CAPÍTULO XIII
Hay quienes me preguntan qué ocurre con mi madre, a la que tan poco menciono. No es que quiera silenciar mis relaciones con ella, sino que, simplemente, no se habían vuelto a producir desde que ella misma me iniciara en este increíble mundo de la sexualidad. Los que hayan seguido mis andanzas desde el principio, ya sabrán que yo a mi madre la consideraba como algo muy especial.
Ahora sí, siguiendo la cronología de los hechos, puedo volver a rescatar su protagonismo. Y es que, por la época a que me vengo refiriendo, fue cuando a mi padre le convocaron para hacer un cursillo de actualización, lo que le obligó a permanecer ausente cinco días y, lo más importante, cuatro noches.
—Eres el único varón que queda en la casa —me dijo mi padre en el momento de la despedida—. Cuida de tu madre y atiéndela como es debido. ¿De acuerdo?
El "atiéndela como es debido" se prestaba a diversas interpretaciones y yo tenía bien claro que jamás intentaría nada con mi madre si ella no me lo pedía. Pero resultó que me lo pidió y, como era su costumbre, no se anduvo con rodeos.
—Ya sabes que tu padre me tiene muy mal enseñada y ya no puedo pasar un día entero sin gustar las delicias del sexo. Por lo que sé, has aprendido mucho en poco tiempo y quiero que en estos cinco días me demuestres tus conocimientos. ¿Te importará llenar su hueco en la cama durante las próximas cinco noches?
—Será un orgullo para mí llenar todos los huecos que él acostumbra a llenar.
Follar con mi madre no era follar con cualquiera, ni aun tan siquiera con Dori. El cariño de una madre no se suple con nada y menos el de la mía, por la que sentía auténtica devoción. Quien haya vivido experiencia similar sabrá muy bien a qué me refiero.
Mi madre, para mí, era el compendio de todas las virtudes que puedan darse en una mujer. Quizá no fuera la mujer más hermosa del mundo, pero a mis ojos no había ninguna más linda que ella. Quizá su cuerpo no fuera perfecto y, sin embargo, yo así lo consideraba. Pero, muy por encima de los atractivos naturales que pudiera poseer o dejar de poseer, lo que realmente la hacía única ante mí era eso que, por no saber muy bien lo que es ni en qué consiste, se suele denominar "belleza interior".
Desde que tuve uso de razón, supe de sus desvelos, de sus preocupaciones, de sus atenciones, de sus largas noches de insomnio cuando la menor enfermedad me atacaba y de tantas y tantas cosas que referirlas todas daría para escribir un voluminoso libro. Y ello no fue privilegio exclusivo mío. Si bien es cierto que mi padre siempre mostró una especial debilidad conmigo (al fin y al cabo yo era ese hijo varón que tanto había buscado), mi madre nunca estableció preferencia alguna sobre ninguno de sus hijos y tan pendiente estaba de los problemas de Viki como de los de Dori, Barbi, Cati o míos. Con esa extraña capacidad que sólo las mujeres tienen, se hallaba en todo momento al lado de quien más la necesitaba.
Yo creo que su mayor capricho era satisfacer los nuestros y que su mayor felicidad consistía en vernos felices a los demás; a "los suyos", como ella nos llamaba. Podía haber hecho valer su título de diplomada en enfermería para ejercer como tal; pero su mayor ilusión era "cuidar de sus polluelos" y como, afortunadamente, los ingresos de mi padre resultaban suficientes para cubrir nuestras necesidades, prefería renunciar a cualquier trabajo remunerado y dedicarse por entero a nosotros y a la casa, de la cual, sin lugar a dudas, era el auténtico alma. Viki y Dori la ayudaban mucho en las tareas domésticas, Barbi y Cati no tanto y yo, que parecía gozar de un estatuto especial, apenas si intervenía.
Por todo ello y muchas otras cosas que considero innecesario señalar, se comprenderá que, ante mi madre, mis "reacciones fisiológicas" fueran bien distintas a las de cualquier hombre ante cualquier mujer. Pudiendo más el cariño que el deseo, era mi corazón el que se agitaba antes que mi polla y casi más me llenaba abrazarla y cubrirla de besos que el poseerla.
