran desapercibidas. Pero la verdad es que, tratándolas por las buenas, se les podía sacar casi cualquier cosa. Eran tremendamente ingenuas y, por separado, cambiaban por completo de carácter, como si les faltara la mitad del mismo. Lo complicado era encontrar esas oportunidades de ver a la una sin la compañía de la otra.
Yo ya andaba detrás de una de esas oportunidades porque tenía interés en hincarle el diente a cada una por separado, y creo que todo el mundo sabe ya de sobras a qué "diente" me refiero. Pero no había forma de conseguirlo. Hacerlo con las dos a la vez no acababa de convencerme del todo, aunque al final terminara corriéndome igual que si lo hiciera con una sola. No sé cómo explicarlo. Era como si en vez de echar un polvo echara mitad y mitad y, pese a que pueda aparentarlo y tal vez lo sea, para mí no era lo mismo. Empezar la cosa con una y terminarla con otra se me antojaban dos cosas distintas. Supongo que serán manías mías, pero ésa era la triste verdad.
No es que anduviera como un lobo en celo detrás de ellas, pues bastante cubiertas tenía ya mis necesidades. Pero, al igual que me ocurriera con Viki, eran las dificultades las que más me atraían. Como decía mi padre, apelando a un lenguaje poco habitual en él, «mientras más se lo tenga que currar uno, más apetitoso resulta». Y yo, con mi carácter en pleno proceso de formación, obraba muy influenciado por las cosas que hacía o decía mi padre, que consideraba siempre las más acertadas y las tomaba como modelo a seguir.
El caso de Barbi y Cati no era, evidentemente, el mismo de Viki, pues a las primeras ya me las había beneficiado un par de veces y a la última seguía sin catarla y sin esperanzas de catarla a corto ni medio plazo. Lo que en verdad no acababa de satisfacerme en el caso de las gemelas, es que sólo lo había hecho cuando quisieron ellas; y eso, en el fondo, me dejaba la sensación de que yo para ellas no pasaba de ser un mero objeto sexual que usaban cuando les venía en gana y olvidaban después hasta la próxima vez que les apeteciera. Y como quiera que los éxitos obtenidos en otros frentes cada vez me iban convenciendo más de que yo ya era todo un hombrecito al que no se le podía seguir tratando de esa manera, consideré que ante mí sólo tenía dos alternativas: o negarme a ser el juguete de mis hermanas o hacerlas ver que yo no era uno de esos kleenex que se usan y se tiran sin más. En otras palabras, tenían que entender que la misma disposición que ellas encontraban en mí cuando tal era su antojo, debería encontrarla por su parte cuando el capricho fuera mío.
Nadie debe sorprenderse, pues, de que aquella noche me asaltara sin más el casi irracional afán de llevar a cabo la empresa de tomar a una de las gemelas sin intervención de la otra. Quizá ahora me resultara preocupante aquella mi creciente afición a convertirme en una especie de furtivo nocturno dentro de la casa; pero a la impulsiva edad que entonces tenía, poco dada a la reflexión, estas cosas no suelen tenerse en cuenta.
Mala hora o mala noche escogí para alentar tal propósito, pues pese a lo avanzada que ya estaba la madrugada, el dormitorio de las gemelas permanecía iluminado por la débil luz de una de las lamparitas de noche y, los murmullos que dentro se escuchaban, indicaban a las claras que las dos estaban bien despiertas.
Mi primera intención fue volverme a la cama con mi consiguiente frustración a cuestas, pero me dio en la nariz que allí estaba ocurriendo algo raro y, con el sigilo al que ya me había acostumbrado, me acerqué hasta la puerta. Ésta estaba medio entornada, con una rendija más que suficiente para poder atisbar lo que al otro lado sucedía. Tampoco tuve que esforzarme mucho, pues las dos gemelas, en lugar de hallarse cada una en su correspondiente lecho, compartían el que habitualmente ocupaba Barbi, que era a su vez el que quedaba más accesible a la vista.
