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Una peculiar familia 26


CAPÍTULO XXVI

Siguieron unos días de calma, que me vinieron de perlas para recuperar las fuerzas derrochadas. Dori no dejaba de merodear a mi alrededor, intentando averiguar todos los pormenores de la para ella misteriosa fiesta, sabedora de que allí se había cocido algo más que un simple cumpleaños. Afortunadamente, el que se hallara en pleno periodo me supuso una ventaja inestimable; y es que, no habiendo sexo de por medio, su poder de persuasión sobre mí decaía de manera considerable.

Dori era una persona demasiado observadora para que le pasase inadvertida la preocupación que ensombrecía a mi padre. La verdad es que tampoco yo le había visto nunca en tal tesitura, que nada tenía que ver con su decaimiento anterior. En aquella ocasión era evidente que los problemas que le atribulaban nada tenían que ver con la familia y estaban más relacionados con su trabajo; la cosa ahora era bien diferente.

Y como la cuestión que le atenazaba no era otra que el haber conocido a Luci y a la vez haber rememorado viejos y gloriosos tiempos con Merche, acabó buscando en mí, como único conocedor del asunto, el desahogo que tanto necesitaba para al menos sobrellevar la pesada carga que para él suponía mantener oculto a mi madre tan grave secreto.

Hacía tiempo que había dejado de tratarme como a un niño; sin embargo, en esta ocasión creo que me consideró mucho mayor de lo que realmente era y me atribuyó una capacidad de discernimiento bastante superior a la que poseía.

—¿Qué harías tú en mi lugar? —me preguntó a bocajarro.

Y a mí tal pregunta se me hizo tan grande y espinosa que no me fue posible darle ninguna respuesta satisfactoria.

—Tal vez si se lo fueras diciendo a mamá poco a poco... —fue lo más que se me ocurrió.

Para mí que, aunque no me lo dijo, su gran dilema era que seguía enamorado de Merche más de lo que incluso él imaginaba y que aquel nuevo nexo de unión llamado Luci que había aparecido de súbito en su vida, y de cuya existencia nunca había sabido nada hasta entonces, estaba terminando de desquiciarle.

—Yo creo que mamá lo comprenderá... —insinué en mi afán de ayudar.

—Tu madre lo comprendería si se lo hubiera dicho en su debido momento y no al cabo de veinte años. Más que el hecho en sí, lo que realmente me quita el sueño es el habérselo ocultado durante tanto tiempo, porque eso es lo que me temo que no me perdonará nunca.

—Pues no le digas nada —concluí yo, convencido de que era lo mejor—. Después de veinte años de silencio, ¿qué importancia pueden tener otros veinte años más?

Mi padre me miró como si ante sí tuviera al bicho más raro de la naturaleza.

—¿Tú sabes cómo me siento?

—Algo me imagino —contesté evasivamente.

—Me siento como el ser más vil y rastrero que pueda existir. Si no se lo confieso todo a tu madre, se me hará imposible vivir con ella y ni tan siquiera seré capaz de mirarla a la cara; y, si se lo confieso, tal vez eso sería el fin...

—Mamá te quiere demasiado como para que algo que ocurrió hace tanto tiempo pueda suponer el fin.

—Eso es lo malo, hijo mío. No se trata de algo que ocurrió hace mucho tiempo, sino de algo que está ocurriendo en el momento presente.

—No te entiendo, papá.

—Pues es muy fácil. Siempre tuve la sospecha de que Bea era hija mía, pero no podía estar seguro del todo. Ahora ya no tengo la menor duda, porque Merche me lo ha terminado confesando. Y, por si fuera poco, también tengo la certeza de que Luci es igualmente hija mía. Lo cual significa que Merche ya no es para mí una mujer cualquiera, sino que es también la madre de mis hijas...

Se calló como si de pronto se hubieran quedado inmovilizadas sus cuerdas vocales. Me resultó evidente que no quería ir más allá en sus revelaciones, que no quería declarar que sus sentimientos hacia Merche eran muy similares a los que albergaba respecto a mi madre. Aunque no podía ponerme en su lugar, se me antojó que el caso era bastante peliagudo y que el único auxilio verdadero que podía ofrecerle se limitaba a seguir haciendo lo que hasta entonces había hecho: reservarme para mí cuanto sabía. Supongo que mi padre tampoco esperaba mucho más de mí.

También creo que Dori acabó comprendiendo que mis razones para adoptar una actitud tan reservada eran bastante poderosas.

—¿Tiene algo que ver con papá? —me preguntó al cabo de unos días de asedio.

No le dije ni que sí que no, con lo que ella entendió que la respuesta era sí y, a partir de ese momento, decidió no tocar más el tema, dando en su lugar un vuelco total a la situación.

