CAPÍTULO V
Mi primer encuentro con Bea me dejó tan marcado que casi puede decirse que, a partir de entonces, empecé a ser una persona distinta. Aunque Bea fuera, como con el tiempo se demostraría, un miembro más de la familia, para mí supuso la primera experiencia fuera de casa y el descubrimiento de muchas cosas que hasta entonces desconocía del sexo opuesto. Ello me permitió afrontar desde una perspectiva bien distinta mi personal asunto con Viki.
Puesto que, según Bea, una mujer suele mostrarse tanto más inaccesible cuanto mayor sea el interés que se evidencia hacia ella, mi primer paso fue adoptar una actitud de total indiferencia. No me resultó nada fácil, pero poco a poco lo fui consiguiendo. Los consejos de Bea me dieron la fortaleza de ánimo necesaria para paliar el desencanto que me producía el no apreciar ningún cambio significativo en el comportamiento de la mayor de mis hermanas. Ya dije con anterioridad que soy una persona proclive a desanimarme enseguida cuando las cosas no marchan como yo quisiera.
Por supuesto, la que más se beneficiaba de mis progresos era Dori, siempre dispuesta a experimentar nuevas sensaciones. Ella era mi válvula de escape en la misma medida en que supongo yo era la suya. Con Barbi y Cati, después de la sesión de sexo anal, no había vuelto a tener más aventuras y ya me picaba el gusanillo de repetir con ellas, aunque por separado. Pero, como de costumbre, iban a lo suyo y no parecían necesitar de nadie más.
—¿No serán un poco tortilleras? —le comenté a Dori.
—Yo también lo he pensado algunas veces, pero nunca las he visto hacer nada de eso.
Y así, poco más o menos, estaba la situación cuando mi padre recibió noticias de la tía Marta, su hermana menor. Al parecer, su matrimonio hacía aguas, había optado por la separación y requería a mi padre para que la ayudara en los trámites a seguir.
Marta, que contaba un año menos que mi madre, vivía en Romedales, un pequeño pueblecito perdido en plena sierra, cuna de mis abuelos paternos, con cuya casa se quedó en el reparto de la herencia. Hubo un tiempo en que todos los veranos íbamos a pasar una semana o dos con ella, pero las relaciones entre mi padre y Genaro, el marido de Marta, se fueron enturbiando y aquellas visitas finalizaron. De esto habían pasado ya sus buenos cinco o seis años. Teníamos bastantes familiares más allí, pero menos allegados.
Yo guardaba gratos recuerdos de mi tía y, sobre todo, de sus dos hijas, Sara y Martita, con las que había pasado muy buenos ratos, para nada relacionados con el sexo, pues aún éramos demasiado pequeños como para pensar en esas cosas. Así que, no bien mi padre habló de ir a ver a su hermana aquel fin de semana, automáticamente me apunté voluntario para acompañarle, y lo mismo hizo Dori, que también sentía un cariño muy especial por las dos primas.
A tía Marta la encontré como siempre, pues prácticamente no había cambiado en nada; pero a Sara y Martita creo que no las habría reconocido si me hubiera cruzado con ellas por la calle. Sara acababa de cumplir los 20 y, aunque poco agraciada de cara, tenía un cuerpazo de los que quitan el hipo; Martita, de la misma edad que Dori, había dado un sorprendente estirón y prometía mucho; pero aún seguía siendo una niña tanto mental como físicamente. Yo empezaba a sentirme ya todo un hombre.
Pensaba encontrarme a una tía Marta un tanto atribulada por las circunstancias. Como no concebía a mi madre sin mi padre, me parecía que una ruptura matrimonial debía de ser una gran desgracia. Mi tía, sin embargo, presentaba la alegría propia de quien se ve liberada de un pesado yugo y su única preocupación era que la casa siguiera siendo de su propiedad y que sus hijas continuaran bajo su techo. Cuando mi padre la tranquilizó, asegurándole que ambas cosas podía darlas por hechas, sabedora de que él jamás afirmaba nada gratuitamente, se puso más contenta que unas castañuelas y pronunció una frase cuyo significado, en un principio, no supe captar:
—Y hoy le daremos motivos al estúpido de mi marido para que sus sospechas de todos estos años tengan fundamento.