Mi madre era persona de buen carácter y tremendamente juiciosa. El popular dicho de "te conozco como si te hubiera parido", en ella cobraba una doble dimensión porque, habiéndonos realmente parido, tenía una especial intuición para penetrar en nuestros sentimientos e inquietudes, adelantándose casi siempre a nuestros deseos con una naturalidad que, a mí en particular, muchas veces me dejaba absolutamente perplejo.
La primera de las cuatro noches que compartí con mi madre hubiera sido sin duda un fracaso de no activar ella los mecanismos precisos para que así no fuera. Nada tuvo que ver con lo ocurrido en mi cumpleaños. En aquella ocasión había sido mi padre quien asumió la tarea de "ponerme en condiciones" con el íntimo sobeo que practicó a mi madre a presencia mía. Ahora mi padre no estaba y las circunstancias eran muy distintas. El factor sorpresa había desaparecido y para mí el sexo dejaba de ser un descubrimiento.
Todo esto debió de tenerlo muy presente mi madre, pues desde un principio intentó "forzar la maquinaria". Aunque creo haberlo dicho ya, creo que no estará de más el repetirlo: a sus casi treinta y ocho años, mi madre conservaba un cuerpo envidiable que en nada hacía suponer que había parido cinco hijos. Su vientre era casi plano y su cintura breve, lo que acentuaba aún más la anchura de sus caderas. Ello hacía que, vista por detrás, sus redondeadas nalgas destacaran con brillo propio por sobre todo lo demás, incluso ante mí, que siempre fijaba más mi atención en los frontales que en los cuartos traseros.
—¿Por qué estás tan nervioso? Ya no es la primera vez.
Yo estaba tumbado boca arriba sobre la cama matrimonial, desnudo, y mi madre revoloteaba de un lado para otro aún vestida, supongo que comprobando que todo se encontraba en su sitio, perfectamente ordenado. El orden fue de siempre una de sus mayores obsesiones.
—No estoy nervioso, mamá —mentí.
—¡Ah, no, eso sí que no! —se giró para darme frente y compuso un gracioso gesto de recriminación—. En estos momentos debes olvidarte por completo de que soy tu madre. Deberás llamarme Brigi, como hace tu padre.
—¿Y tú me llamarás Joaquín?
Ahora sonrió con expresión traviesa.
—Te llamaré "nene mío", que es como llamo a tu padre en estas circunstancias.
No sería lo único que cambiaría de nombre en aquellos días. Al ver que mi picha se mantenía encogida sin síntomas de reacción alguna, me la sacudió con una mano y dijo:
—¿Y qué le pasa a don Pacote? ¿No tiene ganas de juerga esta noche?
Y a partir de ese momento mi verga pasaría a gozar de nombre propio hasta hoy día, aunque lo de "pacote" lo dejé para los momentos álgidos y, fuera de ellos, preferí llamarla simplemente "paquito", por parecerme más en consonancia con la realidad.
Mi madre (la llamaré Brigi en adelante para darle gusto) conectó la minicadena y, como música de fondo, empezaron a sonar, a mínimo volumen, unas melodiosas notas que yo atribuí a un saxo. Y como si de una diosa del striptease se tratara, acompasando sus movimientos con la suave cadencia del instrumento, me brindó todo un recital de desnudamiento sexy que en otro caso me hubiera vuelto loco y que, en aquél, apenas hizo inmutar a "paquito". Yo me limitaba a sonreír como un bobo e incluso a veces, cuando el quehacer de Brigi se hacía más insinuante, apartaba cohibido la mirada hacia otro lado.
Sé que ya lo he dicho, pero lo recuerdo ahora para los más desmemoriados o para quienes no hayan seguido mi historia desde el principio. Los pechos de mi madre eran los más primorosos que nunca vi, casi de jovencita. Redondos y firmes, del tamaño justo para casi abarcarlos con una mano, y coronados por unas areolas perfectamente circulares en cuyo centro se erigían unos pezones en apariencia diminutos, pero que llegaban a triplicar su volumen en los momentos cumbre, adquiriendo una dureza que para sí la quisiera el más brillante de los "pacotes".