Al principio no supe muy bien qué era lo que ambas se traían entre manos. Podía pensarse que hablaban entre sí, pero su lenguaje resultaba un tanto extraño e incomprensible y lo hacían en voz tan baja que dificultaba aún más el poder entender lo que decían, si es que realmente decían algo. Las dos, desnudas, estaban echadas de costado, dándose frente la una a la otra. Dudé entre entrar o quedarme fuera y opté por esto último. Se encontraban tan aparentemente ocupadas con sus cosas, que mi presencia les pasaba por completo desapercibida.
A mí la desnudez en sí no me llamaba en especial la atención, pues harto estaba de verlas así y, ya se sabe, mientras más habitual es una cosa menos importancia se le da. Y no es porque no merecieran la pena, que bien que la merecían. Pero yo creo que, en este aspecto, el sentido de la vista lo tenía casi atrofiado y habían de entrar en función otros sentidos, el tacto en especial, para que mi libido se despertase. Eso, o poner a trabajar la imaginación.
Ni siquiera había yo oído pronunciar siquiera la palabra voyeur y menos aún sabía su significado. Sin saberlo, estaba ejerciendo como tal; porque, aunque parecía que no pasaba nada, a mí seguía dándome en la nariz que algo se cocía y que si las gemelas estaban en la misma cama y con la luz encendida era por alguna razón.
Fue un súbito suspiro de Cati lo que me hizo reparar en el apenas perceptible movimiento de los brazos de una y otra. Aunque no podía apreciarlo con suficiente claridad, me pareció evidente que ambas se estaban masturbando entre sí. Sus manos permanecían ocultas a mi vista, pero no se necesitaba ser demasiado inteligente para deducir en qué estaban ocupadas.
Los hechos no tardarían en darme la razón. Después de aquella supuesta calma chicha durante la que pareció que no pasaba nada, el temporal fue arreciando poco a poco. Y si Barbi y Cati habían permanecido tan quietecitas y tan simétricamente dispuestas sobre la cama como si fueran una sola y su imagen reflejada, la perfecta simetría empezó a alterarse cada vez más.
No sé si es que Barbi era más eficiente o Cati más ardiente, pero esta última fue la que antes perdió la compostura, empezando a frotar sus muslos como si un sarpullido, más intenso por momentos, le hubiera brotado de repente.
El brazo de Barbi, y consecuentemente la mano, avivó el movimiento y Cati terminó descomponiéndose por completo, deshecha en convulsiones y gemidos que se prolongaron largo rato, porque Barbi no dejó de incidir en la zona hasta que Cati le suplicó que parara.
Mientras que Cati se reponía de semejante trance, Barbi comenzó a comerle la boca en un beso que se me antojó que tenía más de antropófago que de apasionado por la forma en que parecía apretar los dientes apresando, supongo, la lengua de una derrumbada Cati, cuya reacción no se hizo esperar demasiado.
Primero fueron sus manos las que se apoderaron de las tetas de Barbi, alternando las más suaves caricias con los más contundentes apretones; a continuación, libre ya del acoso a que había estado sometida, entró en acción su lengua agitándose como rabo de lagartija sobre los pezoncitos de Barbi, que pronto dejaron de ser pezoncitos para convertirse en unos puntales más que dignos de aquellos senos que, aun estando todavía en plena fase de desarrollo, ya marcaban unas formas y dimensiones francamente prometedoras.
La revancha de Cati fue cobrando intensidad por momentos y Barbi pasó de castigadora a castigada en un suspiro. Diríase que de los pezones de Barbi debía de manar una especie de elixir afrodisíaco, pues Cati los succionaba cada vez con mayor ahínco y todo su cuerpo parecía agitarse con lo que de ellos sacaba. Ahora la derrotada era Barbi y yo tampoco permanecía ajeno a aquel espectáculo, al que por primera vez asistía en vivo y en directo. Mi verga se había puesto ya en posición de firmes y, a falta de cosa mejor por el momento, mi mano empezó a acariciarla como en los viejos tiempos.
Barbi se había girado hasta quedar boca arriba y ello me ofrecía una mejor visión de cuanto acontecía, que era mucho y apasionante. Cati se había transformado por completo y ya no chupaba, sino que mordía, por lo que no estaba muy seguro si los grititos de Barbi eran de placer o de dolor. En cualquier caso, como si la hubieran anestesiado, se mantenía estática y dejándose hacer.