La incógnita no se me despejó hasta ya entrada la noche, cuando mi padre y su hermana se encerraron en el cuarto de ésta. A juzgar por sus gritos, Marta debió de disfrutar como nunca en su vida con las diabluras de mi padre y, cuando salió del dormitorio, ataviada con un atrevido camisón, su cara se había transfigurado y hasta parecía haber rejuvenecido unos cuantos años. Martita, como era de suponer, no se enteró de nada e incluso se llegó a creer que Sara y Dori se estaban burlando de ella cuando, a cada grito de Marta, se miraban entre sí y sonreían.
A partir de ese momento, Marta pareció empeñarse en revolucionar la casa y, sin ambages, aprovechó el tiempo de la cena para desvelar a sus hijas nuestras costumbres y el especial encanto que encerraba el sexo en familia.
—Sí, queridas —dijo, entre otras cosas—, todos mis problemas con vuestro padre venían porque creía que yo y vuestro tío, aquí presente, aprovechábamos sus ausencias para ponerle los cuernos. Y eso es algo que no había sucedido nunca hasta hoy, y bien que lo lamento. Porque vuestro tío, aquí presente, me ha hecho sentir lo que jamás vuestro padre me hizo sentir ni por asomo. Por primera vez en mi vida, hoy me siento una mujer realizada y, también a partir de hoy, quiero que de una vez por todas desaparezcan de esta casa las falsas apariencias. Lo único que siento —aquí me dirigió una mirada escalofriante— es que Dios no me haya concedido la dicha de traer al mundo un garañón como vuestro primo, que pudiera alegrar nuestras vidas.
Las miradas de Sara y Martita confluyeron automáticamente en mí. Martita vagamente sabía de qué iba la cosa, pero los ojos de Sara fueron más que elocuentes y ya me vi aquella noche ocupado en dar satisfacción a semejante cuerpo de ensueño. Y tantas y tan buenas cosas imaginé, que al acabar la cena mi erección era la propia de uno de esos garañones a que me había equiparado mi tía, a quien no pasó desapercibido el hecho.
No sé si es que se imaginó que la causa de mi excitación era ella o que, habiéndole gustado tanto el revolcón con mi padre, quería probar también con el hijo. Sin cortarse un pelo, echó mano a mi bragueta, la abrió y sacó a la luz lo que en ella se ocultaba, llamando la atención del resto de la concurrencia (cosa innecesaria porque todos estaban pendientes de su acción) para que "comprobaran lo bien armado que estaba el niño".
—¡Jolín, primito! —exclamó Martita, abriendo mucho los ojos—. ¡Qué pedazo de rabo tienes!
—Buen churro para mojar en el café —bromeó Sara.
—¿Y sabes usarlo adecuadamente? —me interrogó una tía Marta que cada vez me parecía más salida.
—Intento hacerlo lo mejor que puedo... cuando me dejan.
—¿Te gustaría intentarlo conmigo?
—Bueno —repuse encogiéndome de hombros.
Aunque mi tía no estaba nada mal, ya me había engolosinado con Sara y a ella hubiera escogido de haber tenido elección; pero no tuve ninguna. Cuando ya Marta me llevaba hacia su cuarto, me pareció observar que mi padre se inclinaba para decirle algo a Sara al oído. No hubo tiempo para más.
A puerta cerrada, porque aún las costumbres de mi casa no habían sido asumidas en su totalidad, mi tía empezó preocupándose más de aligerarme de ropa a mí que de desprenderse ella de la suya. Mi verga era, sin duda, el principal foco de su atención y a ella dedicó sus masajes iniciales, primero manualmente y poco después bucalmente. Tal vez esperaba que la cosa diera aún más de sí y, viendo que no era tal el caso, desistió a las pocas lamidas y procedió a desnudarse también ella.