Brigi sabía muy bien lo mucho que sus tetas me gustaban y, en el improvisado espectáculo que me estaba brindando, se las acariciaba y oprimía con insistencia cada vez mayor, mientras su vista seguía con disimulo la evolución que iba experimentando "paquillo", cada vez más próximo a convertirse en "paco", aunque muy lejos aún de proclamarse "pacote".
Cuando por fin se decidió a hacer descender por sus muslos la fina braguita que ocultaba su más recóndito atributo, no pude disimular mi asombro. Aunque siempre cuidadosa en todos sus detalles, no recordaba haberle visto un coño tan bien depilado, dejando apenas una fina hilera de vello como prolongación de su natural grieta, tentadoramente entreabierta cuando separaba sus piernas.
Tal vez porque así lo tenía previsto en su guión o porque veía que sus esfuerzos no daban el resultado apetecido, Brigi dejó sus evoluciones y pasó a un ataque más directo. Hundió su cabeza en mi regazo y dejó que mi verga se hundiera en su boca hasta tocar fondo, dando principio a una mamada que pronto acabó con todas mis reticencias y convirtió mi verga en bizarra espada toledana, presta a librar todo tipo de combate que pudiera presentarse.
—Por Dios, mamá... Brigi, no sigas que me corro.
Brigi hizo un relativo alto, pues si bien sacó mi verga de su boca para recuperar la capacidad de hablar, la abarcó con su mano y siguió masturbándome.
—¿Qué pasa si te corres? —preguntó, mirándome a los ojos.
—No me gustaría hacerlo en tu boca.
—¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que me devuelvas parte de la leche que tan glotonamente me sacaste de bebé?
No me pareció muy convencional el trueque, más que nada por la notoria diferencia de las sustancias intercambiadas; pero como justificación podía resultar válida y, sin poner en juego los recursos que había ido aprendiendo para contenerme, me dejé llevar por la vorágine de su boca y en ella escancié hasta la última gota del solicitado líquido tan pronto como ella se puso de nuevo manos a la obra.
Todo sucedió demasiado rápido como para que la fiesta terminase sin más. Para Brigi, en efecto, la cosa no había hecho nada más que comenzar. Sobradamente sabía que, concediéndome el elemental respiro, no tardaría mucho en volver a estar de nuevo en condiciones de obsequiarle con un para ella mucho más gratificante y merecido polvo. Demasiado informada estaba de mis continuos escarceos con Dori, de mis más contados alivios con Barbi y Cati y de mis aventuras con Sara.
El respiro fue muy relativo. Asimilada su ración láctea, Brigi pareció retornar por unos momentos a su condición maternal y, echándose a mi lado, pasó su brazo por mi cuello y poco a poco me fue guiando hasta que mis labios rozaron uno de sus enardecidos pezones.
—Anda, mi nene, ahora te toca a ti tomar tu biberón.
El nene no se hizo de rogar y empezó a lamer primero el pezón para terminar casi tragándose la teta entera. Y no queriendo despertar la envidia de su gemela, la misma operación repetí con la otra, mientras mis manos correteaban sin cesar por la piel de terciopelo de aquel maravilloso cuerpo que cada vez se pegaba más al mío casi asfixiándome entre sus excrecencias mamarias.
Tan especial era lo que yo sentía que inútil sería pretender describirlo con simples palabras, por muy rebuscadas que las mismas fueran. Ella se empeñaba en ser Brigi, pero yo no podía olvidar que era mi madre y mis ansias de procurarle el mayor placer del mundo me llevaban a querer abarcarla toda al mismo tiempo. Mis muslos se frotaban contra sus muslos; mis manos surcaban desbocadas su espalda entera, su cintura y sus proverbiales nalgas; y mi boca, después de errar por sus pechos, por su cuello, por sus hombros y sus mejillas, terminó fundiéndose con la suya en el más apasionado de los besos.
Milagro o no, cuando quise darme cuenta Brigi me pertenecía por completo, en la misma medida en que yo le pertenecía a ella. Mi polla, convertida en el más irreverente de los "pacotes" y sin necesidad de atender a los dictados de mi conciencia, se había abierto paso por sí sola en el húmedo desfiladero vaginal y se había acoplado cual módulo a la nave nodriza, palpitante como vibrador viviente.