Ahora sí que pude ver claramente como la diestra de Cati tomaba posesión del coño de Barbi y empezaba a zarandearlo sin contemplaciones, pues aquello sobrepasaba con creces los límites de un simple frotamiento. Tan pronto abarcaba toda la vulva, sacudiéndola a un lado y a otro, como introducía sus dedos en la vagina agitándolos con no menos vigor. Y, por si fuera poco, tampoco descuidaba la región clitoriana, que friccionaba a ritmo de vértigo, contagiando también a mi mano.
Barbi fue recobrando su movilidad y llegó un momento en que no sabía ya cómo ponerse. Tan pronto encogía las piernas como las estiraba hasta más no poder, pies incluidos, y de continuo alzaba y bajaba su pelvis, no sé si pidiendo más o quejándose del exceso. Ante lo inminente de mi corrida, yo tuve que aflojar la marcha y apretarme la punta del capullo en un desesperado intento por evitar lo que parecía inevitable, consiguiendo a duras penas mi objetivo.
Tampoco Barbi tardó en alcanzar su objetivo, que evidentemente era el opuesto al mío, y brincó en la cama sacudida por uno de los orgasmos más clamorosos de cuantos mis ojos han sido testigos.
Ante tal estado de cosas y mi propia desesperación, nuevamente me asalto el deseo de dar el paso definitivo y unirme también al juego; pero una vez más me contuve porque el tal juego no sólo no había acabado sino que presentaba todos los indicios de no haber hecho más que empezar, ya que un nuevo e inesperado personaje hizo acto de presencia.
No sé de dónde salió o por dónde entró, pero de pronto Barbi exhibió en su mano izquierda un monumental pene de calculo que no menos de veinticinco centímetros, adornado con huevos y todo, que a pesar de su arficialidad no dejaba de ser una réplica más que convincente del modelo representado. Y empuñándolo casi a modo de espada, lo introdujo sin miramientos en el coño de Cati, que tragó sin rechistar casi las tres cuartas partes del falso intruso.
Pero aunque fuera de engaño, estaba claro que aquel pene desempeñaba perfectamente su misión, máxime cuando Barbi se echó encima de Cati y simuló la actitud del macho apareando bien apareada a la hembra, colocando la mano que sostenía el ingenio justo en su propio coño y realizando los movimientos de bombeo con tal destreza que el susodicho ingenio parecía ser mismamente una prolongación natural de su cuerpo. Y así debía de entenderlo también Cati, pues se abrazaba a Barbi y besaba su boca como si fuera un amante y no su hermana lo que tenía encima.
Yo estaba tan a punto de estallar que ni siquiera me atrevía a tocar mi verga con la mano, temeroso de que al menor contacto se provocara la catástrofe. Todo en sí me fascinaba de tan inusual escena, pero la forma en que el culito de Barbi se movía, contrayendo las nalgas cuando apretaba y relajándolas cuando cedía, me tenía que echaba ascuas.
En muchas ocasiones, últimamente no tantas, había asistido impertérrito a las actividades amorosas de mis padres y no entendía porqué el ver a mis hermanas, haciendo prácticamente lo mismo, ejercía sobre mí un efecto tan distinto. Quizás la clandestinidad con que ahora estaba actuando, pues aunque no me escondía ellas seguían sin saber que estaban siendo observadas, daba a la situación otro aspecto distinto; aunque yo más bien creo que la verdadera diferencia estribaba en el hecho de que, en el caso de mis padres, daba por descartada mi participación y en éste lo tenía menos claro. En verdad, ni siquiera sé qué es lo que me retenía allí en el pasillo, pegado a la puerta pero sin traspasar sus límites.
La tenacidad de Barbi en su papel varonil no podía dejar de causar su efecto. Era inevitable que el vigor con que hacía entrar y salir el señuelo en la vagina de su oponente obtuviera su recompensa y ésta no se hizo de esperar demasiado. Cati se deshizo una vez más entre gemidos y aspavientos, mientras Barbi seguía arrancándole los postreros estremecimientos.
