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Una peculiar familia 31

CAPÍTULO XXXI

—Mi querido hijo —cuando mi padre encabezaba su discurso de semejante manera y me echaba la mano al hombro, yo ya barruntaba que algo importante estaba dilucidando—. Bien sabes que nunca me ha gustado fingir, y menos aún ante mis seres queridos, como sois vosotros y vuestra queridísima madre. Siempre he sido franco con ella y, hasta hace poco, el no hablarle de la existencia de Bea era algo que sólo me preocupaba muy relativamente, pues no tenía la seguridad de que ella fuera en realidad mi hija, aunque siempre haya estado convencido de que sí lo era... Pero la confirmación de mi paternidad tanto de ella como también de Luci, ya me supera y me ha colocado en una situación que no puedo soportar por más tiempo... Necesito poner a tu madre al corriente de todo y, sinceramente, no sé cómo hacerlo... Comprendo que aún no tienes edad para que te apabulle con semejantes asuntos, pero eres el único que lo sabe todo y, además, de siempre has demostrado una madurez impropia de tus años. La discreción que has sabido mantener acerca de todo este embrollo es una de las mejores pruebas de ello.

Para no alargar más la cuestión, pues la cosa se llevó su tiempo, lo que mi padre perseguía y deseaba obtener de mí era el debido apoyo en caso necesario, haciendo ver a mi madre que Merche era una gran mujer y que Bea y Luci eran dos joyas. Lo cual, dicho sea de paso, me parecía una gran verdad que no precisaba de fingimiento alguno para afirmarlo sin ningún género de dudas.

Veía a mi padre tan apurado que no dudé en ofrecerme voluntario para ser yo el que iniciase las primeras "revelaciones" de su agobiante secreto; pero él lo rechazó de plano.

—El pecador soy yo —sentenció— y yo he de ser quien confiese mis pecados. Lo único que quiero es contar con tu ayuda en caso necesario. Tu madre ha sido siempre una mujer muy comprensible, pero entenderé perfectamente que en esta ocasión no reciba la noticia con su acostumbrada tranquilidad y claridad de ideas.

La ayuda que me pedía era tan insignificante a mis ojos que no tuve ningún reparo en comprometerme a prestársela. Más me incomodó, aunque procuré no evidenciarlo, que hubiera elegido aquella tarde para llevar a cabo su confesión y que, por tanto, me impusiera permanecer en casa, dando al traste con ello a los planes que yo había concebido de marchar con Viki a la Mansión. No me quedó más remedio que resignarme y llamar a Bea para darle cumplida información de lo acontecido y de lo que podía acontecer.

Tampoco me resultó muy placentero ver la absoluta calma con que Viki acogió la noticia de que ya había encontrado el sitio ideal para echar nuestro primer polvo sin el menor peligro de ser observados por miradas indiscretas. Ni siquiera tuvo la curiosidad de preguntarme cuál era el sitio.

—No te habrás vuelto atrás, ¿verdad? —pregunté mosqueado.

—Cuando tomo una decisión —me tranquilizó—, nunca me vuelvo atrás.

—No te veo muy entusiasmada que digamos.

—¿Cómo puedo mostrar entusiasmo por algo que desconozco?

—¿Quieres decir que aún no lo has hecho nunca?

—No le veo ningún sentido a tu pregunta. Sabes muy bien que, contigo, no lo he hecho nunca.

—¿Y con otros?

—En mi diario podrás encontrar la respuesta.

No me sorprendió la evasiva. Estaba ya más que acostumbrado a que Viki recurriera a tal tipo de respuestas para poner fin a una conversación que no quería continuar.

Pero, como suele decirse, el que no se consuela es porque no quiere y, en mi caso particular, yo contaba con la mejor consoladora del mundo: mi hermana Dori. Ya estaba al corriente de lo ocurrido con el diario de Viki y, como había venido durante los últimos días recibiendo de mi parte el tratamiento preferencial que se merecía, la tenía más que feliz y contenta.

En cuanto vi que mi padre se marchaba con mi madre a su dormitorio para dar el "gran paso", aproveché que Dori no tenía aparentemente nada mejor que hacer para llevármela también al mío. Siempre dispuesta y deseosa, no necesité repetírselo dos veces.