Cuando de la garganta de Brigi comenzaron a brotar, con creciente intensidad, aquellos gemidos que tan familiares me resultaban por escucharlos una noche sí y otra también, me sentí el más feliz de los mortales y el mejor amante del mundo, capaz de emular hasta a mi propio padre, al que consideraba todo un modelo en semejantes menesteres.
No me importaba que Brigi gozara; lo que me llenaba de satisfacción es que Brigi era mi querida madre y que mi "pacote" estaba supliendo con éxito al "pacote" original, pues por mi cuenta deduje que tal denominación era por igual extensible al pene de mi padre como la de "mi nene" a mi persona.
Aquellos entrañables ruidos me causaban tal excitación que apenas si me atrevía a hacer movimiento alguno por temor a que todas mis defensas se vinieran abajo y me corriera sin contemplaciones. Un buen condón de "efecto retardado" me hubiera venido de maravillas, pero como con Brigi no se precisaba protección de este tipo, las sensaciones eran mucho más intensas.
Lógicamente, Brigi quería "algo más" y mi falta de actividad no le seducía demasiado.
—¿Por qué te estás quieto? ¿Acaso temes hacerme daño?
—Me gusta estar así —inventé sobre la marcha—. Por mí me estaría así toda la noche.
Su mirada me indicó que no me había creído en absoluto y que conocía muy bien la verdadera razón de mi pasividad. Tan bien la conocía que se encargó de proporcionarme el ansiado preservativo.
—¿Así está mejor? —preguntó.
—Espero que sí.
Volví a colmarla con mi "pacote" e inicié unos tímidos movimientos. Viendo que la cosa funcionaba, el mete y saca fue in crescendo y los gemidos de Brigi volvieron a resurgir, ahora con mayor potencia.
Aunque no estaba muy seguro de mí mismo, seguí aumentando el ritmo hasta que Brigi, abrazándose a mí con todas sus fuerzas, estalló en una serie de sacudidas que me indicaron que el terreno quedaba libre para buscar sin más preocupaciones mi propio desahogo. Pero ahora no me fue tan fácil y Brigi, antes inquieta por mi falta de actividad, a su tercer orgasmo casi me pidió clemencia.
Tuve que sacar otra vez la polla del dulce agujero, desembarazarme del condón y rematar la faena a pelo, cosa que no me llevó más de un minuto.
Los dos quedamos tumbados boca arriba, jadeantes, sudorosos y con la mirada clavada en el techo. Luego nos volvimos para quedar mirándonos el uno al otro y nuestros ojos se encargaron de decir lo que miles de palabras no habrían sido suficientes para mínimamente expresar.
La satisfecha Brigi dio paso a la amorosa madre. Aquel gesto de echar a un lado el flequillo que se empeñaba en taparme la frente era mucho más que un simple gesto. Era, como tantos otros de los suyos, una muestra más de la pasión que sentía por todos sus hijos.
—Aún sigues sin convencer a Viki, ¿verdad?
—Aún sigo y me da que la cosa va para largo. Tú la conoces mejor que nadie. ¿Por qué es tan rara?
—Tiene sus problemas.
—¿Qué problemas?
—Cosas de mujeres.
—¿Amores no correspondidos? —me había venido a la mente el tal Luís que me mencionara Dori.
—Ya te lo he dicho —sonrió mi madre—. Cosas de mujeres.
Iba a seguir insistiendo, pero me calló colocándome el índice de su mano sobre los labios.
—¿Qué clase de confesora sería si fuese divulgando los pecados de mis penitentes?
—¿Quieres decir que hay una razón muy poderosa para que no quiera acostarse conmigo?
—Hay una razón que sólo existe en su cabeza y que no es tan grande como para que no pueda ser vencida. Y eso es todo cuanto te puedo decir.
—Deduzco que aún puedo tener esperanzas.
—Como reza el dicho, mientras hay vida hay esperanza.
Nos dimos una ligera ducha y volvimos a la cama, donde continuamos charlando hasta que el sueño abatió nuestros párpados y silenció nuestras bocas.