El falo maravilloso cambió de manos y los papeles se invirtieron, momento en el que ya no pude aguantarlo más y entré con decisión en el cuarto, dispuesto a competir con mi verga, menos aparatosa que el artilugio pero enteramente natural. Y como el culo de Cati era lo que más a menos se encontraba disponible, por ahí intenté iniciar el ataque.
Mi irrupción vino a romper el mágico momento de que ambas disfrutaban. Cati gritó asustada el notar el ardiente contacto de mi polla buscando hueco entre sus nalgas y rápidamente se echó a un lado, dejando clavado el artificio en el coño de Barbi, que de igual modo se sintió consternada con mi presencia.
—¿Desde cuándo te dedicas a espiarnos? —me interpeló Cati con cara de pocos amigos.
—Desde hace cosa de media hora.
—¿Y te parece bonito? —terció Barbi, que parecía menos indignada.
—Si te refieres a lo que he visto, me parece precioso.
—No me refiero a lo que has visto, sino a tu conducta.
—¿Qué le pasa a mi conducta?
—Deberías ser más respetuoso con la intimidad de los demás —me recriminó Cati.
—Tenía ganas de ir al baño, casualmente vi lo que estabais haciendo y me detuve a presenciar el espectáculo. Y el asunto se puso tan interesante, que entré con el sano propósito de unirme a la juerga. Eso es todo. La puerta estaba abierta y no creo haber hecho nada censurable.
—Pues ya te puedes ir marchando —ordenó Cati.
—¿Seréis capaces de echarme con el calenturón que tengo encima?
—Yo sí —afirmó tajante Cati.
—¿Y tú? —consulté a Barbi, que finalmente se había decidido a quitarse el instrumento.
Barbi miró vacilante a Cati. En general, ninguna de ellas solía tomar decisión alguna sin contar antes con la aquiescencia de la otra.
—Yo, por mí —empezó a decir titubeante—, puedes quedarte; pero si Cati no quiere...
—¿Todavía tienes ganas de follar más? —se encaró Cati con su hermana.
—Compréndelo, Cati. Me has dejado a medias.
Cati, francamente contrariada, con dos brincos se plantó en su propia cama. Era la primera vez que las veía en completo desacuerdo.
—Podéis hacer lo que os dé la gana —farfulló—; pero fuera de mi presencia.
—Si te vas a enfadar... —siguió titubeando Barbi.
—¿Por qué me habría de enfadar? —replicó Cati con una expresión que significaba todo lo contrario—. Si a ti te apetece y a él también, allá vosotros.
Barbi soltó el traste que aún conservaba en su mano y que parecía haber perdido de repente toda utilidad.
—No te importa que vayamos a tu habitación, ¿verdad? —me preguntó.
—No es que no me importe. Es que lo prefiero.
Y, sin más, dejamos a Cati digiriendo a solas su tragedia. De haber sabido que tal iba a ser el resultado, mi intromisión se habría producido mucho antes. Aunque, quién sabe, quizás fue el hacerlo en el momento oportuno lo que decidió mi suerte
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Creo haber señalado ya cuáles son las peculiaridades principales de mis dos hermanas gemelas, Barbi y Cati. Acostumbro a citarlas siempre así por mera cuestión de orden alfabético, pues las dos son tan exactamente iguales en todo que no admiten discriminación alguna. Si en lo físico eran tan idénticas que nadie que no fuera de la familia podía distinguirlas, en su modo de ser y comportarse tampoco presentaban diferencias que facilitaran la labor.
Como he señalado en otro momento, todos los hermanos nos caracterizábamos por ser bastante independientes; sin embargo, el caso de las gemelas era con mucho el más extremado con respecto a los demás. Entre ellas sí que había una estrecha relación y no se separaban sino lo justo y necesario, dando la impresión de que no les preocupaba otra cosa fuera de ellas mismas y que no necesitaban de nadie más para sentirse felices.