Por el bulto que hacían bajo la ropa, daba por sentado que mi tía andaba bien servida de tetas, pero la realidad superó todas mis previsiones. Eran tan grandes que, atrapando mi polla entre ellas, prosiguió el masaje interrumpido, descubriéndome así una nueva modalidad que ni siquiera Bea me había enseñado. Cuando el glande sobresalía por entre aquellas masas carnosas, Marta aprovechaba para darle nuevos lengüetazos a la punta.
Lo inesperado de la situación me mantenía un poco confuso. Todo estaba saliendo al revés de como yo lo había imaginado y no sabía muy bien qué estrategia seguir. De momento, Marta acaparaba todo el protagonismo y me dejaba poco margen para aplicar yo mis recursos sobre ella.
En la postura que manteníamos, malamente podía acariciarle el rostro y a duras penas el cuello y los hombros; y a ello me dedicada sin demasiado convencimiento. La cubana que me estaba administrando me sabía a gloria, más aún porque sabía que ella habría de cansarse antes de llegar yo al orgasmo. Y aunque así fue, no me cupo duda de que se hallaba en una gran forma física, porque aguantó mucho más de lo esperado en aquella posición tan incómoda para ella y realizando aquellos movimientos que la hacían más fatigosa todavía.
—¡Sí que es dura la criatura! —exclamó en un tono que no sé si era más de admiración que de reproche o viceversa—. Tu padre se habría corrido ya por lo menos dos veces.
Se incorporó haciendo una rictus de dolor. Era lógico que sus piernas se resintieran al haber permanecido tanto rato en cuclillas.
Consideré llegado el momento de empezar a exhibir mis habilidades y, tomándola de la cintura, la hice girar ciento ochenta grados, de forma que quedara de espaldas a mí. Y mientras mi verga hallaba acomodo entre sus bien nutridas nalgas, buscando el tibio contacto de su sexo, mis manos empezaron a amasar aquellas portentosas tetas hasta notar que sus pezones se ponían duros como piedras. Fue entonces cuando mi mano diestra bajó hacia su vagina y, hundiendo un dedo entre sus labios, froté a conciencia la hendidura a la búsqueda de ese botón tan singular que toda mujer oculta en semejante zona y que sólo se manifiesta en ocasiones como la que ahora nos ocupaba.
No tardó mi tía en arrancarse con aquellos gritos de soberano placer tan pronto como la yema de mi dedo entró al fin en contacto con su clítoris. Y, en una de las veces que acertó a echar su torso hacia delante, aquello bastó para que mi pene tuviera también libre acceso a las profundidades de su más íntima cueva, que acogió la intrusión con un auténtico redoble de espasmódicas contracciones.
—Ten mucho cuidado, sobrinito —me apercibió en su placentera agonía—. No vayas a dejarme embarazada.
—¿No tienes condones?
—El único que tenía lo ha usado tu padre. ¿Cómo iba yo a suponer que los necesitaría a pares?
Yo sí había tenido la precaución de incluir en mi liviano equipaje una caja de preservativos, no porque esperase hacer nada con mi tía o mis primas sino porque, en una estancia que estaba previsto durase casi tres días, daba por descontado que alguno habría de utilizar con mi hermana Dori. Pero la caja en cuestión la había dejado en la habitación que se me asignó como dormitorio y estábamos ya en una fase demasiado caliente para suspenderla sin más. Condicionada por la doble acción de mi dedo y de mi verga, mi tía se debatía ya en los primeros estertores de su orgasmo y yo no andaba muy lejos de seguir el mismo camino.
—¡Qué bien te mueves, granuja! Cómo se nota que lo tienes bien practicado.
Para agradecer el cumplido, metí una marcha más a mi ya más que brioso vaivén, lo que obró un inmediato efecto.
