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Compendio I
Obviamente, no fue el único evento de la noche…
Tal vez por educación, ninguno de los invitados hizo comentarios sobre la carne. Por un lado, los filetes estaban aceptables, pero por el otro eran verdaderos trozos de carbón.
A Marisol y a mí no nos sorprendía, porque la vecina tardo una hora más en “encontrar los platos para el postre”.
Cuando nos sentamos a la mesa, era evidente que aquel sencillo trabajo de asar la carne había llenado de cansancio, satisfacción y apaciguamiento a mi herculino vecino
Tampoco nos sorprendió su esposa, por otra parte, se mostrara inapetente en la mesa. Pero ni mi esposa ni yo podíamos negar que se viera extrañamente especial: su mirada era más seductora, salvaje y cautivadora de lo normal…
Una loba al acecho, adornada con rosadas mejillas…
Por fortuna, aparte de nosotros, nadie le prestó demasiada atención. La idea de invitar a Ryan había superado mis expectativas.
Diana puede tener 21 años, pero su vida y su entorno la han forzado a crecer de manera prematura. El mundo le pedirá que actúe como una azafata seria y madura, pero entre nosotros, le damos libertad para que se exprese a su antojo.
Ella busca algo de romance y si bien ha encontrado el afecto del marido de su mejor amiga (es decir, yo), sigue buscando un amor que le corresponda solamente a ella y ese primer indicio lo encontró esa noche…
Alrededor de las 11 de la noche me ofrecí a dejar a Megan hasta su casa. Sin embargo, Ryan vive en camino a Dovers Garden, así que los llevé juntos en la camioneta. La habían pasado bien y cuando Ryan se bajó, me dio las gracias.
Me quedé estacionado unos minutos frente al departamento de Megan. Nos besamos y quería que pasara a su departamento un rato, pero ya tenía las órdenes de Marisol… y debía amanecer en mi casa, después de todo.
No le agradó, pero me comprendía. Otro día, lo más seguro era que Marisol me hubiera “prestado”.
Esa noche, no…
Yo ya tenía mis instrucciones…
Marisol me contó que los vecinos se retiraron bien animosos. Conociendo a la vecina, sació temporalmente el hambre de verga por sus agujeros con su marido, pero a su uniforme de porrista todavía le quedaban unas horas de trabajo adicionales…
Y yo, como era de esperarse, terminé acostado en la cama de Diana…
“Marisol, ¿Puedes usar ese vestido esta noche?” Pregunté, antes de ir a buscar los platos con Fiona.
“¿Estás loco?” me susurró mi pervertido ruiseñor. “¡Hoy eres el regalo de Diana!…”
Es lo malo de este singular arreglo impuesto por mi esposa: no duda en “prestarme” o “regalarme” por un rato, como si fuera un par de pantuflas, una chaqueta o algo que nuestras visitas puedan usar. Incluso, me “despacha a domicilio”, como ocurre con Rachel una vez al mes o como los fines de semana que me quedaba con Sonia, cuando era soltero.
No niego que Diana es bonita y tiene su propio encanto: De cabellos color miel, ojitos castaños, labios finitos y una nariz larga y elegante, que le da distinción y un aire de princesa de película Disney, por sus pechos virginales, su delgada cintura y el majestuoso durazno que emplea para sentarse…
Pero cuando ves los cuerpos desarrollados de tu vecina y tu esposa, vistiendo como tus grandes fantasías, tiendes a preferir una mujer con más desarrollo corporal.
Así que ahí estaba, con Diana y el molesto preservativo montado…
Ella me atrae, pero como las nubes en el cielo azul, los fuegos artificiales que veía en el puerto para el año nuevo o como una novela que lees en el verano y te quedas pensando el resto del año en la historia…
Una experiencia dulce, que no te da el valor para corromperla ni perturbarla. Simplemente, enseñarle lo básico, darle confianza y espacio para volar por su cuenta.