La verdad es que, cuando empezaban con sus bromas y tonterías, se ponían insoportables. En casa ya estábamos acostumbrados a ello y nadie les hacía el menor caso, casi ignorándolas en la misma medida que ellas parecían ignorarnos al resto. Sin embargo, sobre todo cuando empezaban a reírse sin saber porqué, había ocasiones en que resultaban insufribles, aunque por fortuna eran las menos. Viki era la que peor llevaba esto y la que casi siempre saltaba con alguna de sus poco amables expresiones. Inútiles cabreos los suyos, porque las gemelas no la hacían el menor caso.
—Papá, ¿te importaría decirles que se callen de una maldita vez?
Pero papá no prestaba mayor atención a este tipo de súplicas y, como mucho, se limitaba a decir con voz resignada:
—Niñas...
Y las niñas, con tan débil reprimenda, que no era reprimenda ni nada por el estilo, ni se inmutaban.
No obstante, quiero aclarar que, aparte de ser ambas sendos cromos, también tenían sus cosas positivas, aunque tan poco era el alarde que de ellas hacían que lo más normal es que pasaran desapercibidas. Pero la verdad es que, tratándolas por las buenas, se les podía sacar casi cualquier cosa. Eran tremendamente ingenuas y, por separado, cambiaban por completo de carácter, como si les faltara la mitad del mismo. Lo complicado era encontrar esas oportunidades de ver a la una sin la compañía de la otra.
Yo ya andaba detrás de una de esas oportunidades porque tenía interés en hincarle el diente a cada una por separado, y creo que todo el mundo sabe ya de sobras a qué "diente" me refiero. Pero no había forma de conseguirlo. Hacerlo con las dos a la vez no acababa de convencerme del todo, aunque al final terminara corriéndome igual que si lo hiciera con una sola. No sé cómo explicarlo. Era como si en vez de echar un polvo echara mitad y mitad y, pese a que pueda aparentarlo y tal vez lo sea, para mí no era lo mismo. Empezar la cosa con una y terminarla con otra se me antojaban dos cosas distintas. Supongo que serán manías mías, pero ésa era la triste verdad.
No es que anduviera como un lobo en celo detrás de ellas, pues bastante cubiertas tenía ya mis necesidades. Pero, al igual que me ocurriera con Viki, eran las dificultades las que más me atraían. Como decía mi padre, apelando a un lenguaje poco habitual en él, «mientras más se lo tenga que currar uno, más apetitoso resulta». Y yo, con mi carácter en pleno proceso de formación, obraba muy influenciado por las cosas que hacía o decía mi padre, que consideraba siempre las más acertadas y las tomaba como modelo a seguir.
El caso de Barbi y Cati no era, evidentemente, el mismo de Viki, pues a las primeras ya me las había beneficiado un par de veces y a la última seguía sin catarla y sin esperanzas de catarla a corto ni medio plazo. Lo que en verdad no acababa de satisfacerme en el caso de las gemelas, es que sólo lo había hecho cuando quisieron ellas; y eso, en el fondo, me dejaba la sensación de que yo para ellas no pasaba de ser un mero objeto sexual que usaban cuando les venía en gana y olvidaban después hasta la próxima vez que les apeteciera. Y como quiera que los éxitos obtenidos en otros frentes cada vez me iban convenciendo más de que yo ya era todo un hombrecito al que no se le podía seguir tratando de esa manera, consideré que ante mí sólo tenía dos alternativas: o negarme a ser el juguete de mis hermanas o hacerlas ver que yo no era uno de esos kleenex que se usan y se tiran sin más. En otras palabras, tenían que entender que la misma disposición que ellas encontraban en mí cuando tal era su antojo, debería encontrarla por su parte cuando el capricho fuera mío.
Nadie debe sorprenderse, pues, de que aquella noche me asaltara sin más el casi irracional afán de llevar a cabo la empresa de tomar a una de las gemelas sin intervención de la otra. Quizá ahora me resultara preocupante aquella mi creciente afición a convertirme en una especie de furtivo nocturno dentro de la casa; pero a la impulsiva edad que entonces tenía, poco dada a la reflexión, estas cosas no suelen tenerse en cuenta.