No sé, a estas alturas, cuantas veces me habré referido a lo singular que resultaban mis relaciones con Dori. Sin duda han sido muchas, pero no puedo sustraerme a la tentación de hacerlo una vez más, pues aquella fue una ocasión que considero de las más importantes por las inusuales circunstancias de que estuvo rodeada. No en vano, a escasos metros de nosotros, mi padre se disponía a librar la que quizá fuera una de las más comprometidas batallas de su vida. De momento, todo parecía ir sobre ruedas, porque mi madre ya empezaba a dejar escapar sus primeros grititos.

—Hoy va a ser una tarde de grandes revelaciones —anuncié a Dori, mientras ella procedía ya a tomar posición, colocándose a horcajadas sobre mí.

—¿Un polvo extralargo?

—Extralargo o superlargo. Lo que más dure.

—Tendremos que esmerarnos. Se nos han terminado los condones de efecto retardado.

—Pues nos lo tomaremos con calma.

—Eso es más fácil de decir que de hacer.

—Aguantemos sin desvestirnos.

—¿Cuánto tiempo?

—El que buenamente podamos.

—Aún no hemos empezado y ya siento cómo se te va endureciendo. Dentro de nada querré tenerla dentro.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan impaciente y exigente?

—Desde que tú me has malacostumbrado.

Pretender hacer callar a Dori era algo tan absurdo como querer ahogar a un pez en una pecera llena de agua clara. Al contrario que Viki, que rápidamente cortaba por lo sano, Dori era capaz de prolongar una conversación sin mayor sentido hasta el infinito y más allá. Era otro más que añadir a sus muchos encantos, porque, cuando se lo proponía, rebosaba ingenio por los cuatro costados.

En esta ocasión, sin embargo, lo que más parecía rebosar era calentura. A causa no del calor ambiental sino del de su propio cuerpo, se liberó de su vestido y quedó con tan sólo sus diminutas braguitas, pues no era amiga de sujetadores ni tampoco los necesitaba de momento; y es que, si bien sus pechos seguían desarrollándose a días vista, no por privarlos de libertad iban a lucir ni más esplendorosos ni más firmes.

—¡Joder, hermanita! —no pude contener la exclamación—. No sé cómo lo haces, pero cada día que pasa estás más buena.

—¡Déjate de cumplidos y vamos al grano! ¿Cuáles son esas revelaciones que tienes que hacerme?

—Se trata de Bea.

—¿Bea? ¿Qué Bea?

—La de las clases de natación.

Dori compuso un mohín de contrariedad y cesó en el movimiento de vaivén que había iniciado, restregando su coño contra el cada vez más acusado bulto que hacía mi verga bajo el pantalón.

—¿Te has enamorado de ella?

—No fue ella quien me dio las clases de natación, sino su hermana Luci.

—¿Y? —se quedó mirándome en suspenso.

—También son hermanas nuestras.

—¡Venga ya! —se echó a reír y reanudó su movimiento.

—Te aseguro que no bromeo. Es completamente cierto.

Nueva parada y una mirada inquisidora, tratando de hallar en mi expresión algún atisbo de burla.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde hace algún tiempo. Papá se olía lo de Bea, pero a Luci la conocí yo antes que él.

—¿Y por qué me lo cuentas ahora?

—Porque, en estos mismos momentos, papá se lo estará contando a mamá y no hay razón para guardar por más tiempo el secreto.

Abierta la olla de la curiosidad, Dori me sometió a un interrogatorio exhaustivo y yo, estando ya caliente y viendo que ella parecía enfriarse, decidí irme aligerando de ropa antes de que el fuego se apagase del todo. Incluso tuve que recordarle que todavía faltaba que se quitase las braguitas para que ambos quedáramos en igualdad de condiciones, pues ella seguía pregunta tras pregunta. Ahora ya, con mi tallo bien puesto a remojo en su primoroso aljibe, sometido al zarandeo de sus caderas, dejándome llevar por el plácido relax de la más evanescente concupiscencia, el interrogatorio se me hizo mucho más soportable y llevadero.