—Pues yo también tengo un secreto —me dijo poniendo cara de personaje importante.

—¿De qué se trata?

—Si te lo cuento, me quedo sin secreto.

—Seguirá siendo secreto, aunque compartido conmigo.

—Entonces no sería mi secreto, sino nuestro secreto.

—Pero seguiría siendo secreto al fin y al cabo.

De sobras sabía yo que Dori acabaría desvelándome el misterio. Si tal no hubiera sido su propósito, jamás me habría hablado del mismo. Era, pues, simple cuestión de esperar a que se decidiese a hablar. En estos casos, lo mejor que yo podía hacer era no mostrar ningún interés: mientras menor fuera mi preocupación por el tema, mayores serían sus deseos de soltarse la lengua.

Pasada su menstruación y apta para reanudar normalmente su actividad sexual, no tardó en hacerme una de sus habituales visitas a mi habitación. Nada más verla aparecer por la puerta, tuve el pálpito de que aquella misma tarde acabaría haciéndome partícipe del importante secreto que guardaba y al que no habíamos vuelto a hacer clara referencia desde que me lo anunciara por primera vez. Por supuesto que yo me moría de curiosidad por saber de qué se trataba, pero me cuidaba muy mucho de exteriorizarla.

Aunque tratándose de Dori yo no necesitaba de demasiados prolegómenos para estar a punto de rendirla el debido tributo, me encantaba que ella se pusiera de aquel mimosón subido conmigo para indicarme sus ganas de follar. No sé si el cariño tan especial que por ella sentía distorsionaba mis particulares apreciaciones; lo cierto y verdad es que yo la encontraba cada día más hermosa y más mujer, hasta el punto de que, teniéndola como la tenía siempre dispuesta, incluso mi obcecación por Viki iba disminuyendo día a día. En realidad, desde que me hiciera la jugarreta de la ducha, sin que quepa hablar de odio propiamente dicho, la tenía un poco entre ceja y ceja y de vez en cuando me asaltaban los deseos de venganza, aunque seguía sin encontrar un modo que pudiera satisfacerme plenamente.

Dori me compensaba sobradamente de toda frustración que pudiera sentir cada vez que veía a Viki pavoneándose delante de nosotros, como si perteneciera a una clase superior. Y, cosas que pasan, lo que más me enervaba es que, por mucho que quisiera convencerme a mí mismo de lo contrario, no me quedaba más remedio que admitir que estaba buenísima y que un polvo con ella debía de ser una de las cosas más maravillosas del mundo. Pero, en este tema, seguía tan distante como siempre y mis esperanzas de alcanzar semejante sueño cada vez eran más débiles.

—¿Qué estás haciendo?

Esta era la pregunta típica de Dori cuando me veía sentado ante el PC, atareado como siempre en pescar de extranjis las últimas novedades musicales del mercado, al tiempo que se situaba a mi espalda, se inclinaba sobre mí y me rodeaba con sus brazos, empezando a acariciarme el torso y dándome algún que otro besito en la nuca o mordisqueándome una oreja.

Sus caricias empezaban siempre por encima de la ropa, pero terminaban por debajo de ella. Si llevaba puesto un polo, colaba sus brazos por el cuello hasta llegar a tocarme el ombligo; si usaba camisa, pronto quedaban libres todos los botones y así se explayaba con mi tórax. Casi nunca, en estos preliminares, llegaba a tocarme la polla, por mucho que ésta creciera y se hiciera notar bajo el pantalón, como si se la reservara para los momentos más cruciales.

Yo me dejaba hacer mientras proseguía mis búsquedas de nuevas canciones que ingresar en mi ya más que inflado repertorio; pero el de Dori era un trabajo de demolición al que no podía sustraerme demasiado rato. Ella lo sabía muy bien y no se daba ninguna prisa, limitándose a seguir recorriendo con sus delicadas manos todos aquellos puntos más sensibles que hacían que mi piel se erizase y mi pacote adquiriera las dimensiones de las grandes solemnidades.

Algo que también me resultaba harto excitante era el sentir sus pechos aplastados contra mi espalda. No paraban de crecer. Echando la vista atrás, en apenas dos meses casi habían duplicado su tamaño y mis manos empezaban a resultar insuficientes para abarcarlos en su totalidad. Ya nada tenían que envidiar a lo de Barbi y Cati y, de seguir tal ritmo de desarrollo, pronto podrían equipararse a los de Viki.

—¿Te falta mucho? —me preguntó algo impaciente, mirando la pantalla del monitor con cara de hastío.