Marta demostró tener recursos para todo y supo darle el final más apropiado a la conflictiva situación. Tan pronto alcanzó su éxtasis, sacudido aún su cuerpo por la intensidad del momento, volvió a girarse para darme frente, de nuevo flexionó sus piernas y su boca se posesionó de mi polla, engulléndola casi toda entera y sometiéndola a un frenético masaje, que acabó doblegando al poco todas mis defensas y arrancándome hasta la última gota de leche almacenada, que, no siendo poca, fue toda a parar directamente a su estómago sin el menor desperdicio.
Aunque distó de ser mi mejor polvo, la verdad es que me di por más que satisfecho teniendo en cuenta las circunstancias.
—Mañana no tendremos el mismo problema —me aseguró sonriente.
Más que un problema, la falta de condón me pareció poco más que un pequeño inconveniente y mayor preocupación me causó su predicción para el día siguiente, pues la verdad es que mis esperanzas se cifraban más en Sara y todo parecía indicar que mi tía estaba dispuesta a utilizarme en exclusiva.
Y no resultaron vanas mis sospechas, pues mi tía, ya fuera porque llevaba largo tiempo de abstinencia o porque era mujer harto ardiente, no me dio tiempo ni respiro para orientar mis deseos en otro camino que no fuera el de su propio y aparentemente insaciable coño o su tremebunda boca, pues entre polvo y polvo también intercaló un par de mamadas que me dejaron exprimido del todo. Y me consta que, además de lo que yo le di y ella se tomó, que no fue poco, también de mi padre obtuvo la oportuna ración. Supongo que quería aprovisionarse bien para afrontar con mejor talante la sequía que tendría que soportar una vez que nos hubiéramos marchado.
Al menos, en este caso, me quedó cierta esperanza de que con Sara no habría de ocurrirme lo mismo que con Viki. No lo digo por presuntuosidad, sino porque todos los indicios apuntaban a que se había quedado con las ganas de probar aquel pastel que monopolizó su madre. Y, por si eso no bastara, también estaba lo que Dori me dijo en el camino de vuelta a casa.
—Al mes que viene —fueron sus prometedoras palabras—, Sara va a examinarse para el carné de conducir y pasará unos días en nuestra casa... Y entonces —añadió con malévola sonrisa—, la tía Marta no estará presente.
Debo reconocer que con tía Marta no me había ido nada mal. Mejor debería decir que me había ido demasiado bien. La experiencia siempre es un grado y mi tía me demostró andar sobrada de ella. No me enseñó nada que no supiera ya, pero quizá es que yo, para mi edad, empezaba a ser un discípulo bastante aventajado a fuerza de practicar. Si no hubiera estado Sara, me habría considerado un tipo afortunado; pero Sara era Sara y eso tiraba mucho.
—¿Estás segura de que Sara querrá...?
—Eso, querido hermanito, es algo que dependerá exclusivamente de ti.
—¿Cuántas veces lo ha hecho con papá en estos días?
—¿Con papá? Que yo sepa, y no creo estar equivocada, no lo ha hecho ninguna.
Aquella revelación de mi hermana me sorprendió y decepcionó a partes iguales. Yo hubiera asegurado que entre mi padre y mi prima algo había habido; pero, ahora que Dori casi afirmaba lo contrario, pensé que tampoco yo tenía razones concluyentes para suponer otra cosa. Y quizá todo lo demás eran igualmente simples figuraciones mías.
El fantasma de Viki volvió a rondar por mi cabeza. ¿Estaba condenado a recibir sólo lo que las demás quisieran darme? ¿Tan inútil era como conquistador? ¿No sería nunca capaz de conseguir lo que otras no parecían dispuestas a facilitarme?
Se imponía mantener una larga conversación con mi padre, que siempre había gozado de cierta fama de donjuán, para que me desvelase algunos de sus secretos. Habría que esperar a mejor ocasión, pues ahora iba conduciendo y cuando conducía no quería que nadie ni nada le distrajese.
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