Y esa noche, quería probar sus alas...
Nos besábamos, pero era distinto. La notaba distraída. Lejana.
Cuando pasamos la noche juntos o cuando la tomo, ella se entrega completamente: sabe que le hare disfrutar con delicadeza e ingenio. Que la sorprenderé de alguna manera y le intriga saber el camino que tomaré para lograrlo…
Esa noche, no…
Pensaba en algo. Lo sentía, aunque no me lo decía y no le doy tanta libertad a mis instintos para coartar sus sentimientos.
“¿Pasa algo?” pregunté.
Fue como verla despertar de un sueño. Sonreí, porque con solo verla sabía que le ocurría.
“No… nada.” Respondió, tratando de ocultar sus sentimientos como siempre.
Rachel dice que como azafata, se muestra confiada, decidida y mantiene la sangre fría. Pero conmigo, ella es insegura, temerosa y nerviosa…
Retrocedí, entonces, para darle espacio.
“¡Anda, dime!” le pregunté.
No quería decírmelo…
“Es sobre Ryan, ¿Cierto?” pregunté.
“¿Por qué lo dices?... ¡No, no es eso!” respondió, mirando para otro lado.
Confieso que dolió un poco. Si bien, no deseaba pasar la noche con ella, hasta esa noche me miraba de una manera distinta.
Seguía creyendo que soy su “Ángel de la guardia”, sin importarle que resulté ser un diablo…
“Porque te conozco, Diana… y sé que eres especial.” Respondí.
Al verme más tranquilo, se serenó ella también. Aproveche de sacarme el molesto preservativo, ya que veía que no lo iba a usar esa noche.
Le conté todo lo que sabía de él: cómo lo había conocido, lo que habíamos conversado, qué estudiaba…
Sus ojos cobraban un brillo especial. Sonreí nuevamente, porque se había enamorado…
“Marco… ¿Tú crees que soy bonita?” preguntó, con su timidez habitual.
“Diana… no necesitas preguntarlo.” Le respondí, besándola suavemente en los labios.
“¿Y qué es lo que más te gusta?”
“Tu cara. Es muy inocente…” le respondí.
Mi respuesta no le gustó.
“¿Nada más?... ¡Marco!” exclamó sorprendida.
“¡Tú preguntaste!” respondí, acariciando su trasero con forma de durazno.
Se rió un poco y me miró brevemente con esos otros ojos...
“¿Por qué eres el único que me trata así?”
“Lo siento. ¿Te molesta?”
Ella se rió nuevamente.
“Claro que no. Te tengo confianza... pero eres el único que hace esas cosas conmigo…”
“¿Y quieres que más hombres lo hagan contigo?”
“¡No!” se reía ella también de buena gana. “Solo digo que todos me ven inocente… y no soy así.”
“Bueno, Ryan no es tan santo tampoco…” respondí.
Sin embargo, no le subía los ánimos…
“Y mis pechos no son tan bonitos ni grandes como los de Marisol o los de tu vecina…”
“Pero tu trasero es precioso… Te confieso que siempre lo he encontrado bonito. Es esponjoso, firme… que dan ganas de pellizcar.”
Ella se rió.
“Si, pero a ti te gustan los pechos… y no creo que te guste tanto mi cola.”
“¿Por qué lo dices?”
“Por lo que cuentan Miss Rachel y Marisol.” Señaló con aflicción. “Dicen que lo haces a menudo y conmigo… pocas veces.”
“Bueno… sabes bien por qué… eres delicada y no quiero lastimarte.”
“¡No tienes que mentir, Marco!... mi cola no es tan bonita.” Dijo desilusionada. “Marisol me cuenta lo mucho que te gusta hacerle la cola… pero conmigo casi nunca lo haces…”
“Pero es que luces muy tierna e indefensa…” traté de apaciguarla.
“¡No lo soy! ¡De verdad, yo lo puedo aguantar!” dijo ella, con mucha convicción.