Hay quienes me preguntan qué ocurre con mi madre, a la que tan poco menciono. No es que quiera silenciar mis relaciones con ella, sino que, simplemente, no se habían vuelto a producir desde que ella misma me iniciara en este increíble mundo de la sexualidad. Los que hayan seguido mis andanzas desde el principio, ya sabrán que yo a mi madre la consideraba como algo muy especial.
Ahora sí, siguiendo la cronología de los hechos, puedo volver a rescatar su protagonismo. Y es que, por la época a que me vengo refiriendo, fue cuando a mi padre le convocaron para hacer un cursillo de actualización, lo que le obligó a permanecer ausente cinco días y, lo más importante, cuatro noches.
—Eres el único varón que queda en la casa —me dijo mi padre en el momento de la despedida—. Cuida de tu madre y atiéndela como es debido. ¿De acuerdo?
El "atiéndela como es debido" se prestaba a diversas interpretaciones y yo tenía bien claro que jamás intentaría nada con mi madre si ella no me lo pedía. Pero resultó que me lo pidió y, como era su costumbre, no se anduvo con rodeos.
—Ya sabes que tu padre me tiene muy mal enseñada y ya no puedo pasar un día entero sin gustar las delicias del sexo. Por lo que sé, has aprendido mucho en poco tiempo y quiero que en estos cinco días me demuestres tus conocimientos. ¿Te importará llenar su hueco en la cama durante las próximas cinco noches?
—Será un orgullo para mí llenar todos los huecos que él acostumbra a llenar.
Follar con mi madre no era follar con cualquiera, ni aun tan siquiera con Dori. El cariño de una madre no se suple con nada y menos el de la mía, por la que sentía auténtica devoción. Quien haya vivido experiencia similar sabrá muy bien a qué me refiero.
Mi madre, para mí, era el compendio de todas las virtudes que puedan darse en una mujer. Quizá no fuera la mujer más hermosa del mundo, pero a mis ojos no había ninguna más linda que ella. Quizá su cuerpo no fuera perfecto y, sin embargo, yo así lo consideraba. Pero, muy por encima de los atractivos naturales que pudiera poseer o dejar de poseer, lo que realmente la hacía única ante mí era eso que, por no saber muy bien lo que es ni en qué consiste, se suele denominar "belleza interior".
Desde que tuve uso de razón, supe de sus desvelos, de sus preocupaciones, de sus atenciones, de sus largas noches de insomnio cuando la menor enfermedad me atacaba y de tantas y tantas cosas que referirlas todas daría para escribir un voluminoso libro. Y ello no fue privilegio exclusivo mío. Si bien es cierto que mi padre siempre mostró una especial debilidad conmigo (al fin y al cabo yo era ese hijo varón que tanto había buscado), mi madre nunca estableció preferencia alguna sobre ninguno de sus hijos y tan pendiente estaba de los problemas de Viki como de los de Dori, Barbi, Cati o míos. Con esa extraña capacidad que sólo las mujeres tienen, se hallaba en todo momento al lado de quien más la necesitaba.
Yo creo que su mayor capricho era satisfacer los nuestros y que su mayor felicidad consistía en vernos felices a los demás; a "los suyos", como ella nos llamaba. Podía haber hecho valer su título de diplomada en enfermería para ejercer como tal; pero su mayor ilusión era "cuidar de sus polluelos" y como, afortunadamente, los ingresos de mi padre resultaban suficientes para cubrir nuestras necesidades, prefería renunciar a cualquier trabajo remunerado y dedicarse por entero a nosotros y a la casa, de la cual, sin lugar a dudas, era el auténtico alma. Viki y Dori la ayudaban mucho en las tareas domésticas, Barbi y Cati no tanto y yo, que parecía gozar de un estatuto especial, apenas si intervenía.
Por todo ello y muchas otras cosas que considero innecesario señalar, se comprenderá que, ante mi madre, mis "reacciones fisiológicas" fueran bien distintas a las de cualquier hombre ante cualquier mujer. Pudiendo más el cariño que el deseo, era mi corazón el que se agitaba antes que mi polla y casi más me llenaba abrazarla y cubrirla de besos que el poseerla.