Mala hora o mala noche escogí para alentar tal propósito, pues pese a lo avanzada que ya estaba la madrugada, el dormitorio de las gemelas permanecía iluminado por la débil luz de una de las lamparitas de noche y, los murmullos que dentro se escuchaban, indicaban a las claras que las dos estaban bien despiertas.
Mi primera intención fue volverme a la cama con mi consiguiente frustración a cuestas, pero me dio en la nariz que allí estaba ocurriendo algo raro y, con el sigilo al que ya me había acostumbrado, me acerqué hasta la puerta. Ésta estaba medio entornada, con una rendija más que suficiente para poder atisbar lo que al otro lado sucedía. Tampoco tuve que esforzarme mucho, pues las dos gemelas, en lugar de hallarse cada una en su correspondiente lecho, compartían el que habitualmente ocupaba Barbi, que era a su vez el que quedaba más accesible a la vista.
Al principio no supe muy bien qué era lo que ambas se traían entre manos. Podía pensarse que hablaban entre sí, pero su lenguaje resultaba un tanto extraño e incomprensible y lo hacían en voz tan baja que dificultaba aún más el poder entender lo que decían, si es que realmente decían algo. Las dos, desnudas, estaban echadas de costado, dándose frente la una a la otra. Dudé entre entrar o quedarme fuera y opté por esto último. Se encontraban tan aparentemente ocupadas con sus cosas, que mi presencia les pasaba por completo desapercibida.
A mí la desnudez en sí no me llamaba en especial la atención, pues harto estaba de verlas así y, ya se sabe, mientras más habitual es una cosa menos importancia se le da. Y no es porque no merecieran la pena, que bien que la merecían. Pero yo creo que, en este aspecto, el sentido de la vista lo tenía casi atrofiado y habían de entrar en función otros sentidos, el tacto en especial, para que mi libido se despertase. Eso, o poner a trabajar la imaginación.
Ni siquiera había yo oído pronunciar siquiera la palabra voyeur y menos aún sabía su significado. Sin saberlo, estaba ejerciendo como tal; porque, aunque parecía que no pasaba nada, a mí seguía dándome en la nariz que algo se cocía y que si las gemelas estaban en la misma cama y con la luz encendida era por alguna razón.
Fue un súbito suspiro de Cati lo que me hizo reparar en el apenas perceptible movimiento de los brazos de una y otra. Aunque no podía apreciarlo con suficiente claridad, me pareció evidente que ambas se estaban masturbando entre sí. Sus manos permanecían ocultas a mi vista, pero no se necesitaba ser demasiado inteligente para deducir en qué estaban ocupadas.
Los hechos no tardarían en darme la razón. Después de aquella supuesta calma chicha durante la que pareció que no pasaba nada, el temporal fue arreciando poco a poco. Y si Barbi y Cati habían permanecido tan quietecitas y tan simétricamente dispuestas sobre la cama como si fueran una sola y su imagen reflejada, la perfecta simetría empezó a alterarse cada vez más.
No sé si es que Barbi era más eficiente o Cati más ardiente, pero esta última fue la que antes perdió la compostura, empezando a frotar sus muslos como si un sarpullido, más intenso por momentos, le hubiera brotado de repente.
El brazo de Barbi, y consecuentemente la mano, avivó el movimiento y Cati terminó descomponiéndose por completo, deshecha en convulsiones y gemidos que se prolongaron largo rato, porque Barbi no dejó de incidir en la zona hasta que Cati le suplicó que parara.
Mientras que Cati se reponía de semejante trance, Barbi comenzó a comerle la boca en un beso que se me antojó que tenía más de antropófago que de apasionado por la forma en que parecía apretar los dientes apresando, supongo, la lengua de una derrumbada Cati, cuya reacción no se hizo esperar demasiado.
Primero fueron sus manos las que se apoderaron de las tetas de Barbi, alternando las más suaves caricias con los más contundentes apretones; a continuación, libre ya del acoso a que había estado sometida, entró en acción su lengua agitándose como rabo de lagartija sobre los pezoncitos de Barbi, que pronto dejaron de ser pezoncitos para convertirse en unos puntales más que dignos de aquellos senos que, aun estando todavía en plena fase de desarrollo, ya marcaban unas formas y dimensiones francamente prometedoras.