Dori era así. Las propias caricias que a mí me prodigaba le surtían igual efecto que si fuera yo quien se las estuviera prodigando a ella. Siempre había oído decir que la sexualidad de las mujeres difiere bastante de la de los hombres, pero en el caso de Dori yo no encontraba grandes disimilitudes. No sé si es que se trataba de un caso excepcional o que entre nosotros existía eso que llaman "química". Lo cierto es que, tan pronto como cualquiera de los dos nos lo proponíamos, al poco rato nos poníamos ambos por igual de cachondos, lo mismo el que hacía como el que se dejaba hacer. Creo que entre los dos se había establecido una especie de adicción y no podíamos pasar mucho tiempo el uno sin el otro. No se trataba del mero hecho de follar, pues esto era más veces una consecuencia que un fin.

Aquella tarde no era tal el caso, pues los días que ambos llevábamos de abstinencia ya pedían una compensación inmediata. Nuestro mutuo entendimiento había llegado a tales extremos que un simple gesto bastaba para que rápidamente supiéramos cada cual lo que el otro quería. Dori siempre había sido transparente como el agua clara, pero mi carácter era mucho menos abierto que el de ella y no resultaba tan fácil adivinar lo que en cada momento bullía en mi cabeza. Para Dori, sin embargo, ya era poco menos que cosa de niños leer mis pensamientos, bien sea porque poseía un don especial para ello o porque mi actitud, sin siquiera darme cuenta, cambiaba por completo a su presencia.

—¿Te falta mucho? —volvió a insistir ante mi falta de respuesta.

Y como ciertamente no me faltaba nada para nada, pues lo que estaba haciendo bien podía esperar, hice girar la silla tomando por sorpresa a Dori, que cuando quiso darse cuenta de la maniobra ya estaba sentada encima de mí y con mis brazos rodeando firmemente su cintura.

Siempre estaba preciosa, pero esta vez lo estaba más que nunca porque llevaba puestas mis prendas favoritas: un top que cubría sus tetas y poco más y unos pantaloncitos bien cortos, uno y otro de un color azul celeste que venía muy a tono con su bronceada piel. Tratándose de Dori, no había nada en ella que no me encantara; pero, aparte de las zonas obligadas, acariciar su vientre plano era algo que me causaba un placer muy singular, sin que supiera muy bien el porqué, pues no me ocurría con ninguna otra. Tal vez fuera que poseía un tacto diferente que sólo mis manos eran capaces de detectar sin que tal particular impresión pasara siquiera por mi cerebro para hacerla consciente. Pero, en situaciones como aquélla, una de las cosas que más gustaba a Dori era que pasara mi mano entre sus muslos, siendo tanto mayor su sensibilidad cuanto más me acercaba a su vagina, que era su punto culminante del placer. Y, a mayor suavidad, más intensa su respuesta. Por lo general, dos o tres pasadas bastaban para que, automáticamente, me rodeara el cuello con sus brazos y buscase afanosa mi boca con la suya para unirlas en un beso que podía alargarse todo el tiempo del mundo, hasta casi olvidarnos de respirar. No en vano podía decirse que habíamos aprendido a besar juntos y de ahí que nuestros besos tuvieran para ambos un sabor distinto que ninguna otra boca podía proporcionarnos.

A partir de uno de aquellos besos, ya el deseo se convertía en imparable, nuestros cuerpos se ponían al rojo vivo y no existía otro consuelo que un revolcón más o menos apasionado. Porque, por sistema, mi mano se olvidaba de sus muslos para atacar de pleno su coño y la suya terminaba aferrada a mi verga, convirtiéndola en pura barra de fuego por la alta temperatura que llegaba a adquirir a poco que me la sobase lo más mínimo.

Es increíble el efecto que puede causar el sentir como una vulva se va progresivamente calentando y humedeciendo entre las manos de uno. De pronto sobra toda la ropa y nada reconforta más que sentir el contacto de piel con piel, como si una necesitara de la otra para poder subsistir. La ofuscación llega a hacerse tan intensa que luego resulta difícil recordar de qué forma y en qué momento cada cual se ha desprendido de su indumentaria, pero la evidencia demuestra que el hecho se ha producido porque la desnudez no engaña.

Nunca Dori y yo habíamos follado sentados, aunque en muchas ocasiones, como en aquélla, hubiéramos empezado el precalentamiento de igual forma. Pero el apremio debía de ser muy superior al de otras veces, pues ella no se anduvo con remilgos y, revolviéndose de forma casi imposible, se asentó a horcajadas sobre mí dándome frente, asestó mi dardo en su diana e inició tal vaivén y sube y baja que el movimiento de sus caderas bien podía compararse con el de un frágil barco zarandeado por un fuerte temporal en alta mar.