Mi madre era persona de buen carácter y tremendamente juiciosa. El popular dicho de "te conozco como si te hubiera parido", en ella cobraba una doble dimensión porque, habiéndonos realmente parido, tenía una especial intuición para penetrar en nuestros sentimientos e inquietudes, adelantándose casi siempre a nuestros deseos con una naturalidad que, a mí en particular, muchas veces me dejaba absolutamente perplejo.
La primera de las cuatro noches que compartí con mi madre hubiera sido sin duda un fracaso de no activar ella los mecanismos precisos para que así no fuera. Nada tuvo que ver con lo ocurrido en mi cumpleaños. En aquella ocasión había sido mi padre quien asumió la tarea de "ponerme en condiciones" con el íntimo sobeo que practicó a mi madre a presencia mía. Ahora mi padre no estaba y las circunstancias eran muy distintas. El factor sorpresa había desaparecido y para mí el sexo dejaba de ser un descubrimiento.
Todo esto debió de tenerlo muy presente mi madre, pues desde un principio intentó "forzar la maquinaria". Aunque creo haberlo dicho ya, creo que no estará de más el repetirlo: a sus casi treinta y ocho años, mi madre conservaba un cuerpo envidiable que en nada hacía suponer que había parido cinco hijos. Su vientre era casi plano y su cintura breve, lo que acentuaba aún más la anchura de sus caderas. Ello hacía que, vista por detrás, sus redondeadas nalgas destacaran con brillo propio por sobre todo lo demás, incluso ante mí, que siempre fijaba más mi atención en los frontales que en los cuartos traseros.
—¿Por qué estás tan nervioso? Ya no es la primera vez.
Yo estaba tumbado boca arriba sobre la cama matrimonial, desnudo, y mi madre revoloteaba de un lado para otro aún vestida, supongo que comprobando que todo se encontraba en su sitio, perfectamente ordenado. El orden fue de siempre una de sus mayores obsesiones.
—No estoy nervioso, mamá —mentí.
—¡Ah, no, eso sí que no! —se giró para darme frente y compuso un gracioso gesto de recriminación—. En estos momentos debes olvidarte por completo de que soy tu madre. Deberás llamarme Brigi, como hace tu padre.
—¿Y tú me llamarás Joaquín?
Ahora sonrió con expresión traviesa.
—Te llamaré "nene mío", que es como llamo a tu padre en estas circunstancias.
No sería lo único que cambiaría de nombre en aquellos días. Al ver que mi picha se mantenía encogida sin síntomas de reacción alguna, me la sacudió con una mano y dijo:
—¿Y qué le pasa a don Pacote? ¿No tiene ganas de juerga esta noche?
Y a partir de ese momento mi verga pasaría a gozar de nombre propio hasta hoy día, aunque lo de "pacote" lo dejé para los momentos álgidos y, fuera de ellos, preferí llamarla simplemente "paquito", por parecerme más en consonancia con la realidad.
Mi madre (la llamaré Brigi en adelante para darle gusto) conectó la minicadena y, como música de fondo, empezaron a sonar, a mínimo volumen, unas melodiosas notas que yo atribuí a un saxo. Y como si de una diosa del striptease se tratara, acompasando sus movimientos con la suave cadencia del instrumento, me brindó todo un recital de desnudamiento sexy que en otro caso me hubiera vuelto loco y que, en aquél, apenas hizo inmutar a "paquito". Yo me limitaba a sonreír como un bobo e incluso a veces, cuando el quehacer de Brigi se hacía más insinuante, apartaba cohibido la mirada hacia otro lado.
Sé que ya lo he dicho, pero lo recuerdo ahora para los más desmemoriados o para quienes no hayan seguido mi historia desde el principio. Los pechos de mi madre eran los más primorosos que nunca vi, casi de jovencita. Redondos y firmes, del tamaño justo para casi abarcarlos con una mano, y coronados por unas areolas perfectamente circulares en cuyo centro se erigían unos pezones en apariencia diminutos, pero que llegaban a triplicar su volumen en los momentos cumbre, adquiriendo una dureza que para sí la quisiera el más brillante de los "pacotes".