La revancha de Cati fue cobrando intensidad por momentos y Barbi pasó de castigadora a castigada en un suspiro. Diríase que de los pezones de Barbi debía de manar una especie de elixir afrodisíaco, pues Cati los succionaba cada vez con mayor ahínco y todo su cuerpo parecía agitarse con lo que de ellos sacaba. Ahora la derrotada era Barbi y yo tampoco permanecía ajeno a aquel espectáculo, al que por primera vez asistía en vivo y en directo. Mi verga se había puesto ya en posición de firmes y, a falta de cosa mejor por el momento, mi mano empezó a acariciarla como en los viejos tiempos.
Barbi se había girado hasta quedar boca arriba y ello me ofrecía una mejor visión de cuanto acontecía, que era mucho y apasionante. Cati se había transformado por completo y ya no chupaba, sino que mordía, por lo que no estaba muy seguro si los grititos de Barbi eran de placer o de dolor. En cualquier caso, como si la hubieran anestesiado, se mantenía estática y dejándose hacer.
Ahora sí que pude ver claramente como la diestra de Cati tomaba posesión del coño de Barbi y empezaba a zarandearlo sin contemplaciones, pues aquello sobrepasaba con creces los límites de un simple frotamiento. Tan pronto abarcaba toda la vulva, sacudiéndola a un lado y a otro, como introducía sus dedos en la vagina agitándolos con no menos vigor. Y, por si fuera poco, tampoco descuidaba la región clitoriana, que friccionaba a ritmo de vértigo, contagiando también a mi mano.
Barbi fue recobrando su movilidad y llegó un momento en que no sabía ya cómo ponerse. Tan pronto encogía las piernas como las estiraba hasta más no poder, pies incluidos, y de continuo alzaba y bajaba su pelvis, no sé si pidiendo más o quejándose del exceso. Ante lo inminente de mi corrida, yo tuve que aflojar la marcha y apretarme la punta del capullo en un desesperado intento por evitar lo que parecía inevitable, consiguiendo a duras penas mi objetivo.
Tampoco Barbi tardó en alcanzar su objetivo, que evidentemente era el opuesto al mío, y brincó en la cama sacudida por uno de los orgasmos más clamorosos de cuantos mis ojos han sido testigos.
Ante tal estado de cosas y mi propia desesperación, nuevamente me asalto el deseo de dar el paso definitivo y unirme también al juego; pero una vez más me contuve porque el tal juego no sólo no había acabado sino que presentaba todos los indicios de no haber hecho más que empezar, ya que un nuevo e inesperado personaje hizo acto de presencia.
No sé de dónde salió o por dónde entró, pero de pronto Barbi exhibió en su mano izquierda un monumental pene de calculo que no menos de veinticinco centímetros, adornado con huevos y todo, que a pesar de su arficialidad no dejaba de ser una réplica más que convincente del modelo representado. Y empuñándolo casi a modo de espada, lo introdujo sin miramientos en el coño de Cati, que tragó sin rechistar casi las tres cuartas partes del falso intruso.
Pero aunque fuera de engaño, estaba claro que aquel pene desempeñaba perfectamente su misión, máxime cuando Barbi se echó encima de Cati y simuló la actitud del macho apareando bien apareada a la hembra, colocando la mano que sostenía el ingenio justo en su propio coño y realizando los movimientos de bombeo con tal destreza que el susodicho ingenio parecía ser mismamente una prolongación natural de su cuerpo. Y así debía de entenderlo también Cati, pues se abrazaba a Barbi y besaba su boca como si fuera un amante y no su hermana lo que tenía encima.
Yo estaba tan a punto de estallar que ni siquiera me atrevía a tocar mi verga con la mano, temeroso de que al menor contacto se provocara la catástrofe. Todo en sí me fascinaba de tan inusual escena, pero la forma en que el culito de Barbi se movía, contrayendo las nalgas cuando apretaba y relajándolas cuando cedía, me tenía que echaba ascuas.