Fue como la petición de ayuda más rara. Le gusta otro chico y pensaba que lo más apropiado era que él le enseñara.
Siempre me he preocupado de ella. Que no le duela tanto. Que lo disfrute…
Pero esa noche, quería que fuese distinto…
Tiene 21 años. Puede decidir por sí misma y quería que la trataran como adulta…
Pero por mucho que quiera que la trate como adulta, me es imposible y hay una cosa que hago solamente a Marisol y a ella...
“¡Está sucio!... ¡No metas la lengua ahí!”
Sus jugosas, blanquecinas nalgas y su apretado agujerito invitan a hacerlo. Además, su tono de voz me dice que le gusta, pero no por eso deja de sentir lastima por mí.
“Lo hago para que no te duela…” le explico por enésima vez y luego meto 2 dedos por su agujerito, lo que le causa un arrebato de nervios.
“¡No metas tus dedos!” protesta, a medida que voy masajeando la punta de su intestino.
“¡Diana!” le replico en el tono más comprensivo que tengo. “¡Estás muy tensa y tienes que relajarte!”
“Pero… tus dedos…”
“Si no quisiera meter mis dedos así, no lo haría…”
Quiere que sea más brusco, pero no creo que esté lista, ni mucho menos que lo disfrute…
Mis palabras parecieron tranquilizarla un poco y me dejó hacer, sin protestar tanto.
Cuando noté que el agujero estaba lo suficientemente dilatado, le presenté la punta del glande.
Como todas las otras veces, ella suspiro casi con resignación.
“Aun recuerdo esa vez que caímos en el avión.” Le dije, mientras empezaba a ensartarla despacio “Te tomé por entre las piernas y tu falda se levantó. Usabas unos calzones blancos, que se te ajustaron tanto y pensé lo afortunado que debía ser tu novio…”
No hizo un comentario al respecto, pero no hacía falta.
Por primera vez, empezó a entrar con mayor facilidad. Diana es nerviosa por naturaleza y entiendo que le cueste, porque para disfrutar este agujero tiene que estar más relajada.
Probablemente, cuando Marisol le cuenta lo agradable que se siente, olvida mencionar que la mayor razón por la que lo disfruta es porque ya no se pone nerviosa.
La bombeaba despacito y avanzaba hasta la mitad.
“Diana, ¿Te sientes bien?”
“Si… un poquito extraña, nada más.”
“Encuentro que lo estás haciendo muy bien. Estoy avanzando lentito, para que te acostumbres más…”
“¡Gracias!” dijo ella.
Como si tuviera que agradecerme en esos momentos…
Aunque quería besarla, acariciarla y lamerla, prefería que estuviera consciente de lo que estaba pasando y no distraerla.
Lo hemos hecho otras veces y para mí, no ha sido malo. Pero su trasero queda resentido y aunque no me lo dice, no siempre lo ha disfrutado.
“¿Todo bien?” pregunté, ya metiendo las 3/4 partes en su intestino y sacudiéndome con más fuerza.
Ella suspiraba, respirando agitada.
“Sí… se está empezando a sentir rico.” Respondió ella.
Me alegró, porque ya tenía ganas de darle con más fuerza.
Yo suspiraba, disfrutando de su calor, de su aroma, de su tierno cuerpecito. Era un regalo más para mí que para ella.
Tenía que contenerme. De ser Marisol o las otras, le estaría dando duro.
Pero Diana con suerte lo aguantaba y sus gemidos me hacían feliz, porque lo estaba disfrutando también.
Sus manos incluso me tomaban de la cintura, pidiendo que entrara más y más en ella…
Le di con todo, hasta el fondo. La cama se sacudía y se sacudía con mis embistes.
“¡Ay, Diana!... se siente tan rico… ¿Lo estás disfrutando también?”
“Si… porque me cuidas… y me gusta hacerte feliz.” Respondió, con un tono que le dolía, pero encontraba el placer en ese dolor.