Brigi sabía muy bien lo mucho que sus tetas me gustaban y, en el improvisado espectáculo que me estaba brindando, se las acariciaba y oprimía con insistencia cada vez mayor, mientras su vista seguía con disimulo la evolución que iba experimentando "paquillo", cada vez más próximo a convertirse en "paco", aunque muy lejos aún de proclamarse "pacote".
Cuando por fin se decidió a hacer descender por sus muslos la fina braguita que ocultaba su más recóndito atributo, no pude disimular mi asombro. Aunque siempre cuidadosa en todos sus detalles, no recordaba haberle visto un coño tan bien depilado, dejando apenas una fina hilera de vello como prolongación de su natural grieta, tentadoramente entreabierta cuando separaba sus piernas.
Tal vez porque así lo tenía previsto en su guión o porque veía que sus esfuerzos no daban el resultado apetecido, Brigi dejó sus evoluciones y pasó a un ataque más directo. Hundió su cabeza en mi regazo y dejó que mi verga se hundiera en su boca hasta tocar fondo, dando principio a una mamada que pronto acabó con todas mis reticencias y convirtió mi verga en bizarra espada toledana, presta a librar todo tipo de combate que pudiera presentarse.
—Por Dios, mamá... Brigi, no sigas que me corro.
Brigi hizo un relativo alto, pues si bien sacó mi verga de su boca para recuperar la capacidad de hablar, la abarcó con su mano y siguió masturbándome.
—¿Qué pasa si te corres? —preguntó, mirándome a los ojos.
—No me gustaría hacerlo en tu boca.
—¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que me devuelvas parte de la leche que tan glotonamente me sacaste de bebé?
No me pareció muy convencional el trueque, más que nada por la notoria diferencia de las sustancias intercambiadas; pero como justificación podía resultar válida y, sin poner en juego los recursos que había ido aprendiendo para contenerme, me dejé llevar por la vorágine de su boca y en ella escancié hasta la última gota del solicitado líquido tan pronto como ella se puso de nuevo manos a la obra.
Todo sucedió demasiado rápido como para que la fiesta terminase sin más. Para Brigi, en efecto, la cosa no había hecho nada más que comenzar. Sobradamente sabía que, concediéndome el elemental respiro, no tardaría mucho en volver a estar de nuevo en condiciones de obsequiarle con un para ella mucho más gratificante y merecido polvo. Demasiado informada estaba de mis continuos escarceos con Dori, de mis más contados alivios con Barbi y Cati y de mis aventuras con Sara.
El respiro fue muy relativo. Asimilada su ración láctea, Brigi pareció retornar por unos momentos a su condición maternal y, echándose a mi lado, pasó su brazo por mi cuello y poco a poco me fue guiando hasta que mis labios rozaron uno de sus enardecidos pezones.
—Anda, mi nene, ahora te toca a ti tomar tu biberón.
El nene no se hizo de rogar y empezó a lamer primero el pezón para terminar casi tragándose la teta entera. Y no queriendo despertar la envidia de su gemela, la misma operación repetí con la otra, mientras mis manos correteaban sin cesar por la piel de terciopelo de aquel maravilloso cuerpo que cada vez se pegaba más al mío casi asfixiándome entre sus excrecencias mamarias.
Tan especial era lo que yo sentía que inútil sería pretender describirlo con simples palabras, por muy rebuscadas que las mismas fueran. Ella se empeñaba en ser Brigi, pero yo no podía olvidar que era mi madre y mis ansias de procurarle el mayor placer del mundo me llevaban a querer abarcarla toda al mismo tiempo. Mis muslos se frotaban contra sus muslos; mis manos surcaban desbocadas su espalda entera, su cintura y sus proverbiales nalgas; y mi boca, después de errar por sus pechos, por su cuello, por sus hombros y sus mejillas, terminó fundiéndose con la suya en el más apasionado de los besos.
Milagro o no, cuando quise darme cuenta Brigi me pertenecía por completo, en la misma medida en que yo le pertenecía a ella. Mi polla, convertida en el más irreverente de los "pacotes" y sin necesidad de atender a los dictados de mi conciencia, se había abierto paso por sí sola en el húmedo desfiladero vaginal y se había acoplado cual módulo a la nave nodriza, palpitante como vibrador viviente.