En muchas ocasiones, últimamente no tantas, había asistido impertérrito a las actividades amorosas de mis padres y no entendía porqué el ver a mis hermanas, haciendo prácticamente lo mismo, ejercía sobre mí un efecto tan distinto. Quizás la clandestinidad con que ahora estaba actuando, pues aunque no me escondía ellas seguían sin saber que estaban siendo observadas, daba a la situación otro aspecto distinto; aunque yo más bien creo que la verdadera diferencia estribaba en el hecho de que, en el caso de mis padres, daba por descartada mi participación y en éste lo tenía menos claro. En verdad, ni siquiera sé qué es lo que me retenía allí en el pasillo, pegado a la puerta pero sin traspasar sus límites.
La tenacidad de Barbi en su papel varonil no podía dejar de causar su efecto. Era inevitable que el vigor con que hacía entrar y salir el señuelo en la vagina de su oponente obtuviera su recompensa y ésta no se hizo de esperar demasiado. Cati se deshizo una vez más entre gemidos y aspavientos, mientras Barbi seguía arrancándole los postreros estremecimientos.
El falo maravilloso cambió de manos y los papeles se invirtieron, momento en el que ya no pude aguantarlo más y entré con decisión en el cuarto, dispuesto a competir con mi verga, menos aparatosa que el artilugio pero enteramente natural. Y como el culo de Cati era lo que más a menos se encontraba disponible, por ahí intenté iniciar el ataque.
Mi irrupción vino a romper el mágico momento de que ambas disfrutaban. Cati gritó asustada el notar el ardiente contacto de mi polla buscando hueco entre sus nalgas y rápidamente se echó a un lado, dejando clavado el artificio en el coño de Barbi, que de igual modo se sintió consternada con mi presencia.
—¿Desde cuándo te dedicas a espiarnos? —me interpeló Cati con cara de pocos amigos.
—Desde hace cosa de media hora.
—¿Y te parece bonito? —terció Barbi, que parecía menos indignada.
—Si te refieres a lo que he visto, me parece precioso.
—No me refiero a lo que has visto, sino a tu conducta.
—¿Qué le pasa a mi conducta?
—Deberías ser más respetuoso con la intimidad de los demás —me recriminó Cati.
—Tenía ganas de ir al baño, casualmente vi lo que estabais haciendo y me detuve a presenciar el espectáculo. Y el asunto se puso tan interesante, que entré con el sano propósito de unirme a la juerga. Eso es todo. La puerta estaba abierta y no creo haber hecho nada censurable.
—Pues ya te puedes ir marchando —ordenó Cati.
—¿Seréis capaces de echarme con el calenturón que tengo encima?
—Yo sí —afirmó tajante Cati.
—¿Y tú? —consulté a Barbi, que finalmente se había decidido a quitarse el instrumento.
Barbi miró vacilante a Cati. En general, ninguna de ellas solía tomar decisión alguna sin contar antes con la aquiescencia de la otra.
—Yo, por mí —empezó a decir titubeante—, puedes quedarte; pero si Cati no quiere...
—¿Todavía tienes ganas de follar más? —se encaró Cati con su hermana.
—Compréndelo, Cati. Me has dejado a medias.
Cati, francamente contrariada, con dos brincos se plantó en su propia cama. Era la primera vez que las veía en completo desacuerdo.
—Podéis hacer lo que os dé la gana —farfulló—; pero fuera de mi presencia.
—Si te vas a enfadar... —siguió titubeando Barbi.
—¿Por qué me habría de enfadar? —replicó Cati con una expresión que significaba todo lo contrario—. Si a ti te apetece y a él también, allá vosotros.
Barbi soltó el traste que aún conservaba en su mano y que parecía haber perdido de repente toda utilidad.
—No te importa que vayamos a tu habitación, ¿verdad? —me preguntó.
—No es que no me importe. Es que lo prefiero.
Y, sin más, dejamos a Cati digiriendo a solas su tragedia. De haber sabido que tal iba a ser el resultado, mi intromisión se habría producido mucho antes. Aunque, quién sabe, quizás fue el hacerlo en el momento oportuno lo que decidió mi suerte
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