Y es que, puesto ya, en estos pasos postreros de la historia, a pormenorizar en las cualidades que caracterizaban a mis amadas hermanas y amantes, sería imperdonable omitir que, para mí, lo de Dori no tenía parangón. Lo nuestro, empezara como empezase, lo hiciéramos como lo hiciéramos, siempre acababa siendo algo mucho más profundo que una mera comunión corporal. Igual daba que habláramos o permaneciéramos callados. Era como si, insensiblemente, yo me fuera impregnando de ella y ella de mí; como si nos atomizáramos para volver a recomponernos en una única entidad, donde el éxtasis final era el punto de retorno en que, siendo más uno que nunca, volvíamos poco a poco a sentirnos dos, a medida que nuestras respiraciones se calmaban y nuestros pulsos tendían a normalizarse.

Follar con Dori era como sumergirse en un paraíso de sensaciones siempre iguales y, sin embargo, cambiantes. La fuente del placer se difuminaba porque toda ella lo era, desde su enternecedora mirada hasta el sutil cosquilleo de sus dedos pasando por el titilar de su vientre, acompañando a aquel movimiento sinuoso de su pelvis, entera marca de la casa y que nadie como ella sabía ejecutar. Si existe la poesía corporal, nadie mejor que Dori podría representarla.

Los besos, las caricias, todo surgía de forma espontánea, en otro plano que de la propia consciencia, que vagaba perdida en otras divagaciones bien distintas, cuando no quedaba del todo eclipsada por aquellas pulsiones de puro goce que progresivamente se iban adueñando de nosotros, anulando cualquier otra capacidad de percepción.

Las preguntas de Dori, más preocupada en conocer cómo eran Bea y Luci que en saber de la madre de ambas, se fueron espaciando y terminaron interrumpiéndose por completo en el momento en que ya el insistente roce de nuestros sexos imposibilitó las palabras. En tales ocasiones, los orgasmos de Dori eran serenos y resultaba más elocuente la peculiar forma en que mordía su labio inferior mientras asimilaba los gozosos efectos que la invadían que el ligero temblor que experimentaba al recibir la maravillosa impresión del deseo satisfecho. Después, siempre generosa en todo y olvidándose de sí misma, se volcaba con el mayor ahínco en hacerme disfrutar a mí del mismo fruto por ella saboreado; y había adquirido tanta práctica en ello que, con independencia de que le procurara o no nuevos lapsos de delirio, ponía tal empeño en su objetivo, que al final siempre conseguía procurarme la mayor de las delicias que cuerpo alguno pueda experimentar.

Sentir en lo más profundo de su vagina el calor del caudal que brotaba impetuoso de mi verga, suponía para ella el mayor de los triunfos. Comprobar una vez tras otra que, a poco que se lo propusiera, era capaz de llevarme a aquella especie de catarsis general, parecía llenarla más que su propio éxtasis. Por nada del mundo renunciaría a aquel influjo que ejercía sobre mí y que consideraba como una de sus armas más preciadas.

Luego, una vez llenadas nuestras ansias de amar y ser amado, seguía el siempre reparador epílogo. Dori se echaba a mi lado, hacía que le pasara mi brazo por sus hombros y reburujaba su cuerpo contra el mío y así permanecíamos largo rato en el que el silencio era más expresivo que todas las palabras.

—¿Cuándo podré conocer a Bea y a Luci?

—Supongo que a no mucho tardar —respondí, reparando por primera vez en que también la batalla paralela que se libraba en la alcoba matrimonial parecía discurrir por buenos derroteros al no oírse que mi madre alzara la voz. Era la mejor señal de que la confesión de mi padre, si 0es que en efecto había tenido lugar, no podía haber sido acogida de forma más comprensible.

—¿Y por qué dices que Luci se parece mucho a mí?

—No me refiero al aspecto físico, pues tú eres más bonita que ella. Es en su forma de ser.

—¿Y dices que Bea es idéntica a Viki?

—En este caso sí me refiero al parecido físico. No son una Barbi y una Cati, pero sí que se parecen bastante.

—Y lo de Viki, ¿para cuándo va a ser?

—Lo tenía planeado todo para esta tarde; pero, ahora, dependiendo de los acontecimientos, no tengo ni idea. Desde luego, será lo más pronto que pueda.