Y yo, metiéndola y sacándola, metiéndola y sacándola, sin restringirme por ser ella…
Esa noche, no…
Llegué a ese punto que ya necesitaba tocarla, besarla, ponerle mi marca. Ella lo quería también…
Nos besábamos apasionadamente. Mis manos recorrían su cuerpo. Sus pechos y su entrepierna recibían las visitas más frecuentes.
Sentía que la cama brincaba, a medida que mi pelvis deformaba ese durazno carnoso tan rico y ella gemía con placer genuino, arrebatador.
Ya bombeaba con completa insidia, porque quería cobrarle la palabra. Quería romper su trasero y ella, en lugar de protestar, se humedecía y se humedecía por su otro agujero.
Su lengua buscaba la mía y se engrifaba como una gata en la cama, para impedir que mi vaivén se la llevara como una ola.
Lloraba, no de dolor, pero de absoluto placer, porque no le estaba dando su “trato especial”. Deferente. Discriminador.
Esa noche, no…
La estaba maltratando como si fuera cualquiera de mis amantes…
Y le gustaba. No quería que la amara suave ni con delicadeza. Que dejara fluir mis instintos sobre ella…
Su saliva, pegajosa y sensual se escurría de su lengua, al sentir ese ardoroso bombeo por su retaguardia, que muchos orgasmos había sacado por su otro agujero.
Con cada embestida, esperaba que me corriera, pero tenía que disfrutarlo. Estaba perforando ese durazno como nunca antes lo había hecho…
Pero llegue a un punto donde tuve que aferrarme a su diminuto cuerpo y besarla, recibiendo su ahogado gemido tras sentirme derramar mis jugos en su interior.
Inunde su retaguardia con mis jugos y me quedé nuevamente, atrapado en su cálido interior.
Me besaba, con esa mirada de adoración, pero tenía que recordárselo…
“Así que te gusta Ryan…” le dije, de la nada.
Maté toda pasión. Fui el primer hombre que la besó. El que tomo su virginidad en Ulundi y el que había terminado desflorando su trasero…
Pero ella no es mía y quiero que encuentre a alguien que la quiera.
Le dio vergüenza…
“¿No te sientes… mal?” preguntó, con su timidez habitual.
“Por supuesto que no.” Fingí. “Es natural. Tienen la misma edad y son casi igual de tímidos.”
Reconozco que fue un mal momento para mencionarlo. Después de todo, su esfínter aun me tenía prisionero en su interior.
“Es que… fue su regalo…” confesó complicada. “Me recordó un poco… lo que me contaste de ti y Marisol.”
“¡Ya veo!”
No quería lastimarme. Lo notaba por su tono de voz…
Por eso, creo que nunca he considerado nuestra relación tan seria (para mucho pesar de Marisol), porque ella es de esas chicas que se enganchan con uno y en mi caso, no me siento bien, porque no es justo que no nos amemos con la misma intensidad.
Como me quedé en silencio, ella se puso nerviosa y a la defensiva, tratando de explicar lo que sencillamente no necesitaba ser explicado.
“¡No pienses que me interesan los regalos!” dijo, con un tono casi enfadado, que me recordó un poco los arrebatos de mi ruiseñor. “Yo quería algo para escuchar mis temas… y que alguien que no conozca me los diera…”
Sellé sus labios con un beso, mientras conseguía finalmente deslizarme fuera de su interior.
“¡Diana, no tienes que explicarme!” le dije, acariciándola con ternura. “Conozco tu corazón y sé lo que deseas.”
“¡Gracias!” dijo ella.
Tomé mi overol y mis cosas. Era claro que ella tenía mucho por pensar y si me quedaba ahí, simplemente la distraería.
Por lo que volví sigilosamente a mi habitación y me deslice muy despacio bajo las sabanas, como si fuera un bandido, para no despertar a mi ruiseñor… mientras probaba la cola que más me gusta.
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