Cuando de la garganta de Brigi comenzaron a brotar, con creciente intensidad, aquellos gemidos que tan familiares me resultaban por escucharlos una noche sí y otra también, me sentí el más feliz de los mortales y el mejor amante del mundo, capaz de emular hasta a mi propio padre, al que consideraba todo un modelo en semejantes menesteres.
No me importaba que Brigi gozara; lo que me llenaba de satisfacción es que Brigi era mi querida madre y que mi "pacote" estaba supliendo con éxito al "pacote" original, pues por mi cuenta deduje que tal denominación era por igual extensible al pene de mi padre como la de "mi nene" a mi persona.
Aquellos entrañables ruidos me causaban tal excitación que apenas si me atrevía a hacer movimiento alguno por temor a que todas mis defensas se vinieran abajo y me corriera sin contemplaciones. Un buen condón de "efecto retardado" me hubiera venido de maravillas, pero como con Brigi no se precisaba protección de este tipo, las sensaciones eran mucho más intensas.
Lógicamente, Brigi quería "algo más" y mi falta de actividad no le seducía demasiado.
—¿Por qué te estás quieto? ¿Acaso temes hacerme daño?
—Me gusta estar así —inventé sobre la marcha—. Por mí me estaría así toda la noche.
Su mirada me indicó que no me había creído en absoluto y que conocía muy bien la verdadera razón de mi pasividad. Tan bien la conocía que se encargó de proporcionarme el ansiado preservativo.
—¿Así está mejor? —preguntó.
—Espero que sí.
Volví a colmarla con mi "pacote" e inicié unos tímidos movimientos. Viendo que la cosa funcionaba, el mete y saca fue in crescendo y los gemidos de Brigi volvieron a resurgir, ahora con mayor potencia.
Aunque no estaba muy seguro de mí mismo, seguí aumentando el ritmo hasta que Brigi, abrazándose a mí con todas sus fuerzas, estalló en una serie de sacudidas que me indicaron que el terreno quedaba libre para buscar sin más preocupaciones mi propio desahogo. Pero ahora no me fue tan fácil y Brigi, antes inquieta por mi falta de actividad, a su tercer orgasmo casi me pidió clemencia.
Tuve que sacar otra vez la polla del dulce agujero, desembarazarme del condón y rematar la faena a pelo, cosa que no me llevó más de un minuto.
Los dos quedamos tumbados boca arriba, jadeantes, sudorosos y con la mirada clavada en el techo. Luego nos volvimos para quedar mirándonos el uno al otro y nuestros ojos se encargaron de decir lo que miles de palabras no habrían sido suficientes para mínimamente expresar.
La satisfecha Brigi dio paso a la amorosa madre. Aquel gesto de echar a un lado el flequillo que se empeñaba en taparme la frente era mucho más que un simple gesto. Era, como tantos otros de los suyos, una muestra más de la pasión que sentía por todos sus hijos.
—Aún sigues sin convencer a Viki, ¿verdad?
—Aún sigo y me da que la cosa va para largo. Tú la conoces mejor que nadie. ¿Por qué es tan rara?
—Tiene sus problemas.
—¿Qué problemas?
—Cosas de mujeres.
—¿Amores no correspondidos? —me había venido a la mente el tal Luís que me mencionara Dori.
—Ya te lo he dicho —sonrió mi madre—. Cosas de mujeres.
Iba a seguir insistiendo, pero me calló colocándome el índice de su mano sobre los labios.
—¿Qué clase de confesora sería si fuese divulgando los pecados de mis penitentes?
—¿Quieres decir que hay una razón muy poderosa para que no quiera acostarse conmigo?
—Hay una razón que sólo existe en su cabeza y que no es tan grande como para que no pueda ser vencida. Y eso es todo cuanto te puedo decir.
—Deduzco que aún puedo tener esperanzas.
—Como reza el dicho, mientras hay vida hay esperanza.
Nos dimos una ligera ducha y volvimos a la cama, donde continuamos charlando hasta que el sueño abatió nuestros párpados y silenció nuestras bocas.
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