—¿Tanto la deseas? Creí que había dejado de interesarte.

La irrupción de la propia Viki en la habitación me libró de tener que dar respuesta a pregunta tan comprometida. Dori no era perfecta y, aunque lo sobrellevaba de buena manera, no podía a veces evitar que le afloraran los celos cuando apreciaba por mi parte un mayor interés en alguien que no fuera ella.

—Vestíos y todos al salón —anunció Viki—. Papá ha convocado reunión general.

Obedecimos prestos la indicación y, al llegar al salón, sólo Dori y yo éramos los que faltábamos para que se hallara allí congregada la familia al completo. El aspecto tranquilo que ofrecía mi madre y la alegre actitud que ofrecía mi padre fueron buenos presagios.

El silencio era total. Ni siquiera las gemelas se atrevían a romperlo con sus risitas y bromas de siempre.

—Bien, queridos hijos —rompió a hablar mi padre, abrazando a mi madre y atrayéndola cariñosamente hacia sí—. Hoy me veo al fin libre de una pesadilla que venía atormentándome desde hace mucho tiempo y que en los últimos días se me estaba haciendo ya insoportable...

Sería, sin duda, interesante transcribir todo cuanto nuestro padre tuvo a bien referirnos y la excelente retórica que supo emplear para hacernos ver como bueno lo que dudosamente lo era, de forma que poco le faltó para que nos presentase como virtudes lo que no eran sino ostensibles defectos. Pero como el lector ya está puesto bien al corriente de lo que, en definitiva, fue el meollo de la cuestión, en la seguridad de que todos me lo agradecerán, creo más oportuno y conveniente pasar por alto el grueso de su discurso y limitarme a citar lo que supuso el remate del mismo, poco más o menos del siguiente tenor:

—...Y para deshacer de una vez por todas esta ingrata situación, vuestra querida madre y yo hemos dispuesto que, mañana mismo, haremos todos una visita a Merche, mi vieja amiga, para que conozcáis a quienes son vuestras hasta ahora desconocidas hermanas y la mujer que las engendró...

Aunque nadie dijo nada ni opuso el menor reparo, pues se trataba de una decisión paterna y no había nada que rascar, posteriormente las reacciones fueron de lo más diversas, desde la alegría de Dori hasta la indiferencia de las gemelas, pasando por la ofuscación de Viki, que no acertaba a creerse cuanto acababa de oír y saber.

—¿Cómo es posible que nuestro padre haya estado engañando a nuestra madre tan vilmente durante tantos y tantos años? —lanzó al aire la pregunta.

—Eso no es cierto —salí en defensa del atacado—. Lo de Bea ocurrió cuando papá y mamá ni siquiera eran novios.

—¿Y lo de Luci? ¿Y las veces que ha seguido engañando a mamá con esa Merche después de casados?

—De Luci no sabía nada hasta hace poco y de lo otro... Si mamá le ha perdonado, no creo que seamos nosotros los más indicados para condenarle.

—¿Por qué os empeñáis en ver lo negativo de las cosas? —terció Dori—. No sé si papá ha obrado bien o mal, pero lo cierto es que tenemos dos hermanas de las que nada sabíamos y creo que eso es lo importante y razón suficiente para que nuestros corazones se alegren.

Barbi y Cati prefirieron no entrar en el debate y se limitaron a decir que todo les parecía muy bien, que las explicaciones de nuestro padre habían sido muy razonables y que, por tanto, no había razón alguna para hacerse mala sangre.

—Por lo demás —apostilló Barbi en nombre de la dos—, hasta tanto no conozcamos a Bea y Luci, no creo que podamos opinar nada más. Así que, de momento, ni nos alegramos ni nos entristecemos, ¿verdad, Cati?

Cati, obviamente, dio su conformidad al parecer de Barbi.

Y, aprovechando el supuesto caos producido, traté de convencer a Viki de la falta de sentido que ya tenía el follar a escondidas de los demás y que aquélla podía ser la noche perfecta para estrenarnos. Pero mis intentos fueron nulos y me quedé con las ganas de redondear la jornada: había habido polvos matutino y vespertino, pero el nocturno no pasó de proyecto




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