Sólo un primer y prolongado orgasmo pudo calmar aquella furia desatada en que Dori se había convertido. Casi lo sentí como propio, ya que, mientras su sudoroso cuerpo se estremecía, se abrazó tan fuerte a mí que sus ramalazos de placer parecían corresponderme.

Poco a poco fue recuperando la calma, pero aún se quedó un buen rato pegada a mí e inmóvil, como degustando todavía el dulce momento recién vivido. Cuando al fin se separó, la ternura que despedía su mirada era toda una confesión del más puro afecto.

—No sé qué sería de mí sin ti —murmuró.

—Lo mismo que de mí sin ti.

—Embustero —hizo un mohín—. Tú tienes a muchas. Yo sólo te tengo a ti.

—Me tienes y me tendrás siempre que quieras. Para mí no hay ninguna como tú.

—¿Ni siquiera Viki?

—Ni siquiera Viki.

—¿Acaso ya no la deseas?

Aunque más pausadamente, Dori había reiniciado su particular danza del vientre y mi polla, afortunada prisionera en tan divina cárcel, comenzaba a dar los primeros síntomas de debilidad.

—Francamente —contesté tras una ligera vacilación—, ya no sé si la deseo o no.

Sabedora de que mi resistencia estaba llegando a su límite, Dori arreció sus movimientos.

—Entonces —dijo con voz entrecortada—, no creo que te interese mi secreto.

—¿Tiene algo que ver con Viki? —pregunté con voz mucho más entrecortada.

—Tiene que ver tanto que, más que mi secreto, podría decirse que es el secreto de Viki.

No pude replicar porque, uniéndose al suyo, mi delirio se desencadenó con tal potencia que hasta mi posibilidad de hablar quedó truncada por unos momentos. Al cabo de varios días de acumulación, mi eyaculación debió de superar todas las marcas hasta entonces establecidas, pues no recordaba haber estado nunca tanto rato soltando lastre con semejante intensidad.

Ignoro la cara que se me quedó después de tan memorable corrida. Lo único que sé es que Dori se me quedó mirando fijamente muy seria y después se abrazó a mí riendo casi a carcajadas.

—Viki está escribiendo un diario —me dijo al oído.

—¿Ése es el secreto? —pregunté algo decepcionado.

—Ése es el secreto de Viki.

—¿Hay más secretos entonces?

—Aún queda mi secreto.

—¿No has dicho antes que tu secreto era el secreto de Viki?

—Dije que casi podía decirse que mi secreto era su secreto?

—¿Y en qué consiste ese casi?

—En que Viki no sabe que yo sé su secreto.

—¿Estamos jugando a los trabalenguas?

—También sé donde guarda su diario.

—Supongo que lo guardará bajo llave.

—Eso es lo que ella cree —se llevó las manos a la cabeza y se quitó una de las horquillas con que mantenía recogida su melena y me la mostró—. ¿Sabes para qué sirve esto?

—Para sujetarte el pelo.

—Esa es tan sola una de sus funciones.

—Cierto. También podría usarse como mondadientes en caso de necesidad.

—Y también puede usarse para abrir la cerradura del diario de Viki.

—¿Quieres decir que has leído su diario sin que ella lo sepa?

—Sólo algunos fragmentos.

Hizo una pausa a propósito, a sabiendas de que mi curiosidad era ya enorme.

—¿Y qué es lo que dice en esos fragmentos? —pregunté sin poder disimular mi ansiedad.

—Dice cosas muy interesantes...

—¿Qué cosas dice?

—Creo que lo mejor es que las leas por tu cuenta.

—No me gustaría que Viki supiera que meto mis narices en sus asuntos.

—A mí tampoco. Por eso lo hago cuando ella no está en casa... Y ahora mismo no está en casa y aún tardará un buen rato en volver.

—¿Desde cuándo te dedicas a espiar a los demás?

—Lo he hecho por ti —me miró frunciendo las cejas en gesto de desagrado.

—¿Por mí?

—Sí, por ti, desagradecido. Nunca he entendido porqué Viki se niega a acostarse contigo y quise averiguarlo.

—¿Y lo has averiguado?

Dori se puso en pie y se volvió a colocar el top y los pantaloncitos con aquella extrema habilidad que ya poseíamos todos los habitantes de la casa.

—Vamos a mi cuarto y podrás comprobar por ti mismo si lo he averiguado o no.

Siempre me ha gustado respetar la intimidad de los demás y un diario me parecía una de las cosas más íntimas que puedan existir. Pero aquel caso era demasiado especial para mí y, por una vez, decidí romper la norma.

Me vestí a toda prisa y acompañé a Dori hasta su cuarto, que era también el de Viki.

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4 comentarios - Una peculiar familia 26

Gastonbruno +1
Ufff esta tremenda esta en 2 días me leí todos los capítulos!!! son excelentes, te felicito